El colegio Junípero Serra parecía un lugar idílico con la bruma del alba.
Era un colegio privado muy exclusivo que se extendía por unos 32 000 metros cuadrados y que estaba ubicado entre el Centro de Investigación de Xerox de Palo Alto y las dependencias de Hewlett-Packard cercanas a la Universidad de Stanford. Disfrutaba de una magnífica reputación, pues prácticamente lanzaba a todos los alumnos para que consiguieran acceder a los colegios avanzados en los que (ellos o, mejor dicho, sus padres) deseaban inscribirse. El emplazamiento era precioso y pagaban muy bien al profesorado.
Sin embargo, la mujer que hacía las veces de recepcionista desde hacía años no parecía estar gozando de los beneficios de su entorno profesional en ese mismo momento: tenía los ojos llenos de lágrimas y procuraba acallar las convulsiones que se delataban en su voz.
—Por Dios, por Dios —susurraba—. Joyce lo ha traído hace apenas media hora. La he visto. Ella estaba bien. Vamos, hace sólo media hora de esto.
Enfrente de ella se encontraba un hombre joven de cabello pelirrojo y bigote, que vestía un caro traje de ejecutivo. Tenía los ojos rojos, como si hubiera llorado, y cerraba las manos de un modo que revelaba que se encontraba muy enfadado.
—Don y ella viajaban camino de Napa. Iban a las bodegas, debían encontrarse con unos inversores de Don para almorzar con ellos.
—¿Qué ha pasado? —preguntó la mujer, sin aliento.
—Ha sido culpa de uno de esos autobuses llenos de trabajadores inmigrantes: ha virado justo enfrente de ellos.
—Dios mío —musitó ella de nuevo. Otra mujer pasó por delante de ellos y la recepcionista dijo—: Ven, Amy.
La mujer, que llevaba un vestido rojo chillón y portaba una hoja de papel donde se leía «Plan de estudios», se acercó al escritorio.
—Don y Joyce Wingate han sufrido un accidente —le susurró la recepcionista.
—¡No!
—No tiene buena pinta —dijo la recepcionista haciendo un gesto—. Este es Irv, el hermano de Don.
Se saludaron y Amy preguntó:
—¿Cómo se encuentran?
—Vivirán. Al menos es lo que dice el doctor, por ahora. Pero ambos continúan inconscientes. Mi hermano tiene la espalda rota.
Rompió a llorar. La recepcionista se secaba las lágrimas.
—Joyce era tan activa en el PTO. Todo el mundo la quiere. ¿Qué podemos hacer?
—Todavía no lo sé —respondió Irving, moviendo la cabeza—. No puedo pensar con claridad.
—No, no, claro que no.
—Pero aquí estamos —dijo Amy—. Cuenta con todos nosotros para lo que sea —Amy llamó entonces a una mujer rechoncha de unos cincuenta años—: ¡Oh, señora Nagler!
La mujer, que vestía un traje gris, se acercó y echó una ojeada a Irv, quien la saludó con la cabeza:
—Señora Nagler —dijo—. Usted es la directora, ¿verdad?
—Así es.
—Soy Irv Wingate, el tío de Sammy. Nos conocimos en el festival de primavera del año pasado.
Ella asintió y estrechó su mano.
Wingate resumió la historia del accidente.
—No, por Dios, no —susurró la señora Nagler—. Lo siento muchísimo.
—Mi mujer, Kathy —dijo Irv—, está allí ahora. Yo he venido a recoger a Sammy.
—Por supuesto.
Pero la señora Nagler, por muy comprensiva que fuera, llevaba su trabajo de forma muy estricta y no estaba dispuesta a desviarse de las reglas, por muchas tragedias que les sucedieran a los padres de sus alumnos. Se acercó al teclado de un ordenador y golpeó las teclas con las uñas bien cortadas y sin esmalte. Leyó la pantalla y dijo: «Se encuentra en la lista de familiares autorizados para recoger a Sammy». Golpeó otra tecla y esta vez apareció en la pantalla la fotografía de la licencia de conducir de Irving Wingate que habían escaneado meses atrás. Ella lo observó. Era él, no cabía duda. Y luego dijo:
—¿Me permite su licencia de conducir, por favor?
—Claro —él sacó la licencia. Se correspondía tanto con su rostro como con la fotografía del ordenador.
