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Durante la mañana del domingo 11 de febrero, el equipo negociador acudió como de costumbre a la oficina de la EDS en el edificio «Bucarest». John Howell salió enseguida, llevándose a Abolhasan, para la reunión que tenía a las once con Dadgar en el Ministerio de Sanidad. Los demás (Keane Taylor, Bill Gayden, Bob Young y Rich Gallagher) subieron al tejado para ver la ciudad en llamas.

El Bucarest no era un edificio alto, pero estaba situado en la ladera de las colinas que se alzaban al norte de Teherán, de modo que desde el tejado la ciudad se extendía ante sus ojos como un cuadro. Al sur y al este, donde se alzaban los modernos rascacielos entre las casitas bajas y las chabolas, grandes columnas de humo llenaban el aire lóbrego mientras las ametralladoras de los helicópteros zumbaban alrededor de los incendios como polillas atraídas por la luz. Uno de los conductores iraníes de la EDS llevó al tejado un transistor y sintonizó una emisora que había sido tomada por los revolucionarios. Con ayuda de la radio y de la traducción del iraní, intentaron identificar los edificios incendiados.

Keane Taylor, que había cambiado sus elegantes trajes con chaleco por unos téjanos y unas botas de vaquero, bajó un momento a atender una llamada telefónica. Era el Motorista.

—Tienen que salir de aquí —le dijo a Taylor su comunicante—. Váyanse del país cuanto antes.

—Ya sabe que no podemos —contestó Taylor—. No podemos irnos sin Paul y Bill.

—Va a ser muy peligroso para ustedes.

Taylor identificó, al otro lado de la línea, el ruido de una gran batalla.

—¿Dónde diablos está usted? —preguntó.

—Cerca del bazar —contestó el Motorista—. Estoy haciendo cócteles Molotov. Esta mañana han aparecido los helicópteros y estamos pensando en cómo derribarlos. Hemos quemado cuatro tanques…

La línea quedó cortada.

«Es increíble —pensó Taylor mientras colgaba el auricular—. En medio de una batalla, ese tipo se acuerda de repente de sus amigos norteamericanos y llama para avisarnos. Los iraníes son una caja inagotable de sorpresas».

Regresó al tejado.

—Mira eso —le dijo Bill Gayden. El jovial presidente de la EDS Mundial también había cambiado su indumentaria y vestía ropas de deporte. Ya nadie pretendía aparentar que los negocios continuaban. Gayden señaló una columna de humo al este—. Si eso no es la prisión de Gasr, poco le debe faltar.

Taylor oteó la distancia. Era difícil precisarlo.

—Llama al despacho de Dadgar en el Ministerio de Sanidad —le dijo Gayden a Taylor—. Howell ya debe de estar allí. Dile que le pida a Dadgar que ponga a Paul y Bill bajo la custodia de la embajada, por su propia seguridad. Si no los sacamos de ahí, acabarán por morir abrasados.

John Howell no tenía muchas esperanzas de que Dadgar apareciera. La ciudad era un campo de batalla y la investigación sobre las corrupciones del régimen del Sha parecía ahora un mero ejercicio académico. Sin embargo, Dadgar estaba en su despacho aguardando a Howell. Éste se preguntó qué diablos debía de impulsar a aquel hombre. ¿La dedicación? ¿El odio a los norteamericanos? ¿El temor al gobierno revolucionario que venía a instalarse? Probablemente, nunca llegaría a saberlo, se dijo.

Dadgar había interrogado a Howell acerca de las relaciones de la EDS con Abolfath Mahvi, y Howell le había prometido un informe completo. Parecía que la información era importante para los misteriosos propósitos de Dadgar pues, algunos días después, el iraní le había insistido sobre el tema, diciéndole que podía interrogar a los involucrados y obtener la información de este modo; Howell se había tomado aquellas palabras como una amenaza de que detendría a más ejecutivos de la EDS.

Howell había preparado un informe de doce páginas en inglés, con una carta de presentación en parsí. Dadgar leyó la carta y se puso a hablar. Abolhasan fue traduciendo.

