Capítulo 00010011 / Diecinueve

Phate estaba sentado en el salón de su casa en Los Altos y escuchaba el CD de Muerte de un viajante, en su diskman.

Estaba encorvado encima de su portátil pero, no obstante, andaba distraído. Esa llamada urgente de la Academia St. Francis lo había dejado tenso. Recordaba estar allí, haberle pasado el brazo por los hombros al tembloroso Jamie Turner (mientras ambos observaban cómo se le acallaban las angustias al pobre Booty) y haberle dicho al chaval que se alejara de los ordenadores para siempre. Pero el aviso urgente de Shawn, quien le informaba de que la policía iba camino del internado, había dado al traste con su convincente monólogo.

Phate se había largado corriendo de St. Francis y se había alejado justo a tiempo, mientras los coches patrulla se aproximaban desde tres direcciones distintas.

¿Cómo diantres lo habían adivinado?

Bueno, sí, eso lo había dejado temblando. Pero, como el experto jugador del Dominio de Multiusuarios que era, sabía que sólo cabe una cosa cuando el enemigo se ha apuntado un tanto cercano.

Atacar de nuevo.

Necesitaba una nueva víctima. Echó un vistazo al directorio de su ordenador y abrió una carpeta titulada Univac Week, que contenía información sobre Lara Gibson, la Academia St. Francis y otras posibles víctimas de Silicon Valley. Comenzó a leer artículos de periódicos web locales: contenían historias sobre gente como las paranoicas estrellas del rap que viajaban con cortejos armados; sobre políticos que apoyaban causas impopulares o sobre médicos que practicaban abortos que vivían en fortalezas virtuales.

¿A quién escoger? ¿Quién ofrecería un desafío mayor que Lara Gibson o Boethe?

Entonces echó el ojo a un artículo que Shawn le había enviado hacía cosa de un mes. Trataba sobre una familia que vivía en una zona rica de Palo Alto.

«ALTA SEGURIDAD EN EL MUNDO DE LA ALTA TECNOLOGÍA»

Donald W. es un hombre que ha estado en el abismo. Y no le gustó.

Donald, de 47 años, quien accedió a ser entrevistado siempre y cuando no desveláramos su apellido, es el director ejecutivo de una de las más exitosas empresas comerciales de Silicon Valley. Y mientras otros hombres se afanarían en jactarse de este logro, Donald trata desesperadamente de mantener su éxito y los demás factores de su vida en el más riguroso anonimato.

Tiene una buena razón: lo secuestraron pistola en mano mientras se encontraba en Argentina cerrando un trato con unos inversores hace seis años, y su secuestro duró dos semanas. Su empresa pagó una cantidad exorbitante por su rescate.

Poco tiempo después lo encontraron sano y salvo en Buenos Aires, pero afirma que desde entonces su vida no es la misma.

«Uno mira a la vida a los ojos y se dice que ha dado muchas cosas por descontadas. Creemos vivir en un mundo civilizado pero no es el caso».

Donald forma parte de un número cada vez mayor de ricos ejecutivos de Silicon Valley que se toman la seguridad cada vez más en serio…

Donald y su mujer han tenido en cuenta la seguridad hasta para escoger el colegio de su hijo Samuel, de ocho años.

Phate pensó que era perfecto y se conectó on–line.

Por supuesto, el anonimato de dichos personajes era un mero inconveniente sin importancia, y en diez minutos se había adentrado en el sistema informático editorial del periódico y estaba ojeando las notas tomadas por el reportero que había escrito el artículo. Pronto tenía todos los detalles que necesitaba sobre Donald Wingate, 32983 Hesperia Way, Palo Alto; casado con Joyce, de cuarenta y dos años, de soltera Shearer; ambos padres de Samuel, de ocho años, estudiante de tercer curso del colegio Junípero Serra, en el 2346 de Río Del Vista, también en Palo Alto. Además supo de Irving, hermano de Wingate, y de Kathy, la esposa de Irving, y de los dos guardaespaldas que tenían contratados.

Había algunos jugadores de MUD que consideraban que atacar dos veces seguidas (en este caso a un colegio privado) era una mala estrategia. Por el contrario, para Phate tenía sentido, pues opinaba que sorprendería a los policías con la guardia baja.

¿Quién quieres ser?

* * *

—No vais a hacerle daño, ¿verdad? —dijo Patricia Nolan—. No es peligroso. Lo sabéis.

Frank Bishop le aseguró que no dispararían a Gillette por la espalda pero también añadió que a partir de ahí no podían garantizar nada. Su repuesta no había sido precisamente cívica, pero su objetivo era el de encontrar al fugitivo cuanto antes, y no el de reconfortar a las consultoras que se habían sentido atraídas por él.

