Capítulo 00010101 / Veintiuno

—A quien llamé fue a Ellie —explicó Gillette. Se volvió hacia Shelton—. Y llevabas razón. Es cierto que me conecté a la red nada más entrar en la UCC. Mentí. Me metí en el Departamento de Facturas de la compañía telefónica para ver si ella seguía viviendo con su padre. Y la he llamado esta noche para asegurarme de que estaba aquí.

—Pensaba que estabas divorciado —dijo Bishop.

—Y lo estoy —replicó Gillette—. Pero aún pienso en ella como mi esposa.

—Elana —dijo Bishop—. ¿Se apellida Gillette?

—No. Recuperó su apellido de soltera. Papandolos.

—Busca el nombre —le dijo Bishop a Shelton.

El policía hizo una llamada y momentos después asentía con la cabeza.

—Es su nombre. Vive en esta dirección.

Bishop se colocó un micro con auriculares. Dijo:

—¿Alonso? Bishop al habla. Estamos seguros de que dentro de la casa sólo hay inocentes. Echa una ojeada y dime lo que ves… —pasaron unos minutos. Luego escuchó la voz que le hablaba por los auriculares. Miró a Gillette.

—Hay una mujer de unos sesenta años, pelo cano.

—Es su madre, Irene.

—Un hombre de unos veinte años.

—¿Con pelo moreno y rizado?

Bishop repitió la pregunta, escuchó lo que le decía y asintió.

—Ese es su hermano, Christian.

—Y una rubia de unos treinta y tantos. Les está leyendo a dos niños.

—Elana es morena. Lo más seguro es que se trate de su hermana Camilla. Antes era pelirroja pero cambia de color de pelo cada pocos meses. Los niños son suyos. Tiene cuatro hijos.

Bishop habló al micrófono:

—Vale, suena legal. Diles a todos que se queden quietos. Voy a desmontar la operación —el detective se dirigió a Gillette—: ¿De qué va todo esto? Se supone que ibas a investigar el ordenador de St. Francis y en vez de eso te escapas.

—Pero es cierto que exploré el ordenador. No había nada que pudiera ayudarnos a cazarlo. Tan pronto como lo inicié, el demonio percibió algo (que habíamos desconectado el módem, lo más probable) y se suicidó. Si hubiera encontrado algo de valor os habría dejado una nota.

—¿Dejarnos una nota? —se revolvió Shelton—. Te has cargado la puta tutela y hablas de ello como si te hubieras ido al 7-Eleven por tabaco.

—No me he escapado —señaló la tobillera—. Comprobad el sistema de rastreo. Lo programé para que volviera a funcionar en una hora. Os iba a llamar desde su casa para que viniera alguien a llevarme de vuelta a la UCC. Sólo necesitaba tiempo para ver a Ellie y sabía que no me dejaríais marchar.

Bishop miró al hacker a los ojos y preguntó:

—¿Ella quiere verte?

Gillette tardó en responder.

—Probablemente no. No sabe que he venido.

—Pero tú has admitido que la has llamado por teléfono —señaló Shelton.

—Y he colgado en cuanto se ha puesto al aparato. Sólo quería cerciorarme de que esta noche se quedaría en casa.

—¿Por qué vive con sus padres?

—Es por mi culpa. Ella no tiene dinero. Lo gastó todo en fianzas y abogados… —hizo un gesto señalando el bolsillo de Bishop—. Por eso he estado trabajando en eso, en lo que saqué de la cárcel.

—Lo tenías oculto bajo esa caja de teléfono que guardabas en el bolsillo, ¿verdad?

Gillette asintió.

—Tendría que haber ordenado que te pasaran el detector dos veces. Me estoy haciendo descuidado. ¿Y qué tiene que ver esa cosa con tu esposa?

—Se lo iba a dar a Ellie. Ella lo puede patentar y conseguir la licencia con una empresa de hardware. Y ganar algo de dinero. Es un nuevo tipo de módem inalámbrico que se puede aplicar a los ordenadores portátiles. Uno puede conectarse a la red cuando viaja sin necesidad de usar el teléfono móvil. Se sirve del posicionamiento global para decirle a un conmutador celular dónde te encuentras y así conectarte automáticamente a la mejor señal para transmisión de datos. Y es…

Bishop hizo un gesto para señalar que ya bastaba de lenguaje técnico.

—¿Lo has hecho tú? ¿Con cosas que encontraste en la cárcel?

—Que encontré o que compré.

—O que robaste —dijo Shelton.