—La buena disposición de su empresa está abriendo camino a un cambio en mi actitud hacia Chiapparone y Gaylord. Nuestro sistema legal admite tal benevolencia a quienes proporcionan información.

Era ridículo. Todos ellos podían morir en las horas siguientes, y allí estaba Dadgar hablando todavía de los artículos y disposiciones del código penal aplicables en aquel caso.

Abolhasan empezó a traducir el informe al parsí en voz alta. Howell sabía que la elección de Mahvi como socio iraní no había sido precisamente una decisión acertada por parte de la EDS. Mahvi había conseguido para la empresa su primer contrato en Irán, una operación pequeña, pero a continuación había sido incluido en la lista negra por el Sha y había causado graves trastornos en la discusión del contrato del Ministerio de Sanidad. Pese a todo, la EDS no tenía nada que ocultar. De hecho, Tom Luce, el jefe de Howell, con su pretensión de dejar a la EDS libre de toda sospecha, había enumerado multitud de detalles sobre las relaciones de la EDS con la Comisión de Control de Sociedades norteamericanas, de modo que gran parte del contenido del informe era ya de conocimiento público.

El teléfono interrumpió la traducción de Abolhasan. Dadgar contestó y le pasó el auricular a Abolhasan, quien atendió unos instantes y dijo después:

—Es Keane Taylor.

Un minuto después, Abolhasan colgaba y le decía a Howell:

—Keane estaba en el tejado del «Bucarest». Dice que han visto incendios en la prisión de Gasr. Si la multitud ataca la prisión, Paul y Bill pueden resultar heridos. Sugiere que le pidamos al señor Dadgar que los ponga bajo la custodia de la embajada norteamericana.

—Muy bien —contestó Howell—. Pídaselo.

Aguardó mientras Abolhasan y Dadgar conversaban en parsí. Por último, Abolhasan le dijo:

—Según nuestras leyes, tienen que permanecer en cárceles iraníes. Y no se puede considerar la embajada norteamericana como una prisión iraní.

Cada vez era mayor la estupidez de aquel hombre. Todo el país se venía abajo y Dadgar aún seguía consultando el reglamento. Howell contestó:

—Pregúntele a Dadgar cómo se propone garantizar la seguridad de dos ciudadanos norteamericanos que todavía no han sido acusados de ningún delito concreto.

—No se preocupe —fue la respuesta de Dadgar—. Lo peor que puede suceder es que la prisión sea asaltada.

—¿Y si la multitud decide atacar a los norteamericanos?

—Chiapparone, probablemente, estará a salvo; por su aspecto puede pasar por iraní.

—¡Maravilloso! —contestó Howell—. ¿Y Gaylor?

Dadgar se limitó a encogerse de hombros.

Rashid salió de su casa a primera hora de la mañana. Sus padres, su hermano y su hermana proyectaban quedarse en casa todo el día y lo habían instado a que él hiciera lo mismo, pero no quiso escucharlos. Sabía que las calles serían peligrosas, pero no podía esconderse en su casa mientras sus compatriotas estaban escribiendo la historia. Además, no había olvidado la conversación mantenida con Simons.

Se regía por sus impulsos. El viernes se había encontrado de pronto en la base aérea de Farahabad durante los choques entre los homafars y la brigada Yavadán. Sin ningún propósito concreto, había participado en el asalto al depósito de armamento y había empezado a repartir armas. Al cabo de media hora, se aburrió de estar allí, y se fue.

Aquel mismo día vio a un hombre muerto por primera vez. Llegó a la mezquita cuando unos hombres traían al conductor de un autobús que había sido muerto a tiros por los soldados. Siguiendo un impulso, Rashid retiró el velo que cubría el rostro del hombre. Tenía destrozada toda una parte de la cabeza, que se había convertido en una mezcla de sangre y masa cerebral. Era repugnante. El incidente parecía una admonición, pero Rashid no estaba de humor para escuchar consejos. Era en la calle donde estaban sucediendo las cosas, y él tenía que estar allí.

Esta mañana la atmósfera era electrizante. Las turbas habían tomado la ciudad. Los hombres y muchachos armados con rifles automáticos se contaban por cientos. Rashid, vestido con una gorra y una camisa sin cuello, se mezcló con ellos, lleno de excitación. Hoy podía ocurrir cualquier cosa.

