Capítulo 00100001 / Treinta y tres

El agente del Departamento de Defensa Arthur Backle se sentía agarrotado e irritado, y corrió su silla hacia un lado para ver mejor lo que hacía Wyatt Gillette en su ordenador.

El hacker miró hacia abajo, movido por el ruido chirriante que hacía la silla del agente contra el barato suelo de linóleo, y luego observó de nuevo la pantalla y siguió tecleando. Sus dedos volaban por el teclado.

Ambos hombres eran los únicos ocupantes de la oficina de la Unidad de Crímenes Computarizados. Cuando Bishop tuvo noticia de que su esposa podía convertirse en la siguiente víctima de Phate, había salido lanzado hacia el hospital. Todo el mundo se había ido con él salvo Gillette, quien decidió quedarse a decodificar el correo electrónico enviado por ese tipo de nombre extraño, Triple-X. El hacker había sugerido a Backle que sería de más utilidad en el hospital, pero el agente se había limitado a brindarle esa inescrutable media sonrisa que sabía que irritaba a los sospechosos, y había acercado su silla a la de Gillette.

Backle no podía seguir la velocidad con la que los encallecidos dedos romos del hacker bailaban sobre las teclas.

Pero, caso curioso, Backle era un agente militar de campo que estaba muy familiarizado con la escritura rápida: en los últimos años había visto a muchos teclear a toda velocidad. Como parte de su entrenamiento, el agente había asistido a muchos cursos de crímenes informáticos organizados por la CIA, por el Departamento de Justicia y por el suyo propio, el Departamento de Defensa. Había pasado horas y horas viendo cintas de hackers trabajando.

Gillette le recordó un curso reciente al que asistió en Washington D. C.

Los agentes de la División de Investigaciones Criminales se habían sentado en mesas baratas de panel de fibra, y habían estado bajo la tutela de dos jóvenes que no se parecían a los típicos instructores de educación continuada del ejército. A uno el pelo le llegaba a los hombros y llevaba chancletas de macramé, pantalones cortos y una camiseta arrugada. El otro vestía de forma algo más conservadora y llevaba el pelo más corto, pero estaba lleno de body piercing y su cabello rapado estaba pintado de verde. Los dos formaban parte de un «equipo tigre»: un grupo de antiguos chicos malos que habían decidido no seguir siendo hackers al servicio del Lado Oscuro (al darse cuenta de la cantidad de dinero que podían ganar protegiendo a las empresas y a las agencias gubernamentales de sus antiguos colegas).

Aunque en un principio se mostró escéptico al ver a semejantes manzanas podridas, muy pronto Backle se maravilló de la brillantez de estos hackers, y de su habilidad para simplificar todo lo relacionado con los difíciles temas de la encriptación y de la piratería informática. Esas clases fueron las mejor articuladas y las más comprensibles de todas las que había recibido en seis años en la División de Investigaciones Criminales del DdD.

Backle sabía que no era ningún experto pero, gracias a esas clases, podía seguir en términos generales lo que Gillette estaba haciendo. En un principio, no parecía tener nada que ver con el Standard 12 del DdD. Pero el señor Pelo Verde les había explicado que uno puede camuflar sus programas. Que, por ejemplo, uno podía poner un caparazón al Standard 12 para hacerlo pasar por otro tipo de programa, incluso por un juego o por un procesador de textos. Y esa era la razón de que ahora se encontrase inclinado hacia delante, mientras su irritación se desparramaba por toda la estancia, gracias al chirrido que hacían las patas de su silla contra el suelo, y él escudriñaba la pantalla que Wyatt Gillette tenía enfrente: se preguntaba si el hacker estaría haciendo eso.

A Gillette se le volvieron a tensar los hombros y dejó de teclear. Miró al agente.

—Necesito concentrarme mucho en estos momentos. Y no voy a poder hacerlo si sigue soplándome en el cuello cada vez que respira.

—Dime otra vez qué programa es este.

—Nada de «otra vez»: nunca le he dicho qué programa era.

Volvió a brindarle la media sonrisa.

—Bueno, pues dímelo, ¿quieres? Siento curiosidad.

