Las palabras del monitor situado frente a Wyatt Gillette brillaban con caracteres deslumbrantes:
COMIENZO ENCRIPTACIÓN ARCHIVOS
Un poco después apareció otro mensaje:
ENCRIPTANDO: STANDARD 12
DEPARTAMENTO DE DEFENSA
—¡No! —gritó Gillette, mientras se suspendía la descarga de los ficheros de Phate y los contenidos de «Proyectos actuales» se convertían en gachas de avena digital.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Bishop.
—Que Phate sí tenía una alarma de descarga —murmuró Nolan, enfadada consigo misma—. Me he equivocado.
Gillette observó la pantalla con impotencia.
—Ha cancelado la descarga pero no se ha desconectado. Ha pulsado una tecla caliente y está codificando todo lo que guarda en su máquina.
—¿Puedes decodificarlo? —preguntó Shelton.
El agente Backle vigilaba atentamente a Gillette.
—No, sin la clave de decodificación de Phate —dijo el hacker con firmeza—. Ni los vectores de datos en paralelo de Fort Meade podrían descriptar todos estos datos en un mes entero.
—No me refería a la clave —dijo Shelton—. Te preguntaba si podrías «crackearlo».
—No puedo. Te lo dije. No sé cómo leer el Standard 12.
—Mierda —murmuró Shelton observando a Gillette—. Va a morir más gente si no podemos conocer qué guarda en ese ordenador.
El agente Backle, del DdD, suspiró. Gillette vio que tenía los ojos fijos en la pizarra blanca.
—Adelante —dijo Backle—. Si eso puede salvar vidas, hazlo.
Gillette volvió a contemplar el monitor. Por una vez, sus dedos dejaron de teclear el aire mientras observaba la marea de densa morralla que flotaba por la pantalla. Cualquiera de esos caracteres bloqueados podía contener una pista sobre la identidad de Shawn, la ubicación de Phate o la dirección de la próxima víctima.
—¡Hazlo! ¡Por lo que más quieras, hazlo! —dijo Shelton.
—Lo digo en serio —susurró Backle—. Cerraré los ojos.
Gillette observó cómo la marea de signos pasaba de forma hipnótica ante sus ojos. Sus manos fueron hasta el teclado. Podía sentir cómo todos tenían los ojos puestos en él.
Pero entonces Bishop preguntó, con voz preocupada:
—¡Un segundo! ¿Por qué no se ha desconectado de la red? ¿Por qué ha codificado todo? No tiene sentido.
—Ay, Dios —dijo Gillette. Y de inmediato supo la respuesta a esas preguntas. Movió la cabeza de un lado a otro mientras apuntaba a una caja gris en la pared que tenía un botón rojo en el centro—. ¡Dale al conmutador de fuga! ¡Ahora! —gritó a Stephen Miller, que era quien se encontraba más cerca del botón.
Miller miró el conmutador y luego miró a Gillette:
—¿Por qué?
El hacker se lanzó hacia delante, enviando la silla lejos por el impulso, e intentó llegar al botón. Pero ya era tarde. Antes de que pudiera pulsarlo se oyó un ruido chirriante proveniente del disco central del ordenador de la UCC y las pantallas de todas las terminales se apagaron.
Bishop y Shelton se echaron hacia atrás cuando comenzaron a brotar chispas de los agujeros de ventilación del disco. El humo y los gases empezaron a esparcirse por la sala.
—Dios bendito… —Mott se alejó de la máquina.
El hacker pulsó el conmutador de fuga con la palma de la mano, cortando así la corriente y haciendo que el gas halón se inyectara en la carcasa de los ordenadores, extinguiendo las llamas.
—¿Qué demonios ha sucedido? —preguntó Shelton.
Gillette murmuró enfadado:
—Esa era la razón para codificar los ficheros pero seguir on-line: enviar una bomba a nuestro sistema.
—¿Cómo ha hecho eso? —preguntó Bishop.
Gillette sacudió la cabeza:
—Yo diría que ha enviado un comando que de alguna forma ha apagado el ventilador, y luego ha ordenado que el disco duro se dirigiera a un sector inexistente: así se consigue que el motor del disco se revolucione y se recaliente.
Bishop observó el disco abrasado.
—Quiero que todo esté funcionando otra vez en media hora —le dijo a Miller—. Encárgate de eso, ¿quieres?
