Esta es tierra de logros, esta es tierra de plenitud.
Esta es la tierra del rey Midas, donde nace el oro, aunque no gracias a los astutos trucos de Wall Street o a la musculosa industria del Medio Oeste, sino gracias a la más pura imaginación.
Esta es la tierra donde hay secretarias y conserjes millonarios gracias a las stock options, y donde otros pasan la noche subidos en el autobús de la línea 22 (entre San José y Menlo Park): ellos, como un tercio de los «sin techo» de la zona, tienen trabajos de jornada completa, pero no pueden permitirse pagar un millón de dólares por un pequeño búngalo ni trescientos mil dólares al mes por un apartamento.
El condado de Santa Clara, ese verde valle con unas dimensiones de cuarenta kilómetros por dieciséis, era conocido como «El valle del gozo en el corazón», aunque la dicha a la que hacía referencia este sobrenombre acuñado años atrás era culinaria y no tecnológica. Los albaricoques, las ciruelas, las nueces y las cerezas crecían en abundancia en esa tierra fértil situada a ochenta kilómetros al sur de San Francisco. El valle habría seguido unido a la agricultura, como otras partes de California (como Castroville y sus alcachofas o Gilroy y sus ajos), de no haber sido por la decisión de un hombre impulsivo llamado David Starr Jordan, presidente de la Universidad de Stanford, que estaba alojada en el corazón del valle de Santa Clara. Jordan decidió arriesgarse a invertir un poco de dinero en un invento casi desconocido de Lee De Forrest.
El tubo de audion del inventor no era como el fonógrafo ni como el motor de combustión interna. Era una innovación de esas que la gente normal no entiende y, de hecho, al público no le importó un comino cuando salió a la luz. Pero Jordan y otros ingenieros de Stanford creyeron que el invento tendría varias aplicaciones prácticas y en poco tiempo se vio que habían dado totalmente en el clavo: el audion fue el primer tubo electrónico de vacío y en última instancia hizo posible la aparición de la radio, de la televisión, del radar, los monitores médicos, los sistemas de navegación y por fin de los mismos ordenadores.
Una vez que se descubrió el potencial del pequeño audion, nada volvió a ser lo mismo en este valle fértil y plácido.
La Universidad de Stanford se convirtió en caldo de cultivo de ingenieros electrónicos, muchos de los cuales permanecieron en la zona tras graduarse: por ejemplo, David Packard y William Hewlett. También Russell Varían y Philo Farnsworth, cuya investigación nos dio la primera televisión, el radar y las tecnologías microondas. Los primeros ordenadores como el ENAC o el Univac fueron inventos de la costa Este, pero sus limitaciones (el tamaño inmenso y el intenso calor provocado por los tubos de vacío) hicieron que aquellos innovadores se mudaran a California, donde las empresas estaban realizando muchos avances en torno a un pequeño dispositivo conocido como el semiconductor, mucho menor y más frío y eficaz que los tubos. Desde ese mismo instante el Mundo de la Máquina dio un acelerón como el de una nave espacial: desde IBM hasta el PARC de Xerox, hasta el Instituto de Investigación de Stanford, hasta Intel, hasta Apple, hasta el millar de empresas punto-com repartidas hoy en día por este exuberante paisaje.
Silicon Valley…
Y ahora Phate conducía por el corazón mismo de esta tierra prometida (esta vez lo hacía en la hora punta vespertina), por el sureste de la autopista 280, en dirección a la Academia St. Francis para su cita con Jamie Turner.
En el reproductor del Jaguar sonaba otra grabación de una obra de teatro: esta vez se trataba de Hamlet, en versión de Lawrence Olivier.
Mientras recitaba las frases al unísono con el actor, Phate dejó la autopista en la salida de San José y cinco minutos después pasaba frente al imponente edificio colonial español que albergaba la Academia St. Francis. Eran las 5.15 y tenía más de una hora para echarle un vistazo a la estructura.
Aparcó en una polvorienta calle comercial, cerca de la puerta norte, desde la que Jamie pensaba escapar. Desplegó un plano del edificio de la Comisión de Planificación y Zonificación y un mapa del Catastro Municipal, y durante diez minutos Phate estudió esos documentos. Luego salió del coche, y con calma dio vueltas alrededor del edificio, estudiando las entradas y las salidas. Volvió al Jaguar.