—Es un programa de encriptación y descriptación que he descargado de la página web Hackrmart y que he modificado. Como es freeware, supongo que no soy culpable de violar los derechos de autor. Que, por otra parte, tampoco quedan bajo su jurisdicción. Y ahora, ¿quiere saber qué algoritmo usa?

Backle no contestó y siguió observando la pantalla.

—Vamos a ver, Backle —dijo Gillette—. Tengo que acabar esto. ¿Qué te parece ir a por un café y un donut a la cocina y dejarme hacer mi trabajo? —y añadió, con sorna—: Y después, cuando lo haya acabado, te dejo echar un vistazo y me imputas todos los cargos falsos que se te ocurran, ¿vale?

—Caray, alguien anda algo quisquilloso por aquí, ¿no? —dijo Backle—. Yo sólo hago mi trabajo.

—Y yo trato de hacer el mío —replicó el hacker, y volvió la vista hacia su ordenador.

Backle se encogió de hombros. El engreimiento del hacker no había mitigado su irritación pero le sedujo la idea del donut. Se levantó, se estiró y fue por el pasillo siguiendo el aroma del café.

* * *

Frank Bishop metió el Crown Victoria en el aparcamiento del Centro Médico Stanford-Packard y saltó del coche, olvidándose de cerrar la puerta y de apagar el motor.

Camino del vestíbulo se dio cuenta de lo que había hecho, se paró y se dio la vuelta. Pero oyó una voz femenina que le dijo:

—No se preocupe, jefe, que yo me encargo.

Era Linda Sánchez. Ella, Bob Shelton y Tony Mott iban en un coche camuflado detrás de él, ya que Bishop había salido tan raudo en busca de su esposa que no había esperado al resto del grupo. Patricia Nolan y Stephen Miller marchaban en un tercer coche.

Avanzó rápidamente hasta la puerta principal.

En la zona de acogida pasó entre pacientes que esperaban turno, enseñando la placa. Tres enfermeras rodeaban a la recepcionista y miraban la pantalla de su ordenador. Nadie le prestaba atención. Algo iba mal. Todas tenían el ceño fruncido y se turnaban al frente del teclado.

—Perdón, es una emergencia policial —dijo Bishop esgrimiendo la placa—. Tengo que saber en qué habitación se encuentra Jennie Bishop.

—Lo siento, agente —respondió una enfermera alzando la vista—. El sistema está bloqueado. No sabemos qué sucede, pero en estos momentos no tenemos ninguna información sobre los pacientes.

—Tengo que encontrarla. Ahora.

La enfermera vio la expresión agónica en su rostro y fue a donde él.

—¿Es ella una paciente hospitalizada?

—¿Qué?

—¿Ella va a pasar la noche aquí?

—No, sólo tenía que hacerse unas pruebas. Cosa de una hora o dos. Ella es paciente del doctor Williston.

—Una paciente de oncología no hospitalizada —resumió la enfermera—. Tercer piso, ala oeste. Por allí —señaló una dirección y se disponía a añadir algo más, pero Bishop ya había echado a correr por el pasillo. Vio un destello blanco a su lado. Bajó la mirada. La camisa se le había salido totalmente. Se la metió por el pantalón sin dejar de correr.

Fue escaleras arriba, corrió por un pasillo que parecía medir más de un kilómetro, se dirigió al ala oeste.

Al final de pasillo se topó con una enfermera, quien lo encauzó hacia una habitación. La joven rubia parecía alarmada, pero Bishop no sabía si lo estaba por lo que sabía sobre el estado de Jennie o por el pánico pintado en su propio rostro.

Corrió por el pasillo, se metió por la puerta y estuvo a punto de atropellar al joven guardia de seguridad delgado, que estaba sentado junto a la cama. El hombre se puso en pie y echó mano a la pistola.

—¡Cariño! —gritó Jennie.

—Está bien —dijo Bishop al guardia—. Soy su marido.

Su mujer lloraba en silencio. Él la estrechó entre sus brazos.

—Una enfermera me ha puesto una inyección —susurró ella—. Y el doctor no la había prescrito. No sé qué contenía. ¿Qué está pasando, Frank?

