Capítulo 00100000 / Treinta y dos

—Todo lo que necesito son los números del teléfono móvil que está usando y encontrarme a algo así como un kilómetro cuadrado de él. Y entonces puedo colgarme en su espalda.

Semejante convencimiento salía de la boca de Garvy Hobbes, un hombre rubio de edad indeterminada, delgado a pesar de una tripa prominente que delataba cierta pasión por la cerveza. Vestía vaqueros y una camisa de un solo color.

Hobbes era el jefe de seguridad de Mobile America, el mayor proveedor de teléfonos móviles del norte de California.

El correo electrónico que Shawn le había enviado a Phate sobre las empresas de telefonía móvil y que Gillette había encontrado en el ordenador de Holloway era un estudio comparativo de empresas que proveían el mejor servicio para la gente que deseaba conectarse on-line desde su móvil. El estudio declaraba a Mobile America la mejor de todas, y el equipo presupuso que Phate habría hecho caso a la recomendación de Shawn. Tony Mott había llamado a Hobbes, que ya había colaborado antes con la UCC.

Hobbes corroboró que muchos hackers usaban Mobile America porque, para conectarse a la red con el móvil, uno necesitaba una señal regular y de alta calidad, algo que Mobile America podía ofrecer. Hobbes señaló con la cabeza a Stephen Miller, quien estaba trabajando duro con Linda Sánchez para unir los ordenadores de la UCC y poder conectarlos a la red de nuevo.

—Stephen y yo hablamos sobre ello la semana pasada. Él pensaba que debíamos rebautizar la empresa como Hacker's America.

Bishop preguntó cómo se disponían a rastrear a Phate ahora que sabían que era cliente suyo, aunque ilegal, con toda probabilidad.

—Todo lo que se necesita es el ESN y el MIN de su teléfono —dijo Hobbes.

Gillette, quien había hecho sus pinitos como phreak telefónico, sabía lo que significaban esas iniciales y se lo explicó: cada teléfono móvil tiene tanto un ESN (el número de serie electrónico, que es secreto) como un MIN (número de identificación del móvil: el código de área y los siete dígitos del número de teléfono).

Hobbes le reveló que, si sabía esos números y se encontraba a un kilómetro del teléfono en cuestión, podía servirse de un equipo de búsqueda direccional de radio para localizar al emisor con una exactitud de centímetros. O, como le gustaba repetir a Hobbes, «colgarse en su espalda».

—¿Y cómo podemos saber cuáles son los números de su teléfono? —preguntó Bishop.

—Bueno, eso es lo complicado del caso. Muchas veces conseguimos los números porque el cliente llama para denunciar que le han robado el teléfono. Pero este tipo no tiene pinta de andar birlando el aparato de nadie. Aunque necesitamos esos números: de lo contrario, no hay nada que podamos hacer.

—¿Con qué rapidez puede moverse si lo llamamos?

—¿Yo? En un pispas. Y aún más rápido si me dejáis subir a uno de esos coches con luces en el techo y sirenas —bromeaba. Les dio una tarjeta. Hobbes tenía dos números de oficina, un número de fax, un busca, y dos números de móvil. Sonrió—: A mi novia le gusta que esté accesible. Yo le digo que tengo todo esto porque la quiero, pero la verdad es que con tanta llamada pirata, la empresa me anima a estar disponible. Créeme: el robo de servicio telefónico celular va a ser el crimen del próximo siglo.

—O uno de tantos —murmuró Linda Sánchez.

Hobbes se largó y el equipo volvió a revisar los pocos documentos del ordenador de Phate que habían podido imprimir antes de que él codificara los datos.

Miller anunció que el sistema volvía a funcionar. Gillette lo comprobó y supervisó la instalación de la mayoría de las copias de seguridad: quería cerciorarse de que seguía sin existir vínculo alguno con ISLEnet desde esa máquina. Apenas había acabado de realizar el último chequeo de diagnóstico cuando la máquina empezó a pitar.

Gillette miró la pantalla, preguntándose si su bot habría encontrado algo más. Pero no, el sonido anunciaba que tenían correo. Era de Triple-X. Leyendo el mensaje en voz alta, Gillette dijo:

—«Aquí tenéis un Phichero con inphormación sobre nuestro amigo» —alzó la vista—. Phichero, «P-H-I-C-H-E-R-O». Inphormación, «I-N-P-H-O-R-M-A-C-I-ÓN».

—Todo reside en la ortografía —comentó Bishop. Y luego añadió—: Creía que Triple-X estaba algo paranoico y que sólo iba a utilizar el teléfono.

—No menciona el nombre de Phate y la información del mensaje está encriptada.

Gillette advirtió que el agente del Departamento de Defensa se removía en su asiento y añadió:

—Siento decepcionarlo, agente Backle, pero esto no es el Standard 12. Es un programa de encriptación con clave pública.

—¿Cómo funciona? —preguntó Bishop.