—Que encontré o que compré —repitió Gillette.

—¿Por qué no nos dijiste que eras Valleyman? —preguntó Bishop—. ¿Y que habías estado con Phate en Knights of Access?

—Porque me habríais mandado de vuelta a la cárcel. Y entonces no habría podido ayudaros a cazarlo —hizo una pausa—. Y no habría tenido ocasión de ver a Ellie…Mirad, si hubiera sabido algo sobre Phate que os hubiera ayudado a echarle el guante os lo habría dicho. Claro que estuvimos juntos en KOA, pero eso fue hace años. En las bandas cibernéticas nunca ves a la gente con la que te mueves: ni siquiera sabía qué aspecto tenía. Todo lo que sabía era su nombre real y que provenía de Massachusetts. Pero eso ya lo habíais descubierto al mismo tiempo que yo.

—¿Tú eras uno de esos cabrones que lo acompañaban —preguntó Shelton con furia—, uno de esos que enviaban virus e instrucciones para construir bombas y que desactivaban los teléfonos de urgencias?

—No —respondió Gillette con convicción. Les explicó que durante el primer año los Knights of Access habían sido una de las bandas de cibernautas más potentes pero que nunca hicieron nada que perjudicara a civiles. Mantenían peleas con otras ciberbandas y se infiltraban en los típicos sistemas de empresas o del gobierno—. Lo peor que hicimos fue escribir nuestro propio free-ware, que hacía lo mismo que cierto software comercial, y distribuimos algunas copias. Así que media docena de grandes empresas perdieron unos cuantos dólares de beneficios. Eso es todo.

Pero entonces, prosiguió, se dio cuenta de que dentro de CertainDeath (el nombre de pantalla de Phate, por aquel entonces) había otra persona. Alguien más peligroso y vengativo que cada vez buscaba un tipo de acceso más y más peculiar: el que te permite hacer daño a la gente. «Cada vez discernía peor quién era real y quién un personaje de los juegos de ordenador a los que jugaba».

Desde los instant messages, Gillette invirtió largas horas tratando de convencer a Holloway de que se alejara de sus pirateos vengativos y de sus planes de «dar una lección» a quienes veía como enemigos.

Por fin se infiltró en la máquina de Holloway y, para su pasmo, descubrió que este había escrito virus letales: programas como el que cerró el sistema del teléfono de urgencias de Oakland, o que bloqueaban las transmisiones entre los controladores aéreos y los pilotos. Descargó los virus, escribió antídotos y los colgó en la red. Gillette también encontró software robado de Harvard en el ordenador de Holloway. Envió una copia a la universidad y a la policía del Estado de Massachusetts junto a la dirección de e-mail de CertainDeath y este fue arrestado.

Gillette jubiló a Valleyman como nombre de usuario y (siendo perfectamente consciente de la naturaleza vengativa de Holloway) adoptó otra serie de identidades y siguió hackeando.

—No me sorprendió oír que era el asesino —dijo el hacker a Bishop con franqueza—. Pero juro que antes de saberlo no tenía ni idea. Durante un par de años hubo rumores que apuntaban a que andaba en mi busca pero eso es todo lo que había escuchado sobre él.

No podía saber si Bishop lo creía, pero parecía claro que Shelton no: el fornido detective dijo:

—Devolvamos a este saco de mierda a San Ho. Ya hemos perdido demasiado tiempo con él.

—¡No! ¡Por favor, no!

Bishop lo estudió asombrado.

—¿Quieres seguir trabajando con nosotros?

—Tengo que hacerlo. Ya habéis visto que es muy bueno. Necesitáis a alguien tan bueno como él para pararle los pies.

—¡Vaya! —dijo Shelton—. Hay que joderse.

—Sé que eres bueno, Wyatt —dijo Bishop—. Pero también que has escapado de mi custodia y que eso me podría haber costado el puesto. Y creerte a partir de ahora se va a hacer muy cuesta arriba, ¿no? Será mejor que intentemos con otro.

—Cuando se trata de Phate no puedes «intentarlo» con otro. A Stephen Miller le queda grande. Patricia Nolan es de seguridad; y por muy buenos que sean los de seguridad siempre andan por detrás de los hackers. Necesitas a alguien que haya estado en las trincheras.

—Trincheras —repitió con suavidad Bishop, como si el comentario le hubiera divertido. Se lo pensó y dijo—: Creo que te voy a dar otra oportunidad.

Los ojos de Shelton delataron un oscuro resentimiento.

—Craso error.

