Durante el resto del día, el equipo de la Unidad de Crímenes Computarizados estuvo revisando los informes del motel Bay View: siguieron buscando alguna pista que los llevara a Phate y escucharon los escáneres de las frecuencias de la policía para saber si se habían cometido más asesinatos.
Huerto Ramírez y Tim Morgan habían interrogado a la mayoría de los huéspedes del motel y de las zonas adyacentes, y no encontraron ningún testigo que pudiera dar razón del tipo de coche o de furgoneta que había estado conduciendo Phate.
El dependiente de un 7-Eleven de Freemont había vendido, unas horas antes, seis latas de soda Mountain View a alguien que se ajustaba a la descripción de Phate. Pero el asesino no había dicho nada que pudiera ayudar a su localización. Nadie, tanto dentro como fuera de la tienda de ultramarinos, había llegado a ver el tipo de coche que conducía.
La búsqueda de los de Escena del Crimen en el cuarto del motel había revelado marcas de soda Mountain View derramada sobre el escritorio, fragmentos de asfalto en la moqueta (proveniente del aparcamiento del motel, como se supo luego), grava de origen no determinado, huellas de pisadas de calzado que no tenía una forma particular que pudiera ser localizada o que los pudiera ayudar a rastrearlo.
Gillette ayudó a Stephen Miller, Sánchez y Tony Mott a realizar el análisis forense del ordenador olvidado en la habitación. El hacker les informó de que, de hecho, se trataba de una máquina caliente, cargada justamente con el software necesario para llevar a cabo el acto de piratería. Nada de lo que contenía podía dar alguna información sobre el paradero de Phate. El número de serie del Toshiba indicaba que este había formado parte de un cargamento enviado al Computer World de Chicago hacía seis meses. El comprador había pagado en metálico y no se había molestado en rellenar la póliza de garantía, ni tampoco se había registrado on-line.
Todos los disquetes de ordenador que el asesino había dejado en la habitación estaban vacíos. Linda Sánchez, reina de los arqueólogos informáticos, había probado cada uno de ellos con el programa RestoreS, y ninguno había sido usado nunca. La pobre Sánchez seguía preocupada por su hija y la llamaba a cada rato para ver cómo se encontraba. Estaba claro que quería visitar a la pobre chica, y por eso Bishop le dijo que se fuera a casa. También dio permiso al resto de la tropa, y Miller y Mott se marcharon para cenar e irse a dormir.
Por otra parte, Patricia Nolan no tenía prisa por irse a su hotel. Se sentó junto a Gillette y ambos estuvieron buscando en los disquetes de ISLEnet, tratando de explicarse la actuación del inteligente demonio Trapdoor. En cualquier caso, no encontraron nada y Gillette supuso que el demonio se había suicidado.
Hubo un momento en que Gillette se inclinó hacia delante, chasqueó sus nudillos y se estiró. Bishop advirtió que miraba un montón de papeles de color rosa en los que se dejaban los recados telefónicos: se le iluminó la cara, y se lanzó a recogerlos. El detective vio que el hacker quedó claramente decepcionado cuando comprobó que ninguno de los recados era para él: lo más seguro es que le fastidiara que su mujer no hubiera llamado, tal como se lo había suplicado la noche anterior.
Bueno, Frank Bishop sabía que los sentimientos sobre seres queridos no quedaban reservados únicamente para los ciudadanos civilizados. Había detenido a docenas de asesinos despreciables que se habían echado a llorar cuando se los llevaban esposados: y no por pensar en los años que les esperaban en el patio de una cárcel, sino porque los separarían de sus mujeres y de sus hijos.
Bishop advirtió que los dedos del hacker volvían a teclear (no «mecanografiar») en el aire, mientras miraba al techo. ¿Estaría escribiéndole algo a su esposa en ese momento? ¿O acaso estaba anhelando a su padre (el ingeniero que trabajaba en los polvorientos desiertos de Oriente Medio) o confesándole a su hermano que le gustaría pasar una temporada en el Oeste cuando lo soltaran?
—Nada —murmuró Nolan—. Así no vamos a ningún lado.
Por un instante, Bishop sintió en sus carnes la misma desesperación que advertía en la cara de ella. Pero entonces se dijo: «Vamos a ver…Me he entretenido». Se dio cuenta de que había caído bajo el influjo hipnótico y adictivo del Mundo de la Máquina: como el mismo Phate. Había bifurcado sus pensamientos. Fue a la pizarra blanca y observó las anotaciones realizadas sobre las pruebas, las páginas impresas y las imágenes pegadas al tablero.
Haz algo con eso…
Bishop vio una copia de la terrible fotografía de Lara Gibson.
Haz algo…
El detective se arrimó a la fotografía y la observó de cerca.
—Mira esto —le dijo a Shelton. El robusto y malhumorado policía se le unió.
—¿Qué pasa con esto?
—¿Qué ves?
