Phate se quedó en medio del cubículo con la llave alzada sobre su cabeza.
—No —susurró.
El sonido de los golpes sobre las teclas no provenía de los dedos de Gillette sino de un altavoz conectado a la terminal del ordenador. El cubículo estaba vacío.
Pero mientras dejaba caer la llave y sacaba la pistola del sobretodo, Gillette salió de un cubículo contiguo y le puso en el cuello la pistola que había tomado del pobre agente Backle, mientras él se apoderaba de la suya.
—No te muevas, Jon —dijo Gillette, y advirtió que el hombre temblaba, no de miedo sino de rabia.
Gillette le revisó los bolsillos y extrajo un disco ZIP, un reproductor portátil de CD Sony con cascos, un juego de llaves de coche y una cartera. Luego encontró el cuchillo. Lo dejó todo sobre el escritorio.
—Eso ha estado bien —dijo Phate señalando el ordenador, cuyos altavoces retransmitían el sonido de un golpeteo frenético sobre un teclado. Gillette pulsó una tecla y el sonido se paró.
—Te has grabado en un archivo .wav, tecleando. ¿Para que yo creyera que estabas aquí?
—Eso mismo.
Phate sonrió con amargura y negó con la cabeza.
Gillette dio un paso atrás y los dos se estudiaron. Era la primera vez que se encontraban cara a cara. Habían compartido cientos de secretos y millones de palabras, pero nunca se habían comunicado en persona, sino en la milagrosa encarnación de electrones que viajaban por hilos de cobre o por cables de fibra óptica.
Gillette pensó que Phate parecía estar sano y en forma para ser un hacker. Estaba un poco moreno, pero Gillette sabía que ese color formaba parte de la ingeniería social y que provenía de un bote: ningún hacker del mundo renunciaría a su máquina por diez minutos de playa. El rostro del hombre parecía divertido, pero sus ojos eran duros como piedras.
—Buen sastre —dijo Gillette, aludiendo al uniforme de mantenimiento. Agarró el disco ZIP que Phate había traído y alzó una ceja interrogante.
—Mi versión del Escondite —dijo Phate. Este era un potente virus que codificaría todos los datos y los sistemas operativos de la UCC, con la salvedad de que no existía manera de decodificarlos posteriormente—. ¿Cómo has sabido que venía? —preguntó a Gillette.
—Pensé que de verdad ibas a matar a alguien en el hospital, pero luego que te preocuparía desconocer si yo había llegado a ver tus notas cuando me había metido en tu ordenador. Y que habrías cambiado de planes. Y que habías enviado a todo el mundo allá y venías por mí.
—Así ha sido, más o menos.
—Te cercioraste de que yo me quedaría al mandarnos ese e-mail de Triple-X. Eso me ha avisado de que vendrías. Él nunca nos hubiera enviado un mensaje, habría llamado por teléfono: estaba demasiado paranoico con Trapdoor, pensaba que podías encontrarlo.
—Bueno, lo he encontrado, ¿no? —dijo Phate, Y añadió—: Está muerto. Ya sabes, Triple-X.
—¿Qué?
—He hecho una paradita por el camino —miró el cuchillo—. Esa es su sangre. Su nombre era Peter C. Grodsky. Vivía en Sunnyvale y trabajaba como programador durante el día en una agencia de créditos. Hackeaba por las noches. Ha muerto cerca de su máquina. De algo le ha valido.
—¿Cómo lo supiste?
—¿Que andabais pasándoos información sobre mí? —Phate se mofaba—. ¿Tú crees que hay una sola cosa en el mundo que no pueda averiguar si me da la gana?
—Hijo de perra.
Gillette acercó el arma y esperó que Phate se acobardara, llorara o pidiera clemencia. No hizo nada de eso. Solamente miró a Gillette a los ojos sin sonreír y continuó hablando:
—En cualquier caso, Triple-X tenía que morir. Era el personaje traidor.
—¿El qué?
—En nuestro juego. Nuestro juego MUD. Triple-X era el chaquetero. Todos ellos tienen que morir: como Judas. O como Boromir en El señor de los anillos. El papel de tu personaje también está bastante claro. ¿Sabes cuál es?