Bishop hizo un gesto de aprobación, como si aceptara que lo que decía su compañero bien pudiera ser verdad. Y luego le dijo a Shelton:

—Que todos cenen algo y descansen. Yo llevo a Wyatt a San Ho para que pase la noche allí.

Shelton movió la cabeza desalentado por los planes de Bishop, pero fue a hacer lo que se le había pedido que hiciera.

Bishop despojó a Gillette de las esposas. Este se frotó las muñecas y dijo:

—Dame diez minutos con ella.

—¿Con quién?

—Con mi mujer.

—Lo dices en serio, ¿no?

—Sólo pido diez minutos.

—Hace menos de una hora me ha llamado un tal David Chambers, del Departamento de Defensa, y estaba a un pelo de rescindir la orden de excarcelación.

—¿Lo saben?

—Sí. Así que, hijo, deja que te diga que este aire puro que respiras y esas manos libres son agua pasada. Por derecho, ahora mismo tendrías que estar durmiendo en tu colchón de la cárcel —el detective le agarró la muñeca. Pero antes de que el metal se cerrara sobre ella, Gillette preguntó:

—¿Estás casado, Bishop?

—Sí, lo estoy.

—¿Y amas a tu esposa?

El policía no dijo nada durante un rato. Luego alejó las esposas.

—Diez minutos.

* * *

Lo primero que vio fue su silueta, iluminada desde atrás.

Pero no cabía duda de que era Ellie. Su figura sensual, esa masa de pelo negro que se volvía más retorcido y salvaje cuanto más se acercaba al final de su espalda. Su cara redonda.

La única prueba de que se hallaba en tensión se observaba en la forma en la que había aferrado la jamba de la puerta desde el otro lado de la cortina metálica. Sus dedos de pianista estaban rojos por la presión feroz que estaba ejerciendo.

—Wyatt —susurró—. ¿Te han…

—¿Soltado? —negó con la cabeza.

Él vio un destello en sus ojos cuando miró por encima de su hombro y advirtió la presencia en la acera del vigilante Frank Bishop.

—Sólo estaré fuera unos días —continuó Gillette—. Es una especie de libertad condicional transitoria. Les estoy ayudando a encontrar a alguien: a Jon Holloway.

—Tu amigo de la banda —murmuró ella.

—Hace ya mucho tiempo. Y no somos amigos.

Ella se encogió de hombros como queriendo indicar que la aclaración carecía de importancia.

—¿Has oído algo sobre él?

—¿Yo? No. ¿Por qué tendría que haber oído algo de él? No he vuelto a ver a ninguno de tus «amigos» —miró a sus sobrinos y salió afuera, cerrando la puerta a su paso, como si quisiera separar con firmeza a Gillette (y al pasado) de su vida actual.

—¿Qué has estado haciendo? ¿Cómo sabías que yo…? Espera. Esos telefonazos en los que no contestaba nadie. Y la señal de «Número bloqueado» en el identificador de llamadas…Eras tú.

—Quería cerciorarme de que te encontraría en casa —asintió él.

—¿Por qué? —preguntó ella con acritud.

El odió el tono de voz que ella estaba empleando. Lo recordaba del juicio. Recordaba esa misma pregunta: «¿Por qué?». Se la había repetido sin descanso en los días previos a ingresar en prisión.

«¿Por qué no dejaste tus malditas máquinas? Si lo hubieras hecho ahora no irías a la cárcel, no me estarías perdiendo. ¿Por qué?».

—Quería hablar contigo —dijo él.

—No tenemos nada de qué hablar, Wyatt. Tuvimos años para hablar, pero tú estabas muy ocupado con tus asuntos.

—Por favor —dijo él, intuyendo que ella estaba a punto de volver dentro. Gillette advertía que su voz sonaba desesperada pero se había despojado de su orgullo.

Lo único que sabía era que se encontraba en presencia de la mujer que amaba, y que ansiaba tener una oportunidad para abrigarla entre sus brazos, sentir su piel y saborear el aroma de su pelo…A pesar de que en la presente situación todos esos deseos estuvieran fuera de su alcance.

—Han crecido las plantas —dijo, señalando unos arbustos de boj. Elana los miró y por un segundo la expresión de su rostro se suavizó. Nueve años atrás, habían hecho el amor junto a esos mismos arbustos en una fragante noche de noviembre, mientras los padres de ella veían los resultados de las elecciones en televisión.