Subió el volumen del aparato, reclinó el asiento y escuchó las palabras que recitaba el actor mientras observaba a la gente que paseaba o andaba en bici por la acera mojada. Los observó fascinado. Para él no eran más (o menos) reales que el atormentado príncipe danés del drama de Shakespeare y durante un momento Phate no supo si se encontraba en el Mundo de la Máquina o en el Mundo Real.
Oyó cómo una voz (¿la suya?, ¿otra?), recitaba una versión algo distinta de la obra. «Qué gran cosa es la máquina. Cuan noble en discernimiento. Cuan infinita en aptitudes. Sus formas, sus movimientos, cuan expresivos y admirables resultan. Sus acciones, cuan angelicales. Sus accesos, cuan divinos».
Comprobó el cuchillo y el botellín con pitorro que contenía la mezcla de líquidos cáusticos, todo ello cuidadosamente repartido en los bolsillos de su mono gris, en cuya espalda había bordado con cuidado las palabras: «AAA, Compañía de Limpieza y Mantenimiento».
Sólo le quedaban veinte minutos para saber si ganaría o perdería este asalto.
Phate frotó su pulgar contra el filo cortante de su cuchillo.
Sus acciones, cuan angelicales.
Sus accesos, cuan divinos.
* * *
Convertido ahora en Renegade334, Gillette había estado acechando (observando sin decir palabra) en el chat de #hack.
Estaba estudiando a su presa, Triple-X. Antes de ejercitar la ingeniería social sobre alguien, uno debe aprender tantas cosas sobre su objetivo como le sea posible para que su estafa resulte creíble. Fue realizando observaciones y Patricia Nolan anotaba todo lo que Gillette deducía sobre Triple-X. La mujer se había sentado muy cerca de él. Olía muy bien a perfume y él se preguntó si este aroma en particular formaba parte del plan de cambio de imagen.
Lo que habían llegado a averiguar sobre Triple-X era lo siguiente:
Se encontraba en la zona horaria del Pacífico (había hecho una referencia a la happy hour de un bar de copas cercano, y eran casi las 5.45 p.m. en la costa Oeste).
Probablemente, estaba en el norte de California (se había quejado de la lluvia y, según el Weather Channel —la fuente de más alta tecnología con que contaba la UCC para los pronósticos meteorológicos—, la mayor parte de la lluvia caída se concentraba en la zona de la bahía de San Francisco y alrededores).
Era americano, mayor y seguramente había tenido educación universitaria (su gramática y su puntuación eran muy buenas para un hacker —demasiado buenas para un ciberpunk—, y su uso de expresiones de jerga era correcto, lo que indicaba que no era un Eurotrash-hacker, pues a menudo estos tratan de impresionar a los otros hackers utilizando expresiones que despedazan sin saberlo).
Era factible que estuviera en un centro comercial y que se hubiera conectado al chat desde un puesto de acceso a Internet, que seguramente sería un cibercafé (se había referido a un par de chicas que acababa de ver cuando se metían en una tienda de lencería; el comentario acerca del bar de copas sugería algo parecido).
Era un hacker serio y potencialmente peligroso (de ahí lo del centro comercial: la mayor parte de la gente que lleva a cabo actos de piratería informática tiende a evitar conectarse a la red desde el ordenador de su casa y usa terminales públicas por medio de módem).
Tenía un gran ego y se otorgaba a sí mismo el título de wizard y se consideraba el hermano mayor de los hackers más jóvenes del grupo (explicaba cuestiones esotéricas relativas a la disciplina de los hackers a los menos versados en esos asuntos pero no tenía paciencia con los sabihondos).
Ahora Gillette estaba casi a punto para rastrear a Triple-X.
En la Estancia Azul es fácil encontrar a alguien a quien no le importa que lo localicen. Pero si está resuelto a no dejarse descubrir, la tarea de rastrearlo es ardua y a menudo improductiva.
Por lo general, para rastrear una conexión a Internet y llegar hasta el ordenador de un individuo se necesita una herramienta de rastreo por Internet (como el HyperTrace de Gillette) pero puede que también sea necesario contar con un rastreo de la compañía telefónica.
Si el ordenador de Triple-X estaba conectado a Internet a través de un proveedor de servicios de Internet (como, por ejemplo, Horizon On-Line o America Online) por medio de fibra óptica o una conexión por cable de alta velocidad, en vez de vía conexión telefónica, HyperTrace les daría la latitud y longitud exactas del centro comercial en el que en ese momento estaba el hacker.