—Una cosa más, perdone. Su hermano era muy concienzudo con la seguridad, como sabe.
—Oh, claro —dijo Wingate—. La contraseña. Es S-H-E-P —la señora Nagler asintió corroborándola. Irv miró por la ventana cómo la líquida luz del sol caía sobre los setos de boj—: Shep, ese era el nombre del primer airedalo de Donald. Lo trajeron a casa cuando él tenía quince años. Era un buen perro. Todavía los cría, ¿sabe?
—Lo sé —dijo la señora Nagler con tristeza—. De vez en cuando nos enviábamos fotos de nuestros respectivos perros vía e-mail. Yo tengo dos weimaraners.
Sus palabras acabaron en un hilo de voz y ella borró de su mente ese triste pensamiento. Marcó un número de teléfono y habló con alguien que debía de ser la profesora del chaval para solicitar que lo trajeran a recepción.
—No le digan nada a Sammy, por favor —pidió Irv—. Ya le pondré al corriente cuando nos hayamos puesto en camino.
—Por supuesto.
—Pararemos para desayunar. Le encantan los Egg McMuffins.
—Eso es lo que comió en el viaje que hizo a Yosemite… —dijo la mujer del vestido carmesí, sollozando al oír ese dato. Se tapó los ojos y lloró un rato en silencio.
Una mujer asiática, seguramente la profesora del niño, condujo al delgado chaval a la oficina. La señora Nagler sonrió y dijo:
—Tu tío Irving está aquí.
—Irv —le corrigió—. Él me llama tío Irv. Hola, Sammy.
—¡Vaya, el bigote te ha crecido superdeprisa!
—Tu tía Kathy dice que me hace parecer más distinguido —rió Wingate. Se agachó—. Mira, tu mamá y tu papá han pensado que podrías tomarte el día libre. Vamos a pasarlo con ellos.
—¿En Napa? ¿Han ido a los viñedos?
—Eso mismo.
—Papá dijo que no irían hasta la semana que viene. Por los pintores.
—Han cambiado de idea. Y tú vas a venir conmigo.
—¡Mola!
—Ve por tu cartera —dijo la profesora—. ¿Vale?
El chaval salió corriendo y la señora Nagler le dijo a la profesora lo que había sucedido. «¡Oh, no!», susurró la mujer. Unos minutos más tarde reaparecía Samuel con la pesada cartera colgándole del hombro. Tío Irv y él salieron por la puerta.
—¡Gracias a Dios que el chico está en buenas manos! —dijo la recepcionista.
Y tío Irv debió de oírlo pues se volvió e hizo un gesto de asentimiento. En todo caso, a la recepcionista le quedó un pequeño asomo de duda: esa sonrisa que vio en el rostro del tío le pareció algo forzada, como si escondiera un extraño regodeo. Pero acto seguido la mujer pensó que se había equivocado y que la mirada provenía del terrible estrés al que estaba siendo sometido el pobre hombre.
* * *
—¡Levanta! —dijo una voz irascible.
Gillette abrió los ojos y vio a un Frank Bishop duchado y afeitado, que de forma absorta se metía el faldón de su rebelde camisa.
—Son las ocho y media —dijo Bishop—. ¿Es que en la cárcel os dejaban dormir hasta tarde?
—Estuve despierto hasta las cuatro —gruñó el hacker—. No encontraba la postura. Pero seguro que eso no te sorprende, ¿no? —señaló el banco al que lo había esposado Frank Bishop.
—Lo de la silla y las esposas fue idea tuya.
—No pensé que te lo ibas a tomar de forma tan literal.
—¿Qué hay de literal en ello? —preguntó Bishop—. O esposas a alguien a una silla o no lo haces.
El detective le quitó las esposas y Gillette se levantó agarrotado, frotándose las muñecas. Fue a la cocina y se sirvió café y un donut del día anterior.
—¿No tendréis Pop-Tarts por casualidad? —pidió Gillette, volviendo a la sala central de la UCC.
—No lo sé —respondió Bishop—. No es mi oficina. En cualquier caso, no me gustan demasiado los dulces. La gente debería desayunar huevos con beicon. Ya sabes, comida saludable —sorbió su café—. Te he estado mirando mientras dormías.
Gillette no supo a qué se refería en concreto. Alzó una ceja.
