Un hombre de traje gris entraba en la Unidad de Crímenes Computarizados a la una de la tarde.
Lo acompañaba una mujer regordeta, vestida con un traje pantalón de color verde oscuro. Detrás llevaban dos policías uniformados. Con los hombros empapados por la lluvia y las caras largas.
Penetraron en silencio en la sala y marcharon hasta el cubículo de Stephen Miller.
—Steve —dijo el hombre alto.
Miller se puso en pie, peinándose el poco pelo que le quedaba.
—Capitán Bernstein —dijo.
—Tengo algo que decirte —añadió el capitán, en un tono que Gillette supo que aventuraba malos presagios. Miró también a Linda Sánchez y a Tony Mott, quienes se les unieron—. He querido venir en persona. Han encontrado el cuerpo de Andy Anderson en Milliken Park. Parece que el chico malo (el del asesinato de la Gibson) lo mató.
—¡Oh! —se atoró Sánchez, llevándose una mano a la garganta. Comenzó a llorar—. ¡No, Andy no…! ¡No!
A Mott se le ensombreció la cara. Musitó algo que Gillette no llegó a escuchar.
Patricia Nolan había pasado la última media hora sentada junto a un Gillette esposado, reflexionando sobre el tipo de software que podría haber usado el asesino para infiltrarse en el ordenador de Lara Gibson. Mientras charlaban, ella había abierto su bolso para extraer un frasco de esmalte, con el que incongruentemente comenzó a pintarse las uñas. Ahora el pequeño pincel se le había caído de las manos.
—¡Dios mío!
Stephen Miller cerró los ojos un momento.
—¿Qué ha pasado?
La puerta se abrió y entraron Frank Bishop y Bob Shelton.
—Acabamos de enterarnos —dijo Shelton—. Y hemos venido tan rápido como nos ha sido posible. ¿Es cierto?
Aunque la escena que tenía enfrente dejaba poco lugar a dudas.
—¿Han hablado con su mujer? —dijo Sánchez, empapada en lágrimas—. Oh, y con Connie, su pequeña. Tiene tan sólo cinco o seis años.
—El comandante y un orientador psicológico se dirigen a su casa en este momento.
—¿Qué ha pasado? —repitió Miller.
—Nos podemos hacer una idea —respondió el capitán Bernstein—, pues hay un testigo, una mujer que paseaba a su perro por el parque. Parece que Andy acababa de detener a un sujeto llamado Peter Fowler.
—Sí —dijo Shelton—, ese era el vendedor de armas que abastecía al asesino.
—Lo malo es que él pensó que Fowler era el asesino —continuó Bernstein—. Era rubio y vestía una cazadora vaquera —señaló la pizarra blanca—. ¿Recuerdan esas fibras de dril de algodón en la herida? Debían de haberse quedado adheridas al cuchillo que el asesino le compró a Fowler. En cualquier caso, mientras Andy esposaba a Fowler un hombre blanco se le acercó por detrás. Veintitantos años, pelo oscuro, traje azul marino y con un maletín en la mano. Dijo algo y cuando Andy se dio la vuelta lo apuñaló por la espalda. La testigo fue a pedir ayuda y eso es todo lo que vio. El asesino también mató a Fowler a cuchilladas.
—¿Por qué no pidió refuerzos? —preguntó Mott.
—Bueno, eso sí que es raro: hemos comprobado su teléfono móvil y el último número que marcó era el de la Central. Una llamada de tres minutos enteros. Pero en la Central no consta que se haya realizado y ninguno de los operadores habló con él. Nadie puede imaginarse qué es lo que ocurrió.
—Muy fácil —dijo el hacker—. El asesino alteró el conmutador.
—Eres Gillette —dijo el capitán. No necesitaba una respuesta para verificar su identidad: le bastaba con ver las esposas del detenido—. ¿Qué significa eso de «alteró el conmutador»?
—Se metió en el ordenador de la compañía de telefonía móvil e hizo que le enviaran a su propio teléfono todas las llamadas que salieran del aparato de Andy. Lo más probable es que se hiciera pasar por un operador y le dijera que un coche iba en su ayuda. Y luego dejó el móvil de Andy sin cobertura para que no pudiera llamar a nadie más.
El capitán asentía lentamente:
—¿Hizo eso? Pero ¿a qué diantres nos enfrentamos?