—No sé —respondió Shelton, encogiéndose de hombros—. No sé adónde quieres ir a parar. ¿Qué ves tú?
—Veo pruebas —respondió Bishop—. Las paredes, el suelo… todas esas otras cosas de la fotografía. Todo eso nos puede dar alguna información sobre el lugar donde Phate la mató, me juego el cuello.
Bishop era consciente de que no podían desestimar la ayuda cibernética a la hora de encontrar a Phate, pero también de que cometerían un error si se olvidaban de que ese hombre era, antes que nada, un asesino sin sentimientos, como tantos otros a los que Frank Bishop había dado caza en la zona de la bahía, a los que había detenido siguiendo los viejos métodos policiales de toda la vida. Olvídate de los ordenadores, olvida la Estancia Azul.
En la foto se veía a la desafortunada chica en primer plano. Bishop observó otras cosas que también se podían atisbar en la misma instantánea: que el suelo donde yacía era de baldosas verdes. Que había un conducto de metal galvanizado de forma rectangular que salía de un aparato beige de aire acondicionado, aunque a lo mejor era una caldera. La pared era de planchas de yeso Sheetrock, unidas por alcayatas de madera. Aquello era un cuarto de calderas de un sótano sin terminar. Uno alcanzaba a ver una puerta pintada de blanco y un cubo de basura lleno hasta los topes.
—¿Qué puede decirnos todo eso? —se preguntó Gillette.
—Quizá nos pueda dar alguna pista sobre la ubicación de la casa —respondió Bishop—. Se la enviaremos al FBI. Allí sus técnicos podrán echarle un vistazo.
—No sé, Frank —dijo Shelton, negando con la cabeza—. Parece muy listo para mear donde come. Y esto es demasiado rastreable —señaló la fotografía—: Seguro que la mató en otro sitio. Eso no es su casa.
—No estoy de acuerdo —repuso Nolan—. Estoy de acuerdo con que es listo, pero no ve las cosas como nosotros.
—¿A qué te refieres?
Gillette parecía haberlo entendido a la primera.
—Phate no piensa en el Mundo Real. Tratará de borrar cualquier huella o prueba en el ordenador, pero pasará por alto las pistas físicas.
—Ese sótano parece bastante nuevo —dijo Bishop, mirando la foto—. Y también la caldera. O el aire acondicionado, o lo que sea. Los del FBI serán capaces de descubrir si hay algún constructor particular que utiliza esa clase de materiales. Podríamos circunscribir la zona del edificio.
—Es improbable —replicó Shelton, encogiéndose de hombros—. Pero, de todas formas, no tenemos nada que perder.
Bishop llamó a un amigo suyo que trabajaba en el FBI. Le habló de la foto y le dijo lo que necesitaban. Conversaron un poco más y luego colgó.
—Él mismo va a descargar un original de la foto y luego lo enviará al laboratorio —dijo Bishop. Entonces el detective vio que en un escritorio cercano había un gran sobre a su nombre. La etiqueta del sobre rezaba que provenía del Departamento de la División Central de Expedientes Juveniles de la policía estatal; debía de haber llegado mientras se encontraban en el Bay View. Lo abrió y leyó su contenido. Se trataba del expediente del juicio de Gillette cuando aún era un menor, era el informe que había solicitado cuando el hacker se dio a la fuga la noche anterior. Lo dejó caer sobre el escritorio y, acto seguido, miró la hora en el polvoriento reloj de pared. Eran las diez y media de la noche.
—Creo que todos nos merecemos un descanso —dijo.
Shelton no había dicho nada sobre su esposa pero Bishop sabía que deseaba volver a casa para verla. El fornido detective se fue, lanzando un saludo a su compañero: «Nos vemos mañana, Frank». También sonrió a Nolan. En cambio, para Gillette no hubo ni una palabra ni un gesto de despedida.
—No pienso pasar otra noche más aquí —le dijo Bishop a Gillette—. Me voy a casa. Y tú vienes conmigo.
Cuando oyó esas palabras, Patricia Nolan volvió la cabeza hacia Gillette.
—Tengo mucho espacio en mi habitación —dijo, como dejándolo caer—. La empresa me paga la suite. Estás invitado, si lo deseas. Tengo un gran mini bar.
—Ya voy camino del paro con este caso lo bastante deprisa —replicó el detective tras haberse reído—. Creo que será mejor que se venga conmigo. Ya sabes, sigue siendo un recluso en libertad vigilada.
Nolan se tomó bien su derrota: Bishop intuyó que ella había empezado a desechar a Gillette como objeto amoroso. Nolan buscó su bolso, una pila de disquetes y su portátil, y se largó.
—¿Te importa si hacemos una parada por el camino? —preguntó el hacker a Bishop mientras ambos salían por la puerta.
—¿Una parada?
—Hay algo que quiero comprar —dijo Gillette—. Vaya, y ya que tratamos el tema, ¿me podrías prestar un par de dólares?