Capítulo 00010010 / Dieciocho

Él desmonta cosas.

Wyatt Gillette avanzaba al trote por una acera de Santa Clara bajo la fría llovizna vespertina, sin resuello, con el pecho a punto de estallar. Eran las 8.30 y ya casi había puesto tres kilómetros de por medio entre él y la sede de la UCC.

Conocía el barrio (de hecho, de niño había vivido en una de las casas de los alrededores) y por eso no le pilló por sorpresa ponerse a pensar en el tiempo en que su madre le dijo a un amigo, quien acababa de preguntar al joven Wyatt si prefería el baloncesto o el fútbol: «Bueno, no le gustan los deportes. Él desmonta cosas. Eso es todo lo que le gusta hacer».

Se acercó un coche patrulla y Gillette cambió el ritmo hasta adaptarlo a un paso rápido, mientras procuraba ocultar la cabeza bajo el paraguas que había encontrado en el laboratorio de análisis de la UCC.

El coche se alejó sin reducir su velocidad. Wyatt volvió a acelerar la suya. El sistema de rastreo estatal estaría dos horas cortado pero no podía permitirse perder el tiempo.

Él desmonta cosas…

La naturaleza había condenado a Wyatt Gillette a sufrir de una curiosidad galopante que parecía crecer exponencialmente cada año, pero ese don perverso se veía contrarrestado por la frecuente capacidad de satisfacer su obsesión a menudo.

Vivía para comprender cómo funcionaban las cosas y sólo había una forma de saberlo: desmontarlas.

En la casa de Gillette nada estaba a salvo del chaval y de su caja de herramientas.

Su madre llegaba a casa del trabajo y se encontraba al joven Gillette enfrente de su procesador de alimentos, feliz de poder examinar uno por uno sus cuarenta y ocho elementos.

—¿Sabes cuánto cuesta? —le preguntaba indignada.

Ni lo sabía ni le importaba.

Pero diez minutos más tarde había vuelto a armar el aparato y este funcionaba bien, ni mejor ni peor que como lo hacía antes de su desmembramiento.

Y la cirugía del Cuisinart había tenido lugar cuando él contaba sólo cinco años.

Poco tiempo después, ya había desmontado y vuelto a montar todos los aparatos mecánicos que había en casa. Entendía de poleas, ruedas, piñones y motores. Luego le tocó el turno a la electrónica y durante un año sus víctimas fueron los tocadiscos, estéreos y pletinas.

Los desmontaba y los volvía a montar.

No pasó mucho tiempo antes de que el chico desentrañara los misterios de los tubos de vacío y de las placas de circuitos, y entonces su curiosidad comenzó a acechar como un tigre con hambre renovada.

Y fue ahí cuando descubrió los ordenadores.

En ese momento pensó en su padre, un hombre alto y de pose perfecta, cuyo legado tras tantos años de servir en las fuerzas aéreas era un rapado corte de pelo. Él había llevado al muchacho un día a Radio Shack, cuando Wyatt contaba ocho años de edad, y le dijo que escogiera algo. «Puedes elegir lo que te dé la gana».

—¿Lo que quiera? —preguntó el chico, que veía cientos de cosas en las estanterías.

Lo que te dé la gana…

Escogió un ordenador.

Era la elección perfecta para un chaval que desmonta cosas: pues el pequeño ordenador Trash-80 suponía un portal para la Estancia Azul, que era infinitamente más profunda y compleja y estaba compuesta de capas y capas de pequeñas partículas tan diminutas como moléculas e inmensas como universos en expansión. Era el lugar donde su curiosidad podía vagar sin descanso.

Los colegios, no obstante, tienden a preferir a estudiantes cuya personalidad sea primero acomodaticia y después algo o nada curiosa, y a medida que el joven Wyatt Gillette pasaba de curso empezó a zozobrar más y más. (Por supuesto, era mucho mejor quedarse en casa satisfaciendo su curiosidad hackeando o escribiendo programas que pasarse el día en un aula calurosa donde se discutía algún libro que no servía para nada o se aprendía una lengua que nunca iba a utilizar).

Sin embargo, antes de que tocara fondo, un orientador escolar avispado examinó su caso, lo sacó de ese berenjenal y lo envió al colegio Magnet Número Tres de Santa Clara.

