—Hemos llegado —dijo Bishop.
Habían aparcado frente a una casa estilo rancho, pequeña pero ubicada en una zona frondosa que parecía ser de unos dos mil metros cuadrados, algo nada irrisorio para aquella parte de Silicon Valley.
Gillette preguntó en qué municipio se encontraban y Bishop le dijo que en Mountain View.
—Claro que desde aquí no se ve exactamente ningún monte. La única vista que tenemos es la del Dodge de mi vecino un poco más allá y, cuando sale un día claro, la de ese hangar de allí, en el campo de Moffett —señalaba un punto al norte, más allá de las luces de los coches que cruzaban la autopista 101.
Caminaron por la tortuosa acera, que estaba llena de hoyos y de bollos.
—Cuidado aquí —dijo Bishop—. A ver cuándo puedo ponerme a arreglar eso. Todo se debe a que a un paso tenemos la falla de San Andrés: está a unos seis kilómetros de aquí, en esa dirección. Ah, y límpiate los zapatos en el felpudo, haz el favor.
Giró la llave en la puerta y dejó pasar al hacker.
Jennie, la esposa de Frank Bishop, era una mujer bajita de unos treinta y tantos años. Tenía el rostro redondo y no era guapa, pero sí atractiva. Mientras Bishop parecía salido de los años cincuenta, con sus patillas, sus camisas de manga corta y su pelo con fijador, ella era un ama de casa de su tiempo. Pelo largo recogido en coleta, vaqueros y una camisa de diseño. Era delgada y atlética aunque Gillette, que acababa de salir de la cárcel y andaba rodeado de morenos californianos, juzgó que estaba un poco pálida.
Ella no pareció extrañarse (ni siquiera aparentó sorpresa) por el hecho de que su marido hubiera traído a un convicto a pasar la noche, y Gillette supuso que el detective la había llamado con anterioridad, para ponerla en antecedentes.
—¿Habéis comido? —preguntó ella.
—No —dijo Bishop.
Pero Gillette alzó la bolsa de papel que contenía lo que se había parado a comprar por el camino y dijo:
—A mí me vale con esto.
Con desenfado, Jennie le arrancó la bolsa de la mano y miró en su interior. Se rió.
—No vas a cenar Pop-Tarts. Necesitas comida de verdad.
—No, en serio… —con una sonrisa en la cara y mucha pena en el corazón Gillette vio desaparecer las galletas rellenas de mermelada en la cocina.
Tan cerca, y aun así tan lejos…
Bishop se desató los cordones, se quitó los zapatos y se puso unas zapatillas indias. El hacker se quitó los zapatos y, con los pies descalzos, se quedó en medio de la sala, mirando a su alrededor.
El lugar le recordaba a las casas en las que había vivido de niño. Moqueta blanca de un lado a otro, pidiendo a gritos que la cambiaran. Los muebles eran de grandes almacenes. El televisor era caro y el equipo de música barato. La desportillada mesa tenía las alas abiertas y esta noche hacía las funciones de escritorio: daba la impresión de que era día de pagar facturas. Había doce sobres cuidadosamente dispuestos para ser enviados: Pacific Bell, Mervyn’s, MasterCard, Visa.
Gillette echó una ojeada a algunas de las numerosas fotos enmarcadas sobre la repisa. Había como cinco o seis docenas de ellas. La foto de la boda revelaba a un Frank Bishop idéntico al de hoy, patillas y fijador incluidos (aunque la blanca camisa bajo la chaqueta del esmoquin quedaba bien amarrada al pantalón por el fajín).
Bishop vio que Gillette las estudiaba.
—Jennie dice que somos TeleMarcos. Nosotros solos tenemos más fotos que dos familias juntas en toda esta manzana —señaló la parte trasera de la casa. Había muchas más en el dormitorio y en el baño—. Esa que estás mirando: esos son mi padre y mi madre.
—¿Él era un sabueso? Espera, ¿te molesta que te llamen sabueso?
—¿Te molesta que te llamen hacker?
—No —Gillette se había encogido de hombros—. No, me pega.
—Lo mismo en mi caso. Pero no, mi padre tenía una empresa de artes gráficas en Oakland. Bishop e Hijos. Aunque lo de «hijos» no es del todo exacto pues dos de mis hermanas la llevan ahora, junto con la mayor parte de mis hermanos.
