Frank Bishop aparcó el Ford azul marino de paisano frente a una modesta casa colonial construida en una bellísima parcela: estimó que no serían más de tres mil metros cuadrados, y que en esa zona costaría como un millón de dólares.
Bishop advirtió la presencia de un sedán de color claro en la vía de entrada a la casa.
Caminaron hacia el umbral y llamaron a la puerta. Abrió una apresurada mujer de unos cuarenta años vestida con vaqueros y una blusa de flores algo desteñida. De la casa salía un aroma inconfundible a carne asada y cebollas. Eran las seis de la tarde (la hora de la cena para la familia Bishop) y al detective lo invadió un ataque de hambre. Cayó en la cuenta de que no había comido nada desde la mañana.
—¿Sí? —preguntó la mujer.
—¿La señora Cargill?
—La misma. ¿En qué puedo servirles? —dijo ahora con cautela.
—¿Está su marido en casa? —preguntó Bishop mostrando su placa.
—Humm. Yo…
—¿Quién es, Kathy? —en el vestíbulo apareció un hombre rechoncho que llevaba unos Chinos y una camisa de vestir de color rosa. Tenía un escocés en la mano. Cuando vio las placas que mostraban los dos agentes lo puso fuera de su vista, sobre una bandeja de la entrada.
—Por favor, ¿podríamos hablar un segundo, señor? —dijo Bishop.
—¿De qué se trata?
—¿Qué está pasando, Jim?
Él la miró irritado.
—No lo sé. Si lo supiera no les habría preguntado, ¿no crees?
Ella dio un paso atrás con el rostro ceñudo.
—Sólo será un momento —dijo Bishop. Shelton y él caminaron unos metros para alejarse a una distancia discreta de la casa y allí permanecieron a la espera.
Cargill fue en busca de los detectives. Cuando ya no se les podía oír desde dentro, Bishop le preguntó:
—Usted trabaja para Internet Marketing, en Cupertino, ¿no?
—Soy el director regional de ventas. ¿Qué es esto de…
—Tenemos motivos para creer que usted puede haber visto un vehículo que estamos tratando de localizar como parte de la investigación de un asesinato. Ayer, como a las siete de la tarde, ese coche estaba aparcado en el parking trasero del Vesta’s Grill, al otro lado de la calle donde se encuentra su empresa. Y creemos que es posible que usted pudiera echarle una buena ojeada al coche.
Él negó con la cabeza.
—Nuestra directora de Recursos Humanos me preguntó al respecto. Pero no vi nada, se lo dije. Y ella ¿no se lo dijo a ustedes?
—Lo hizo, señor —dijo Bishop con rudeza—. Pero tengo motivos para pensar que no me está diciendo la verdad.
—Oiga, quién se…
—A esa hora usted había estacionado su Lexus en el aparcamiento trasero de su empresa y estaba involucrado en una actividad sexual con Sally Jacobs, del Departamento de Contabilidad de su empresa.
—Eso es mentira —el miedo y la impagable sorpresa en sus ojos convencieron a Bishop de que había dado en el blanco pero que Cargill decía lo que tenía que decir. Y tras haber buscado algún dato que probara su credibilidad, añadió—: Quienquiera que fuera el que dijo eso está mintiendo. Llevo diecisiete años casado. Y, vamos, con Sally Jacobs…Es la chica más fea de la planta decimosexta.
Bishop sabía que andaban contrarreloj. Recordó la descripción que le diera Wyatt Gillette del juego Access: que aquel a quien se le designaba como asesino tenía que matar a tanta gente como le fuera posible en el curso de una semana. Phate podía hallarse cerca de su próxima víctima. El detective dijo con parquedad:
—Señor, su vida privada no me preocupa. Lo que me preocupa es que ayer usted vio un coche estacionado en el aparcamiento trasero del Vesta’s. Pertenece a un sospechoso de asesinato y necesito saber qué tipo de coche es.
—¿No le he dicho que yo no estaba allí? —se obstinó Cargill, mientras miraba hacia la casa. En una ventana, se podía ver la silueta de su mujer que los espiaba camuflada tras una cortina de encaje.