—No sé qué les queda en el inventario a los Servicios Centrales —dijo un dudoso Miller—. Suelen andar cargados de trabajo. La última vez nos llevó dos días conseguir un disco de repuesto, por no hablar de la máquina. Lo que pasa es que…
—No —replicó Bishop, furioso—. Media hora.
Miller estudió los aparatos que estaban repartidos por el suelo. Señaló unos cuantos ordenadores personales.
—Tal vez podríamos crear un mini sistema con ellos y cargar las copias de seguridad. Y luego…
—Haz lo que tengas que hacer —dijo Bishop, y agarró las hojas que había en la impresora y que contenían lo que habían podido robar del ordenador de Phate gracias a la tecla de «Imprimir Pantalla», antes de que el asesino lo codificara todo—. Vamos a ver si nos hemos topado con algo —dijo al resto del equipo.
A Gillette le ardían los ojos y la boca por los gases del ordenador. Se dio cuenta de que Bishop, Shelton y Sánchez miraban la máquina con desasosiego, pensando sin duda lo mismo que se le pasaba por la cabeza a él: lo inquietante que resulta que algo tan insustancial como el código de software (meras cadenas de ceros y unos) pueda acariciar tu cuerpo físico con un toque doloroso o, incluso, letal.
* * *
Bajo la atenta mirada de su falsa familia, que lo observaba desde las fotos enmarcadas de la sala, Phate caminaba impaciente, en círculos, por la habitación, con tanta rabia que casi le cortaba la respiración.
Valleyman había logrado colarse en su máquina.
Y, peor aún, lo había hecho con un simple programa de puerta trasera que podía escribir cualquier geek de instituto.
Inmediatamente cambió la identidad de su ordenador y su dirección de Internet, por supuesto. Gillette no tendría ninguna posibilidad de volver a colarse. Pero lo que lo intranquilizaba era esto: ¿qué había visto la policía? Gillette había usado un anonimatizador que automáticamente reescribía la información de los ficheros para borrar las huellas que delataban qué había estado mirando o cuánto tiempo había pasado dentro de su máquina: lo mismo que Phate había hecho cuando pirateó ISLEnet. Quizá Gillette había hecho sonar la alarma de descarga cinco segundos después de colarse dentro, pero tal vez llevaba una hora entera dentro de su ordenador, tomando notas o imprimiendo pantalla tras pantalla. No había manera de saberlo.
Nada de lo que había en esa máquina podía guiarlos a su casa de Los Altos, pero sí contenía mucha información sobre sus ataques presentes y futuros. ¿Habría visto Valleyman la carpeta de «Proyectos actuales»? ¿Habría visto lo que Phate se disponía a hacer en pocas horas?
Tenía todo planificado para su siguiente ataque…Por Dios, si ya estaba todo en marcha.
¿Debía buscarse otra víctima?
Pero pensar en desechar un proyecto en el que había invertido tanto tiempo y tantos esfuerzos se le hacía duro. Más exasperante que los alientos derrochados era todavía pensar que si abandonaba sus planes, sería por culpa del hombre que lo traicionó: el hombre que desenmascaró la Gran Ingeniería Social y que, de hecho, mató a Jon Patrick Holloway, forzando a Phate a vivir para siempre en el subsuelo.
Se sentó de nuevo ante la pantalla del ordenador y dejó que sus dedos callosos descansaran sobre las teclas de plástico, tan suaves como las uñas pintadas de una mujer. Cerró los ojos y, como un hacker que trata de imaginarse cómo depurar un programa defectuoso, dejó que su mente vagara por donde le diera la gana.
* * *
Jennie Bishop llevaba puesto uno de esos horribles camisones de hospital que están abiertos por la espalda.
Se preguntaba por qué le pondrían a la tela esos puntitos de color azul claro.
Se apoyó en la almohada y, abstraída, echó un vistazo por la habitación amarilla mientras esperaba al doctor Williston. Eran las once y cuarto y el doctor se retrasaba.
Estaba pensando en lo que tenía que hacer cuando acabara con las pruebas. Tenía que efectuar unas compras, recoger a Brandon cuando saliera del colegio y llevar al chaval a las pistas de tenis. Hoy al niño le tocaba jugar contra Linda Garland, que era la chiquilla más bonita e insolente de cuarto curso, y una mocosa descortés cuya única estrategia era, según el convencimiento de Jennie, subir a la red para tratar de romperle la nariz a su oponente por medio de una volea asesina.