—¿Dos de mis… —dijo Gillette, alzando una ceja—. ¿La mayor parte de…
Bishop se rió.
—Soy el octavo de nueve hijos. Cuatro chicas y cinco chicos.
—Eso sí que es una familia numerosa.
—Tengo veintinueve sobrinos.
Gillette vio la foto de un hombre delgado que vestía una camisa tan abolsada como la de Bishop y que estaba apostado frente a un edificio de una planta en cuya fachada se leía «Bishop e Hijos Imprenta y Cajistería».
—¿No quisiste seguir en el negocio?
—Me gustaba la idea de continuar el negocio familiar —sujetó la foto y la miró—. Creo que la familia es lo más importante del mundo. Pero debo decirte que soy muy malo en cuanto a imprentas se refiere. Es aburrido, ¿sabes? Lo que pasa con ser un sabueso es que…¿Cómo podría decirlo? Es que es algo infinito. Cada día te encuentras algo nuevo. Y cuando crees que ya te has hecho a la idea de cómo funciona la mente criminal, de pronto ¡zas!, encuentras una perspectiva totalmente distinta.
Oyeron un ruido. Se volvieron.
—Mira a quién tenemos aquí —dijo Bishop.
Un chaval de unos ocho años los espiaba desde el pasillo.
—Ven aquí, jovencito.
El chaval entró en la sala vistiendo un pijama con motivos de pequeños dinosaurios y miró a Gillette.
—Dile hola al señor Gillette, hijo. Este es Brandon.
—Hola.
—Hola, Brandon —dijo Gillette—. Aún estás levantado, ¿eh?
—Me gusta darle las buenas noches a mi padre. Mi mamá me deja si él no llega muy tarde.
—El señor Gillette escribe software para ordenadores.
—¿Escribes script? —preguntó el chico con entusiasmo.
—Eso mismo —dijo Gillette, riendo por la forma tan rápida en que la abreviatura de software de los programadores había salido de la boca del chico.
—Nosotros escribimos programas en el laboratorio de ordenadores de nuestro colegio —dijo el niño—. El de la semana pasada hacía que una bola botase por toda la pantalla.
—Eso suena divertido —concedió Gillette, advirtiendo los grandes ojos anhelantes del niño. Se parecía en los rasgos a su madre.
—No —dijo Brandon—, fue superaburrido. Teníamos que usar QBasic. Y yo quiero aprender O-O-P.
Programación orientada a objetos, el último grito tipificado por el sofisticado C++.
El chaval se encogió de hombros.
—Y luego Java y HTML para la red. Pero es que todo, todo el mundo va a tener que aprenderlos.
—Así que quieres dedicarte a los ordenadores cuando seas mayor.
—No, voy a ser jugador profesional de béisbol. Sólo quiero aprender Java porque ahí es donde se cuece lo bueno ahora.
Gillette se rió. Enfrente tenía a un colegial que se había cansado de QBasic y que le había echado el ojo a las programaciones más complicadas.
—¿Por qué no vas a enseñarle al señor Gillette tu ordenador?
—¿Juegas a Tomb Raider? —le preguntó el chico—. ¿O a Earhtworm Jim?
—No, no juego mucho.
—Te enseño. Ven.
Gillette siguió al niño hasta una habitación atestada de juguetes, libros, equipos deportivos y ropas. En la mesilla, estaban los libros de Harry Potter cerca del Game Boy, de un par de CD de In Synch y de una docena de disquetes. Gillette pensó que eso sí que era una instantánea de nuestra era.
En el centro de la habitación había un PC clónico de IBM y docenas de manuales de instrucciones de software. Brandon se sentó y, con rápidos golpes de tecla, encendió la máquina y cargó el juego. Gillette recordó que, cuando tenía la edad de ese niño, el ordenador más innovador era el Trash-80 que había escogido cuando su padre le dijo que podía elegir lo que quisiera en la tienda de electrónica Radio Shack. El pequeño ordenador le parecía increíble pero, por supuesto, no era sino una antigualla rudimentaria si lo comparábamos con esa máquina barata y comprada por correo que estaba mirando ahora. En su momento (ya que hablamos de hace sólo unos años) había muy poca gente en el mundo que poseyera una máquina tan potente como esta en la que Brandon Bishop dirigía, a través de cavernas, a una guapa chica, vestida con un mínimo top verde y portando una pistola en la mano.