Bishop se sentía bien por la presencia del guardia. Había pasado un rato horrible mientras hablaba con el personal de seguridad del hospital para reclamar que enviaran a alguien a la habitación de Jennie. Phate había paralizado las líneas telefónicas del hospital y la radio retransmitía con tanta electricidad estática que él no estaba seguro ni de haber podido hablar con el hospital: no podía oír al tipo al otro lado de la línea. Pero, al parecer, habían recibido el mensaje. A Bishop también le alegraba que el guardia (a diferencia de otros miembros de seguridad del hospital) llevara un arma.

—¿Qué está pasando, Frank? —repitió Jennie.

Linda Sánchez llegó corriendo hasta la habitación. El guardia vio la identificación policial que colgaba sobre su pecho y la invitó a entrar. Las dos mujeres se conocían pero Jennie estaba demasiado enfadada para esbozar un saludo.

—Frank, ¿qué va a pasar con la niña? —ella ahora lloraba—. ¿Qué sucederá si me han dado algo que hace daño a la niña?

—¿Qué ha dicho el doctor?

—¡No sabe nada!

—Todo va a ir bien, amor mío. Vas a estar bien.

Bishop informó a Linda Sánchez de lo que había sucedido y se sentó sobre la cama, junto a su esposa. Linda tomó la mano de la paciente, se inclinó hacia ella y le dijo con voz cariñosa pero firme:

—Mírame, cariño. Mírame… —cuando Jennie volvió su rostro atormentado hacia ella, Sánchez dijo—: Ahora estás en un hospital, ¿no?

Jennie asintió.

—Si alguien ha hecho algo que no debía pueden arreglarlo aquí en cuestión de segundos —las manos oscuras y fuertes de la agente frotaban los brazos de Jennie como si la mujer acabara de ponerse a cubierto de una fuerte tormenta—. Aquí hay más doctores por centímetro cuadrado que en todo el valle, ¿no? Mírame. ¿Tengo razón o no?

Jennie se secó los ojos y asintió. Pareció relajarse un poco.

Bishop también se calmó, dichoso de compartir el trance de tener que consolar a su esposa. Pero a ese alivio lo acompañaba una certeza: que si tanto su mujer como su hija sufrían cualquier tipo de daño, el que fuera, ni Shawn ni Phate llegarían vivos a su condena.

Tony Mott corrió hasta la puerta sin demostrar ningún cansancio por el esfuerzo, al contrario que Shelton, quien, apoyándose en el umbral de la puerta, tuvo que detenerse para recuperar el resuello. Bishop dijo:

—Puede que Phate haya hecho algo con la medicina de Jennie. Ahora lo están comprobando.

—Dios mío —murmuró Shelton.

Por primera vez, Bishop se alegró de que Tony Mott estuviera en primera línea, y de que llevara esa gran pistola plateada encima. Ahora pensaba que uno no puede tener ni aliados ni armas suficientes si se opone a gente como Shawn o como Phate.

Sánchez siguió reconfortando a Jennie, tomándola de la mano, susurrando cosas sin importancia y hablando de lo guapa que estaba, de lo mala que sería la comida en ese sitio y que, vaya por Dios, ese ordenanza del pasillo estaba lo que se dice cachas. Bishop pensó que la hija de Linda era una persona muy afortunada por contar con semejante mujer a la hora de traer al mundo a ese hijo tan perezoso que cargaba en su vientre.

Mott había tenido la precaución de acarrear consigo copias de la fotografía de Holloway tomada cuando lo ficharon en Massachusetts. Se las pasó a unos guardias del piso de abajo, que fueron distribuyéndolas entre el personal del hospital. Pero nadie había visto al asesino hasta ese momento.

—Patricia Nolan y Miller están en el departamento informático del hospital, tratando de evaluar daños —informó Mott a Bishop.

Bishop asintió y les dijo a Shelton y a Mott:

—Quiero que vosotros…

De pronto el monitor de constantes vitales empezó a emitir un pitido muy alto. El diagrama que mostraba el corazón de Jennie empezó a saltar arriba y abajo de manera frenética.

Apareció un mensaje en la pantalla en caracteres rojos brillantes:

PELIGRO: Fibrilación

Jennie tragó saliva y alzó la cabeza, mirando el monitor. Gritó.

