Capítulo 00010001 / Diecisiete

Frank Bishop y Wyatt Gillette penetraron bajo los arcos de la entrada de la Academia St. Francis, y sus pasos resonaban sobre el camino de guijarros como rasguños arenosos.

Bishop hizo una seña a Huerto Ramírez a modo de saludo, cuya enorme figura llenaba prácticamente la mitad de la bóveda, y dijo:

—¿Es cierto?

—Sí, Frank. Perdona, se nos escapó.

Ramírez y Tim Morgan, que ahora se encontraba sonsacando a los testigos de las calles que rodeaban el internado, habían estado entre los primeros en personarse en la escena del crimen.

Ramírez se volvió y condujo a Bishop y a Gillette, y también a Patricia Nolan y a Bob Shelton, que iban algo rezagados, hasta el interior del colegio. Linda Sánchez los seguía llevando un maletón con ruedas.

Fuera había dos ambulancias y una docena de coches patrulla, con las luces girando en silencio. Un gran grupo de curiosos formaba un semicírculo esparcido por la acera de enfrente.

—¿Qué ha pasado? —le preguntó Shelton.

—Por ahora sabemos que el Jaguar estaba pasando esta puerta de ahí —señalaba un patio con un muro alto que lo separaba de la calle—. Todos marchábamos procurando no hacer ningún ruido, pero parece ser que ha oído que veníamos y ha echado a correr fuera del colegio y se ha largado. Hemos puesto controles a ocho y dieciséis manzanas de aquí pero no ha habido suerte.

Nolan se puso a la altura de Gillette mientras recorrían aquellos pasillos pobremente iluminados. Parecía que iba a decir algo pero cambió de idea y siguió en silencio.

Gillette no vio estudiantes mientras avanzaban por los pasillos: tal vez los profesores los mantenían en sus habitaciones hasta que llegaran padres y orientadores.

—¿Los de Escena del Crimen han hallado algo? —preguntó Bishop a Ramírez.

—Nada que, ya sabes, lleve escrita la dirección del asesino.

Torcieron y al final del nuevo pasillo vieron una puerta abierta. Fuera había docenas de oficiales de policía y algunos técnicos médicos. Ramírez miró a Bishop y le susurró algo. Bishop le hizo una seña de asentimiento y le habló a Gillette:

—Lo de ahí dentro no tiene buena pinta. El asesino ha vuelto a usar el cuchillo en el corazón: como con Andy Anderson y Lara Gibson. Pero parece ser que morir le llevó un buen rato. Está todo bastante asqueroso. ¿Por qué no esperas fuera? Cuando te necesitemos para ojear el ordenador te lo haré saber.

—Puedo soportarlo.

—¿Estás seguro?

—Sí.

—¿Cuántos años? —le preguntó Bishop a Ramírez.

—¿Te refieres al chico? Quince.

Bishop levantó una ceja mirando a Patricia Nolan y le preguntó si ella también era capaz de presenciar la carnicería.

—Está bien —contestó ella.

Entraron en el aula.

A pesar de lo mesurado de su respuesta a Bishop, Gillette quedó aturdido. Había sangre por todas partes. Una cantidad increíble de sangre: en el suelo y en las paredes, en las sillas y en los marcos, en la pizarra y en el atril. El color variaba dependiendo del material que la sangre cubriera, e iba desde un rosa brillante hasta casi el negro.

En mitad de la estancia, sobre el suelo, yacía el cadáver cubierto por una manta verde. Gillette miró a Nolan, a quien esperaba ver también horrorizada. Pero, tras haber echado una ojeada a las salpicaduras, las manchas y los charcos que había en la habitación, ella parecía estar escudriñando el aula, quizá en busca del ordenador que había que analizar.

—¿Cómo se llama el chico? —preguntó Bishop.

—Jamie Turner —dijo una oficial del Departamento de San José.

Linda Sánchez entró en el aula y tomó aire con fuerza cuando vio el cadáver. Parecía estar decidiendo si desmayarse o no. Volvió a salir.

Frank Bishop susurraba algo a un hombre de mediana edad que vestía un jersey Cardigan y que, al parecer, era uno de los profesores, y luego fue al aula contigua a la del crimen, donde estaba sentado un quinceañero con los brazos pegados al torso y que se columpiaba adelante y atrás sobre la silla. Gillette se unió al policía.

—¿Jamie? —preguntó Bishop—. ¿Jamie Turner?