También pensaba en Frank. Había llegado a la conclusión de que era un enorme alivio que su esposo no estuviera presente. Era el caso más contradictorio del mundo. Perseguía a delincuentes por las calles de Oakland, se mostraba impertérrito si tenía que detener a asesinos que medían el doble que él y charlaba animadamente con prostitutas y con traficantes de drogas. Y ella no recordaba haberlo visto temblar.
Hasta la semana pasada. Cuando un análisis médico había mostrado que la cantidad de glóbulos blancos en la sangre de Jennie había descendido una enormidad sin motivo aparente. Cuando se lo dijo, Frank se quedó en silencio. Mientras la escuchaba había asentido una docena de veces, subiendo y bajando mucho la cabeza al hacerlo. Ella pensó que él iba a echarse a llorar (algo que nunca le había visto hacer) y se había preguntado qué hacer en ese caso.
—¿Qué significa, entonces? —le había preguntado Frank, con la voz casi rota.
—Que quizá se trate de una infección rara —le contestó, mirándole a los ojos—, o quizá sea cáncer.
—Vale, vale —repitió él en un susurro, como si al alzar la voz la colocara en un peligro inminente.
Habían hablado sobre algunos detalles sin importancia (horario de citas, las credenciales del doctor Williston… y luego ella le había forzado a que saliera a cuidar su orquídea mientras ella preparaba la cena).
Quizá se trate de una infección rara…
Amaba a Frank Bishop más de lo que había amado a nadie en el mundo, más de lo que podría amar a nadie. Pero Jennie se alegraba de que su marido no estuviera presente. No tenía ganas de tener que andar agarrando la mano de nadie en esos momentos.
Quizá sea cáncer…
Bueno, no iba a tardar mucho en saber de qué se trataba. Miró el reloj. ¿Dónde estaba el doctor Williston? No le molestaban los hospitales ni someterse a distintas pruebas, pero odiaba tener que esperar. Tal vez hubiera algo en la tele. ¿A qué hora echaban Melrose Place? O quizá podría escuchar la radio…
Una enfermera encorvada, que movía un carrito médico, entró en la habitación. «Buenos días», dijo la mujer, con mucho acento hispano.
—Hola.
—¿Usted es Jennifer Bishop?
—La misma.
La enfermera consultó un impreso hecho con ordenador y luego conectó a Jennie a un monitor de constantes vitales que estaba montado en una pared del cuarto. Se oyeron suaves pitidos que sonaban rítmicamente. La mujer consultó una lista y luego miró un gran despliegue de distintas medicinas.
—Usted es paciente del doctor Williston, ¿no?
—Sí.
Observó la pulsera de plástico que Jennie llevaba pegada a la muñeca y asintió.
Jennie sonrió.
—¿Es que acaso no me creía?
—Siempre hay que comprobarlo todo dos veces —dijo la enfermera—. Mi padre era carpintero, ¿sabe? Siempre decía: «Mide dos veces y cortarás una sola».
Jennie tuvo que hacer esfuerzos para no reírse, al pensar que tal vez ese no fuese el mejor refrán para decirles a los pacientes de un hospital.
Vio cómo la enfermera llenaba una aguja de líquido cristalino y preguntó:
—¿Ha ordenado el doctor Williston que me pongan una inyección?
—Sí.
—Sólo he venido a que me hagan unas pruebas.
La mujer consultó otra vez la página impresa y asintió.
—Esto es lo que ha ordenado.
Jennie miró la hoja, pero le fue imposible discernir nada entre tantos números y letras.
La enfermera le limpió el brazo con un algodón empapado en alcohol y le puso la inyección de forma indolora. Aunque, una vez que extrajo la aguja, Jennie percibió una extraña sensación en el brazo: sintió frío.
—El doctor la verá muy pronto.
Se fue antes de que Jennie pudiera preguntar qué era lo que le había inyectado. Eso le preocupó un poco.
Entendía que en su estado tenía que tener cuidado con las medicinas pero se dijo que no tenía por qué alarmarse. Jennie sabía que en su historial se especificaba que estaba embarazada y estaba claro que allí nadie haría nada que pudiera perjudicar a su bebé.