—¿Quieres jugar?
Esto le trajo a la mente el atroz juego Access y la foto que Phate había enviado de la chica asesinada (Lara, tocaya de la heroína del juego de Brandon); en ese momento no quería tener nada que ver con ningún tipo de violencia, aunque esta fuera bidimensional.
—Quizá dentro de un rato.
Observó cómo los fascinados ojos del niño bailaban ante la pantalla. Luego el detective metió la cabeza por la puerta del cuarto.
—Apaga la luz, hijo.
—¡Papá, mira a qué nivel he llegado! Dame cinco minutos más.
—No. Hora de dormir.
—Jo, papá…
Bishop se cercioró de que su hijo se cepillaba los dientes y que metía los deberes en la cartera antes de dormir. Le dio un beso de buenas noches y apagó el ordenador y la luz del techo, dejando encendida una pequeña lámpara de La guerra de las galaxias como única fuente de iluminación en el cuarto.
—Ven —le dijo a Gillette—. Te voy a enseñar nuestro huerto de atrás.
—¿Vuestro qué?
—Sígueme.
Bishop condujo a Gillette por la cocina, donde Jennie estaba haciendo sandwiches, hasta la puerta trasera.
El hacker se paró en medio del porche trasero, sorprendido por lo que veía. Se rió.
—Sí, soy un granjero —dijo Bishop.
Filas de frutales (unos cincuenta) atestaban el patio trasero.
—Nos mudamos hace dieciocho años; justo cuando el valle empezaba a despegar. Me prestaron bastante para comprar dos lotes. Una parte de este proviene de la antigua granja. Son albaricoques y cerezas.
—¿Qué haces con ello? ¿Lo vendes?
—En su mayor parte lo regalo. En Navidad no hay amigo de los Bishop que no reciba fruta seca o en conserva. Y sólo aquellos que nos caen muy bien reciben nuestras cerezas al coñac.
Gillette examinó las regaderas y los potes de fumigado.
—Parece que te lo tomas muy en serio —dijo el hacker.
—Me mantiene sano. Llego a casa y Jennie y yo salimos y nos ocupamos de los árboles. Es como si me deshiciera de todo lo malo que me encuentro durante el día.
Caminaron entre hileras de árboles. El patio estaba lleno de tubos y de mangueras de plástico, el sistema de irrigación del policía. Gillette los señaló.
—¿Sabes que podrías hacer un ordenador que funcionara con agua?
—¿Qué? ¿Con una caída de agua que moviera una turbina para darle electricidad?
—No, me refiero a que, en vez de corriente que se mueva por los cables, uno podría hacerlo con agua que avanzara por unos tubos y que tuviera unas válvulas que la detuvieran o no. En realidad, eso es todo lo que hacen los ordenadores. Detener o aceptar un flujo de corriente.
—¿Es eso cierto? —preguntó Bishop. Parecía muy interesado.
—Los procesadores informáticos no son más que pequeños conmutadores que unas veces permiten el paso de pequeñas cantidades de electricidad y otras no. Todas esas imágenes que ves en un ordenador, toda la música, las películas, los procesadores de texto, las hojas de cálculo, los browsers, los motores de búsqueda, Internet, los cálculos matemáticos, los virus…Todo lo que hace un ordenador puede ser resumido en eso: no es magia. Sólo unos cuantos conmutadores que están en on o en off.
El policía asintió y luego miró a Gillette con suspicacia.
—Aunque tú no te lo crees, ¿no es cierto?
—¿A qué te refieres?
—Tú crees que los ordenadores son pura magia.
Gillette se lo pensó y se echó a reír.
—Sí, sí lo creo.
Estuvieron un rato más en el porche mirando las hileras resplandecientes de frutales. Y luego Jennie Bishop los llamó para que fueran a cenar. Caminaron hacia la cocina.
—Me voy a la cama —dijo Jennie—. Mañana tengo un día muy ocupado. Encantada de conocerte, Wyatt.
Le estrechó la mano con fuerza.
—Mi cita es mañana a las once —le dijo a su marido.