—Sí que estaba —replicó un tranquilo Bishop—. Déjeme explicarle por qué lo sé.
El hombre rió con cinismo.
—Un sedán de color claro y último modelo, como su Lexus —dijo el detective—, estaba ayer en el aparcamiento trasero de Internet Marketing a la misma hora más o menos en que la víctima fue secuestrada en Vesta’s. Ahora bien, sé que el presidente de su empresa anima a sus empleados a que aparquen en la parte delantera del edificio para que los clientes no se den cuenta de que la empresa ha reducido su plantilla a la mitad. Así que la única razón lógica para aparcar detrás es la de hacer algo ilícito, como consumir sustancias ilegales y/o mantener relaciones sexuales.
A Cargill se le borró la sonrisa de la boca.
—Y como es un parking de acceso restringido —prosiguió Bishop—, cualquiera que esté ahí detrás tiene que ser un empleado, y no un visitante. Le pregunté a la directora de personal cuál de sus empleados que posea un sedán de color claro tiene un problema de drogas o una aventura. Dijo que usted se veía con Sally Jacobs. Y, por cierto, todo el mundo en la empresa lo sabe.
—Son putos rumores de oficina —contestó el hombre, bajando tanto la voz que Bishop tuvo que inclinarse para poder oír lo que decía—. Eso es lo que son.
Después de veintidós años de servicio como detective, Bishop era un detector de mentiras andante. Prosiguió:
—Bueno, y si un hombre está en el aparcamiento con su querida…
—¡Ella no es mi querida!
—… va a echar el ojo a cada coche que ande cerca para cerciorarse de que no es el de su mujer o el de un vecino. Por lo tanto, señor, usted vio el coche del asesino. ¿Qué modelo era?
—Ojalá pudiera ser de ayuda…
—No tenemos tiempo para más chorradas, Cargill —ahora le había tocado el turno a Bob Shelton, quien se dirigió a Bishop—: Vamos por Sally y la traemos aquí. A ver si los dos juntos se aclaran un poco.
Los detectives ya habían hablado previamente con Sally Jacobs (quien no era ni con mucho la chica más fea de la decimosexta planta, ni de cualquier otra planta de la empresa) y ella había confirmado su aventura con Cargill. Pero ella era soltera y además, por alguna razón indescifrable, se había enamorado de ese cretino, por lo que no estaba tan paranoica y no se había molestado en otear los alrededores del parking. Creía recordar que había un coche aparcado pero no sabía el modelo. Bishop la había creído.
—¿Traerla aquí? —preguntó Cargill con lentitud—. ¿A Sally?
Bishop le hizo una seña a Shelton y ambos comenzaron a andar. De espaldas, dijo:
—Ahora volvemos.
—No, no lo hagan —suplicó Cargill.
Ellos se detuvieron.
La congoja inundó el rostro de Cargill: los más culpables siempre son los que parecen las mayores víctimas.
—Era un Jaguar descapotable. Ultimo modelo. Gris perla o metalizado. Con la capota negra.
—¿Y el número de la matrícula?
—Era de California. No vi el número.
—¿Le sonaba el coche?
—No, no lo había visto nunca.
Gillette hizo un gesto de asentimiento y los detectives se volvieron para irse de allí.
Entonces Cargill esbozó una sonrisa cómplice y se encogió de hombros, señalando su casa:
—Dígame, oficial, de hombre a hombre, sabe cómo son estas cosas…Podemos mantener esto en secreto, ¿no? —y miró su casa, sugiriendo a su esposa.
—Eso no es problema, señor —dijo Bishop, quien conservaba un velo de educación en el rostro.
—Gracias —respondió el ejecutivo, ahora inmensamente aliviado.
—Si no fuera por el atestado final —añadió el detective—. Que hará referencia a su relación con Sally Jacobs, señor.
—¿Atestado? —preguntó Cargill, sobresaltado.
—Que nuestro Departamento de Pruebas le enviará por correo.
—¿Por correo? ¿A casa? —preguntó él sin resuello.
—Es una ley del Estado —dijo Shelton—. Tenemos que dar a todos nuestros testigos una copia impresa del atestado de su declaración.
—No pueden hacerme eso.