Si, por el contrario, el ordenador de Triple-X estaba conectado a la red por una línea telefónica estándar por medio de un módem (como la inmensa mayoría de los ordenadores de las casas), el HyperTrace de Gillette rastrearía la llamada sólo hasta el proveedor de Internet de Triple-X y allí se detendría. Y luego la gente de seguridad de la compañía telefónica tendría que ponerse a ello y rastrear la llamada desde el proveedor hasta el mismo ordenador de Triple-X. Ya se había enviado por fax una orden de rastreo telefónico al Departamento de Citaciones y Autos Judiciales de la compañía telefónica.
Mott chasqueó los dedos, alzó la vista desde su teléfono y anunció:
—Vale, la Pac Bell hará el rastreo.
—Allá vamos —dijo Gillette. Tecleó un mensaje y dio a Enter. En las pantallas de todos los concurrentes al chat #hack apareció el siguiente mensaje:
Renegade334: Hey Triple como vamos.
Gillette estaba ahora «haciendo el diablillo»: haciéndose pasar por alguien que no era. En esta ocasión había decidido convertirse en un hacker de diecisiete años de Austin, Texas, con una educación insuficiente pero sobrado de chulería adolescente: el tipo de chaval que haría que Triple-X se sintiera tranquilo.
Triple-X: Bien, renegade. Te he visto fisgando.
En los chats uno puede ver a todos los que están conectados aunque no participen en la conversación. Triple-X le estaba recordando a Gillette que estaba al tanto o, por ponerlo de forma concisa: «No intentes joderme».
Renegade334: Estoy en una terminal pública y la gente está montando mucho barullo. Me toca los guevos.
Triple-X: ¿Dónde estás?
Gillette echó una ojeada al canal meteorológico.
Renegade334: Austin, tío el calor da asco. ¿Conoces esto?
Triple-X: Sólo Dallas.
Renegade334: Dallas apesta. Austin mola!!!
—¿Estamos listos? —preguntó Gillette—. Voy a intentar dejarlo sólo conmigo.
Le brindaron respuestas afirmativas. Sintió cómo Patricia Nolan frotaba su pierna contra la suya. A su lado estaba sentado Stephen Miller. Gillette tecleó una frase y dio a Enter.
Renegade334: Triple, que tal si hacemos IM.
Hacer IM o instant messaging conectaría sus ordenadores por separado y nadie más podría ver la conversación. Una petición de IM sugería que Renegade quería compartir con Triple-X algo ilegal o furtivo: una tentación muy difícil de vencer para un hacker.
Triple-X: ¿Por qué?
Renegade334: no puedo ablar aki.
Un segundo después se abría una pequeña ventana en la pantalla de Gillette.
Triple-X: Buena, ¿qué pasa, tío?
—Ponlo en marcha —dijo Gillette a Stephen Miller, quien inició HyperTrace. En el monitor apareció una pequeña ventana con el mapa del norte de California. En el mapa aparecieron líneas azules acompañadas del ping de sonar que le era tan familiar al hacker, y que saltaban por toda la costa Oeste a medida que el programa rehacía la ruta desde la UCC hasta el ordenador de Triple-X.
—Está rastreando —dijo Miller—. La señal va de aquí a Oakland, y a Reno y a Seattle…
Renegade 334: tío gracias por el IM. Pasa que tengo un problema y tengo miedo. Un tipo me tiene pillao y dicen que eres un wizard alucinante y he oído que quizá sabes algo.
Gillette sabía que no es posible alabar demasiado el ego de un hacker.
Triple-X: ¿Qué pasa, tío?
Renegade334: su nombres Phate.
No hubo respuesta.
—Venga, venga —suplicó Gillette en susurros—. No te esfumes. Soy un chaval que tiene miedo. Tú eres un wizard. Ayúdame…
Triple-X: ¿Qué pasa cno él. Perdón, con él.
Gillette echó una ojeada a la ventana abierta en su ordenador que informaba de que HyperTrace había localizado con éxito los ordenadores de ruta. La señal de Triple-X saltaba por todo el oeste de los EE.UU. Finalmente, terminaba en el último destino, los servicios Bay Área On-Li-ne, ubicados en Walnut Creek, al norte de Oakland.