Personajes…Gillette recordó el mensaje que acompañaba la foto de la moribunda Lara Gibson. «El mundo entero es un MUD, y la gente que lo puebla son meros personajes».
—Dime.
—Tú eres el héroe con defectos. Defectos que lo meten en líos. Vaya, y al final harás algo heroico y los salvarás y el público llorará por ti. Pero en cualquier caso nunca llegarás al nivel último del juego.
—¿Cuál es mi defecto?
—¿No lo sabes? Tu curiosidad.
—¿Y cuál es tu personaje? —preguntó Gillette.
—Soy el antagonista, soy mejor y más fuerte que tú y no me frena ningún remordimiento de tipo moral. Pero las fuerzas del bien se alinean contra mí. Y eso lo vuelve todo más difícil…Veamos, ¿quién más? ¿Andy Anderson? Era el sabio que muere pero cuyo espíritu permanece. Obi Wan Kenobi…Frank Bishop es el soldado…
Gillette estaba pensando: «Tendríamos que haber puesto a algún policía protegiendo a Triple-X. Podríamos haber hecho algo».
Otra vez con expresión divertida, Phate miró la pistola que sostenía Gillette:
—¿Te permiten tener un arma?
—La he tomado prestada —respondió Gillette—. De un tipo que se había quedado a hacer de canguro.
—¿Uno que está, pongamos por caso, fuera de juego? ¿Atado y amordazado?
—Algo así.
Phate asintió.
—Y que no te ha visto hacerlo, así que les dirás que fui yo.
—Algo así —respondió Gillette, asintiendo.
Phate rió con amargura.
—Me había olvidado que eras un táctico MUD de los mejores. En los Knights of Access tú eras el callado. Pero vaya por Dios, jugabas de muerte.
Gillette se sacó unas esposas del bolsillo. También las había tomado prestadas del agente Backle cuando fue golpeado en la cocina. No sentía los remordimientos que esperaba experimentar por todo ello. Le pasó las esposas a Phate y dio un paso atrás.
—Póntelas.
El hacker las tomó pero no se las colocó en las muñecas. Sólo miró a Gillette durante largo rato. Luego dijo:
—Déjame preguntarte algo: ¿por qué te fuiste al otro lado?
—Las esposas —murmuró Gillette, señalándolas—. Póntelas.
—Venga, hombre —dijo Phate, con pasión—. Tú eres un hacker. Naciste para vivir en tu Estancia Azul. ¿Qué haces trabajando para ellos?
—Estoy trabajando con ellos porque soy un hacker —le cortó Gillette—. Y tú no. Tú eres un asesino que además del cuchillo se sirve de las máquinas. Eso no es ser hacker, no se basa en eso.
—Un hacker vive para el acceso. Para adentrarse tan profundamente como le sea posible en la máquina de otro.
—Pero tú no te detienes en el disco C:, Jon. Tienes que seguir adelante, tienes que adentrarte en el cuerpo —señaló la pizarra blanca con enfado, donde colgaban las fotos de Lara Gibson y de Willem Boethe—. ¿Por qué? Estás asesinando gente. Ellos no son personajes. Ellos no son bytes. Son seres humanos.
—¿Y… No veo la diferencia entre un ser humano y un código de software. Ambos son creados, ambos sirven para un fin y luego mueren, reemplazados por una versión posterior. Dentro o fuera de la máquina, dentro o fuera del cuerpo, no hay diferencia entre una célula y un electrón.
—Claro que hay diferencias, Jon.
—¿Sí? —preguntó, sonriendo—. Piénsalo. ¿Cómo comenzó la vida? Con un rayo que encendió esa mezcla primordial de carbono, hidrógeno, nitrógeno, oxígeno, fosfato y sulfato. Toda criatura viviente posee esos elementos, toda criatura viviente funciona gracias a impulsos eléctricos. En cualquiera de esas funciones, de una forma u otra, encontrarás una máquina. Que funciona gracias a impulsos eléctricos.
Levantó las manos como si lo que estaba diciendo fuera obvio.