El chico no respondió. Gillette observó que tenía los ojos muy rojos y que la piel que los rodeaba parecía inflamada.

Bishop miró a otro hombre que también se encontraba en la habitación. Era delgado y de unos veintitantos años. Estaba a un lado de Jamie y había posado una mano sobre el hombro del chico. El hombre dijo:

—Sí, este es Jamie. Yo soy su hermano, Mark Turner.

—Booty ha muerto —susurró un dolorido Jamie que se aplicaba un paño húmedo en los ojos.

—¿Booty?

Otro hombre (de unos treinta años y que vestía Chinos y una camisa Izod) se identificó como el administrador del colegio.

—Era el mote que el chaval le había colgado —añadió, observando la bolsa donde descansaba el cadáver—: Ya saben, al rector.

Bishop se agachó.

—¿Cómo te encuentras, joven?

—Lo ha asesinado. Tenía un cuchillo. Lo acuchilló y el señor Boethe no paraba de gritar y de correr de un lado para otro, para escaparse. Yo… —su voz se convirtió en una cascada de sollozos. Su hermano le agarró los hombros con fuerza.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Bishop a una paramédica, una mujer cuya chaqueta lucía un estetoscopio y unas pinzas hemostáticas.

—Se pondrá bien —dijo ella—. Parece que el asesino le ha rociado los ojos con agua que contenía un poco de Tabasco y amoniaco. Lo justo para que le picara pero no tanto como para causarle daño.

—¿Por qué? —preguntó Bishop.

—Me ha pillado —respondió ella, encogiéndose de hombros.

Bishop agarró una silla y se sentó.

—Lamento muchísimo lo ocurrido, Jamie. Pero es de vital importancia que nos digas lo que sabes.

Unos minutos después el chico se calmaba y les explicaba que se había escapado del colegio para ir a ver un concierto con su hermano. Pero, nada más salir por la puerta, lo agarró un hombre vestido con un uniforme como el de un operario y le roció esa cosa en los ojos. Le dijo a Jamie que era ácido y que si le conducía hasta el señor Boethe le daría un bote que contenía un antídoto. Pero que, si se negaba, el ácido le comería los ojos.

Le empezaron a temblar las manos y se echó a llorar.

—Ese es su mayor temor —dijo su hermano Mark con indignación—, quedarse ciego. El asesino lo sabía.

Bishop asintió.

—Su objetivo era el rector. Es un internado muy grande: y Phate necesitaba a Jamie para encontrar a su víctima rápidamente.

—Me dolía tanto, de verdad…Yo dije que no le iba a ayudar. No quería, no quería, lo intenté pero no pude evitarlo. Yo… —en ese momento calló.

Gillette sentía que Jamie quería trasmitir algo más pero que no se atrevía a decirlo.

Bishop asió el hombro del chico.

—Has hecho lo correcto. No te preocupes por eso. Has hecho lo que hubiera hecho yo. Dime, Jamie, ¿mandaste algún correo electrónico en el que le dijeras a alguien lo de tus planes para esta noche? Tenemos que saberlo.

El chico tragó saliva y miró al suelo.

—No te va a pasar nada, Jamie. Pierde cuidado. Sólo queremos encontrar a ese tipo.

—Supongo que a mi hermano. Y luego…

—Adelante, sigue.

—Bueno, es que creo que me conecté a la red para encontrar unas claves de acceso y alguna otra cosa. Este tipo lo habrá visto y es así como se metió en el patio.

—¿Y cómo sabía que tienes miedo a quedarte ciego? —preguntó Bishop—. ¿Pudo leer acerca de eso en la red?

Jamie asintió de nuevo.

—Es como si hubiera forzado a Jamie para que se convirtiera en su propio Trapdoor para conseguir entrar dentro —dijo Gillette.

—Has sido muy valiente, Jamie —afirmó Bishop.

Pero nada de lo que dijeran podía consolar al chico.

Los técnicos médico-forenses se llevaron el cadáver del rector y los policías se reunieron en el pasillo, en compañía de Gillette.

Shelton comentó lo que había averiguado de los técnicos forenses:

—Los de Escena del Crimen están a dos velas. Unas cuantas docenas de huellas obvias, que piensan investigar pero que no nos sirven porque ya sabemos que se trata de Holloway. Sus zapatos no dejan una huella reconocible. Y en el aula debe de haber al menos un millón de fibras: lo bastante como para tener ocupados a los chicos del FBI por todo un año. Vaya, y han encontrado esto.