—Estabas mecanografiando.
—Hoy en día se dice «teclear», no «mecanografiar».
—¿Estabas al corriente de que haces eso?
—Ellie me lo solía decir —asintió el hacker—. Y a veces sueño en código.
—¿Que haces qué…?
—Veo script en sueños, ya sabes: líneas de códigos de origen de software. En Basic, C++ o en Java —miró a su alrededor—. ¿Dónde está la gente?
—Linda y Tony están de camino. Y Miller. Linda todavía no es abuela. Patricia Nolan ha pasado la noche en su hotel —miró a Gillette a los ojos—: Llamó para preguntar si estabas bien.
—¿Hizo eso?
El detective asintió sonriendo.
—Me llamó de todo por esposarte a una silla. Dijo que podrías haber pasado la noche en el sofá de su habitación de hotel. Tómate esto último como te venga en gana.
—¿Y Shelton?
—Está en casa con su mujer —dijo Bishop—. Le he llamado pero nadie responde. A veces tiene que desaparecer para pasar tiempo con ella por el problema del que te hablé, lo de su hijo muerto.
En una terminal cercana sonó un «bip». Gillette se levantó y fue a mirar la pantalla. Su bot incansable había estado trabajando toda la noche recorriendo el globo y ahora, para exhibir los esfuerzos realizados, mostraba el nuevo pez que había pescado.
Gillette se sentó ante el ordenador.
—¿Vamos a aplicarle un poco de ingeniería social de nuevo?
—No. Tengo otra idea.
—¿Cuál es?
—Voy a decir la verdad.
* * *
Tony Mott corría hacia el este sobre la cara bicicleta Fisher, por el bulevar Stevens Creek, pasando entre un gran número de coches y camiones y lanzándose hacia el aparcamiento de la Unidad de Crímenes Computarizados.
Siempre recorría los diez kilómetros que había entre su casa de Santa Clara y la UCC a buena velocidad: el policía delgado y musculoso pedaleaba con tanta rapidez como la que usaba al practicar otros deportes, ya fuera esquiar los toboganes de Abasin en Colorado, practicar el heli-sky en Europa, hacer descenso de cañones o rapel descendiendo de las montañas escarpadas que previamente había ascendido.
Pero hoy estaba pedaleando especialmente deprisa, mientras pensaba que antes o después convencería a Frank Bishop y podría vestir el chaleco antibalas y hacer un poco de trabajo serio de poli. Había trabajado muy duro en la academia y, aunque era un buen policía, su tarea en la UCC no resultaba más excitante que estudiar para su tesis doctoral. Es como si lo hubieran discriminado por haber sacado sólo un 3,97 en las pruebas del Tecnológico de Massachusetts.
Mientras colocaba el viejo y maltrecho candado Kriptonite al marco de su bici, vio cómo se le acercaba un tipo delgado y bigotudo que vestía una gabardina y que avanzaba a grandes zancadas.
—Hola —dijo el hombre, sonriendo.
—Hola.
—Soy Charlie Pittman, del Departamento del sheriff de Santa Clara.
Mott estrechó la mano del hombre. Conocía a varios detectives del condado y no había reconocido a este tipo pero le echó una rauda ojeada a la placa y la licencia que colgaba de su cuello y la foto concordaba.
—Tú debes de ser Tony Mott.
—Sí.
—He oído que pedaleas como un cabrón —dijo el detective, admirando la bicicleta Fisher.
—Sólo cuando voy cuesta abajo —contestó Mott, sonriendo con modestia, aunque sabía que sí, que pedaleaba como un cabrón tanto si era cuesta abajo, cuesta arriba o en llano.
Pittman se rió.
—No hago todo el ejercicio que debiera. Sobre todo cuando tengo que andar detrás de un tipo como el chico este de los ordenadores.
Era raro: Mott no había oído que nadie de la oficina del condado estuviera trabajando en el caso.
—¿Vienes dentro? —preguntó Mott, agarrando su casco.
—Acabo de salir. Frank me ha estado poniendo al día. Este es un caso para locos.
—Eso he oído —asintió Mott, mientras metía los guantes de tiro que se hacían guantes de bicicleta en la pretina de sus shorts de fibra elástica.
—¿Y ese tipo que Frank usa como consultor? ¿El joven?
—¿Te refieres a Gillette?