—Al mejor ingeniero social que he visto en la vida —contestó Gillette.
—¡Tú! —gritó Shelton—. ¿Es que no puedes parar de usar esos putos clichés informáticos?
Frank Bishop le tocó el brazo a su compañero para que se calmara y luego le dijo al capitán:
—Es culpa mía, señor.
—¿Culpa tuya? —el capitán miró al delgado detective—. ¿Qué es lo que quieres decir?
Sus ojos se movieron lentamente de Gillette hasta la pizarra blanca:
—Andy no estaba cualificado para realizar un arresto.
—En cualquier caso, era un detective entrenado —replicó el capitán.
—El entrenamiento no se parece en nada a lo que sucede en las calles —Bishop alzó la vista—. En mi opinión, señor.
La mujer que acompañaba al capitán se revolvió, nerviosa, en ese momento. El capitán la miró y dijo:
—Esta es la detective Susan Wilkins de la sección de Homicidios de Oakland. Ella llevará el caso a partir de ahora. Dirige una brigada de agentes (hombres de fuerzas especiales y de Escena del Crimen) que van camino de la Central de San José. Tendrán todo el apoyo que necesiten.
—Frank, he dado el visto bueno a tu petición —añadió el capitán volviéndose hacia Bishop—. Bob y tú seréis trasferidos al caso MARINKILL. Un informe afirma que se ha avistado a los asesinos en una tienda de ultramarinos a treinta kilómetros al sur de Walnut Creek. Da la impresión de que vienen en esta dirección —miró a Miller—. Steve, tú te encargarás de lo que hacía Andy: del lado informático del asunto. Trabajarás con Susan.
—Claro, capitán, déjelo de mi cuenta.
El capitán se volvió hacia Patricia Nolan.
—Usted es la persona de la que nos habló el comandante, ¿no? La consultora de seguridad de ese entramado informático…¿Horizon On-Line?
Ella asintió.
—Se preguntan si desea continuar.
—¿Quiénes?
—Las autoridades de Sacramento.
—Claro, estaré encantada de colaborar.
Gillette no se mereció una alusión directa. El capitán habló a Miller:
—Estos agentes conducirán al detenido hasta San José.
—Mire —suplicó Gillette—. No puede llevarme de vuelta.
—¿Qué?
—Me necesitan. Lo que está haciendo ese tipo no tiene precedentes. Tengo que…
El capitán lo despachó con un gesto y se volvió hacia Susan Wilkins, señalando la pizarra blanca y hablando sobre cuestiones relativas al caso.
—Capitán —reiteró Gillette—. No puede enviarme de vuelta.
—Necesitamos su ayuda —dijo Nolan, buscando con la vista a Bishop, quien no le hizo el menor caso.
El capitán miró a los dos agentes que le habían acompañado. Estos fueron hasta Gillette y se colocaron cada uno a un lado del detenido, como si él mismo fuera el asesino. Se encaminaron hacia la puerta.
—No —se quejó Gillette—. ¡No tiene ni idea de lo peligroso que es ese hombre!
Sólo precisaron otra mirada del capitán para escoltarlo hacia la salida. Él empezó a decirle a Bishop que interviniera pero el detective estaba como ausente, seguramente reflexionando ya sobre el caso MARINKILL. Miraba al suelo, absorto en sus pensamientos.
—Vale —oyó Gillette que Susan Wilkins les decía a Miller, Sánchez y Mott—, lamento lo que le ha ocurrido a vuestro jefe pero ya he tenido que pasar por esto y estoy segura de que vosotros también, y la mejor manera de demostrar que Andy nos importaba es apresar al asesino y eso es justamente lo que vamos a hacer. Ahora bien, creo que todos estamos de acuerdo en lo concerniente a nuestra aproximación al caso. Pienso acelerar el procesamiento del informe de la escena del crimen y del expediente. El informe preliminar dice que el detective Anderson (al igual que ese Fowler) fue apuñalado. La causa de la muerte fue un paro cardiaco provocado por una herida de arma blanca. Ellos…
—¡Espere! —gritó Gillette cuando casi salía ya por la puerta.
Wilkins se detuvo. Bernstein hizo una seña a los policías para que lo sacaran de allí. Pero Gillette dijo a toda prisa:
—¿Y qué pasó con su primera víctima? ¿También fue acuchillada en el pecho?