Dio un pedazo arrugado de papel a Bishop, quien se encogió de hombros y se lo pasó a Gillette. Parecían las notas del chaval, referentes a descifrar contraseñas y a desactivar la alarma de la puerta.

—Nadie sabe con certeza dónde estaba aparcado el Jaguar —les comentó Huerto Ramírez—. Y, en cualquier caso, la lluvia ha borrado las huellas de los neumáticos. Como sucede con las fibras, tenemos un millón de cosas en la carretera para analizar pero ¿quién sabe si fue el asesino quien las dejó allí o no?

—Es un hacker —dijo Nolan—. Eso significa que es un delincuente organizado. No va a andar tirando correos basura por ahí mientras anda al acecho de una nueva víctima.

—Estamos interrogando a la gente —prosiguió Ramírez—. Tim sigue pateando la acera con dos o tres agentes de la Central pero nadie parece haber visto nada.

—Vale, tomad el ordenador del chico y nos largamos —les dijo Bishop a Nolan, Sánchez y Gillette.

—¿Dónde está? —preguntó Sánchez.

El administrador dijo que los acompañaría hasta el departamento informático del internado. Gillette volvió al aula donde se encontraba Jamie Turner y le preguntó qué ordenador había utilizado.

—El número tres —respondió el chico, y siguió aplicándose el paño húmedo sobre los ojos.

El equipo vagó por el pasillo en penumbra. Mientras caminaban, Linda Sánchez hizo una llamada desde su teléfono móvil. Así supo (según intuyó Gillette de lo que oía) que su hija aún no estaba de parto. Colgó diciendo: «Dios…».

Una vez en la sala de ordenadores del sótano, un sitio gélido y deprimente, Gillette, Nolan y Sánchez se desplazaron hasta la máquina número tres. Sánchez le ofreció un disco de inicio al hacker, pero este negó con la cabeza.

—Eso no evitará que el demonio Trapdoor se autodestruya. Estoy seguro de que Phate lo ha programado para que se suicide si hacemos algo fuera de lo normal.

—Bueno, ¿qué vas a hacer entonces?

—Darle un poco al teclado como si fuera otro usuario. Quiero experimentar un poco para ver dónde vive el demonio Trapdoor.

—Como un ladrón de cajas fuertes que siente las ruedas antes de probar una combinación —dijo Nolan brindándole una débil sonrisa.

Gillette asintió. Inició la máquina y examinó el menú principal. Cargó unas cuantas funciones: un procesador de textos, una hoja de cálculo, un programa de fax, antivirus, varios programas de almacenamiento en disco, algunos juegos, un par de browsers de Internet…

Mientras tecleaba espiaba la pantalla para ver cómo aparecían en ella las letras luminosas correspondientes a los caracteres que había escrito. Escuchó el rotar del disco duro para comprobar si hacía ruidos que no estuvieran sincronizados con la tarea que debía estar realizando en ese preciso momento.

Patricia Nolan se sentó a su lado y también miraba la pantalla.

—Puedo sentir el demonio —susurró Gillette—, pero hay algo raro: parece como si se estuviera moviendo de un lado a otro. Salta de programa en programa. Cada vez que abro uno se cuela dentro: quizá para saber si lo busco. Y cuando decide que no lo busco se va…Vive dentro, en algún lado. Tiene que tener una casa.

—¿Dónde? —preguntó Bishop.

—Veamos si puedo encontrarla —Gillette abrió y cerró una docena de programas, y luego otra, mientras tecleaba con furia—. Vale, vale…Este es el directorio más torpe —miró una lista de ficheros y luego dijo con risa floja—: ¿Sabéis dónde se esconde?

—¿Dónde?

—En el programa del Solitario.

—¿Qué?

—En el juego de cartas.

—Pero ese juego viene con cada ordenador que se vende en América —dijo Sánchez.

—Es probable que esa sea la razón por la cual Phate escribió su código de esa manera —dijo Nolan.

Bishop sacudió la cabeza.

—¿Así que cualquiera que posea un juego del Solitario en su ordenador puede tener el Trapdoor?

—¿Qué pasa si uno cancela el Solitario o lo borra?

Lo discutieron un poco. Gillette sentía mucha curiosidad por la forma en que trabajaba Trapdoor y le hubiera encantado extraer el programa y examinarlo. Si borraban el juego el demonio se suicidaría, pero el mismo conocimiento de ese hecho les podría brindar un arma: cualquiera que sospechase que su ordenador contenía un demonio podría borrar el juego y ya estaba todo arreglado.