—Sí, ese es su nombre. Sabe mucho, ¿no?
—El tipo es un wizard —dijo Mott.
—¿Cuánto tiempo va a andar echándoos una mano?
—Hasta que atrapemos al cabrón ese, supongo.
—Tengo que irme —dijo entonces Pittman, tras haber consultado su reloj—. Luego nos vemos.
Tony Mott saludó a Pittman mientras este se iba caminando y sacaba su móvil para hacer una llamada. El policía del condado fue hasta el final del aparcamiento y de ahí pasó al aparcamiento contiguo. Mott advirtió este hecho y le pareció raro que hubiera aparcado tan lejos habiendo tantas plazas libres justo enfrente de la UCC. Pero luego fue hacia la oficina y pensó únicamente en el caso y en cómo iba a agenciarse, de una forma u otra, un lugar en el equipo de acceso dinámico, en cuanto echaran abajo la puerta para arrestar a Jon Patrick Holloway.
* * *
—Ani, Ani, Animorphs —dijo el niño.
—¿Qué? —preguntó Phate, abstraído. Estaba en un Acura Legend que había robado recientemente y registrado a nombre de una de sus identidades, e iban camino del sótano de su casa de Los Altos.
—Ani, Ani, Animorphs. Hey, tío Irv, ¿te gustan los Animorphs? —preguntó Sammy Wingate.
«No, ni una puta mierda», pensó Phate. Pero tío Irv dijo:
—¡Claro que me gustan!
—¿Por qué estaba triste la señorita Gitting? —preguntó Sammy Wingate.
—¿Quién?
—La señorita de recepción.
—No lo sé.
—Y, dime, ¿mamá y papá están ya en Napa?
—Eso mismo.
Phate no tenía ni idea del paradero de los padres. Pero sabía que, dondequiera que se encontraran, estaban disfrutando de los últimos momentos de paz antes de que una tormenta de terror descendiera sobre ellos. Era cuestión de segundos que alguien del colegio Junípero Serra empezara a llamar a amigos y familiares de los Wingate, quienes acabarían por enterarse de que no había habido ningún accidente.
Phate se preguntaba quién sufriría los mayores niveles de pánico: los padres del niño desaparecido o la directora y los profesores que habían puesto al niño en manos de un asesino.
—Ani, Ani, Animorphs. ¿Cuál es tu favorito?
—¿Mi favorito qué?
—¿Tú qué crees? —preguntó el pequeño Sammy con cierta falta de respeto, como pensaron tanto Phate como el tío Irv.
—Tu Animorph favorito —aclaró el niño—. Creo que el mío es Rachel. Se convierte en un león. Me inventé esta historia sobre ella. Y molaba mogollón. Lo que pasaba era que…
Phate escuchó la inane historia mientras el crío continuaba relatándola como si se tratara de un chatterbot. El cabroncete siguió con la cháchara sin el mínimo asomo de estímulo por parte del tío Irv, cuyo único consuelo en ese momento se encontraba en el cuchillo Ka-bar que llevaba en el bolsillo y en el adelanto de la reacción de Donald Wingate cuando descifrara lo que se ocultaba en la bolsa de plástico que Phate le iba a enviar dentro de poco. De acuerdo con el sistema de puntuación de los juegos MUD de acceso, Phate conseguiría 25 puntos (el máximo que se podía lograr con un asesinato) si era él mismo quien encarnaba al mensajero de UPS que dejaba el paquete y conseguía la firma en el recibo de D. Wingate.
Recordó su labor de ingeniería social en el colegio. Esa sí que había sido una buena faena. Provocadora y limpia a un tiempo (a pesar de que el tío Irv hubiese decidido afeitarse el bigote poco después de haberse sacado la última foto para su licencia de conducir).
—¿Crees que podremos montar el pony que compró papá? Tío, eso sí que es genial. Billy Tomkins no paraba de hablar de su nuevo perro pero, vamos, ¿quién no tiene un perro? Todo el mundo tiene un perro. Pero YO tengo un pony.
Phate le echó una ojeada al chaval. A su peinado perfecto. A la cara correa de piel del reloj que el niño había afeado al pintarle dibujos indescifrables en tinta. A los zapatos que alguien se había ocupado en limpiar. Todo en él apestaba a hortera.