Gillette les habló de la encriptación con clave pública, en la que cualquiera puede encriptar un mensaje con software a disposición del público. Entonces el emisor se lo envía por correo electrónico al destinatario, quien debe usar una clave privada para decodificarlo. Esa clave la recibe el destinatario normalmente por teléfono o en persona, pero nunca on-line: alguien podría interceptarla.

Pero nadie había recibido una llamada del hacker.

—¿Tienes su teléfono? —preguntó Gillette a Bishop.

El detective dijo que, cuando le había llamado antes para darle la dirección de correo de Phate, el indicador de llamadas indicaba que el hacker estaba telefoneando desde una cabina.

—Quizá la clave esté en camino. Mucha gente envía la clave de decodificación por mensajero —Gillette examinó el programa de encriptación y se echó a reír—: Pero os apuesto algo a que puedo descifrarlo antes de que llegue la clave —insertó el disquete que contenía sus herramientas hacker en uno de los PC y cargó un programa de decodificación que había escrito años atrás.

Linda Sánchez, Tony Mott y Shelton habían estado ojeando las pocas páginas de material que Gillette había logrado imprimir de la carpeta «Proyectos actuales» de Phate antes de que el asesino detuviera la descarga y encriptara los datos.

Mott pegaba las hojas en la pizarra blanca y el grupo se congregaba frente a ellas.

—Hay muchas referencias a gestión de centros: portería, servicios de cocina y de seguridad, personal, nóminas… —advirtió Bishop—. Parece que el objetivo es un sitio grande: lo ha estudiado y tiene descripciones exhaustivas de los pasillos, de los garajes y de las rutas de escape.

—La última página —dijo Mott—. Mirad: «Servicios Médicos».

—Un hospital —dijo Bishop—. Va a atacar un hospital.

—Eso tiene sentido —añadió Shelton—: Hay alta seguridad y multitud de víctimas entre las que elegir.

—Concuerda con su pasión por los retos y por divertirse con sus juegos —dijo Nolan—. Y puede hacerse pasar por quien quiera: un cirujano, una enfermera o un conserje. ¿Alguien intuye cuál de ellos va a escoger?

Pero nadie encontraba ninguna referencia específica a ningún hospital en concreto.

Bishop señaló un bloque de caracteres en uno de los listados.

CSGEI Demanda números identidad-Unidad 44

—Ahí hay algo que me suena.

Bajo esas palabras había un gran listado de lo que parecían ser números de la Seguridad Social.

—CSGEI, sí —asintió Shelton—. Sí. Lo he oído antes.

De pronto Linda Sánchez dijo:

—Claro, ya lo sé: es nuestro asegurador, la compañía de seguros de los empleados del gobierno del Estado. Y esos deben de ser los números de la Seguridad Social de los pacientes.

Bishop llamó a la oficina del CSGEI de Sacramento. Informó a un especialista de demandas de lo que habían encontrado y le preguntó a qué se refería esa información del listado. Asintió mientras oía la respuesta y luego alzó la vista y miró a los miembros del equipo:

—Son demandas recientes de servicios médicos realizadas por empleados del Estado.

Volvió a hablar por teléfono y preguntó:

—¿Qué es la Unidad 44?

Escuchó. Un segundo después frunció el ceño. Miró al equipo.

—La Unidad 44 es la policía estatal: la oficina de San José. Somos nosotros. Esa información es confidencial…¿Cómo la consiguió Phate?

—¡Jesús! —dijo Gillette—. Pregúntales si los archivos de esa unidad están en ISLEnet.

Bishop lo hizo. Asintió.

—Sí, están.

—Maldición —juró Gillette—. Cuando se coló en ISLEnet, Phate no estuvo conectado sólo cuarenta segundos: mierda, alteró los ficheros de anotación de actividades para hacernos creer eso. Ha debido de descargar gigas de información. Tendríamos que…

—Oh, no —se oyó decir a una voz masculina, con un evidente tono de alarma.

El equipo se volvió para ver a Frank Bishop con la boca abierta, angustiado, señalando una lista de números pegada a la pizarra.

—¿Qué pasa, Bishop? —preguntó Gillette.

—Va a atacar el Centro Médico Stanford-Packard —susurró el detective.

—¿Cómo lo sabes?

—La segunda línea empezando por el final: ¿ves ese número de la Seguridad Social? Es el de mi esposa. Y ella está ahora mismo en el hospital.

* * *

Un hombre entró en la habitación de Jennie Bishop.

Ella dejó de mirar el televisor sin sonido, en el que había estado posando la vista para ver los primeros planos del culebrón de turno y comparar los peinados de las protagonistas. Estaba esperando al doctor Williston, pero el visitante era otra persona: un hombre vestido con un uniforme azul marino. Era joven y tenía un grueso bigote negro, que contrastaba con su pelo castaño. Daba la impresión de que, en su caso, la función del vello facial era la de darle a ese rostro aniñado algo de madurez.

—¿La señora Bishop?