Decidieron copiar el disco duro del ordenador que había usado Jamie Turner y, una vez hecho eso, Gillette borraría el Solitario y saldrían de dudas.

Cuando Sánchez acabó de copiar el disco duro, Gillette borró el programa. Pero advirtió un retraso apenas perceptible en la operación. Y cuando volvió a probar varios programas se dio cuenta de que el que ahora andaba renqueante era el antivirus.

—Aún está ahí —dijo Gillette, riendo con amargura—. Ha saltado a un nuevo programa y anda vivito y coleando. ¿Cómo lo hace? —el demonio Trapdoor había presentido que iban a echar abajo su casa y había demorado la actuación del programa de eliminación para que le diera tiempo a escapar desde el software del Solitario hasta un nuevo programa.

Se levantó y sacudió la cabeza.

—No hay nada que pueda hacer aquí. Llevemos la máquina a la UCC y…

Percibió una imagen velada en movimiento y acto seguido la puerta de la sala de ordenadores se abría en un estallido y volaban cristales por todas partes. Se oyó un grito de rabia que inundó la sala y Gillette tuvo que echarse a un lado para evitar una figura que cargaba contra el ordenador. Nolan cayó de rodillas, exhalando un breve grito de desmayo.

Bishop también tuvo que echarse a un lado.

Linda Sánchez hizo el gesto de sacar la pistola.

Gillette se agachó para evitar la silla que le pasó por encima y que se estrelló contra la pantalla del ordenador en el que había estado sentado.

—¡Jamie! —gritó el administrador con rudeza—. ¡No!

Pero el chico volvió a tomar impulso mientras aferraba la silla y la empotró de nuevo contra el monitor, que implosionó con un gran estallido y esparció pedazos de cristal por todos lados. Comenzó a salir humo de la carcasa.

El administrador le quitó la silla a Jamie de las manos, antes de echarla a un lado y arrojarlo al suelo.

—¿Qué se cree que está haciendo, jovencito?

El chaval pataleó, llorando, e intentó atacar el ordenador otra vez. Pero tanto Bishop como el administrador lo sujetaron.

—¡Lo voy a destrozar! ¡Lo mató! ¡Mató al señor Boethe!

—¡Quiero que se tranquilice de inmediato, señor! —dijo el administrador—. No permitiré semejante comportamiento en ninguno de mis estudiantes.

—¡Quítame las putas manos de encima! —replicó el chaval.

—¡Muy bien, joven voy a dar parte de esto! Voy a…

—¡Lo mató y yo voy a matarlo a él! —el chico se estremecía por la congoja.

—¡Señor Turner, compórtese ahora mismo! No se lo volveré a repetir.

Mark, el hermano de Jamie Turner, entró en la sala de ordenadores. Le echó un brazo por los hombros a su hermano, quien se dejó caer encima de él, llorando.

—Los estudiantes tienen que comportarse correctamente —dijo el administrador, ante las caras largas de los del equipo de la UCC—. Así es como hacemos las cosas aquí.

Bishop miró a Sánchez, quien estaba evaluando los daños.

—La CPU está bien —dijo ella—. El monitor ha quedado para el arrastre.

Wyatt Gillette llevó un par de sillas hasta un rincón y le indicó a Jamie que lo acompañara. El chico miró a su hermano, quien le hizo un gesto de asentimiento, y se unió al hacker.

—Creo que si haces eso te quedas sin la puta garantía —dijo Gillette, que se reía mientras ojeaba el monitor.

El profesor se puso recto, probablemente irritado ante el lenguaje de Gillette, pero este no le hizo caso.

El chico hizo una leve mueca intentando sonreír que se evaporó al instante.

—Booty murió por mi culpa —dijo el chaval, un rato después. Lo miró—: Yo conseguí la clave para la puerta, yo descargué el plano de las alarmas de la puerta. ¡Ojalá estuviera muerto! —se secó la cara en su propia manga.

Gillette advirtió que de nuevo el chaval tenía algo más en mente.

—Vamos, dime de qué se trata —lo invitó a sincerarse, con suavidad.

El chico humilló la cabeza y por fin explicó:

—Ese hombre, el que ha matado a Booty, dijo que si yo no hubiera estado hackeando, Booty aún estaría con vida. Que yo había sido el que lo había matado. Y que no debo volver a tocar un ordenador porque puedo matar a más gente y tendré que cargar con eso durante el resto de mis días.