—¿Quieres que te acompañe? Bob puede ocuparse del caso durante unas cuantas horas.
—No. Ya tienes bastante que hacer. Estaré bien. Si el doctor Williston encuentra que algo anda mal te llamaré desde el hospital. Pero eso no va a suceder.
—Llevaré el móvil.
Iba a marcharse pero se volvió con una mirada sombría.
—Pero hay algo que sí que tienes que hacer mañana, sin falta.
—¿De qué se trata, amor mío? —preguntó el detective, preocupado.
—La aspiradora —señaló al aparato que había en una esquina, al que habían extraído el panel central y del que pendía un tubo en uno de los lados. Gran parte de sus componentes reposaba sobre un periódico—. Llévala a arreglar.
—Lo arreglaré yo —dijo Bishop—. Sólo es un poco de suciedad en el motor, o algo así.
—Has tenido todo un mes —lo amonestó ella—. Ahora les toca a los expertos.
—¿Sabes algo de aspiradoras? —preguntó Bishop a Gillette, volviéndose hacia él.
—No. Lo siento.
—Me ocuparé de ella mañana —afirmó el detective, mirando a su esposa—. O pasado mañana.
Ella sonrió.
—Claro. La dirección del taller está en ese post-it amarillo. ¿Lo ves?
Él la besó.
—Buenas noches, amor mío.
Ella partió a ver a Brandon.
Bishop se levantó y fue hacia la nevera.
—Supongo que ya no me puedo buscar más líos si le ofrezco una cerveza al recluso.
—Gracias, pero no bebo alcohol —dijo Gillette moviendo la cabeza.
—¿No?
—Eso es algo característico de los hackers: no bebemos nada que nos pueda dar sueño. Vete a un foro de discusión hacker, como alt.hack. La mitad de las entradas tienen que ver con formas de tomar los conmutadores de Pac Bell o de piratear la Casa Blanca y la otra mitad sobre los contenidos de cafeína de las últimas bebidas carbonatadas.
Bishop se sirvió una Budweiser. Miró el tatuaje del antebrazo de Gillette, el de la gaviota y la palmera.
—Eso es bastante feo, la verdad. Sobre todo el pájaro. ¿Por qué te lo hiciste?
—Fue en la universidad: en Berkeley. Estuve hackeando treinta y seis horas seguidas y fui a una fiesta.
—¿Y qué? ¿Hiciste alguna apuesta?
—No, me quedé dormido y cuando desperté ya lo tenía. Nunca supe quién me lo había hecho.
—Te hace parecer un exmarine.
El hacker miró en todas direcciones para cerciorarse de que Jennie no andaba por allí y luego fue hacia el mueble donde ella había dejado las Pop-Tarts. Las abrió, sacó cuatro galletas y le ofreció una Bishop.
—No, gracias —dijo riendo el policía.
—También me voy a comer el rosbif —afirmó Gillette, mirando los sandwiches de Jennie—. Pero es que en la cárcel soñaba con ellas. Son el mejor tipo de comida hacker: tienen mucha azúcar y si las compras por kilos no se ponen malas —se comió dos a la vez—. Hasta es probable que tengan vitaminas. Cuando estaba todo el día enfrente del ordenador esto era mi comida principal: Pop-Tarts, pizza, soda Mountain View y cola Jolt.
Un momento después, Gillette preguntaba en voz baja:
—¿Se encuentra bien tu mujer? Lo digo por esa cita que ha mencionado…
Vio una pequeña vacilación en la mano del policía al alzar la cerveza para dar un sorbo.
—No es nada serio…Sólo unas cuantas pruebas —y luego, como si quisiera cambiar el tema de conversación, dijo—: Voy a ver cómo anda Brandon.
Cuando regresó, unos minutos más tarde, Gillette miró la caja vacía de Pop-Tarts.
—No te he guardado ninguna.
—Está bien —dijo Bishop riendo, y se sentó.
—¿Qué tal tu retoño?
—Dormido. ¿Tú y tu mujer tenéis hijos?
—No. Al principio no queríamos…Bueno, debo decir que yo era quien no quería. Y cuando los quise ya me habían enchironado. Y luego nos divorciamos.
—¿Así que te gustan los chavales?
—Sí, mucho —se encogió de hombros, limpió las migas de galleta con una mano y las recogió en una servilleta—. Mi hermano tiene dos, un niño y una niña. Nos lo pasamos muy bien.