—Tenemos que hacerlo, señor —añadió Bishop, quien no era proclive a sonreír y menos en semejantes circunstancias—. Tal como ha dicho mi compañero, es una ley del Estado.
—Me pasaré por su oficina y la recogeré yo mismo.
—Vendrá por correo: la envían de Sacramento. La recibirá en los próximos meses.
—¿Tardará meses? ¿No me lo puede decir con exactitud?
—Ni nosotros mismos lo sabemos, señor. Podría tardar una semana, o podría llegar en agosto. Buenas tardes. Y gracias por su cooperación, señor.
Se apresuraron en volver al Crown Victoria azul marino, habiendo dejado al ejecutivo haciendo planes para interceptar el correo durante los próximos dos o tres meses para que su mujer no viera el informe.
—¿Atestado final? ¿Departamento de Pruebas? —preguntó Shelton alzando una ceja.
—Me sonaba bien —respondió Bishop, encogiéndose de hombros. Ambos hombres se rieron.
Bishop llamó a la operadora de la Central y solicitó un LVE (un localizador de vehículos de emergencia) para el coche de Phate. Esta petición pondría sobre la mesa todos los expedientes de descapotables Jaguar gris perla o metalizados de último modelo del Departamento de Vehículos Motorizados. Bishop era consciente de que si Phate había utilizado el coche en sus crímenes se debía a que el aparato debía de ser robado o registrado bajo un nombre y una dirección falsos, lo que significaba que no era probable que el expediente del Departamento de Vehículos Motorizados fuera de ayuda. Pero el LVE también pondría sobre aviso a todas las policías del norte de California y estas informarían de inmediato si avistaban un coche de esas características.
Hizo un gesto a Shelton (el más raudo y agresivo de los dos al volante) para que condujera él.
—Volvamos a la UCC —dijo.
—Hombre, así que conduce un Jaguar —musitó Shelton—. Este no es un hacker normal y corriente.
Pero, como dijo Bishop, eso ya lo sabían.
* * *
Volvió Triple-X.
Triple-X: Lo siento, chaval. Un tipo no ha parado de preguntarme chorradas sobre cómo saltarse las contraseñas de los salvapantallas. Era un lelo.
Gillette, dentro de su personaje de quinceañero tejano enajenado, invirtió los minutos siguientes en contarle a Triple-X cómo había vencido a la contraseña de salvapantallas de Windows y permitió que el hacker le diera algunos consejos sobre maneras mejores de hacerlo.
Gillette estaba practicando genuflexiones digitales ante su gurú cuando se abrió la puerta de la UCC y vio que Shelton y Bishop habían vuelto.
—Estamos a un pelo de encontrar a Triple-X —dijo una excitada Nolan—. Está en un cibercafé en algún centro comercial cercano. Dice conocer a Phate.
—Pero no nos ha dicho nada concreto acerca de él —añadió Gillette—. Sabe algo pero tiene miedo. Andamos cerca de rastrear su posición.
—Pac Bell y Bay Área On-Line dicen que lo tendrán en cinco minutos —dijo Tony Mott—. Están estrechando el cerco. Parece que se encuentra en Atherton, o en Menlo Park o en Redwood City.
—¿Cuántos centros comerciales puede haber en esas zonas? —preguntó Bishop—. Que envíen a unas patrullas tácticas a peinar la zona.
Bob Shelton hizo la correspondiente llamada y luego anunció:
—Van de camino. Llegarán en cinco minutos.
—Vamos, vamos —decía Mott a la pantalla del ordenador, mientras acariciaba la culata cuadrada de su pistola plateada.
—Vuelve a hablarle de Phate —dijo Bishop leyendo la pantalla—. A ver si consigues que te diga algo concreto.
Renegade334: Tío, sobre este Phate, ¿no hay nada que pueda hacer para pararle los pies? Me gustaría joderle.
Triple-X: Oye, chaval. Nadie jode a Phate, sino ÉL A TI.
Renegade334: ¿Eso piensas?
Triple-X: Phate lleva a la muerte del brazo, chaval. Y lo mismo pasa con su amigo Shawn. No te acerques a ellos. Si Phate te pasa el Trapdoor, quema tu disco duro y vuelve a empezar. Y cambia tu nombre de pantalla.