—No, no, no, Jamie —sacudió la cabeza Gillette—. El tipo que ha hecho esto es un puto psicópata. Se le metió en la cabeza que se iba a cargar a tu rector y que nada se interpondría en su camino. Si no se hubiera servido de ti, se habría servido de otra persona. Y me parece que dijo eso porque te tiene miedo.

Jamie guardó silencio.

—No puedes romper todas las máquinas del mundo —afirmó Gillette, mirando hacia el monitor humeante.

—¡Pero puedo joder esa! —respondió el chaval con rabia.

—Es sólo una herramienta —explicó Gillette, con suavidad—. Hay gente que usa destornilladores para entrar en casas ajenas. Y no vas a destruir todos los destornilladores.

Jamie se apoyó sobre un montón de libros, gimoteando. Gillette le pasó un brazo por los hombros.

—No volveré a tocar un puto ordenador. ¡Los odio!

—Bueno, eso sí que va a ser un problema.

El chaval se secó las lágrimas.

—¿Un problema?

—Mira, necesitamos que nos eches una mano —dijo Gillette.

—¿…que os ayude?

El hacker sostenía en la mano una página de papel con los apuntes del chico.

—¿Has escrito tú este programa? ¿Crack-er?

El chico asintió.

—¿Y también te introdujiste en el sistema de la compañía de alarmas?

El chaval sollozó.

—Fue muy fácil. Sus cortafuegos eran de primera generación. Y no habían instalado software de doble identificación.

—Eres bueno, Jamie. Eres muy bueno. Hay administradores de sistemas que no podrían llevar a cabo los actos de pirateo que tú haces. Y nosotros necesitamos que alguien bueno nos ayude. Vamos a llevarnos la máquina para analizarla en la Central. Pero voy a dejar aquí las otras y estaba pensando que quizá puedas echar una ojeada y mirar si puedes encontrar algo que nos ayude a pillar a ese cabrón.

—¿Qué es lo que quieres que haga?

—¿Sabes lo que es un hacker white hat?

—Sí —dijo el muchacho, dejando de llorar—. Un hacker bueno que ayuda a encontrar a los hackers malos.

—¿Quieres ser nuestro white hat? No contamos con suficiente personal en comisaría. Quizá tú encuentres algo que nosotros hemos pasado por alto.

Ahora el rostro del chico mostraba que estaba avergonzado de haber llorado. Se secó la cara con enfado.

—No sé. No sé si quiero.

—Nos vendría muy bien un poco de ayuda.

—Vale, ya va siendo hora de que Jamie vuelva a su habitación —dijo el administrador.

—No, esta noche no se va a quedar aquí —replicó su hermano—. Vamos a ir al concierto y luego se vendrá a dormir conmigo.

—No —dijo el profesor con firmeza—. Necesita un permiso firmado por tus padres, y no hemos podido ponernos en contacto con ellos. Aquí tenemos ciertas reglas y, después de esto —hizo el gesto de lavarse las manos—, no nos las vamos a saltar a la torera.

—Dios mío, tranquilícese, ¿quiere? —susurró Mark Turner, inclinándose hacia delante—. El chaval ha pasado el peor día de su vida y usted…

—No tiene ningún derecho a juzgar cómo tutelamos a nuestros estudiantes.

—Pero yo sí —dijo Bishop—. Y Jamie no va a hacer ninguna de las dos cosas: ni quedarse aquí, ni asistir a ningún concierto. Se viene a comisaría a firmar una declaración escrita. Y luego lo llevarán a casa de sus padres.

—No quiero ir allí —dijo el chico, angustiado—. No quiero ir con mis padres.

—Me temo que no tengo elección, Jamie —respondió el detective.

El chico emitió un gemido y pareció que iba a volver a echarse a llorar.

Bishop miró al administrador y dijo:

—A partir de ahora, me hago cargo de todo. Y usted ya va a tener demasiado trabajo con los otros chicos.

El hombre miró al detective (y la puerta rota) con cara de pocos amigos y se largó de la sala de ordenadores.

Una vez que se hubo ido, Frank Bishop sonrió y dijo al muchacho:

—Bueno, jovencito, tú y tu hermano salid de aquí ahora. Quizá no lleguéis a los teloneros pero si os dais prisa podréis ver el concierto.