—Tenemos su proveedor de Internet —dijo Stephen Miller—. Es un servicio de conexión por medio de módem.
—Mierda —murmuró Patricia Nolan. Esto significaba que era necesario un rastreo por parte de la compañía telefónica para ubicar la conexión final desde el servidor de Walnut Creek hasta el café del centro comercial donde estaba sentado Triple-X.
—Podemos hacerlo —dijo Linda Sánchez con entusiasmo, como una animadora—. Sólo tienes que mantenerlo conectado, Wyatt.
Tony Mott llamó a Bay Área On-Line y le explicó lo que pasaba al jefe del Departamento de Seguridad. A su vez el jefe de seguridad llamó a sus técnicos para que se pusieran en contacto con Pacific Bell y rastrearan la conexión desde Bay Área hasta el emplazamiento de Triple-X.
Mott estuvo un rato a la escucha y luego dijo:
—Pac Bell está rastreando. Es una zona de mucho servicio. Quizá lleve unos diez o quince minutos.
—Es demasiado, es demasiado —se quejó Gillette—. Diles que aceleren.
Pero Gillette sabía desde sus tiempos de phreak, cuando se infiltraba él mismo en los servicios de Pac Bell, que para poder rastrear la llamada hasta su fuente los técnicos tenían que revisar en persona los conmutadores (que no son sino grandes salas atestadas de relevadores eléctricos) y encontrar las conexiones visualmente.
Renegade334: Di sobre un hack superfuerte, pero que muy muy fuerte y le vi on-line y le pregunte sobre eso y él no me hizo caso. Después de eso me han pasado cosas raras y entonces oí algo sobre ese código que escribió llamado Trapdoor y ahora estoy superparanoico.
Una pausa y luego:
Triple-X: Vale. ¿Y cuál es tu pregunta?
—Tiene miedo —dijo Gillette—. Puedo sentirlo.
Renegade334: Esto del Trapdoor, ¿es cierto que él puede meterse en tu ordenador y ver toda tu mierda? Vamos, que lo ve TODO y tu ni te enteras.
Triple-X: No creo que exista en realidad. Es una leyenda urbana.
Renegade334: No se tío, creo que es real, he visto como abría mis ficheros y yo no estaba haciendo nada de nada.
—Tenemos una entrada —anunció Miller—. Él nos está rastreando a nosotros.
Tal como Gillette había predicho, Triple-X estaba usando su propia versión del HyperTrace para rastrear a Renegade334. Sin embargo, el programa anonimatizador que había escrito Stephen Miller haría que el ordenador de Triple-X pensara que Renegade estaba en Austin. El hacker debió de recibir ese informe y de creérselo, pues siguió conectado.
Triple-X: ¿Por qué te preocupas por eso? Estás en una terminal pública. Allí no puede infiltrarse en tus ficheros personales.
Renegade334: Estoy aki porque mis padres mean quitado hoy el Dell durante una semana por las notas. En casa estaba on-line y el teclado andaba jodido y se empezaran a abrir los ficheros ellos solos. Muy muy fuerte.
Otra larga pausa. Y por fin el hacker respondió:
Triple-X: Deberías tener miedo. Conozco a Phate.
Renegade334: ¿Si? ¿Cómo?
Triple-X: Empezamos a hablar en un chat. Me ayudó a depurar erraros de un programa. E intercambiamos warez.
—Este chico es una mina de oro —susurró Tony Mott.
—Quizá conozca la dirección de Phate —dijo Nolan—. Pregúntaselo.
—No —replicó Gillette—. Tenemos que ir poco a poco.
Durante un tiempo no hubo respuesta y luego:
Triple-X: BRB
Los asiduos a los chats han desarrollado una taquigrafía de iniciales que representan expresiones, para ahorrar tiempo y energías para teclear. «BRB» significa en inglés Be right back, ahora vuelvo.
—¿Se ha pirado? —preguntó Sánchez.
—La conexión sigue abierta —contestó Gillette—. Quizá tenía que mear o cualquier otra cosa. Que Pac Bell siga rastreando.
Se reclinó en la silla, que crujió con fuerza. Pasó un rato. La pantalla seguía igual.
BRB.
Gillette miró a Patricia Nolan. Ella abrió su bolso, tan abultado como su suéter, y extrajo el esmalte endurecedor de uñas y comenzó a aplicárselo, abstraída.