—¿Tu hermano? —se extrañó Bishop.
—Ricky —contestó Gillette—. Vive en Montana. Es guardia forestal, aunque no te lo creas. Carol, su mujer, y él tienen una casa fantástica. Es como una cabaña, aunque más grande —señaló el patio trasero de Bishop—. Te gustaría ver su huerto. Ella es una jardinera excelente.
Bishop hundió los ojos en el mantel.
—Leí tu expediente.
—¿Mi expediente? —preguntó Gillette.
—Tu ficha de menores. La que te olvidaste de destruir.
El hacker comenzó a enrollar y desenrollar lentamente su servilleta.
—Creía que ese material estaba sellado.
—Para el público sí. No para la policía.
—¿Por qué lo hiciste? —preguntó Gillette con tranquilidad.
—Porque te habías escapado de la UCC. Pedí el expediente en cuanto supe que te habías largado pitando. Pensé que así quizá conseguiríamos alguna información que nos ayudara a atraparte —la voz del detective era imperturbable—. El informe de la trabajadora social también estaba incluido. Sobre tu vida familiar.
Gillette no dijo nada durante un buen rato.
«¿Por qué mentiste?», se preguntaba.
Mientes porque puedes hacerlo.
Mientes porque cuando estás en la Estancia Azul puedes inventarte lo que te dé la gana y nadie sabe si es cierto o no. Te dejas caer en un chat y le dices al mundo que vives en una gran casa de Sunnyvale o de Menlo Park o de Walnut Creek, que tu padre es abogado o doctor o piloto, que tu madre es diseñadora o que tiene una floristería y que tu hermano Rick es campeón del Estado de pruebas de camiones. Y puedes seguir y seguir contando cómo tu padre construyó un ordenador Altair uniendo diversos equipos, que tardó seis noches seguidas trabajando en ello cuando llegaba del trabajo y que por eso te enganchaste a los ordenadores.
Era un tipo tan genial…
Puedes decirle al mundo que, aunque tu madre murió de un trágico e inesperado infarto de miocardio, aún sigues muy unido a tu padre. Él viaja por todo el mundo porque es un ingeniero petrolífero, pero en vacaciones siempre vuelve a casa para visitaros a tu hermano y a ti. Y que, cuando está en la ciudad, vas todos los domingos a cenar a su casa con él y su nueva esposa, que es una maravilla, y que a veces él y tú vais a su estudio y escribís algún programa o jugáis un rato en los MUD.
¿Y sabes qué?
El mundo te cree. Porque en la Estancia Azul lo único por lo que la gente te juzga es por el número de bytes que tecleas con dedos entumecidos.
El mundo nunca llega a saber que todo es mentira.
El mundo nunca llega a saber que eres el único hijo de una madre soltera, que trabajaba hasta tarde tres o cuatro noches a la semana y que el resto salía con sus «amigos», que siempre eran de sexo masculino. Y que no murió por tener mal el corazón sino el hígado y el espíritu, pues ambos se desintegraron al mismo tiempo, cuando tú tenías dieciocho años.
El mundo nunca llega a saber que tu padre, un hombre sin trabajo fijo, cumplió con el único potencial para el que parecía destinado cuando os dejó a tu madre y a ti el día que empezabas el tercer curso.
Y que tus casas fueron una serie de bungalows y de trailers en los barrios más pobres de Silicon Valley, o que la única factura que se costeaba era la del teléfono, porque la pagabas tú trabajando como repartidor de periódicos para poder seguir conectado a la única cosa que te libraba de volverte loco de tristeza y de soledad: vagar por la Estancia Azul.
Vale, Bishop, me has pillado. Ni padre ni hermanos: sólo una madre egoísta y adicta. Y yo, Wyatt Gillette, solo en mi cuarto con mis compañeros: mi Trash-80, mi Apple, mi Kaypro, mi PC, mi Toshiba, mi Sun SPARCstation…
Finalmente, alzó la vista e hizo algo que nunca había hecho anteriormente, ni siquiera con su esposa: le contó su historia a otro ser humano. Frank Bishop permaneció sin moverse, contemplando el rostro afilado y oscuro de Gillette. Cuando el hacker acabó, miró hacia arriba y se encogió de hombros. Bishop dijo:
—Tu infancia es fruto de la ingeniería social.