—Guárdate esa falsa filosofía para los chavales del chat, Jon. Las máquinas son juguetes maravillosos: han cambiado el mundo para siempre. Pero no están vivas. Y no razonan.
—¿Y desde cuándo razonar es un requisito para la existencia de vida? —se rió Phate—. La mitad de la gente del mundo es idiota, Wyatt. No razonan mejor que un perro amaestrado o que un delfín adiestrado.
—Por Dios, ¿qué pasa contigo? ¿Estás tan perdido en el Mundo de la Máquina que ya no ves la diferencia?
A Phate se le agrandaron los ojos con ira:
—¿Perdido en el Mundo de la Máquina? ¡No tengo otro mundo! ¿Y quién es el culpable?
—¿Qué quieres decir?
—Jon Patrick Holloway tenía una vida real en el Mundo Real. Vivía en Cambridge, tenía amigos, salía a cenar, solía tener citas. Era tan real como la vida de cualquier otro. ¿Y sabes lo mejor de todo? ¡Me gustaba! Él iba a encontrar a alguien, él iba a formar una familia —su voz se quebró—. ¿Y qué pasó? Su Judas, Valleyman, lo vendió y lo destruyó. El único sitio que me quedaba era el Mundo de la Máquina.
—No —dijo Gillette, con enfado—. El verdadero «tú» robaba software y hardware y suspendía el número de teléfono de urgencias de la policía. La vida de Jon Holloway era totalmente falsa.
—¡Pero era ALGO! ¡Fue lo más cerca que estuve de tener vida privada! —Phate tragó saliva y, por un segundo, Gillette pensó que iba a echarse a llorar. Pero el asesino controló sus emociones deprisa y, con una sonrisa, señaló dos teclados rotos que estaban tirados en una esquina—. ¿Solamente has roto dos?
Se echó a reír. Gillette no pudo evitar una sonrisa.
—Sólo llevo aquí un día y medio. Dame un poco de tiempo.
—Recuerdo que decías que nunca podrías pulsar las teclas con suavidad.
—Hace unos cinco años estaba hackeando y me rompí el dedo meñique. No me enteré. Estuve tecleando dos horas más. Hasta que vi que la mano se me había puesto negra.
—¿Cuál es tu récord de permanencia? —le preguntó Phate.
—Una vez estuve treinta y nueve horas seguidas frente al ordenador —recordó Gillette.
—El mío es de treinta y siete —confesó Phate—. Podría haber estado más pero me quedé dormido. Cuando desperté no pude mover las manos durante dos horas. Tío, hicimos unas cuantas cosas potentes, ¿eh?
—¿Te acuerdas de aquel tipo —dijo Gillette—, el que era general de las fuerzas aéreas? Lo vimos en la CNN. Decía que la página web de reclutamiento era más segura que Fort Knox y que ningún golfete podría colarse en ella.
—Y nos metimos dentro de su WAX en, ¿cuánto tiempo?, ¿diez minutos?
Los jóvenes hackers habían colgado en la web anuncios de Kimberly Clark: reemplazaron con anuncios de cajas Kotex todas las excitantes fotos de bombarderos y de jets.
—Eso estuvo muy bien —dijo Phate.
—¿Y te acuerdas cuando convertimos la línea telefónica de la oficina de prensa de la Casa Blanca en un teléfono público?
Estuvieron un rato en silencio. Finalmente, Phate dijo:
—Vaya, tío, piensa en lo que podríamos haber hecho juntos. Tú eras mejor que yo, sólo que descarrilaste. Te casaste con aquella chica griega, ¿cómo se llamaba? Ellie Papandolos, ¿no? —miró a Gillette muy de cerca cuando pronunciaba ese nombre—. Os divorciasteis pero sigues enamorado de ella, ¿no? Lo puedo ver en tu cara.
Gillette no dijo nada.
—Tío, tú eres un hacker. No tienes nada que hacer con una mujer. Cuando las máquinas son tu vida no necesitas una amante. Sólo te retienen.
—¿Y qué pasa con Shawn? —contrarrestó Gillette.
Su cara se ensombreció.