El cursor siguió parpadeando. La pantalla se mantuvo vacía.
* * *
Habían vuelto los fantasmas y esta vez había montones de ellos.
Jamie Turner podía oírlos a medida que avanzaba por el pasillo de la Academia St. Francis.
Bueno, lo más seguro es que el ruido proviniera de Booty o de alguno de sus maestros, que se cercioraban de que tanto puertas como ventanas quedaban cerradas. O tal vez eran estudiantes que buscaban un sitio donde fumarse un cigarrillo o jugar con su Game Boy.
Pero antes él había estado pensando en los fantasmas y ahora seguía pensando en los fantasmas: en los indios torturados hasta morir y en el profesor y el alumno asesinados por el loco ese que entró un par de años atrás. Jamie pensó que ese también había pasado a formar parte de los fantasmas desde el momento en que la policía lo mató de un disparo en la cabeza en el viejo refectorio.
Jamie Turner era a todas luces un producto del Mundo de la Máquina (un hacker y un científico) y sabía que tanto los fantasmas como los espíritus o las criaturas míticas no existen. ¿Por qué estaba tan asustado entonces?
Y en ese momento se le ocurrió una idea extraña. Se preguntó si podía suceder que, gracias a los ordenadores, nuestra vida hubiera retornado a una época más mágica y nigromántica. Los ordenadores hacían que el mundo pareciera como algo salido de los libros del siglo XIX, de los relatos de Washington Irving o de Edgar Allan Poe. Como Sleepy Hollow o El escarabajo de oro y todo ese rollo extraño. Antes de los ordenadores, en la década de los sesenta y de los setenta, la vida era algo que estaba a la vista de todos, que era comprensible. Ahora, sin embargo, era algo oculto. Estaban la red y los bots y los códigos y los electrones y todas esas cosas que uno no puede ver: eran como fantasmas. Ellos podían flotar a tu alrededor, aparecer de pronto de la nada y también podían hacer cosas.
Estos pensamientos le metieron el miedo en el cuerpo pero los olvidó y siguió adentrándose por los pasillos de la Academia St. Francis, donde olía a escayola rancia y se escuchaban las conversaciones apagadas y las músicas que salían de los cuartos de los estudiantes difuminándose a medida que dejaba atrás la zona de viviendas y pasaba por el gimnasio y por los oscuros recovecos del lugar.
Fantasmas…
«¡No! ¡No pienses en eso!», se dijo a sí mismo.
«Piensa en Santana, piensa en salir con tu hermano, piensa en toda la diversión de esta noche».
«Piensa en los pases de backstage».
Luego llegó a la puerta de incendios, la que conducía al jardín.
Miró a su alrededor. No había ni rastro de Booty, ni de los otros profesores que de cuando en cuando vagaban por los pasillos como los guardas de las películas sobre prisioneros de guerra.
Jamie Turner, arrodillándose, observó la barra de la puerta con la fijeza con la que un luchador mide a su oponente.
«ATENCIÓN: LA ALARMA SUENA CUANDO SE ABRE LA PUERTA».
Si no podía desmontar la alarma, si esta saltaba cuando estaba tratando de abrir la puerta, entonces se encenderían las luces brillantes de los pasillos y la policía y los bomberos estarían allí en cuestión de minutos. Él tendría que volver a su cuarto corriendo y sus planes para la noche quedarían en agua de borrajas. Desenrolló un pequeño pedazo de papel, que contenía un esquema del cableado de la alarma que el jefe de servicios de la compañía proveedora le había amablemente proporcionado (bueno, en realidad al técnico de Oakland).
Encendió una pequeña linterna y estudió el diagrama una vez más. Luego tocó el metal de la barra de la puerta para observar cómo se activaba el artefacto, dónde estaban los tornillos, cómo habían ocultado el suministro de energía. En su ágil mente, lo que vio cuadraba con el esquema que se había agenciado en la red.
Tomó aire.
Pensó en su hermano.
Jamie Turner se colocó bien las gafas para proteger sus valiosos ojos y sacó del bolsillo una funda de plástico que contenía sus herramientas, de la que escogió un destornillador de cabeza Phillips. Se dijo que tenía tiempo por delante. Que no había necesidad de darse prisa.
Listo para el rock and roll…