Siguiendo una ruta algo imprecisa, se dirigía al «Bucarest». Todavía tenía obligaciones que cumplir; estaba en negociaciones con dos empresas de transportes para embarcar las pertenencias de los evacuados de la EDS hasta Estados Unidos, y tenía que seguir alimentando a los perros y gatos. Las escenas callejeras le hicieron cambiar de opinión. Había rumores de que la prisión de Evin había sido asaltada la noche anterior; hoy podía tocarle el turno a la cárcel de Gasr, donde estaban Paul y Bill.

Rashid deseó tener un fusil automático como los demás. Pasó ante un edificio militar que parecía haber sido invadido por la multitud. Era un bloque de seis plantas que contenía una armería y una oficina de reclutamiento. Rashid tenía un amigo que trabajaba allí, Malek. Se le ocurrió pensar que quizá Malek estuviera en un apuro. Si había acudido a trabajar aquella mañana, llevaría puesto el uniforme militar, y eso solo podía ser suficiente para que lo mataran en un día como aquél. Pensó que podía prestarle a Malek la camisa e, impulsivamente, entró en el edificio.

Se abrió paso entre la gente que se apretujaba en la planta baja y llegó a la escalera. El resto del edificio parecía vacío. Mientras subía, se preguntó si habría soldados escondidos en los pisos superiores; si era así, podían dispararle a cualquiera que se acercara. Sin embargo, siguió adelante. Llegó al piso superior. Malek no estaba allí; el lugar estaba desierto. El ejército había abandonado el edificio a la turba.

Rashid regresó a la planta baja. La multitud estaba reunida junto a la entrada de la armería del sótano, pero nadie se atrevía a entrar. Rashid se abrió paso hasta la primera fila y preguntó si la puerta estaba cerrada.

—Puede haber una trampa contestó alguien.

Rashid observó la puerta. Se había borrado de su mente toda idea de acudir al «Bucarest». Quería ir a la prisión de Gasr, y quería llevar un arma.

—No creo que haya ninguna trampa —dijo, y abrió la puerta.

Bajó las escaleras.

El sótano consistía en una sala doble dividida por un arco. El lugar estaba débilmente iluminado por unas ventanas estrechas situadas en la parte alta de las paredes, justo por encima del nivel de la calle. El suelo era de losas de mosaico. En la primera sala había cajas abiertas con munición todavía empaquetada. En la segunda sala había fusiles ametralladores G3.

Un minuto después, alguien de arriba se atrevió a seguirle.

Asió tres fusiles y una caja de munición y salió. En cuanto abandonó el edificio, la gente se le echó encima pidiéndole armas, y él les repartió dos de los fusiles y parte de la munición.

Después se alejó, en dirección a la plaza Gasr.

Parte de la multitud lo siguió.

Por el camino tenían que pasar ante un cuartel militar. Allí se estaba produciendo una escaramuza. Una puerta de acero incrustada en el alto muro de ladrillo que rodeaba el cuartel había sido abatida, como si un tanque la hubiera embestido, y los ladrillos aparecían desmenuzados a ambos lados de la puerta. En medio del paso había un coche ardiendo.

Rashid rodeó el coche y cruzó la entrada.

Se encontró en un gran recinto. Desde su posición, un grupo de civiles disparaba a ciegas contra un edificio situado a unos doscientos metros. Rashid buscó abrigo tras un muro. La gente que lo había seguido se unió al tiroteo, pero él guardó su munición. Nadie disparaba contra nada concreto. Simplemente trataban de asustar a los soldados del edificio. Era una batalla de lo más risible. Rashid nunca se había imaginado que la revolución fuera algo así: una multitud desorganizada con unas armas que apenas sabía utilizar, vagando por las calles un domingo por la mañana, disparando contra los muros y enfrentada a una resistencia poco entusiasta de unas tropas invisibles.

De repente, un hombre cayó muerto cerca de él.

Sucedió muy deprisa. Rashid ni siquiera lo vio caer. Un momento antes el hombre estaba de pie a un metro de Rashid, disparando con su fusil. Ahora, yacía en el suelo con la tapa de los sesos levantada.