—Eso es distinto. Shawn entiende perfectamente quién soy. No hay mucha gente que lo haga.
—¿Quién es él?
—Shawn no es problema tuyo —dijo Phate con agresividad y un segundo después volvía a sonreír—. Venga, Wyatt, trabajemos juntos. Sé que deseas que te cuente lo que pasa con Trapdoor. ¿No darías lo que fuera por saber cómo funciona?
—Sé cómo funciona. Husmea paquetes para desviar mensajes. Y luego te sirves de la esteneanografía para insertar un demonio en el paquete. El demonio se activa nada más entrar en el nuevo sistema y restablece los protocolos de comunicación. Se oculta en el programa del Solitario y se autodestruye cuando alguien se pone a buscarlo.
Phate se echó a reír.
—Pero eso es como decir: «Bueno, ese tipo mueve los brazos y echa a volar». ¿Cómo lo hice? Eso es lo que no sabes. Eso es lo que nadie sabe…¿No te preguntas cómo es el código de origen? ¿No te encantaría ver ese código, señor don Curioso? Te daré una pista. Es como echarle un vistazo a Dios, Wyatt. Sabes que lo estás deseando.
Durante un segundo la mente de Gillette se movió entre líneas y líneas de código de software: lo que él escribiría para hacer un duplicado de Trapdoor. Pero al llegar a un cierto punto la pantalla de su imaginación se apagó. No podía ver más allá, y el impulso de su curiosidad lo consumía. Sí, claro que deseaba echar un vistazo al código de origen. Le encantaría hacerlo.
Pero dijo:
—Ponte las esposas.
Phate miró el reloj de pared.
—¿Recuerdas lo que solía apuntar sobre la venganza cuando éramos piratas informáticos?
—La venganza del hacker es venganza paciente. ¿Qué pasa con eso?
—Quiero dejarte pensando en eso. Ah, y otra cosa: ¿has leído alguna vez a Mark Twain?
Gillette frunció el ceño y no contestó.
—Un yanqui en la corte del rey Arturo —siguió Phate—. ¿No? Bueno, trata de un hombre del siglo pasado que es transportado a la Inglaterra medieval. Contiene una escena totalmente fuera de serie cuando el héroe, u otro personaje, se mete en un aprieto y los caballeros van a matarlo.
—Jon, ponte las esposas —lo apuntó con la pistola.
—Sólo que el tipo, y esto es lo bueno, tiene un almanaque y mira la fecha del año que era, pongamos el 1 de junio de 1066, y ve que va a haber un eclipse total de Sol. Así que les dice a los caballeros que si no se rinden convertirá el día en noche. Y, por supuesto, no le creen pero llega el eclipse y todos se quedan alucinados y por eso el héroe se salva.
—¿Y?
—Tenía miedo de meterme en un aprieto aquí.
—Habla claro.
Phate no dijo nada. Pero unos segundos más tarde, cuando el reloj marcó las doce y media y el virus que Phate había cargado en el ordenador de la compañía eléctrica dejó totalmente a oscuras la UCC, quedó claro a qué se refería.
La habitación permaneció en la más estricta oscuridad.
Gillette se echó hacia atrás, levantó el arma de Backle y buscó su blanco entre las sombras. Phate le golpeó con su potente puño en el cuello y lo dejó aturdido. Luego arrojó a Gillette contra la pared del cubículo, y lo tiró al suelo.
Oyó un tintineo cuando Phate guardó sus llaves y las otras cosas que habían quedado sobre el escritorio. Gillette se lanzó hacia delante tratando de retener la cartera. Pero Phate ya la había agarrado y todo lo que Gillette pudo conservar fue el reproductor de CD. Sintió un dolor agudo cuando Phate lo golpeó con la llave mecánica en la espinilla. Gillette se quedó de rodillas, alzó la pistola de Backle y, tras haber apuntado donde creía que se encontraba Phate, disparó.
Pero no pasó nada. Parece ser que tenía el seguro puesto. Y cuando intentó quitarlo un pie le pateó la mandíbula. La pistola se le cayó de la mano y, una vez más, fue a dar contra el suelo.