Sonó la línea telefónica de la UCC.

Tony Mott atendió la llamada, escuchó gesticulando afirmativamente con los ojos más abiertos de lo que acostumbraba. Bishop fruncía el ceño pensando quién estaría al otro lado de la línea. Con educada voz de policía, Mott dijo: «Por favor, espere un momento». Y entonces el joven policía le pasó el teléfono al detective como si se tratara de una bomba.

—Es para ti —susurró el policía, vacilante—. Perdona.

—¿Perdona?

—Washington, Frank. Es del Pentágono.

Esto significa problemas…

—¿Hola? —contestó.

—¿Detective Bishop?

—Sí, señor.

—David Chambers al habla. Dirijo la División de Investigaciones Criminales del Departamento de Defensa.

Bishop se cambió de lado el auricular, como si las noticias que le esperaban fueran a doler menos en la oreja izquierda.

—Ha llegado a mi conocimiento desde varias fuentes la noticia de que se ha cursado una orden de excarcelación temporal a nombre de un Juan Nadie en el distrito del Norte de California. Y que quizá tenga que ver con un individuo que nos interesa particularmente —Chambers añadió enseguida—: Y no mencione el nombre de dicho individuo por teléfono.

—Así es —respondió Bishop.

—¿Dónde se encuentra?

En Brasil, en Cleveland, en París o hackeando la Bolsa de Nueva York para causar un frenazo en las finanzas internacionales.

—Bajo mi custodia —dijo Bishop.

—Usted es un agente de la policía del Estado de California, ¿es así?

—Lo soy, señor.

—¿Y cómo demonios ha dejado suelto a un prisionero federal? Y, más importante aún, ¿cómo lo deja salir con una orden firmada bajo el nombre de Juan Nadie? Ni siquiera el alcaide de San José sabe nada, o afirma que no lo sabe.

—Soy buen amigo del abogado del Estado. Juntos cerramos el caso de los asesinatos de los González hace un par de años y desde entonces hemos estado trabajando juntos.

—¿El caso en el que trabaja es de algún asesinato?

—Sí, señor. Un hacker se está infiltrando en los ordenadores de sus víctimas y utiliza la información que extrae de ahí para acercarse a ellas.

Bishop miró a un preocupado Bob Shelton e hizo señal de rebanarse el cuello con los dedos. Shelton puso cara de susto.

Lo siento…

—Sabe por qué andamos detrás de este individuo, ¿no? —preguntó Chambers.

—Algo acerca de que él era capaz de escribir un software que leía el suyo —respondió tratando de ofrecer una respuesta tan vaga como le fuera posible. Se imaginó que en Washington se daban dos conversaciones a la vez: la que se decía en voz alta y la que se sobreentendía.

—Lo que, por de pronto, es ilegal y, además, si una copia de lo que esa persona ha escrito saliera del país, sería alta traición.

—Lo entiendo —dijo Bishop, quien llenó el consiguiente silencio con esta pregunta—: Y usted quiere que vuelva a prisión, ¿no es así?

—Así es.

—Tenemos una orden de excarcelación por tres días —dijo Bishop con firmeza.

Se oyó una risa al otro lado del teléfono.

—Si quiere hago una llamada y podrá utilizar esa orden como papel higiénico.

—Supongo que puede hacerla, señor.

Hubo una pausa.

—¿Su nombre es Frank? —preguntó entonces Chambers.

—Sí, señor.

—Vale, Frank. De policía a policía. ¿Ha resultado este individuo de ayuda para el caso?

Exceptuando un pequeño imprevisto…

—De mucha ayuda —respondió Bishop—. Mire, nuestro asesino es un experto informático. Nosotros no podríamos competir con él si no fuera por esta persona de la que hablamos.

Hubo otra pausa. Chambers dijo:

—Personalmente, no pienso que sea la encarnación del demonio que ha venido a darse una vuelta por aquí. No hubo pruebas concluyentes de que se infiltrara en nuestro sistema. Pero hay mucha gente aquí en Washington que piensa que lo hizo y esto se ha convertido en una caza de brujas en el Departamento. Si hizo algo ilegal que vaya a la cárcel, pero soy de la opinión de que es inocente hasta que no se demuestre lo contrario.

—Sí, señor —respondió Bishop, quien añadió con delicadeza—. Claro que si un crío puede leer su código quizá deberían pensar en escribir uno mejor.

El detective pensó: «Vale, ese comentario me ha ganado la expulsión del cuerpo».