Se suponía que el colegio era un «refugio para estudiantes dotados pero con problemas que residan en Silicon Valley», una expresión que, por supuesto, sólo podía traducirse de una única forma: un cielo hacker. Un día corriente para un estudiante corriente de Magnet significaba pasar de las clases de educación física y de lengua, tolerar las de historia, ser el adalid de las de matemáticas y física, y todo ello mientras uno se concentraba en la única materia que valía la pena: hablar sin parar sobre ordenadores con los compañeros.

Ahora, mientras caminaba por una acera mojada a pocos metros de aquel colegio, le venían muchos recuerdos de aquellos primeros días en la Estancia Azul.

Gillette recordaba con claridad cómo se sentaba en el patio del Magnet Número Tres, donde ensayaba su silbido hora tras hora. Si uno era capaz de silbar en un teléfono fortaleza con tono exacto, podía hacer creer a los conmutadores que él era otro conmutador y recibir como regalo el anillo de oro del acceso. (Todos sabían del Capitán Crunch, nombre de usuario del legendario hacker que descubrió que el silbido producido con ayuda del cereal del desayuno del mismo nombre generaba un tono de 2600 megahercios, la frecuencia exacta que permitía entrar en las líneas de larga distancia de las compañías telefónicas y hacer llamadas gratuitas).

Recordaba todas las horas pasadas en una cafetería que olía a masa de pan húmeda, o en aquella sala de estudio con pasillos azules, hablando sobre CPU, tarjetas de gráficos, carteles de anuncios, virus, discos virtuales, contraseñas, memorias RAM expandibles, y sobre la Biblia: la novela Neuromancer, de William Gibson, que popularizó el término «ciberpunk».

Se acordó de la primera vez que se metió en un ordenador del gobierno y de la primera vez que lo pillaron y lo arrestaron con diecisiete años, aún era menor de edad. (Aunque eso no impidió que cumpliera condena: el juez era severo con aquellos chicos que tomaban el directorio raíz de la empresa automovilística Ford en vez de estar jugando al béisbol, y aún más severo con quienes pretendían darle lecciones, señalando con arrogancia que el mundo andaría del revés si Thomas Alva Edison se hubiera dedicado más a los deportes que a sus inventos).

Se acordaba de todos estos hechos con claridad. Pero el recuerdo más preeminente en su memoria era algo que tuvo lugar algunos años después de haberse graduado en el Departamento de Informática de Berkeley: su primera charla on-line con un joven hacker llamado CertainDeath, nombre de usuario de Jon Patrick Holloway, en el chat de #hack.

Gillette trabajaba como programador durante el día. Pero como otros muchos «mascadores de códigos», se aburría como un muerto y contaba las horas que faltaban para llegar al ordenador de su casa, explorar la Estancia Azul y conocer almas gemelas, una de las cuales era sin lugar a dudas Holloway. La primera conversación on-line que mantuvieron duró cuatro horas y media.

En un principio intercambiaban información de pirateos telefónicos. Luego pasaron de la teoría a la práctica y se lanzaron a realizar hacks que denominaban como «totalmente inciviles», y se infiltraron en los sistemas de conmutadores de AT&T, de British Telecom y de Pac Bell. Que ellos supieran, eran los únicos hackers de todos los Estados Unidos que hubieran llamado gratis desde una cabina del parque del Golden Gate hasta la plaza Roja de Moscú. Y de estos comienzos modestos pasaron a infiltrarse en máquinas de empresas y del gobierno.

Su reputación creció y pronto hubo otros hackers que los reclamaban y que hacían búsquedas finger en Unix para encontrarlos en la red por su nombre, y sentarse a sus pies (virtualmente hablando) para ver qué podían enseñarles estos gurús. Después de un año, más o menos, de quedar en la red con algunos asiduos, tanto Holloway como él se dieron cuenta de que se habían convertido en una banda cibernética: y en una verdaderamente legendaria, por añadidura. CertainDeath, líder y wizard bona fide. Valleyman, segundo de a bordo, filósofo meditabundo del grupo y casi tan buen programador como CertainDeath. Sauron y Clepto, que no eran tan listos pero estaban medio locos y se lanzaban a hacer lo que fuera. Y otros también: Mosk, Replicant, Grok, NeuRO, BYTEr…

Necesitaban un nombre y Gillette lo acuñó: Knights of Access, los caballeros del acceso, que se le ocurrió tras haber jugado a un juego MUD durante dieciséis horas seguidas.