—Pero ¿y mis padres? Usted dijo que…

—Olvida lo que he dicho. Llamaré a tus padres y les diré que vas a dormir donde tu hermano —miró a Mark—. Asegúrate de que mañana llega a tiempo para sus clases.

El chico era incapaz de sonreír, sobre todo después de haber pasado por algo así, pero les ofreció una mueca. Dijo «Gracias», y fue hacia la puerta.

Mark Turner estrechó la mano del detective.

—Jamie —llamó Gillette.

El chico se volvió.

—Recuerda lo que te he dicho sobre ayudarnos.

Jamie miró un segundo el monitor humeante. Se dio la vuelta y se fue sin formular respuesta.

—¿Crees que puede encontrar algo? —preguntó Bishop a Gillette.

—No tengo ni idea. Pero no se lo he pedido por eso. Me he imaginado que después de una cosa así el chaval necesita retomar las riendas —Gillette señaló las notas de Jamie—. Es muy, muy bueno. Sería un crimen que se asustase y dejara la informática.

—Wyatt, eso ha sido muy noble por tu parte —el detective parecía emocionado por esa confesión—. Cuanto más te trato, menos te veo como el típico hacker.

—Quién sabe, quizá no lo sea.

Luego Gillette ayudó a Linda Sánchez a proceder en el ritual de desconectar el ordenador que había actuado como conspirador en el asesinato del pobre Willem Boethe. Ella lo envolvió en una manta y lo ató al carrito con ruedas con mucho cuidado, como si tuviera miedo de que un empujón o un golpe dislocaran o destruyeran pruebas relativas al paradero de su adversario.

No encontraron nuevas pruebas en la Unidad de Crímenes Computarizados.

La alarma informática que avisaría de la presencia de Shawn o Phate en la red no había saltado, y Triple-X tampoco se había vuelto a conectar.

Tony Mott, que aún parecía desilusionado porque le hubieran negado una oportunidad de jugar a «policías de verdad», estudiaba a regañadientes hojas y más hojas en las que Miller y él habían tomado numerosas notas mientras el resto de la unidad se desplazaba a la Academia St. Francis.

—Ni en el VICAP ni en las bases de datos estatales hay nada que lleve el nombre de Holloway —les dijo—. Muchos de los expedientes han sido destruidos y los que permanecen no poseen nada de interés.

—TMS —recitó Linda Sánchez, pronunciando en inglés la serie de letras—. IDK.

Gillette y Nolan rieron.

Mott tradujo a Bishop y a Shelton estas siglas de la Estancia Azul:

—Significa Tell me something I don’t know, cuéntame algo que no sepa. Pero, sorpresa, todos los informes que borraron eran de los departamentos de cuentas y de los de personal.

—Entiendo que pueda adentrarse en los archivos y borrar ficheros de ordenador —dijo Linda Sánchez—, pero ¿cómo consigue deshacerse del material de árbol muerto?

—¿De qué?

—De los ficheros en soporte de papel —explicó Gillette—. Es muy fácil: se mete en el ordenador del Departamento de Registros y escribe un memorándum para que alguien se dedique a destruir los informes.

Mott añadió que muchos de los jefes de seguridad de los antiguos empleadores de Phate creían que se había ganado (y seguía ganándose la vida) haciendo de corredor de piezas robadas de superordenadores, de las que había una inmensa demanda, en especial en Europa y en países del Tercer Mundo.

Se les subió el ánimo durante un instante cuando oyeron que llamaba Ramírez para informar de su charla con el dueño de la tienda de artículos teatrales Ollie. El hombre había observado la foto de la detención del joven Jon Holloway y había confirmado que había ido por la tienda en repetidas ocasiones durante el pasado mes. El dueño no podía recordar con exactitud lo que había comprado, pero se acordaba de que las adquisiciones habían sido cuantiosas y de que siempre pagaba en metálico. El dueño no sabía dónde vivía Holloway, pero recordaba una breve conversación que había mantenido con él. Le había preguntado a Holloway si era un actor y si, de ser esa su circunstancia, le costaba encontrar trabajo.

—Recuerdo que respondió esto: «No, no me cuesta en absoluto. Actúo a diario».

* * *

Media hora más tarde, a las nueve y media, Frank Bishop se estiraba y paseaba su vista por el corral de dinosaurios.