—Sí.
—Tenía ocho años cuando se fue —dijo Gillette, con las manos en torno a su lata de cola; las puntas callosas de sus dedos golpeaban el metal como si estuviera tecleando palabras: T-E-N-Í-A O-C-H-O A-Ñ-O-S C-U-A-N-D-O…— Había estado en las fuerzas aéreas, mi padre. Estuvo sirviendo en Travis y cuando le dieron la baja se quedó en la zona. Bueno, de vez en cuando se quedaba en la zona. La mayor parte del tiempo andaba con sus colegas del ejército o… Bueno, puedes imaginarte dónde estaba cuando no venía por las noches. La única vez que tuvimos una charla seria fue el día que se largó. Mi madre había salido, y él vino a mi cuarto y me dijo que tenía que hacer unas compras y que por qué no lo acompañaba. Fui con él. Y eso es algo muy raro pues nunca hicimos nada juntos.
Gillette respiró hondo y trató de calmarse. Sus dedos tecleaban una tormenta silente contra el metal de la lata de soda.
T-R-A-N-Q-U-I-L-I-D-A-D… T-R-A-N-Q-U-I-L-I-D-A-D…
—Vivíamos en Burlingame, cerca del aeropuerto, y mi padre y yo nos metimos en su coche y fuimos hasta el centro comercial. Compró unas cuantas cosas en la droguería y luego me llevó al restaurante que queda cerca de la estación de tren. Cuando llegó la comida, yo estaba demasiado nervioso para comerla. Y, de pronto, deja el tenedor y me mira y me dice que es infeliz con mi madre y que tiene que largarse. Que su tranquilidad está en juego y que tiene que moverse para desarrollarse personalmente.
T-R-A-N-Q-U-I-L-I…
Bishop sacudió la cabeza:
—Te estaba hablando como si tú fueras uno de sus colegas del bar, y no un niño. Y no su propio hijo. Eso es muy malo.
—Me dijo que tomar la decisión le había costado mucho, pero que le parecía lo adecuado y me preguntó si me alegraba por él.
—¿Te preguntó eso?
Gillette asintió.
—No me acuerdo de lo que dije. Y luego dejamos el restaurante y comenzamos a andar por la calle y debió de observar que yo estaba enfadado porque vio una tienda y me dijo: «Venga, hijo, entra aquí y compra lo que te dé la gana».
—Un premio de consolación.
Gillette se rió y dijo:
—Eso es, exactamente. La tienda era Radio Shack. Así que entré y eché una ojeada. No veía nada, estaba dolido y confuso, tratando de no echarme a llorar. Escogí lo primero que vi: un Trash-80.
—¿Un qué?
—Un Trash-80. Uno de los primeros ordenadores personales.
L-O Q-U-E T-E D-É L-A G-A-N-A…
—Me lo llevé a casa y esa misma noche empecé a jugar con él. Luego oí que llegaba mi madre y ella y él tuvieron una gran pelea y luego él se largó y eso fue todo.
L-A E-S-T-A-N-C-I-A A-Z…
Gillette sonrió; sus dedos tecleaban.
—¿Ese artículo que escribí? ¿«La Estancia Azul»?
—Lo recuerdo —dijo Bishop—. Significa el ciberespacio.
—También significa otra cosa —dijo Gillette lentamente.
A-Z-U-L…
—¿Qué?
—Ya he dicho que mi padre estuvo en las fuerzas aéreas. Y, cuando yo era un crío, él y algunos de sus amigos militares se emborrachaban y cantaban a voz en grito el himno de las fuerzas aéreas, La salvaje distancia azul. Bueno, cuando se fue yo seguí escuchando esa canción en mi cabeza, una y otra vez, sólo que cambié «distancia» por «estancia», La salvaje estancia azul, porque él ya no estaba. Porque lo suyo sólo había sido una estancia pasajera —Gillette tragó saliva con fuerza. Alzó la vista—. Estúpido, ¿no?
Pero Bishop no parecía pensar que hubiera nada estúpido en todo aquello. Con una voz llena de simpatía que lo convertía en un hombre de familia, preguntó:
—¿Has sabido algo de él? ¿O has oído algo sobre su paradero?