—¡Jesús! —gritó Bishop y pulsó el botón de llamada. Lo pulsó una y otra vez. Bob Shelton corrió al pasillo y comenzó a gritar:

—¡Necesitamos ayuda! ¡Aquí! ¡Ahora!

Y de pronto las líneas de la pantalla se volvieron planas. El tono de aviso se convirtió en un chirrido penetrante y un nuevo mensaje apareció en el monitor:

PELIGRO: Embolia

—¡Cariño! —lloraba Jennie. Bishop la abrazó, sintiéndose inútil. A ella le caía el sudor por la cara y temblaba, pero seguía consciente. Linda Sánchez corrió a la puerta y gritó:

—¡Que venga un maldito doctor!

En un momento llegaba el doctor Williston. Echó una ojeada al monitor. Inspeccionó luego a su paciente y desconectó la máquina.

—¡Haga algo! —gritó Bishop.

Williston colocó el estetoscopio a Jennie y le tomó la presión. Luego se levantó y dijo:

—Ella está bien.

—¿Bien? —preguntó Mott.

Dio la impresión de que Sánchez iba a agarrar al doctor por las solapas y hacer que volviera a revisar a su paciente.

—¡Compruébelo otra vez!

—A ella no le pasa nada —le respondió el médico.

—Pero el monitor… —dijo Bishop.

—Una anomalía. Algo ha sucedido en el sistema informático. Todos los monitores de esta planta han estado haciendo lo mismo.

Jennie cerró los ojos y volvió a dejar caer la cabeza sobre la almohada. Bishop la abrazó con fuerza.

—En cuanto a la inyección —prosiguió el médico—, ya lo he comprobado. Por alguna extraña razón, los de farmacia recibieron una orden para darte un pinchazo de vitaminas. Eso es todo.

—¿Una vitamina?

Bishop, temblando de alivio, luchaba para no llorar.

—No te hará daño ni le hará daño al feto —dijo Williston—. Es muy raro: la orden llevaba mi nombre y, quienquiera que fuera el que lo hizo, utilizó mi contraseña para autorizarla. La guardo en un fichero privado de mi ordenador. No puedo figurarme cómo se las arregló para agenciársela.

—No puedo imaginármelo —dijo Tony Mott, con una mirada burlona dirigida a Bishop.

Un hombre de unos cincuenta años con apariencia de militar entró en la habitación. Vestía un traje conservador. Se presentó, Les Alien. Era el jefe de seguridad del hospital.

Bishop le contó la invasión del asesino en el hospital y el episodio de su mujer con el monitor.

—Ha entrado en nuestro ordenador principal —dijo Alien—. Lo sacaré a relucir hoy mismo, en la reunión del comité de seguridad. Pero, por ahora, ¿qué creen que debemos hacer? ¿Creen que el tipo está aquí, en algún lado?

—Sí, claro que está aquí —dijo Bishop, señalando el monitor colocado encima de la cabeza de Jennie—. Ha hecho esto para distraernos, para que nos centremos en Jennie y en esta ala del hospital. Lo que significa que su objetivo es otro paciente.

—O pacientes —añadió Shelton.

—O alguien del personal —sugirió Mott.

—A este sujeto le van los retos —comentó Bishop—. ¿Cuál es el lugar de más difícil acceso del hospital?

El doctor Williston y Les Alien lo discutieron:

—¿Qué opina usted, doctor? ¿Los quirófanos? Todas las puertas son de acceso restringido.

—Pienso que sí.

—¿Y dónde se encuentran?

—En otro edificio: se accede a él por medio de un túnel que sale de esta misma ala.

—Y la mayor parte de los médicos y de las enfermeras lleva mascarillas y gorros, ¿no? —preguntó Linda Sánchez.

—Sí.

De esa manera, Phate podía pasearse sin problemas por el escenario de su próximo crimen.

—¿Están operando a alguien ahora mismo? —preguntó Bishop.

El doctor Williston se rió.

—¿A alguien, dice? Ahora estarán practicando al menos veinte operaciones —se volvió hacia Jennie—. Estaré de vuelta en diez minutos.

Dejó la habitación.

—Vamos de caza —dijo Bishop a Shelton, Sánchez y Mott. Abrazó de nuevo a Jennie. Mientras salían el joven guardia de seguridad acercó la silla un poco más a la cama de la paciente. Cuando se adentraron en el pasillo, el guardia cerró la puerta. Bishop oyó cómo echaba el cerrojo.