Los miembros de la UCC andaban a medio gas. Linda Sánchez hablaba por teléfono con su hija, quien aún no había roto aguas. Stephen Miller estaba sentado a solas, y repasaba malhumorado notas y apuntes, quizá arrepentido por el error que había cometido con el anonimatizador, y que había supuesto que Triple-X escapara. Gillette estaba en el laboratorio de análisis, repasando lo que había en el ordenador de Jamie Turner. Patricia Nolan estaba en un cubículo contiguo haciendo llamadas de teléfono. Frank Bishop no estaba seguro del paradero de Bob Shelton.

Sonó el teléfono de Bishop y atendió la llamada. Era un patrullero.

Le informaba de que había encontrado el Jaguar de Phate en Oakland.

No había pruebas determinantes que señalaran que el coche era el del hacker pero tenía que serlo, pues la única razón existente para rociar un coche de veinte mil dólares con gasolina y prenderle fuego es la ocultación de pruebas.

Algo de lo que el fuego se había encargado con extraordinaria eficacia, según lo señalado por la unidad de Escena del Crimen: no había pruebas que pudieran interesar al equipo.

Bishop siguió ojeando el informe preliminar de la escena del crimen de la Academia St. Francis. Huerto Ramírez lo había reunido en un tiempo récord pero no había nada que fuera de mucha ayuda. El arma homicida había vuelto a ser un cuchillo Ka-bar. La cinta adhesiva utilizada para amordazar a Jamie Turner era tan común como el agua del grifo y el Tabasco y el amoniaco usados para cegar sus ojos se podían encontrar en cualquier tienda. Habían hallado muchas huellas pertenecientes a Holloway, pero no les servían de mucho habida cuenta que ya conocían su identidad.

Bishop fue hasta la pizarra blanca e hizo un gesto a Miller pidiéndole el rotulador, y este se lo pasó. El detective comenzó a escribir estos detalles en la pizarra pero cuando empezó a garabatear «huellas» se detuvo.

Las huellas de Phate…

El Jaguar ardiendo…

Esos hechos le causaban resquemor por algún motivo. Se preguntó el porqué, mientras se frotaba los nudillos en las patillas.

Haz algo con eso…

Chasqueó los dedos.

—¿Qué? —preguntó Linda Sánchez. Mott, Miller y Nolan lo miraron.

—Esta vez Phate no ha usado guantes.

Phate había anudado una servilleta a su botellín en el Vesta’s de Cupertino para ocultar sus huellas. Y en St. Francis no se había molestado en hacerlo.

—Eso significa que sabe que conocemos su verdadera identidad —y luego añadió—: Y está su coche. La única razón que tenía para destruirlo era que supiera que sabíamos que conducía un Jaguar. ¿Cómo lo habrá adivinado?

La prensa no había publicado ni su nombre ni el hecho de que el asesino condujera un Jaguar. Esos datos tampoco habían aparecido en Internet. Todo se había dicho de forma verbal: por el teléfono. ¿Cómo se había adueñado Phate de semejante información?

—¿Crees que hay un espía entre nosotros? —preguntó Linda Sánchez.

Los ojos de Bishop volvieron a la pizarra, donde advirtieron la referencia a Shawn, el misterioso compañero de Phate. Dio un golpecito sobre el nombre y preguntó:

—¿Cuál es el propósito de su juego? Encontrar una forma oculta de obtener acceso a la vida de sus víctimas. Así es como piensa Phate: así es como juega una partida.

—¿Estás pensando que Shawn es un infiltrado, un espía?

Tony Mott se encogió de hombros.

—¿Será un operador de la Central? ¿Un agente?

—¿O alguien en el Departamento de Datos del Estado de California? —sugirió Stephen Miller.

—O quizá —anunció una voz de hombre—, Gillette es Shawn.

Bishop se dio la vuelta y vio a Bob Shelton frente al cubículo del fondo de la sala.

—¿De qué hablas? —preguntó Patricia Nolan.

—Venid —dijo, señalando al interior del cubículo.

Dentro, un texto brillaba en la pantalla de ordenador. Shelton se sentó y comenzó a teclear mientras los miembros del equipo se posicionaban a su alrededor.

Linda Sánchez miró la pantalla. Dijo, con cierta preocupación:

—Estás en ISLEnet. Gillette dijo que no nos conectáramos desde aquí.

—Por supuesto que sí —replicó Shelton con mal humor—. ¿Sabes por qué? Porque tenía miedo de que diéramos con esto —tecleó un poco más y señaló la pantalla—. Es un viejo informe que he encontrado en el Departamento de Justicia en los archivos del condado de Contra Costa de Oakland. Phate borró la copia que había en Washington pero se olvidó de esta —Shelton dio un golpecito a la pantalla—. Gillette era Valleyman. Holloway y él comandaban la banda de los Knights of Access. Ellos la fundaron.