El cadáver fue retirado del recinto. Alguien encontró un jeep, pusieron el cuerpo en él y se lo llevaron. Rashid volvió a la escaramuza.

Diez minutos después, sin ninguna causa evidente, apareció en una de las ventanas del edificio que habían estado tiroteando un palo con una camiseta blanca atada a la punta. Los soldados se habían rendido. Simplemente.

Hubo una especie de anticlímax.

«Ésta es mi oportunidad», pensó Rashid.

La gente era fácil de manipular si se conocía la psicología del ser humano. Sólo había que estudiar a la gente, comprender su situación e imaginar sus necesidades. Por primera vez en su vida, tenían fusiles en las manos; ahora necesitaban un objetivo, y cualquier cosa que simbolizara el régimen del Sha podía servir.

Allá estaba la muchedumbre, preguntándose adonde ir a continuación.

—¡Escuchad! —gritó Rashid.

Todos le atendieron. No tenían nada mejor que hacer.

—¡Vamos a la prisión de Gasr!

Alguien lanzó un vítor.

—Los presos son cautivos del Sha. Si nosotros vamos contra el Sha, tenemos que liberarlos.

Varios gritos apoyaron sus palabras.

Empezó a caminar.

Los demás lo siguieron.

Estaban en vena, pensó Rashid; seguirían a cualquiera que pareciese saber adónde ir.

Comenzó con un grupo de doce o quince hombres y muchachos, pero conforme avanzaba, más gente se les unía. Todos aquellos que no sabían adónde ir se les adherían automáticamente.

Rashid se había convertido en un líder revolucionario.

No había nada imposible.

Se detuvo justo a la entrada de la plaza de Gasr y se dirigió a su ejército.

—Las cárceles deben ser tomadas por el pueblo, igual que las comisarías y los cuarteles; es responsabilidad nuestra. Hay gente en la cárcel de Gasr que no es culpable de ningún delito. Son gente como nosotros, son nuestros hermanos, nuestros primos. Igual que nosotros, sólo desean la libertad. Pero ellos son más valientes que nosotros, pues han exigido la libertad cuando el Sha aún estaba aquí, y por esa causa fueron arrojados a las celdas. ¡Saquémoslos ahora!

Todos le vitorearon. Rashid recordó algo que había dicho Simons.

—¡La prisión de Gasr es nuestra Bastilla!

Los vivas fueron en aumento.

Rashid se volvió y corrió hacia la plaza.

Buscó refugio en la esquina situada frente a las enormes verjas de la entrada de la prisión. Se dio cuenta de que había en la plaza una cantidad de gente considerable; probablemente, la cárcel sería asaltada aquel mismo día, con o sin su colaboración. Sin embargo, lo importante era ayudar a Paul y Bill.

Alzó el fusil y disparó al aire. La multitud se distribuyó por la plaza y el tiroteo se generalizó.

De nuevo, la resistencia era débil. Algunos guardianes respondían a los disparos desde las troneras de los muros y desde las ventanas próximas a las verjas. Por lo que podía observar Rashid, no había bajas en ninguno de los bandos. De nuevo, la batalla terminó con un susurro, no con un estallido. Los guardianes se limitaron a desaparecer de los muros y el tiroteo se detuvo.

Rashid aguardó un par de minutos para asegurarse de que los defensores habían huido, y después corrió a través de la plaza hasta la entrada de la cárcel.

La verja estaba cerrada.

La multitud se agolpó ante las puertas. Alguien disparó contra la cerradura en un intento de abrirla. Rashid pensó que el hombre había visto demasiadas películas de vaqueros. Otro hombre sacó de algún sitio una palanca, pero resultó imposible forzar las puertas. Habría que utilizar dinamita, pensó Rashid.

En el muro de ladrillo, junto a la verja de entrada, había un ventanuco con barrotes a través del cual los guardianes podían ver quién llamaba. Rashid rompió el cristal protector de un culatazo y empezó a atacar el enladrillado en que estaban sujetos los barrotes. El hombre de la palanca le ayudó y otros tres o cuatro hombres se acercaron rápidamente para intentar aflojar los barrotes con las manos, los cañones de las pistolas y todo lo que tenían a mano. Pronto, los barrotes empezaron a caer al suelo.