Su reputación creció por todo el mundo, en su mayor parte porque escribían programas que conseguían que los ordenadores hicieran cosas asombrosas. Muchos hackers y ciberpunks no eran programadores: se les conocía peyorativamente como «ratón» y «clic». Pero los líderes del KOA eran competentes escritores de software, tan buenos a la hora de escribir programas que muchas veces no tenían que guardarlos ya que los redactaban de memoria desde los mismos códigos de origen, pues sabían cómo se desenvolvería el software creado a partir de ese punto. (Elana, la exmujer de Gillette, que era profesora de piano, decía que tanto Holloway como él le recordaban a Beethoven, quien podía imaginar la música en su cabeza con tanta perfección que una vez escrita su ejecución resultaba anticlimática).

Al recordar esto pensó en su exmujer. Tampoco quedaba lejos el apartamento beige donde habían vivido durante varios años. Podía rememorar con viveza el tiempo pasado con ella: un millar de imágenes que brotaban desde lo más hondo de su memoria. Pero su relación con Elana, a diferencia de lo que le sucedía con el sistema operativo Unix o con un chip coprocesador de matemáticas, era algo que no podía comprender. No sabía cómo desmontarla y estudiar sus componentes uno a uno.

Y por tanto era algo que no sabía cómo arreglar.

Amaba muchísimo a esa mujer, la deseaba, quería que fuera la madre de sus hijos…pero Gillette no era ningún wizard cuando se trataba de afecto.

Dejó esos pensamientos y se refugió bajo el toldo de una cochambrosa tienda Goodwill cercana a la línea de Sunnyvale. Una vez que se hubo refugiado de la lluvia buscó en su bolsillo y sacó una pequeña placa de circuitos electrónicos, que había tenido con él durante todo el día. Había montado esa placa cuando había vuelto a la celda en San Ho para recoger los artículos y las revistas antes de su excursión a la UCC, extrayéndola de la radio y pegándosela al muslo, cerca de la pelvis.

Era esa placa, en la que llevaba trabajando durante seis meses, la que pretendía sacar en todo momento de la cárcel, y no la caja roja que había guardado en el bolsillo con la esperanza de que, una vez que el guardia la encontrara, no le pasarían el detector de metales por segunda vez.

Cuarenta minutos antes se la había despegado en el laboratorio de análisis de la UCC y la había probado, de forma satisfactoria.

Ahora la volvió a observar bajo la luz tenue de la tienda Goodwill y comprobó que había resistido a su trote desde la UCC.

La guardó de nuevo en el bolsillo y entró en la tienda, ofreciendo un saludo al encargado nocturno, quien dijo: «Vamos a cerrar dentro de poco».

Gillette sabía que cerraban a las diez en punto de la noche. Había mirado su horario con anterioridad. «No tardo nada», aseguró al hombre mientras se dedicaba a escoger un juego completo de ropa nueva que, siguiendo la mejor tradición de ingeniería social, se componía de prendas que él nunca habría pensado ponerse.

Pagó con dinero que había distraído de la chaqueta de alguien en la UCC y se encaminó hacia la puerta. Se detuvo y volvió hacia donde se encontraba el encargado. «Perdone, por aquí hay una parada de autobús, ¿no?».

El viejo señaló fuera algo hacia la derecha:

—A quince metros. Es un lugar de trasbordo. Ahí puede tomar un autobús que le llevará a donde desee.

—¿Se puede pedir algo más? —preguntó Gillette de buen humor, abriendo el paraguas antes de adentrarse en la noche lluviosa.

* * *

La Unidad de Crímenes Computarizados se había quedado muda por culpa de la traición.

Frank Bishop sentía sobre él la quemante presión del silencio que lo rodeaba. Bob Shelton coordinaba las acciones con la policía local. Tony Mott y Linda Sánchez también estaban al teléfono. Hablaban despacio, casi con un tono reverencial que sugería la intensidad con la que deseaban volver a apresar a su Judas.

Cuanto más te trato, menos te veo como el típico hacker.