Tenía un poco de acento sureño, no demasiado común en esa parte de California.

—Sí.

—Me llamo Hellman. Pertenezco al equipo de seguridad del hospital. Su marido ha llamado y me ha pedido que me quede en su habitación.

—¿Por qué?

—No nos lo ha dicho. Nos ha solicitado que nos cercioremos de que nadie entra en su habitación salvo él mismo, la policía o su médico.

—¿Por qué?

—No lo ha dicho.

—¿Mi hijo está bien? ¿Brandon?

—No he oído que no lo esté.

—¿Por qué Frank no me ha llamado directamente?

Hellman jugó con el bote de Mace que colgaba de su cinturón.

—Los teléfonos del hospital se han averiado hace una hora. Los de reparaciones están trabajando para restaurar la línea. Su marido nos contactó por medio de la radio que usamos para, ya sabe, hablar con las ambulancias.

Jennie tenía su móvil en el bolso pero había visto el cartel que alertaba de que estaba prohibido usar los móviles en el hospital, pues su señal a veces interceptaba los marcapasos y otros instrumentos.

El guardia echó un vistazo a la habitación y luego acercó una silla a la cama y se sentó. Ella no miró al joven de frente, pero podía sentir que él la estudiaba, que recorría su cuerpo con la vista, como si quisiera escudriñarla por los agujeros de las axilas del camisón con puntitos y entrever sus pechos. Se volvió hacia él con una expresión asesina pero entonces él miró hacia otro lado.

El doctor Williston, un hombre calvo de cincuenta y muchos años, entró en la habitación.

—Hola, Jennie, ¿cómo estamos esta mañana?

—Bien —dijo ella sin mucha certidumbre.

El doctor vio al guardia de seguridad. Lo miró con las cejas arqueadas.

—El detective Bishop me ha pedido que me quede con su esposa —dijo el hombre.

El doctor Williston contempló al hombre un poco más y luego preguntó:

—¿Es usted miembro de la seguridad del hospital?

—Sí, señor.

—A veces tenemos algunos problemillas con los casos que lleva Frank —dijo Jennie—. Le gusta andar con cautela.

El doctor asintió y luego alegró la cara para darle confianza.

—Vale, Jennie, estas pruebas no van a durar todo el día pero me gustaría decirte qué es lo que vamos a hacer, y qué es lo que estamos buscando —señaló el esparadrapo que ella llevaba en el brazo y dijo—: Veo que ya te han sacado sangre y…

—No. Eso es de la inyección.

—¿De qué…

—Ya sabe, de la inyección.

—¿Cómo es eso? —dijo él, frunciendo el ceño.

—Hará como veinte minutos. La inyección que usted me había prescrito.

—No había ninguna inyección programada.

—Pero… —ella sintió el miedo helado que corría por sus venas: tan frío e incisivo como la medicina que había penetrado por su brazo un rato antes.

—La enfermera que lo hizo…Tenía una hoja impresa. ¡En ella se leía que usted la había prescrito!

—¿Cuál era la medicación? ¿Lo sabes?

Con la respiración agitada ahora por el pánico, ella susurró:

—¡No lo sé! Doctor, el bebé…

—No te preocupes —dijo él—. Ahora mismo me entero. ¿Quién era la enfermera?

—No me fijé en su nombre. Era baja, pesada, morena. Latina. Llevaba un carrito.

Jennie comenzó a llorar.

—¿Pasa algo? —dijo entonces el guardia de seguridad, inclinándose hacia delante—. ¿Puedo hacer algo?

No le hicieron caso. Ella miró el rostro del doctor y le dio miedo: también estaba asustado. Él sacó una linterna de la bata. Le examinó los ojos con ella y le tomó el pulso. Luego miró el monitor Hewlett-Packard.

—El pulso y la presión andan un poco altos. Pero no nos preocupemos aún. Voy a ver qué ha sucedido.

Salió de la habitación con rapidez.

No nos preocupemos aún…

El guardia de seguridad se levantó y cerró la puerta.

—No —dijo ella—. Déjela abierta.

—Lo siento —le respondió con calma—. Son órdenes de su marido.

Él volvió a sentarse y acercó aún más la silla.

—Esto anda bastante tranquilo. ¿Quiere que encendamos la tele?

—Claro —dijo ella, abstraída—. No me importa.

No nos preocupemos aún…

El guardia agarró el mando a distancia y subió el volumen. Escogió otro culebrón y se echó hacia atrás en su silla.

Ella sentía que él volvía a mirarla pero Jennie no pensaba en el guardia para nada. Sólo tenía dos cosas en mente: una era el horrible recuerdo de la inyección. La otra era su bebé. Cerró los ojos rezando para que todo fuera bien y acunó su vientre, donde yacía su hija de dos meses, quizá dormida, quizá flotando inmóvil mientras escuchaba el golpeteo asustado y fiero del corazón de su madre, un sonido que seguro colmaba el mundo mínimo y oscuro de la pequeña criatura.