Pero Chambers se rió. Dijo:

—Ese es el problema. No estoy seguro de que el Standard 12 sea tan seguro como debería. Pero hay mucha gente que se dedica a los temas de codificación que no quiere ni oír hablar de ello. No quieren quedar en evidencia y odian quedar en evidencia en los medios de comunicación. Y hay un tal Peter Kenyon, ayudante del subsecretario, que quiere a ese chico en la cárcel y que gente como yo deje de hacer preguntas sobre lo bien que funciona el Standard 12. Era el que estuvo al mando del grupo de trabajo que encargó el nuevo programa de codificación.

—Ya veo.

—Kenyon no sabe que el chico está fuera pero ha oído rumores y si se entera, eso será malo para mí y para mucha gente —dejó que Bishop se imaginara las rencillas políticas entre agencias. Luego Chambers añadió—: Antes de meterme en burocracias fui policía.

—¿Dónde, señor?

—Fui policía militar en la marina. Pasé la mayor parte del tiempo en San Diego.

—Evitó algunas peleas, ¿no? —preguntó Bishop.

—Sólo si la infantería iba ganando. Escucha, Frank, si ese chaval os ayuda a atrapar al malo, de acuerdo, adelante. Podéis tenerlo hasta que expire la orden.

—Gracias, señor.

—Pero no es preciso que te diga que tú eres el que será colgado hasta quedar hecho mojama si se cuela en la web de alguien. O si se os escapa.

—Lo entiendo, señor.

—Mantenme informado, Frank.

El teléfono quedó muerto.

Bishop colgó, y sacudió la cabeza.

Lo siento…

—¿A qué venía eso? —preguntó Shelton.

Pero la explicación del detective quedó interrumpida cuando oyeron un grito triunfante proveniente de Miller.

—¡Tengo algo! —dijo excitado.

Linda Sánchez asentía moviendo su fatigada cabeza.

—Hemos recuperado la lista de páginas web que Gillette ha visitado antes de escapar.

Le pasó unas copias impresas a Bishop. Mostraban mucha basura, multitud de signos y fragmentos de datos y de textos que para él no tenían ni pies ni cabeza. Pero entre dichos fragmentos había referencias a un gran número de aerolíneas e información sobre destinos a otros países desde el Aeropuerto Internacional de San Francisco.

Miller le pasó otra página.

—También se ha descargado esto: el horario de autobuses desde Santa Clara al aeropuerto.

El policía sonreía con gusto: como si se hubiera resarcido de su anterior fracaso.

—Pero ¿cómo va a pagar su billete? —se preguntó Shelton en voz alta.

—¿Dinero? ¿Lo dices en broma? —le preguntó a Tony Mott con una risa agria—. Seguro que ahora está en un cajero vaciando tu cuenta corriente.

Bishop tuvo una intuición. Fue al teléfono del laboratorio de análisis y dio a «Rellamada».

El detective habló con alguien durante un breve instante. Luego colgó.

Bishop volvió para comunicar sus averiguaciones.

—El último número al que llamó Gillette era el de una tienda Goodwill de Santa Clara, a unos kilómetros de aquí. Acabo de hablar con el encargado. Dice que hace veinte minutos alguien que respondía a la descripción de Gillette ha entrado en su tienda. Ha comprado un chubasquero negro, un par de vaqueros de color blanco, una gorra de béisbol del equipo de Oakland y una bolsa de deporte. Lo recordaba porque no había dejado de mirar a un lado y a otro y estaba muy nervioso. Gillette también le preguntó dónde estaba la parada de autobús. Y el autobús del aeropuerto para allí cerca.

—El autobús tarda tres cuartos de hora en llegar al aeropuerto —dijo Mott, comprobando su pistola mientras se levantaba.

—No, Mott —dijo Bishop—. Ya lo hemos hablado antes.

—¡Venga! —dijo el joven—. Estoy en mejor forma que el noventa por ciento del cuerpo. Me hago ciento cincuenta kilómetros a la semana en bici y corro dos maratones al año.

—Pero no te pagamos para que corras tras Gillette —replicó Bishop—. Te quedas. O, aún mejor, vete a casa y descansa. Y tú también, Linda. Pase lo que pase con Gillette aún tenemos que trabajar a toda prisa para capturar al asesino.

Mott sacudió la cabeza, infeliz por la orden que le había dado el detective. Pero la aceptó.

—Podemos estar en el aeropuerto en veinte minutos —dijo Bob Shelton—. Voy a retransmitir su descripción a la policía de la autoridad portuaria. Ellos cubrirán todas las paradas del autobús. Pero te aviso de que voy a estar en persona en la zona de salidas internacionales. No me quiero perder la cara que pone cuando le diga «hola».

Y el detective rollizo lanzó la primera sonrisa que Bishop le había visto en días.