—No. No tengo ni idea —Gillette se rió—: De vez en cuando pienso en rastrearlo.
—Serías bueno encontrando a gente en la red.
Gillette asintió.
—Pero no creo que lo haga.
Movía los dedos con furia. Tenía las puntas tan insensibles por los callos que no podía sentir el frío de la lata de soda mientras tecleaba en el metal.
A-L-L-Á V-A-M-O-S A L-A…
—Pero aún es mejor: aprendí Basic, el lenguaje de programación, cuando tenía nueve o diez años, y me pasaba horas escribiendo programas. Los primeros hacían que el ordenador hablara conmigo. Yo tecleaba «Hola», y el ordenador contestaba: «Hola, Wyatt. ¿Cómo estás?». Y entonces yo tecleaba «Bien», y el ordenador preguntaba: «¿Qué has hecho hoy en el cole?». Intenté que la máquina dijera las cosas que me diría un padre de verdad. Llegaba a casa del colegio —prosiguió el hacker— y me pasaba tardes y noches frente al ordenador. A veces ni iba al colegio. Mi madre tampoco paraba mucho en casa. Ella nunca lo supo.
L-O Q-U-E T-E D-É L-A G-A-N-A…
—En cuanto a esos correos electrónicos que mi padre envió al juez, y esos faxes de mi hermano para que me fuera a vivir con él a Montana, y esos informes de los psicólogos acerca de la provechosa vida familiar que tenía y de que mi padre era el mejor…Yo los escribí, todos ellos.
—Lo siento —dijo Bishop.
—Hey, sobreviví. No tiene importancia.
—Lo más seguro es que sí la tenga —respondió Bishop con suavidad.
Estuvieron en silencio unos minutos. Luego el detective se levantó y empezó a fregar los platos. Gillette le ayudó y charlaron de temas intrascendentes: de la orquídea de Bishop, de la vida en San Ho, cosas así. Bishop terminó su cerveza y miró al hacker con timidez.
—¿Por qué no la llamas?
—¿Llamar? ¿A quién?
—A tu esposa. ¿Por qué no?
—Es tarde —replicó Gillette.
—Pues la despiertas. No se va a morir. Ni tampoco parece que tengas nada que perder —dijo Bishop, acercándole el teléfono al hacker.
—¿Qué debería decir? —levantó el auricular con dudas.
—Ya pensarás en algo —miró las manos del hacker—. Imagínate que estás mecanografiando algo. Perdona: quería decir «tecleando».
—No sé…
—¿Sabes su número? —preguntó el policía.
Gillette marcó los dígitos de memoria y con rapidez, para no echarse atrás, y mientras tanto pensaba: «¿Qué pasa si responde su hermano? ¿Qué pasa si contesta su madre? ¿Qué pasa si…».
—¿Hola?
Se le trabó la garganta.
—¿Hola? —repitió Elana.
—Soy yo.
Hubo una pausa en la que, indudablemente, ella miró la hora. No obstante, no le hizo ningún comentario sobre lo tarde que llamaba.
¿Por qué no decía nada?
¿Por qué no era él?
—Quería llamarte. ¿Encontraste el módem? Lo dejé en el buzón.
Ella no respondió en ese momento. Y luego dijo:
—Estoy en la cama.
Un pensamiento abrasador: ¿estaba sola en la cama? ¿Estaba con Ed? ¿En la casa de sus padres? Pero dejó a un lado sus celos y preguntó con suavidad:
—¿Te he despertado?
—¿Quieres algo, Wyatt?
Miró a Bishop pero el policía no hizo otra cosa que devolverle la mirada levantando una ceja.
—Yo…
—Iba a dormirme ahora.
—¿Puedo llamarte mañana?
—Preferiría que no llamaras a esta casa. La pasada noche, Christian te vio y no le hizo ninguna gracia.
El hermano, de veintidós años, buen estudiante de marketing y poseedor del temperamento de un pescador griego, ya lo había amenazado con darle una paliza durante el juicio.
—Entonces llámame tú cuando estés sola. Estaré en el número que te di anoche.
Silencio.
—¿Lo tienes? —preguntó él—. ¿Tienes el número?
—Lo tengo —y luego—: Buenas noches.
El teléfono quedó en silencio y Gillette colgó.