Renegade334: ¿Crees que puede llegar hasta aquí, hasta Texas? ¿Dónde se mueve?
—Muy bueno —dijo Bishop. Pero Triple-X no contestó al segundo. Y un momento después aparecía este mensaje en la pantalla:
Triple-X: No creo que llegue a Austin. Pero tengo algo que decirte, chaval…
Renegade334: ¿Qué es?
Triple-X: Que tu espalda no está más segura al norte de California, que es donde estás sentado en este preciso momento, ¡¡¡puto mentiroso!!!
—¡Mierda, nos ha pillado! —gritó Gillette. ¿Cómo había sido posible tal cosa?
Renegade334: Oye, tío, estoy en Texas.
Triple-X: No es cierto. Comprueba los tiempos de respuesta de tu anonimatizador. ¡ESRD!
Triple-X se desconectó.
—¡Mierda! —dijo Nolan.
—Se ha largado —dijo Gillette a Bishop y, cabreado, pegó un golpe sobre el escritorio con la palma de la mano.
El detective echó una ojeada al último mensaje escrito en la pantalla. Lo señaló:
—¿Qué es eso de los tiempos de respuesta?
Gillette no contestó al momento. Tecleó algunos comandos y examinó el anonimatizador que había escrito Stephen Miller.
—Maldición —musitó cuando vio lo que había pasado. Se explicó: Triple-X había estado rastreando el ordenador de la UCC por medio del envío de los mismos pings electrónicos que Gillette estaba mandando para rastrearle a él. El anonimatizador le había dicho a Triple-X que Renegade se encontraba en Austin, pero el hacker había hecho otra confirmación, que le advirtió que el tiempo de respuesta de los pings que iban y venían de un ordenador a otro era definitivamente demasiado breve para que los electrones pudieran desplazarse hasta Austin y volver.
Este era un fallo muy serio para un hacker: no se habría necesitado sino un simple kludge que creara un pequeño retraso de unos milisegundos en el anonimatizador para que hubiera dado la impresión de que Renegade se encontraba a miles de kilómetros de distancia. A Gillette no le cabía en la cabeza cómo Miller se había olvidado de eso.
—Oh, no —dijo Miller sacudiendo la cabeza cuando cayó en la cuenta de su error—. Es por mi culpa. Lo siento…No lo pensé.
Gillette se dijo que estaba clarísimo que no lo había pensado.
Habían estado tan cerca…
Bishop dijo, con voz suave y desalentada:
—Que avisen a los SWAT.
Bob Shelton sacó el móvil e hizo la llamada.
—Esa otra cosa que ha escrito Triple-X —preguntó Bishop—. «ESAD». ¿Qué significa?
—Es una despedida amigable —respondió agriamente Gillette—. Significa Eat shit and die, come mierda y muere.
—Un tipo educado —observó Bishop.
Luego sonó un teléfono (era su propio móvil) y el detective atendió la llamada.
—¿Sí? —y luego preguntó con sequedad—: ¿Dónde? —tomó algunas notas y dijo—: Que todas las unidades disponibles vayan para allá ahora mismo. De inmediato. Y llamad también a la policía metropolitana de San José. Moveos ya, y cuando digo ya, quiero decir ahora.
Colgó y miró a su equipo.
—Tenemos algo. Nuestro localizador de emergencia de vehículos ha tenido respuesta. Un policía de tráfico de San José ha visto un Jaguar gris descapotable último modelo en una barriada del oeste hará media hora. Es una zona vieja de la ciudad donde no se ven coches como ese a menudo —fue hasta el mapa y dibujó una cruz en el lugar donde se había avistado el coche.
—Conozco un poco la zona —dijo Shelton—. Allí cerca hay muchos bloques de apartamentos. Algunos colmados y un par de licorerías. Es un barrio de renta muy baja.
Pero entonces Bishop golpeó con el dedo un pequeño rectángulo del mapa. Gillette se fijó en que tenía una etiqueta: «Academia St. Francis».
—¿Te acuerdas de los asesinatos de hace unos años? —le preguntó el detective a Shelton.