Alien y Bishop recorrieron el pasillo deprisa. Mott y Shelton iban detrás, y el joven policía llevaba la mano sobre la automática y miraba a un lado y a otro, como si estuviera a punto de desenfundar y disparar al primero que se pareciera un poco a Phate.

Bishop también estaba tenso, pensando que el asesino era como un camaleón y que, gracias a sus disfraces, podrían cruzárselo por el pasillo y ni siquiera advertir su presencia.

Estaban en el ascensor cuando algo se le pasó por la cabeza. Se alarmó pensando en la puerta cerrada de la habitación de Jennie. No entró en detalles sobre las habilidades en cuestión de ingeniería social de Phate, pero le preguntó a Alien:

—Con nuestro sospechoso no se sabe muy bien qué pinta tendrá la próxima vez. No le he prestado mucha atención al guardia de la habitación de mi mujer. Tiene más o menos la edad y la altura del tipo que buscamos. ¿Está seguro de que trabaja para su departamento?

—¿Quién? ¿Dick Hellman, el del cuarto? —contestó Alien moviendo la cabeza—. Bueno, puedo asegurarle que es el marido de mi hija y que lo conozco desde hace ocho años. Y en cuanto a si trabaja, digamos que si una jornada de cuatro horas en un turno de ocho es trabajo, entonces me temo que la respuesta es sí.

* * *

En la pequeña cocina de la Unidad de Crímenes Computarizados, el agente Art Backle se sirvió un café y buscó en vano algo de leche o de crema en la pequeña nevera. Desde que la cadena Starbucks se estableciera en la zona de la bahía, Backle no había bebido otro tipo de café, y supo de antemano que ese líquido con pinta de aguachirle y olor a quemado sabría a rayos. Desencantado, le añadió un poco de leche en polvo que hizo que la poción adquiriera un tono grisáceo.

Tomó un donut de chocolate que, al morderlo, resultó ser un bollo de plástico. «Maldición…». Arrojó el donut falso al otro lado de la habitación mientras caía en la cuenta de que Gillette lo había enviado aquí para gastarle una broma. Decidió que cuando el hacker volviera a la cárcel lo…

¿Qué era ese ruido?

Empezó a volverse hacia el pasillo.

Pero para cuando identificó el ruido como pisadas que se le acercaban a la carrera ya tenía al atacante encima. Este golpeó al delgado agente en la espalda y lo arrojó contra la pared, sustrayéndole todo el aire de los pulmones.

El atacante apagó las luces. La habitación sin ventanas se sumió en la oscuridad más total. Luego agarró a Backle por el cuello y le empotró la cabeza contra el suelo. Su cara chocó contra el cemento haciendo un ruido sordo.

El agente buscó su pistola mientras intentaba tomar aire.

Pero una mano fue más rápida que la suya y se la arrebató.

* * *

¿Quién quieres ser?

Phate caminaba lentamente por el pasillo de la Unidad de Crímenes Computarizados de la policía estatal. Vestía un viejo uniforme manchado de la compañía de Gas y Electricidad Atlantic y un casco. Escondido bajo el sobretodo llevaba su cuchillo Ka-bar, y también una pistola (una Glock) con tres cargadores de repuesto. También acarreaba otra arma pero esta no era tan fácil de reconocer como tal, no en la mano de un encargado de reparaciones: se trataba de una gran llave mecánica.

¿Quién quieres ser?

Alguien de quien los policías se fiaran, alguien de quien no sospecharan si se lo encontraban entre la bruma. Ese era quien quería ser.

Phate miró a su alrededor, sorprendido de que la UCC hubiera elegido un corral de dinosaurios como base de operaciones. ¿Había sido una coincidencia que vinieran a parar allí? ¿O tal vez había sido una decisión irónica del difunto Andy Anderson?

Se detuvo, se orientó y siguió avanzando lentamente (y sin hacer ruido) hacia un cubículo en penumbra en la zona de control central del corral. Dentro del cubículo se oía un repiqueteo furioso.