—No es que lo haya manejado muy bien.
—Al menos no te ha colgado nada más oír tu voz. Algo es algo —Bishop puso la botella de cerveza en la bolsa de reciclaje—. Odio trabajar hasta tarde: no puedo cenar sin tomarme mi cerveza, pero luego tengo que levantarme un par de veces para mear. Eso me pasa porque me estoy haciendo viejo. Bueno, mañana tenemos un día muy duro. Vamos a dormir.
—¿Me vas a esposar a algún sitio? —preguntó Gillette.
—Escaparse dos veces en dos días consecutivos sería un mal hábito, hasta para un hacker. Creo que aprovecharemos la tobillera de detección. La habitación de invitados está ahí. En el baño encontrarás toallas y un cepillo de dientes nuevo.
—Gracias.
—Aquí nos levantamos a las seis y cuarto —el detective desapareció por el pasillo a oscuras.
Gillette escuchó el chirrido de las tablas del suelo y el del agua por las tuberías. Una puerta se cerró.
Y luego se quedó solo, rodeado del silencio que se crea en la casa de otras personas, y sus dedos teclearon una docena de mensajes en una máquina invisible.
* * *
Pero su anfitrión no se despertó a las seis y cuarto. Lo hizo un poco después de las cinco.
—Debe de ser Navidad —dijo, encendiendo la lámpara del techo. Vestía un pijama marrón—. Tenemos un regalo.
Gillette, como la mayoría de los hackers, pensaba que uno debía huir del sueño como de la peste, pero esa mañana no tenía un buen despertar. Con los ojos aún cerrados, preguntó:
—¿Un regalo?
—Triple-X me ha llamado al móvil hace cinco minutos. Tiene la verdadera dirección de e-mail de Phate. Es deathknell@mol.com.
—¿MOL? Nunca he oído de ningún proveedor de Internet con ese nombre —dijo Gillette, mientras daba vueltas en la cama para escapar del estupor del sueño.
—He llamado a todos los del equipo —continuó Bishop—. Van camino de la oficina.
—¿Eso significa que nosotros también? —murmuró Gillette, amodorrado.
—Eso significa que nosotros también.
Veinte minutos después estaban duchados y vestidos. Jennie tenía café en la cocina pero se saltaron el desayuno: querían llegar a la UCC tan pronto como les fuera posible. Bishop besó a su mujer. Asió las manos de ella entre las suyas y dijo:
—En cuanto a tu cita…Sólo tienes que decir una palabra y estaré en el hospital en quince minutos.
—Sólo me están haciendo unas pruebas, cariño —dijo ella, besándole la frente—. Nada más.
—No, no, escúchame bien —dijo él con seriedad—. Si me necesitas, allí estaré.
—Si te necesito —concedió ella—. Te prometo que te llamaré si te necesito.
Estaban yendo camino del garaje cuando de pronto sonó un ruido estruendoso que inundó la cocina. Jennie Bishop pasaba la aspiradora, ya arreglada, por la alfombra. La apagó y abrazó a su marido.
—Funciona de maravilla —dijo Jennie—. Gracias, cariño.
Bishop frunció el ceño, desconcertado.
—Yo…
—Esa chapuza ha debido de llevarle media noche —dijo Gillette, interrumpiendo al detective con rapidez.
—Y lo más milagroso de todo —añadió Jennie Bishop, con una sonrisa maliciosa— es que luego ha limpiado.
—Bueno… —empezó a decir Bishop.
—Mejor que nos vayamos —le interrumpió de nuevo Gillette.
Mientras los dos hombres salían afuera, Bishop le susurró al hacker:
—¿Así que has tardado media noche en arreglarla?
—¿La aspiradora? —respondió Gillette—. No, sólo diez minutos. Lo habría hecho en cinco pero no encontré ninguna herramienta. Tuve que usar un cuchillo y un cascanueces.
—Creía que no sabías nada sobre aspiradoras —comentó el detective.
—Y era cierto. Pero sentía curiosidad por saber por qué no funcionaba. Y ahora lo sé todo sobre aspiradoras —Gillette subió al coche y se volvió hacia Bishop—. ¿Crees que hay alguna posibilidad de que podamos parar en el 7-Eleven? Siempre y cuando nos pille de camino…