—Sí.
—Un loco entró en el internado y mató a un par de estudiantes o de profesores. El rector lo llenó todo de altas medidas de seguridad. Salió en los periódicos —señaló la pizarra blanca—: A Phate le gustan los desafíos, ¿verdad que sí?
—Dios mío —musitó Shelton, enojado—. ¿Es que ahora ataca a chavales?
Bishop llamó a la operadora de la Central para mandar un código que informara de que se estaba llevando a cabo una agresión en ese momento.
Nadie se atrevió a decir en voz alta lo que todos pensaban: que el informe del LEV había sido efectuado hacía media hora. Lo que le habría dejado a Phate treinta minutos para llevar a cabo su macabro juego.
* * *
Jamie Turner pensó que había sido algo real como la vida misma.
El indicador encendido de la puerta de incendios se había apagado sin jarana ni zumbidos ni los satisfactorios efectos de las películas: ni siquiera había sonado un apagado clic.
En el Mundo Real no hay efectos de sonido. Uno hace lo que se ha propuesto hacer y nada lo celebra, salvo una pequeña luz que se extingue lentamente.
Se irguió y escuchó con atención. A través de las paredes se oía música lejana, y algunos gritos, risas, y discusiones en torno a un programa de radio.
Y él dejaba atrás todo eso, camino de una noche perfecta en compañía de su hermano.
Para su alivio, la puerta se abrió.
Silencio: ni alarmas ni gritos de Booty.
El olor a hierba de la fresca noche aromatizada le entró por la nariz. Le recordaba a aquellas largas horas nocturnas de sobremesa veraniega en la casa que sus padres tenían en Mill Valley: cuando su hermano Mark trabajaba en Sacramento y no podía aguantar hacer una visita a sus viejos. Esas noches eternas…Con su madre dándole postres y aperitivos para quitárselo de encima y su padre que le decía «Sal afuera a jugar», mientras ellos y sus amigos contaban historias anodinas que se volvían cada vez más ofuscadas a medida que iban catando los vinos locales.
Sal afuera a jugar…
¡Como si estuviera en la puta guardería!
Bueno, aquella noche Jamie no había salido. Había entrado en la red para piratear como un loco.
Eso es lo que le evocaba el aire fresco de la primavera. Pero en ese momento era inmune a esos recuerdos. Estaba emocionado por haberlo conseguido y por poder pasar la noche con su hermano.
Manipuló el picaporte de la puerta para poder entrar de nuevo al internado cuando estuviera de vuelta.
Jamie se volvió, se detuvo y escuchó. No se oían pisadas, ni había ningún Booty ni fantasmas. Dio un paso adelante.
Era su primer paso hacia la libertad.
De pronto apareció una mano de hombre que le sujetó la boca con fuerza.
Señor, Señor, Señor…
Jamie trató de escabullirse pero su atacante, que vestía un uniforme de hombre de mantenimiento, era más fuerte y lo inmovilizó en el suelo. El hombre le arrancó las gruesas gafas de seguridad de la nariz.
—Mira qué es lo que tenemos aquí —dijo, arrojando las gafas al suelo y acariciando los párpados del chico.
—¡No, no! —gritó Jamie, amordazado por una mano musculosa mientras procuraba alzar los brazos para proteger sus preciados ojos—. ¿Qué está haciendo?
El hombre sacó algo de un bolsillo del mono que llevaba puesto. Parecía un spray. Lo acercó al rostro de Jamie. ¿Qué era?…
El pitorro escupió un chorro de líquido lechoso sobre sus ojos.
En un segundo le ardían terriblemente y el chico empezó a llorar y a revolverse movido por el pánico. Su peor pesadilla se había hecho realidad.
Jamie Turner sacudió la cabeza con fuerza para tratar de alejar el dolor, pero este sólo empeoró. Estaba gritando «No, no, no», pero la fuerte presión de la mano del hombre sobre su boca amortiguaba sus palabras.
El hombre se agachó y comenzó a susurrar palabras en su oreja, pero el chico no tenía ni idea de lo que le decía; el miedo (y el horror en aumento) lo consumía como el fuego que abrasa matojos secos.