—¿Adónde quieres llegar? —preguntó Bernstein.
—¿Lo fue? —reiteró su pregunta Gillette, enfático—. ¿Y las víctimas de los otros asesinatos, las de Portland y Virginia?
Por un instante nadie dijo nada. Por fin, Bob Shelton miró el informe del asesinato de Lara Gibson.
—Causa de la muerte, una herida de arma blanca en el…
—… en el corazón, ¿verdad? —dijo Gillette.
Shelton miró primero a su compañero y luego a Bernstein. Asintió. Tony Mott dijo:
—No sabemos qué pasó en Oregón ni en Virginia: borró los informes.
—Más de lo mismo —afirmó Gillette—. Os lo garantizo.
—¿Cómo puedes saberlo? —le preguntó Shelton.
—Porque sé cuál es su móvil —respondió Gillette.
—¿Y cuál es? —preguntó Bernstein.
—Acceso.
—¿Qué quieres decir? —musitó Shelton con belicosidad.
Patricia Nolan asentía:
—Eso es lo que buscan todos los hackers. Acceso a información, a secretos, a datos…
—Cuando uno es un hacker —sentenció Gillette—, el acceso es Dios.
—¿Y qué tiene eso que ver con los apuñalamientos?
—El asesino es un MUDhead.
—Claro —dijo Tony Mott—. Conozco a los MUD —parecía que Miller también los conocía. Estaba asintiendo.
—Es otra sigla —explicó Gillette—. Significa Dominio de Multiusuarios. Es un lugar de Internet donde la gente se conecta para practicar juegos de rol. Juegos de aventuras, de cruzadas, de ciencia ficción, de guerra. También contiene sociedades y civilizaciones virtuales. Como Sim-City. Los MUD son como un mundo fuera de este, pero la gente que juega suele ser legal: ejecutivos, geeks, un montón de estudiantes y de profesores. Pero hace como tres o cuatro años hubo una gran controversia por un juego llamado Access, acceso.
—Me suena haber oído algo sobre ello —dijo Miller—. Muchos proveedores de Internet se negaron a mancharse las manos con eso.
Gillette asintió.
—Funcionaba como una ciudad virtual, poblada por personajes que llevaban una vida normal: iban a trabajar, salían con gente, criaban una familia, etcétera. Pero en el aniversario de una muerte famosa (como el asesinato de Kennedy, el día en que dispararon a Lennon o el Viernes Santo) un generador escogía un número al azar y con él designaba a uno de los habitantes para convertirlo en asesino. Era el único en saber que lo era. Y tenía sólo una semana para introducirse en la vida de la gente y matar a tantos como le fuera posible. El asesino podía elegir a cualquiera para convertirlo en su víctima —prosiguió Gillette— pero cuanta mayor dificultad planteara el asesinato, más puntos conseguía. Un político con escolta sumaba diez puntos. Un policía armado era quince puntos. La única limitación que tenía el asesino es que debía acercarse a sus víctimas lo bastante como para poder hundirles un cuchillo en el corazón: esa era la forma definitiva de acceso.
—Dios mío, ese es nuestro asesino en pocas palabras —dijo Tony Mott—. El cuchillo, las heridas en el corazón, las fechas de aniversarios informáticos, buscar a gente que es difícil de asesinar, como Lara Gibson…Gente con guardaespaldas y mucha seguridad en su entorno. Lo hizo en Portland y en Washington D. C. Y se ha venido hasta aquí para jugar a su juego en Silicon Valley —el joven policía sonrió cínicamente—. Está en el nivel de expertos.
—¿Nivel? —preguntó Bishop.
—En los juegos de ordenador —le explicó Gillette—, uno avanza superando dificultades que se acrecientan desde el nivel de principiantes hasta el más complejo: el nivel de expertos.
—¿Así que todo esto no es sino un juego para él? —dijo Shelton—. No resulta fácil creérselo.
—No —dijo Patricia Nolan—. Me temo que resulta muy fácil de creer. El Departamento de Conducta del FBI en Quántico considera a los hackers ofensivos criminales compulsivos progresivos. Como los asesinos seriales impulsados por la lujuria. Necesitan cometer crímenes cada vez más intensos para satisfacer su ansia. Y diría que para él las máquinas son más importantes que la gente —prosiguió Nolan—. Una muerte no le supone ninguna pérdida: pero si se le rompe el disco duro es toda una tragedia.