También se había sorprendido de que la UCC estuviera así de vacía, pues esperaba encontrarse al menos tres o cuatro personas (de ahí la gran pistola y la munición de reserva) pero parecía que todo el mundo se había ido al hospital, donde era probable que la señora de Bishop estuviera sufriendo un trauma, a resultas de una inyección de vitamina B rica en nutrientes que él le había prescrito esa misma mañana.

Phate había contemplado la posibilidad de asesinarla, y no le habría costado mucho ordenar a los de Medicación Central que administraran a la mujer una gran dosis de insulina, por decir algo: pero esa no habría sido la mejor táctica en este segmento del juego MUD. Como personaje de distracción era mucho más valiosa viva y gritando. De haber muerto, la policía habría supuesto que era el objetivo y habría vuelto a la UCC de inmediato. Pero ahora la policía andaba a la carrera por el hospital tratando de encontrar a la verdadera víctima.

Y, de hecho, la víctima de Phate estaba en otro lado. Aunque esa persona no era ni un paciente ni alguien de la plantilla del Centro Médico Stanford-Packard. Esa persona se encontraba allí, en la UCC.

Y su nombre era Wyatt Gillette.

Quien se encontraba sólo a nueve metros, dentro de este cubículo desaseado.

Phate escuchó el sorprendente staccato de Valleyman al pulsar las teclas con rapidez y fuerza. Su ritmo era continuo, como si temiera que sus brillantes ideas pudieran desaparecer como agua en la arena si no las golpeaba al instante en la unidad del procesador central de su máquina.

Se acercó poco a poco al cubículo, aferrando la llave que llevaba en la mano.

En la época en la que ambos jóvenes lideraban los Knights of Access, Gillette solía repetir que los hackers debían abrazar el arte de la improvisación.

Y Phate había desarrollado esa misma disciplina y, por eso, aquel día había improvisado.

Había decidido que había demasiadas posibilidades de que Gillette hubiera encontrado sus planes de ataque al hospital cuando se había colado en su ordenador. Así que había alterado un poco sus planes. En vez de matar a varios pacientes en uno de los quirófanos, tal como se había propuesto en un principio, haría una visita a la UCC.

Cabía, por supuesto, la posibilidad de que Gillette acompañara a los policías al hospital, así que le envió un mensaje encriptado que parecía provenir de Triple-X, para que se quedara a intentar decodificarlo.

Decidió que esa era la solución perfecta. No sólo le suponía un reto entrar en la UCC (acción que valía veinticinco sólidos puntos) sino que, de tener éxito, le brindaría por fin la oportunidad de destruir al hombre que había buscado durante años.

Volvió a mirar a su alrededor, a la escucha. En todo ese espacio inmenso no había otra alma que la de Judas Valleyman. Y contaba con defensas mucho menos férreas de lo que se esperaba. Aun así, no se arrepentía de haberse molestado tanto en los detalles: el uniforme de la compañía del gas, la falsa orden de trabajo para arreglar unas cajas de circuitos, la identificación que tanto le había costado en su máquina de hacer carnés y el tiempo gastado en abrir la cerradura. Cuando uno juega a Access contra un verdadero wizard toda precaución es poca, sobre todo si ese wizard se refugia en las mazmorras del mismísimo Departamento de Policía.

Y ahora estaba a un paso de su adversario, del hombre cuya muerte Phate había soñado durante días, imaginándosela gratamente.

Pero, a diferencia del juego tradicional de Access, en el que uno extrae el corazón latiente del pecho de su víctima, Phate tenía otra cosa en mente para Gillette.

Ojo por ojo…

Primero golpearía a Gillette en la cabeza con la gran llave mecánica para atontarlo y luego trabajaría en su cabeza con ayuda de su cuchillo Ka-bar. Había robado la idea de Jamie Turner, su joven amigo Trapdoor en la Academia St. Francis. Pues el muchacho le había escrito a su hermano:

JamieTT: Tío, ¿puedes imaginar algo más terrible que quedarte ciego si eres un hacker?

«No, Jamie, no puedo», respondía ahora Phate en silencio.

Se detuvo junto al cubículo, encogido, escuchando el flujo seguido de golpes sobre el teclado. Tomó aire y se metió deprisa, girando la llave hacia atrás para tener un buen efecto de palanca.