Quien parecía más enfadada, después de Bishop, era Patricia Nolan, que se había tomado la escapada del joven como una afrenta personal. Bishop había percibido algún tipo de conexión entre los dos: o al menos parecía que ella sí se sentía atraída por el hacker. El detective se preguntó si esa atracción seguiría un patrón determinado: el de la mujer inteligente pero poco atractiva que se enamora rápida y arrolladoramente del renegado admirable que la atrae durante un rato y luego la echa de su vida. Por decimoquinta vez en el día, Bishop recordó a su esposa Jennie y se alegró de estar felizmente casado.

Hubo algunos informes pero ninguna pista. Nadie, de la gente que ocupaba los edificios colindantes, había visto escaparse a Gillette. No faltaba ningún coche del aparcamiento de la UCC pero la oficina pegaba con una ruta de autobús del condado y fácilmente podría haber escapado de esa manera. Ningún coche patrulla de la policía municipal —ni de la del condado— había visto a nadie a pie que respondiera a su aspecto, pero el condado de Santa Clara era enorme y muy poblado.

Ya que no había pistas que indicaran dónde había ido el hacker, Bishop decidió echar un vistazo al historial del joven: y tratar de contactar con su padre, el ingeniero que trabajaba en Arabia Saudí, por ejemplo, o con su hermano, que según recordó Bishop vivía en el Noroeste. Con sus amigos y antiguos compañeros de trabajo. Bishop buscó en la mesa de Andy Anderson los informes sobre Gillette y las actas de sus juicios pero no encontró nada. Cuando pidió a Central que le enviaran una copia de emergencia, los de Archivos le dijeron que no disponían de esa información.

—Alguien mandó un memorándum pidiendo que las pasaran por la trituradora de papel, ¿no? —preguntó Bishop.

—Lo cierto es que ha sido así. ¿Cómo lo ha adivinado?

—Lo he dicho por decir —respondió el detective antes de colgar.

Y entonces se le ocurrió una idea. Se acordó de que el hacker había sido sentenciado antes de ser mayor de edad.

Bishop llamó a un amigo que trabajaba en el turno de noche de los juzgados. El tipo hizo algunas averiguaciones y descubrió que sí, que tenían un expediente y una sentencia de Gillette cuando este contaba diecisiete años de edad. Les mandarían una copia tan pronto como les fuera posible.

—Se le olvidó destruir esas —le dijo Bishop a Nolan—. Al menos tenemos algo.

De pronto Tony Mott miró su pantalla y dio un brinco, gritando:

—¡Mirad!

Corrió hacia su terminal y comenzó a teclear como un loco.

—¿Qué pasa? —preguntó Bishop.

—Un programa de limpieza ha comenzado a borrar todo el espacio vacío del disco duro —contestó Mott mientras tecleaba sin parar. Dio a Enter y dijo—: Se ha parado.

Bishop vio que estaba alarmado pero no sabía qué estaba sucediendo.

—Es precisamente en el espacio vacío del disco duro —explicó Linda Sánchez— donde se almacenan casi todos los datos del ordenador, incluso lo que has borrado o lo que se pierde cuando lo apagas. Uno no encuentra esos datos como ficheros, pero los puede recuperar con facilidad. Así es como atrapamos a muchos tipos malos que piensan que han borrado sus ficheros incriminatorios. La única manera de destruir esa información por completo es iniciar un programa que «limpia» ese espacio vacío. Es como una trituradora de papel digital. Antes de escapar, Gillette ha debido de programarlo para que lo hiciera.

—Lo que significa —añadió Tony Mott— que no quiere que veamos lo que ha estado haciendo cuando se ha conectado a la red.

—Tengo un programa que encontrará cualquier información que haya estado ojeando —dijo Linda Sánchez.

Buscó en una caja que contenía disquetes e insertó uno en la máquina. Sus rollizos dedos bailaron sobre el teclado y la pantalla se llenó en un momento de símbolos crípticos. A Frank Bishop no le parecía que tuvieran ningún significado. Pero advirtió que habían tenido suerte pues Sánchez sonreía abiertamente y hacía señas para que sus colegas se aproximaran a la terminal.

—Esto es interesante —dijo Tony Mott.

Stephen Miller asintió y empezó a tomar notas.