—Eso es de ayuda —afirmó Bernstein—. Lo tendremos en cuenta —miró a Gillette—: Pero tú vuelves ahora mismo a la cárcel.
—¡No! —gritó el hacker.
—Oye, ya nos hemos metido en un buen aprieto por dejar salir a un recluso federal con una orden firmada bajo el nombre de Juan Nadie. A Andy no le importaba correr el riesgo. A mí, sí. Eso es todo lo que tengo que decir al respecto.
Hizo una nueva seña a los agentes y estos condujeron al detenido fuera del corral de dinosaurios. A Gillette le parecía que esta vez lo agarraban con más fuerza, como si sintieran su desesperación y sus ganas de escapar. Nolan suspiró moviendo la cabeza y ofreció a Gillette una triste sonrisa mientras lo sacaban de allí.
La detective Susan Wilkins retomó su monólogo pero su voz se fue desvaneciendo mientras Gillette se encaminaba al exterior del edificio. Caía una lluvia persistente. Uno de los agentes le dijo: «Lo lamento», pero Gillette no sabía si se refería a su intento frustrado de permanecer en la UCC o a que carecían de un paraguas bajo el que cobijarle de la lluvia.
El agente lo ayudó a agacharse para entrar en el coche patrulla y cerró la puerta.
Gillette cerró los ojos y apoyó la cabeza en la ventanilla. Se oía el tamborileo del agua sobre el techo del coche.
Sentía una pesadumbre inmensa por su derrota.
Dios, cuan cerca había estado de…
Pensó en todos esos meses en la cárcel. Pensó en todos los planes que tenía.
Todo perdido. Todo estaba…
La puerta del coche se abrió.
Frank Bishop se agachaba. El agua le corría por la cara, brillaba en sus patillas y empapaba su camisa pero su pelo, domado por el fijador, continuaba en su sitio, inmune a la fuerte lluvia.
—Tengo una pregunta que hacerle, señor.
¿Señor?
—¿De qué se trata?
—Eso de los MUD. ¿Es morralla o no?
—No. Creo que el asesino está jugando su versión personal del juego: una versión real.
—¿Hay alguien que lo siga jugando? En Internet, me refiero.
—Lo dudo. Oí que los verdaderos MUDheads se habían indignado con el asunto tanto que sabotearon los juegos e inundaron de correos basura a los que aún jugaban, hasta que dejaran de hacerlo.
El detective volvió la vista hacia la oxidada máquina de Pepsi tirada enfrente del edificio de la UCC. Y luego preguntó:
—Ese tipo de ahí dentro, Stephen Miller…Es un peso pluma, ¿no?
Gillette lo pensó y un segundo después respondió:
—Proviene de los viejos tiempos.
—¿Qué?
La expresión se refería a las décadas de los años sesenta y setenta: aquella época revolucionaria en la historia de los ordenadores que finalizó con la aparición del PDP-10 de Digital Equipment Corporation, el ordenador que mudó el talante del Mundo de la Máquina para siempre. Pero sólo le dijo esto al detective:
—Supongo que era bueno, pero ha perdido el tren. Y sí, en términos de Silicon Valley eso significa que es un peso pluma.
—Ya veo —Bishop se irguió de nuevo y observó el tráfico que discurría por una autopista cercana. Y luego les dijo a los agentes—: Trasladen a este hombre otra vez dentro, por favor.
Ellos se miraron pero, cuando Bishop hizo un gesto enfático, sacaron a Gillette del coche patrulla.
Mientras retornaban a la oficina de la UCC, Gillette oyó cómo seguía canturreando la detective Susan Wilkins: «… y si es necesario actuaremos conjuntamente con los departamentos de seguridad de Mobile America y Pac Bell; ya he establecido líneas de comunicación con los equipos de fuerzas especiales. Otra cosa. A mi juicio, trabajar cerca de grandes recursos nos da un sesenta contra cuarenta más de eficacia, así que vamos a trasladar la Unidad de Crímenes Computarizados a la Central de San José. Según tengo entendido, aquí tienen algunos problemas administrativos relacionados con la ausencia de una recepcionista y podremos solucionar eso en la Central…».
Gillette dejó de prestar atención a la voz y se preguntó qué es lo que estaría tramando Bishop.