Rashid se coló serpenteando por el ventanuco.

Ya estaba dentro.

Todo era posible.

Se encontraba en un pequeño puesto de guardia. No había guardianes. Sacó la cabeza por la puerta.

Se preguntó dónde guardarían las llaves de las galerías de celdas.

Salió del puesto de guardia y dejó atrás las grandes verjas hasta llegar a otra garita, al otro lado del pasadizo de entrada. Allí encontró un gran manojo de llaves.

Regresó a la verja exterior. En una de sus hojas había una portezuela atrancada con una simple barra. Rashid la levantó y abrió la portezuela. La multitud irrumpió en el recinto.

Rashid se detuvo un momento a repartir llaves a todos los que las pedían, al tiempo que gritaba:

—¡Abrid todas las celdas! ¡Dejad a todo el mundo libre!

La multitud pasó ante él. Se quedó atrás; su vida de líder revolucionario había terminado. Había conseguido su objetivo; él, Rashid, había conducido el asalto a la prisión de Gasr.

Una vez más, Rashid había conseguido lo imposible.

Ahora tenía que encontrar a Paul y Bill entre los once mil ochocientos internos de la prisión.

Bill se despertó a las seis en punto. Todo estaba en silencio.

Había dormido bien, descubrió un tanto sorprendido. No esperaba poder dormir lo más mínimo. Lo último que recordaba era que estaba tumbado escuchando lo que parecía ser una encarnizada batalla en el exterior. Pensó que cuando uno estaba cansado, podía dormir en cualquier lugar. Los soldados dormían en las trincheras. Uno se aclimataba a todo. Por mucho miedo que se tuviera, al final el cuerpo tomaba el control y lo vencía a uno.

Rezó el rosario.

Se lavó, se lavó los dientes, se afeitó y se vistió; después se sentó a mirar por la ventana, a la espera del desayuno, preguntándose qué estaría proyectando la EDS para aquella jornada.

Paul se despertó hacia las siete. Vio a Bill y le dijo:

—¿No puedes dormir?

—He dormido perfectamente —contestó Bill—. Hace una hora que me he despertado.

—Yo no he dormido bien. El tiroteo ha sido intenso durante casi toda la noche.

Paul se levantó del catre y fue al baño.

Unos minutos después llegó el desayuno: pan y té. Bill abrió una lata de zumo de naranja que le había traído Keane Taylor.

El tiroteo se reanudó hacia las ocho.

Los presos especulaban con lo que podía estar sucediendo fuera, pero nadie disponía de información precisa. Lo único que alcanzaban a ver eran helicópteros cruzando el firmamento y disparando al parecer contra las posiciones rebeldes de la superficie. Cada vez que un helicóptero sobrevolaba la prisión, Bill buscaba una escala que cayera del cielo al patio del edificio número 8. Aquél había sido su sueño de cada día. También se había imaginado a un pequeño grupo de gente de la EDS mandado por Coburn y un hombre mayor, que se deslizaba por el muro de la prisión con escalas de cuerda, o un gran convoy de militares norteamericanos que llegaban en el último minuto, como la caballería en las películas del Oeste, tras abrir un enorme agujero en el muro con dinamita.

Bill había hecho algo más que soñar despierto. Con su habitual tranquilidad, como por casualidad, había inspeccionado centímetro a centímetro el edificio y el patio, calculando la salida más rápida bajo diversas circunstancias. Sabía cuántos guardianes había y cuántos fusiles tenían. Estaba preparado para todo lo que pudiera suceder.

Empezaba a parecer que hoy sería el día.

Los guardianes no seguían sus rutinas habituales. En la cárcel, todo se hacía por hábito; los presos, con poco más que hacer, observaban escrupulosamente esa rutina y se acostumbraban rápidamente a ella. Hoy todo estaba distinto. Los guardianes parecían nerviosos, susurraban por los rincones, se apresuraban por todas partes. El ruido de la batalla entablada en el exterior se hizo mayor. Con todo aquel movimiento, ¿podía pensarse que el día terminara como cualquier otro? Quizá pudieran escapar, o quizá los mataran, pensó Bill, pero aquella jornada no iba a terminar apagando el aparato de televisión y acostándose cada uno en su catre.