Los pensamientos de Gillette se vieron inundados de recuerdos de su vida en común: el restaurante vegetariano de Palo Alto donde cenaban todos los viernes, las escapadas nocturnas para comprar Pop-Tarts y pizza, los paseos en bicicleta por el campus de Stanford. Durante un rato, Wyatt Gillette se vio aturdido por todos esos recuerdos.

Y entonces la expresión del rostro de Elana se endureció de nuevo. Echó otra ojeada dentro, por la ventana con cortinas de encaje. Los niños ya se habían puesto sus pijamas y trotaban fuera de su ángulo de visión. Se volvió y miró el tatuaje con la gaviota y la palmera que él tenía en el brazo. Años atrás, él le había dicho que tenía ganas de quitárselo y le pareció que era una buena idea, pero no lo había llevado a cabo. Y sintió que la había decepcionado.

—¿Cómo están Camilla y los críos?

—Bien.

—¿Y tus padres?

Exasperada, Elana le preguntó:

—¿Qué es lo que quieres, Wyatt?

—Te he traído esto.

Le pasó la placa de circuitos y le explicó lo que era.

—¿Y por qué me lo das?

—Vale un montón de pasta —le pasó una hoja de explicaciones técnicas que había escrito en el autobús de camino de la tienda Goodwill—. Búscate un abogado de Sand Hill Road y obtén la licencia con una de las grandes empresas: Compaq, Apple, Sun…Lo querrán vender bajo licencia y eso está bien, pero que antes te paguen una buena suma como anticipo. No restituible. Y no como royalties solamente. El abogado tiene que saber todo eso.

—No lo quiero.

—No es un regalo. Sólo te estoy devolviendo algo. Perdiste tu casa y tus ahorros por mi culpa. Con esto deberías recuperarlo.

Ella miró la placa en la mano que él le ofrecía pero no la guardó.

—Tengo que irme.

—Espera —le dijo él. Tenía muchas, muchas más cosas que decirle. Había estado ensayando su discurso en la cárcel durante horas, había intentado buscar la mejor manera de explicarse.

Los dedos de ella, pintados con esmalte morado, asían ahora el húmedo pasamanos del porche. Miraba hacia el patio mojado.

Él la observaba: sus manos, su pelo, su barbilla, sus pies.

«No se lo digas», se ordenó. «Díselo. No. Dilo. Di».

Pero se lo dijo.

—Te quiero.

—No —contestó ella con severidad, alzando una mano como para borrar sus palabras.

—Quiero intentarlo de nuevo.

—Es demasiado tarde, Wyatt.

—Me equivoqué. No volveré a hacerlo.

—Demasiado tarde —repitió ella.

—Me dejé llevar. No supe estar a tu lado. Pero lo estaré. Te lo prometo. Tú querías tener hijos. Podemos tenerlos.

—Ya tienes tus máquinas. ¿Para qué quieres hijos?

—He cambiado.

—Has estado en la cárcel. No has tenido ninguna oportunidad para demostrar a nadie (ni siquiera a ti mismo) que puedes cambiar.

—Quiero que formemos una familia.

Ella caminó hacia la puerta, abrió la mampara de malla.

—Yo también quería todo eso. Y mira qué pasó.

—No te mudes a Nueva York —barbotó él.

Elana se paró en seco. Se volvió.

—¿Nueva York?

—Te vas a mudar a Nueva York. Con tu amigo Ed.

—¿Y qué sabes tú sobre Ed?

Él estaba fuera de sí y preguntó:

—¿Piensas casarte con él?

—¿Y qué sabes tú sobre Ed? —repitió ella—. ¿Cómo te has enterado de lo de Nueva York?

—Elana, no lo hagas. Quédate. Dame una…

—¿Cómo? —saltó ella.

Gillette bajó la vista, miró la pintura gris del suelo del porche.

—Me metí en tu servidor de correo y leí tus e-mails.

—¿Que hiciste qué? —ella cerró la mampara de malla a su paso y lo miró. El exuberante genio griego inundaba su bello rostro.

Ahora no había manera de echarse atrás.

—¿Amas a ese Ed? ¿Vas a casarte con él? —balbuceó Gillette.

—Dios mío, ¡no lo puedo creer! ¿Desde la cárcel? ¿Te metiste en mi correo desde la cárcel?

—¿Lo amas?

—Eso no es de tu incumbencia. Tuviste todas las oportunidades del mundo para formar una familia conmigo y decidiste no hacerlo. ¡Y ahora no tienes ningún maldito derecho a inmiscuirte en mi vida privada!