El policía dejó a Gillette esperando en el pasillo y se acercó a Bob Shelton, con quien estuvo charlando en susurros durante un rato. La conversación terminó cuando Bishop le preguntó a su compañero: «¿Me apoyarás?».
El policía corpulento observó despectivo a Gillette y musitó algo afirmativo a regañadientes.
El capitán Bernstein frunció el ceño y se acercó a Bishop y a Shelton, mientras Wilkins seguía hablando. Bishop le dijo:
—Señor, me gustaría llevar este caso, y pido que Gillette trabaje con nosotros.
—Querías colaborar en el caso MARINKILL.
—Quería, señor. En pasado. Pero he cambiado de opinión.
—Recuerdo lo que has dicho antes, Frank. Pero no eres responsable de la muerte de Andy. Él debería haber sabido sus limitaciones. Nadie lo obligó a perseguir a ese tipo en solitario.
—Si ha sido mi culpa o no ha sido mi culpa carece de importancia. No se trata de eso. Se trata de detener a un delincuente peligroso tan rápido como nos sea posible.
El capitán Bernstein entendió lo que quería decir y miró a Wilkins:
—Susan ya ha llevado casos como este. Es buena.
—Sé que lo es, señor. Hemos trabajado juntos. Pero ella se licenció en Quántico y nunca ha trabajado en las trincheras, como yo. Sabe a lo que me refiero: Oakland, Haight, Salinas…Este delincuente es así de peligroso. Por eso prefiero llevar yo el caso. Pero el otro problema es que aquí no estamos jugando en nuestro terreno. Necesitamos a alguien que sea bien brillante —su tupé señaló a Gillette—. Y creo que él es tan bueno como el asesino.
—Tal vez lo sea —susurró Bernstein—. Pero no es eso lo que me preocupa.
—Me hago cargo, señor. Si algo sale mal, asumiré la culpa de todo. Ninguno de los míos volverá a correr riesgos.
Patricia Nolan se les unió y dijo:
—Capitán, si quiere cerrar este caso va a necesitar algo más que tomar huellas e interrogar a testigos.
—Bienvenidos al puto nuevo milenio —suspiró Shelton.
—Bien, el caso es tuyo —le dijo Bernstein a Bishop, asintiendo—. Escoge a alguien de Homicidios de San José para que os eche una mano.
—Huerto Ramírez y Tim Morgan —replicó sin dudar Bishop—. Me gustaría que se presentaran aquí tan pronto como fuera posible si está en su mano, señor. Quiero poner a todo el mundo en antecedentes.
Bernstein le comunicó los cambios a Susan Wilkins, quien se marchó, más perpleja que enfadada por la pérdida de su nuevo caso. Y luego el capitán preguntó a Bishop:
—¿Quieres trasladarlo todo a la Central?
—No, nos quedamos aquí, señor —dijo Bishop. Señaló una pantalla de ordenador—. Tengo la impresión de que este será el lugar donde haremos la mayor parte del trabajo.
—Bueno, mucha suerte, Frank. Me ocuparé de que tanto Escena del Crimen como los hombres de fuerzas especiales estén a punto para echaros una mano.
—Pueden quitarle las esposas —dijo Bishop a los agentes que habían venido para escoltar a Gillette de vuelta a San Ho.
—¿Y también la tobillera de detección? —preguntó uno de los agentes, apuntando al artefacto que el detenido lucía en una de sus piernas.
—No —dijo Bishop, mostrando una extraña sonrisa—. Creo que se la vamos a dejar puesta.
* * *
Algo más tarde, dos hombres se unían al equipo de la UCC: un latino ancho y moreno que era extremadamente musculoso (tan musculoso como el dibujo del Gold Gym) y un detective alto y rubio vestido con camisa oscura, corbata oscura y uno de esos trajes de cuatro botones. Bishop los presentó como Huerto Ramírez y Tim Morgan, los detectives de la Central que había solicitado.
—Ahora me gustaría decir un par de cosas —anunció Bishop, metiéndose la camisa rebelde por dentro del pantalón y colocándose en el centro del grupo. Los observó a todos y mantuvo la mirada un instante—. En cuanto al tipo que perseguimos: es alguien perfectamente dispuesto a matar a quien se interponga en su camino y eso incluye a defensores de la ley e inocentes. Es un experto en ingeniería social —echó una mirada a los recién llegados Ramírez y Morgan—. Que, en resumen, significa disfraz y estrategias de diversión. Así que es importante que cada cual recuerde continuamente lo que sabemos sobre él.