—Mierda —murmuró Miller.

—No —dijo Bishop—. No puede ser.

—También nos ha aplicado a nosotros la puta ingeniería social —les espetó Shelton.

Bishop cerró los ojos, sentía un intenso estremecimiento por la traición.

—Gillette y Holloway se conocen desde hace muchos años —prosiguió Shelton—. Shawn puede ser uno de los nombres de pantalla de Gillette. Recuerda que el alcaide nos dijo que lo pillaron enchufado a la red. Lo más seguro es que estuviera poniéndose en contacto con Phate. Quizá todo esto no ha sido sino un plan para sacar a Gillette de la cárcel. Qué puto hijo de perra.

—Pero Gillette también programó su bot para que buscara a Valleyman —apuntó Nolan.

—Falso —Shelton pasó un impreso a Bishop—. Esto es lo que programó.

Búsqueda: IRC. Undernet, Dalnet, WAIS, gopher, Usenet, BBSs, WWW, FTP, ARCHIVES.

Buscar: (Phate o Holloway o «Jon Patrick Holloway» o «Jon Holloway» o Trapdoor) PERO NO Valleyman NI Gillette.

Bishop sacudió la cabeza.

—No lo entiendo.

—Escribió esa petición —aclaró Nolan— de tal forma que su bot recobraría cualquier referencia a Phate, a Holloway o a Trapdoor siempre y cuando no aludiera también a Gillette o a Valleyman. En ese caso ignoraría dichas referencias.

—Él ha sido quien ha estado informando a Phate —continuó Shelton—. Así es como tuvo tiempo de escapar de St. Francis. Y luego Gillette le dijo que sabíamos qué tipo de coche conducía y lo quemó.

—Y recordad que estaba desesperado por permanecer entre nosotros y quedarse —añadió Miller.

—Claro que lo estaba —dijo Shelton—. De otro modo, habría perdido su oportunidad para…

Los dos detectives se miraron.

—… escapar —susurró Bishop.

Corrieron por el pasillo que conducía hacia el laboratorio de análisis. Bishop vio que Shelton había sacado el arma.

La puerta del laboratorio estaba cerrada con llave. Bishop la golpeó pero no obtuvo respuesta.

—¡Llaves! —gritó a Miller.

—¡A la mierda las llaves! —gruñó Shelton y pegó una patada a la puerta, adentrándose en la sala con el arma levantada.

El laboratorio estaba vacío.

Bishop siguió por el pasillo y entró en un almacén en la parte trasera del edificio.

Vio la puerta de incendios que conducía al aparcamiento. Estaba abierta de par en par. La alarma de humos de la barra de la puerta había sido desmantelada tal y como había hecho Jamie Turner para escapar de St. Francis.

Bishop cerró los ojos y se apoyó en la pared húmeda. Sentía la traición dentro de su corazón, tan aguda como el horrible cuchillo de Phate.

Cuanto más te trato, menos te veo como el típico hacker.

Quién sabe, quizá no lo sea…

Luego el detective dio media vuelta y se apresuró a regresar a la parte central de la UCC. Llamó a la oficina de Coordinación de Detenciones y Rectificaciones del edificio del condado de Santa Clara. El detective se identificó y dijo:

—Tenemos un fugado que viste una tobillera de localización. Solicitamos una búsqueda de emergencia. Voy a darle el número de su unidad —consultó su cuadernillo—. Es el…

—Teniente, ¿podría llamar más tarde? —le dijo una voz cansina.

—¿Más tarde? Señor, me temo que no lo entiende. Hemos tenido una fuga. En los últimos treinta minutos. Y necesitamos rastrearlo.

—Bueno, no vamos a poder efectuar ningún rastreo. Todo el sistema se ha venido abajo. Como el Hindenberg. Nuestros técnicos no se pueden explicar las causas.

Bishop sintió un estremecimiento recorriéndole el cuerpo.

—Dígales que ha sido un hacker. Esa es la causa.

La voz al otro lado del teléfono se rió, condescendiente.

—Señor, me temo que ha visto demasiadas películas. Nadie puede entrar en nuestros sistemas. Llame otra vez pasadas tres o cuatro horas. Nuestra gente dice que para entonces ya podremos volver a operar.