Hacia las diez y media, vio a la mayoría de los oficiales cruzar el recinto de la prisión hacia la parte norte como si acudieran a una reunión. Media hora después regresaban a sus puestos a toda prisa. El comandante encargado del edificio número 8 entró en su despacho y volvió a salir un par de minutos después, ¡vestido de civil! Llevaba un paquete sin forma (¿su uniforme?) y salió del edificio. Desde la ventana, Bill vio cómo depositaba el paquete en el maletero de su BMW, aparcado ante la verja del patio, se metía en el coche y se alejaba.

¿Qué significaba aquello? ¿Se irían todos los oficiales? ¿Iba a suceder de aquella manera? ¿Podrían él y Paul salir de la prisión sin más, caminando?

El almuerzo llegó un poco antes del mediodía. Paul comió, pero Bill no tenía hambre. El tiroteo parecía muy próximo ahora. Se oían los cánticos y gritos de las calles.

Tres guardianes del edificio número 8 aparecieron vestidos de paisano.

Tenía que ser el final.

Paul y Bill bajaron las escaleras hasta el patio. Los enfermos mentales de la planta baja parecían haberse puesto a gritar todos al unísono. Los guardianes de las garitas disparaban contra la calle; debía estar teniendo lugar un ataque contra la prisión.

Bill se preguntó si aquello era bueno o malo. ¿Sabía la EDS que esto estaba sucediendo? ¿Podía ser parte del plan de rescate de Coburn? Durante los dos últimos días no había venido nadie. ¿Habrían vuelto todos a casa? ¿Seguirían con vida?

El centinela que habitualmente custodiaba la puerta del patio había huido y la puerta estaba abierta.

¡La puerta estaba abierta!

¿Quizá querían los guardianes que los presos escaparan?

Los centinelas de las garitas disparaban ahora hacia dentro del recinto.

Paul y Bill se volvieron y echaron a correr hacia el edificio número 8.

Se quedaron junto a una ventana observando el caos cada vez mayor del recinto. Era una ironía; durante semanas no habían pensado en otra cosa que en la libertad, y ahora que podían salir dudaban.

—¿Qué crees que debemos hacer? —dijo Paul.

—No lo sé. ¿Qué será más peligroso, esto o el exterior?

Paul se encogió de hombros.

—¡Eh, ahí va el millonario!

Vieron al preso rico de su galería, el que tenía una celda privada y recibía buenas comidas del exterior, cruzar el patio con dos de sus guardaespaldas. Se había afeitado su exuberante mostacho en forma de manillar. En lugar de su abrigo de piel de camello forrado de visón, llevaba una camisa y pantalones; iba vestido para la acción, ligero de equipaje y preparado para moverse con rapidez. Iba hacia el norte, lejos de las puertas de la prisión: ¿Quería decir aquello que había una salida por atrás?

Todo el mundo se iba, pero Paul y Bill todavía dudaban.

—¿Ves esa moto? —dijo Paul.

—Sí.

—Podemos irnos en ella. Yo solía ir en moto.

—¿Y cómo la pasamos por encima del muro?

—Ay, claro —dijo Paul, riéndose de su propia estupidez.

Su compañero de celda había encontrado un par de bolsas grandes y empezó a meter sus cosas en ellas. Bill sentía la imperiosa necesidad de largarse, de salir de aquel lugar, aunque no estuviera en los planes de la EDS. La libertad estaba muy cerca. Sin embargo, las balas silbaban por todas partes y la multitud que atacaba la prisión podía muy bien ser antinorteamericana. Por el contrario, si las autoridades conseguían por alguna razón recuperar el control de la prisión, Paul y Bill habrían perdido su última oportunidad de escapar…

—¿Dónde debe de estar ahora Gayden, el muy hijo de…? —masculló Paul—. La única razón de que me encuentre ahora aquí es que él me hizo venir a Irán.

Bill miró a Paul y vio que sólo estaba bromeando.