Bishop miró a los ojos a todos los del equipo mientras revisaba la lista:
—Creo que tenemos ya confirmado que es un sujeto de unos veintitantos años. De constitución mediana, quizá es rubio pero es probable que sea moreno, con la cara afeitada pero que a veces lleva postizos faciales y cuya arma asesina preferida es un cuchillo Ka-bar. Puede invadir las líneas telefónicas e interrumpir el servicio o hacer que se le transfieran las llamadas. Puede meterse en los ordenadores de la policía —ahora fue Gillette quien recibió una mirada—, perdón, puede «crackear» los ordenadores de la policía y destruir fichas policiales e informes. Le van los desafíos y matar es para él un juego. Ha pasado muchos años en la costa Este pero ahora está cerca, aunque desconocemos su localización real. Creemos que compró artículos para sus disfraces en una tienda de productos teatrales de El Camino Real en Mountain View. Es un sociópata insensible e incontinente que ha perdido contacto con la realidad y que piensa en lo que hace como si jugara a un gran juego de ordenador.
Gillette estaba asombrado. El detective daba la espalda a la pizarra blanca mientras recitaba todos estos datos. El hacker cayó en la cuenta de que había juzgado mal a aquel hombre. Cuando el detective parecía mirar absorto por la ventana o posar la vista en el suelo no hacía otra cosa que absorber todos esos datos.
Bishop bajó los ojos pero siguió enfocándolos a todos:
—No quiero perder a ningún otro miembro de este equipo. Así que vais a tener que guardaros las espaldas y desconfiar de todo bicho viviente: hasta de la gente que creéis conocer. Pensad en estos términos: nada es lo que parece.
Gillette se dio cuenta de que asentía sin querer a esas palabras.
—Y ahora, las víctimas. Sabemos que elige a gente inabordable, gente con guardaespaldas y buenos sistemas de seguridad. Cuanto más difícil sea acercarse a ellos, tanto mejor. Debemos tenerlo presente cuando pensemos en anticiparnos a sus acciones. Vamos a seguir el plan general de investigación. Huerto y Tim, quiero que llevéis la escena del crimen de Anderson en Palo Alto. Interrogad a todo aquel que encontréis en Milliken Park y alrededores. Bob y yo iremos a buscar a ese testigo que vio el coche del asesino en el aparcamiento del restaurante donde mató a la señorita Gibson. Y Wyatt, tú te encargas del lado informático de la investigación.
Gillette movió la cabeza: no estaba seguro de haber oído correctamente.
—¿Perdón?
—Tú —repitió Bishop— te encargas del lado informático de la investigación —no hubo más explicaciones.
Stephen Miller no dijo nada, aunque miró al hacker con frialdad mientras continuaba ordenando inútilmente las pilas de disquetes y de papeles que abarrotaban su mesa.
Ramírez y el policía sacado del Vogue, Tim Morgan, se largaron para acercarse a Palo Alto. Una vez que se hubieron ido, Bishop preguntó a Gillette:
—¿Le dijiste a Andy que podrías encontrar más cosas sobre cómo el asesino entró en el ordenador de la Gibson?
—Sí. Sea lo que sea lo que ha hecho este tipo, habrá tenido su repercusión en los rincones ocultos de la comunidad hacker. Por eso tengo que conectarme a la red y…
Bishop señaló un cubículo.
—Haz lo que tengas que hacer y danos un informe en media hora.
—¿Así como así?
—En menos tiempo, a ser posible. Veinte minutos.
—Ejem —se hizo notar Stephen Miller.
—¿Qué pasa? —le preguntó el detective.
Gillette esperaba algún comentario sobre la degradación que acababa de sufrir Miller. Pero no se trataba de nada de eso.
—Lo que pasa —protestó Miller— es que Andy dijo que este no debía enchufarse a la red. Y además existe una orden del juzgado que afirma lo mismo. Formaba parte de la sentencia.
—Y es muy cierto —replicó Bishop, cuyos ojos rastreaban la pizarra blanca—. Pero Andy está muerto y el juzgado no lleva este caso. Lo llevo yo —miró a Gillette con cierta impaciencia educada—. Así que agradecería mucho que todos nos pusiéramos manos a la obra.