Phate decidió que este niño no era como Jamie Turner, a quien no se había decidido a matar porque le recordaba mucho a sí mismo. No, este niño era como los cretinos que habían convertido la vida escolar de Jon Patrick Holloway en un puro infierno.
Qué inmensa fuente de satisfacción iba a ser sacar unas cuantas fotos al pequeño Samuel antes (y después) en el sótano.
—¿Quieres montar a Charizard, tío Irv?
—¿A quién? —preguntó Phate.
—Toma, a mi pony. El que papá me compró por mi cumpleaños. Tú estabas allí.
—Sí, lo había olvidado.
—Papá y yo solemos ir a montar. Charizard es genial. Sabe volver solo al establo. O, ya sé, podrías pedirle el caballo a papá y vamos juntos a dar la vuelta al lago. Si puedes seguirme.
Phate se preguntó si lograría aguantar hasta que llegasen al sótano de su casa de Los Altos. Deseaba callar la boca al chaval en ese mismo instante.
De pronto, en el coche sonó un pitido y, mientras el crío seguía parloteando sobre héroes que se convertían en perros o en leones, Phate sacó el busca del cinturón y leyó la pantalla.
Su reacción fue un jadeo bien audible.
El mensaje de Shawn era bien largo, pero se resumía diciendo que Wyatt Gillette estaba en las dependencias de la UCC.
Phate experimentó un arrebato similar al producido si hubiera tocado un cable eléctrico y tuvo que parar en el arcén.
Por Dios Santo…¡Gillette (Valleyman) estaba ayudando a la policía! ¡Por eso habían sabido tanto sobre él y le seguían la pista tan de cerca!
De inmediato le vinieron a la mente cientos de recuerdos de sus días en los Knights of Access. Los increíbles pirateos. Las horas y horas de loca conversación, tecleando tan rápido como les era posible por miedo a que la idea se les escapara de la cabeza. La paranoia. Los riesgos. La euforia de haber llegado donde nadie más podía llegar.
Y pensar que ayer mismo había estado pensando en ese artículo que había escrito Gillette…Lo había copiado casi entero en un cuaderno. Se acordaba de la última frase: «Cuando alguien ha pasado por la Estancia Azul, no puede volver del todo al Mundo Real».
Valleyman: cuya curiosidad infantil y naturaleza obstinada no le dejaban descansar hasta haber entendido todo lo que había que entender sobre algo que fuera nuevo para él.
Valleyman: cuya brillantez a la hora de programar se acercaba a la suya y en ocasiones la superaba.
Valleyman: cuya alta traición le había destrozado la vida a Phate y había hecho pedazos la Gran Ingeniería Social. Y quien seguía vivo sólo porque Phate no se había propuesto asesinarlo.
—Oye, tío Irv, ¿cómo es que nos hemos parado aquí? ¿Es que le pasa algo al coche?
Miró al chaval, sintió el cuchillo en su pantalón. Echó un vistazo a la carretera desierta.
—Bueno, Sammy, ¿sabes qué?, creo que sí le pasa algo. ¿Por qué no le echas una ojeada?
—¿Yo?
—Sí.
—Pero no sé qué hacer.
—Mira si tenemos una rueda baja —sugirió un educado tío Irv.
—Vale. ¿Qué rueda?
—La derecha trasera.
El crío miró hacia la izquierda. Phate señaló hacia el otro lado.
—Oye, vale, esa. ¿Y qué busco?
—Bueno, ¿qué buscarían los Animorphs?
—No sé. Si tiene un clavo o algo así.
—Eso está bien. ¿Por qué no vas a mirar si tiene un clavo?
—Vale.
Phate le quitó el cinturón al niño.
Se inclinó sobre Sammy para abrirle la puerta.
—Lo puedo hacer yo solo —dijo el niño, desafiante—. Tú no tienes que hacerlo.
—Vale —dijo Phate. Y encendió el motor, revolucionándolo. La puerta se cerró de golpe y las ruedas rociaron a Sammy con polvo y gravilla. Empezó a gritar: «Espera, tío Irv…».
Phate aceleró y salió derrapando por la autovía a gran velocidad.
El lloriqueante niño corrió tras él, pero quedó oscurecido por la gran nube de humo que habían levantado las ruedas. Por su parte, Phate había dejado de pensar en Sammy desde el mismo momento en que la puerta se había cerrado.