—Por favor…

—¡No! Bien, Ed y yo nos vamos a Nueva York. Y salimos dentro de tres días. Y no hay una puñetera cosa que puedas hacer para impedirlo. Adiós, Wyatt. No vuelvas a molestarme.

—Te quie…

—Tú no quieres a nadie —le interrumpió—. Sólo les aplicas tu ingeniería social.

Ella entró en la casa, cerrando la puerta con cuidado.

Él bajo los escalones para reunirse con Bishop.

—¿Cuál es el número de teléfono de la UCC? —preguntó Gillette.

Bishop se lo dio y el hacker le pidió prestado un bolígrafo. Escribió el número en la hoja de instrucciones de la placa y añadió: «Por favor, llámame». Envolvió la placa en la hoja y la dejó en el buzón.

Bishop lo acompañó hasta la acera húmeda y arenosa. No mostraba ninguna reacción ante lo que acababa de presenciar en el porche.

Mientras los dos se acercaban al Crown Victoria, el uno caminando perfectamente erguido y el otro totalmente desgarbado, entre las sombras apareció un hombre del otro lado de la calle de la casa de Elana.

Tendría unos treinta y tantos años y llevaba el pelo muy corto y bigote. La primera impresión de Gillette fue que el tipo era gay. Vestía gabardina pero no llevaba paraguas. Gillette advirtió que al detective la mano se le iba a la pistola mientras el otro se aproximaba.

El extraño se detuvo y con cuidado sacó la cartera, en la que se veía una placa y un carné.

—Soy Charlie Pittman. Del Departamento del sheriff de Santa Clara.

Bishop leyó atentamente el carné y quedó satisfecho con las credenciales de Pittman.

—¿Es de la policía del Estado? —preguntó Pittman.

—Frank Bishop.

Pittman miró a Gillette.

—¿Y usted es…

Antes de que Gillette tuviera ocasión de responder, Bishop preguntó:

—¿Qué podemos hacer por ti, Charlie?

—Estoy investigando el caso Peter Fowler.

Gillette recordó que se trataba del vendedor de armas que Phate había asesinado ese mismo día cuando mató a Andy Anderson en el Otero de los Hackers.

—Hemos oído que esta noche ha habido aquí una operación que guardaba relación con el caso —explicó Pittman.

—Falsa alarma —replicó Bishop negando con la cabeza—. Nada que pueda serte de ayuda. Buenas noches —comenzó a andar mientras le hacía un gesto a Gillette para que lo siguiera cuando Pittman dijo:

—Frank, aquí estamos yendo contra corriente. Cualquier cosa que nos diga nos será de ayuda. La gente de Stanford anda atemorizada porque alguien se dedicaba a vender armas en su campus. Y nos echan la culpa a nosotros.

—Nosotros no tocamos el lado de la investigación relacionado con las armas. Nosotros vamos tras el tipo que asesinó a Fowler; si quieres alguna información tendrás que dirigirte a la Central de San José. Conoces el procedimiento.

—¿Está trabajando usted con ellos?

Bishop debía de conocer la política entre departamentos de policía tan bien como las salvajes calles de Oakland. Resultó convenientemente evasivo cuando dijo:

—Es con ellos con quienes tienes que hablar. El capitán Bernstein te echará una mano.

Los profundos ojos de Pittman estudiaban a Gillette de arriba abajo. Luego miró el cielo encapotado.

—Vaya noche de perros.

—Así es.

Volvió la vista hacia Bishop.

—Sabes, Frank, a nosotros, los del campo, nos toca el trabajo sucio. Siempre acabamos perdidos entre tanto barullo, teniendo que hacer lo que otros ya han hecho antes. A veces es un poco aburrido.

—Bernstein habla claro. Si puede te echará un cable.

Pittman volvió a observar a Gillette: probablemente se preguntaba qué pintaba allí un tipo con una cazadora marrón, que a la vista estaba que no era policía.

—Que tengas suerte —dijo Bishop.

—Gracias, detective —respondió Pittman, y se perdió en la noche.

—No quiero volver a San Ho —dijo Gillette cuando entraron en el coche del policía.

—Bueno, yo ahora regreso a la UCC para echar una ojeada a las pruebas y dar una cabezada. Y allí no he visto nada parecido a un calabozo.

—No voy a volverme a escapar —afirmó Gillette.

Bishop no respondió.

—No quiero volver a la cárcel, de verdad —el detective seguía en silencio y el hacker añadió—: Espósame a una silla si no me crees.

—Ponte el cinturón —respondió Bishop.