Los pacientes del hospital de la planta baja irrumpieron en el patio. Alguien debía de haberles abierto las puertas. Bill oyó una tremenda conmoción, como un griterío, procedente de la galería de mujeres, al otro lado del callejón. Cada vez había más gente en el recinto, agolpándose a la entrada de los pabellones de la cárcel. Por aquel lado, Bill vio humo. Paul lo vio también en el mismo momento.

—Será mejor que nos vayamos.

El fuego había decantado la balanza, la decisión estaba tomada.

Bill observó un instante la celda. Ambos hombres tenían allí pocas pertenencias. Bill pensó en el Diario que había llevado rigurosamente durante los veintitrés últimos días. Paul había escrito listas de cosas que haría cuando regresara a Estados Unidos, y había proyectado en una hoja de papel el estudio de la financiación de la casa que estaba comprando Ruthie. Ambos tenían también valiosas cartas de sus casas, que habían releído una y otra vez. Paul murmuró:

—Probablemente será mejor que no llevemos nada que pueda identificarnos como norteamericanos.

Bill había recogido su Diario. Lo volvió a dejar.

—Tienes razón —dijo de mala gana.

Se pusieron los abrigos; Paul llevaba una gabardina azul y Bill un sobretodo con el cuello de piel.

Tenían un par de miles de dólares cada uno, del dinero que Taylor les había traído. Paul tenía algunos cigarrillos. No se llevaron nada más.

Salieron del edificio y cruzaron el pequeño patio. Al llegar a la verja, dudaron un instante. La calle era ahora un mar de gente, como cuando se vacía un estadio, y todos caminaban y corrían en una masa compacta hacia les verjas de la prisión.

Paul le tendió la mano a Bill:

—Eh, buena suerte, Bill.

Bill correspondió con un apretón.

—Buena suerte.

Probablemente, pensó Bill, ambos morirían dentro de pocos minutos, muy posiblemente a causa de una bala perdida. No llegaría a ver mayores a los niños, pensó entristecido. La idea de que Emily tuviera que arreglárselas sola lo enfureció.

En cambio, cosa sorprendente, no sentía miedo.

Cruzaron la verja pequeña, y ya no hubo tiempo para reflexionar.

Fueron arrastrados por la masa, como dos troncos arrojados a una corriente furiosa. Bill se concentró en seguir cerca de Paul y continuar de pie, sin caerse. Todavía había muchos disparos. Sólo uno de los guardianes se había quedado en su puesto y parecía disparar contra la multitud desde su garita. Dos o tres personas cayeron, una de ellas era la norteamericana que habían visto en la sala de visitas, pero no se podía saber si les habían dado las balas o simplemente habían tropezado. «No quiero morir todavía —pensó Bill—. Tengo proyectos, quiero hacer cosas con mi familia, en mi trabajo; éste no es el momento ni lugar para morir; vaya una mano de cartas tan horrible que me ha tocado…».

Pasaron ante el club de oficiales donde se habían encontrado con Perot hacía justo tres semanas, que habían parecido años. Unos reclusos vengativos estaban destrozando el club y los coches de los oficiales aparcados fuera. ¿Qué sentido tenía aquello? Por un momento toda la escena pareció irreal, un sueño o, mejor, una pesadilla.

El caos que reinaba alrededor de la entrada principal de la prisión había empeorado. Paul y Bill se mantuvieron alejados y se las ingeniaron para apartarse un poco de la multitud, por temor a ser aplastados. Bill recordó que algunos presos llevaban allí veinticinco años. No era de extrañar que algunos, tras estar tanto tiempo encerrados, se volvieran locos al oler la libertad.

Parecía que las verjas de la cárcel seguían cerradas, pues una muchedumbre estaba intentando escalar el inmenso muro exterior. Algunos hombres se habían subido a coches y camiones colocados junto al muro. Otros se subían a los árboles y se arrastraban precariamente por las ramas que colgaban encima del muro. Otros más habían apoyado tablones contra los ladrillos y trataban de subir por ellos. Algunos que habían conseguido llegar hasta arriba por un medio u otro estaban descolgando cuerdas y lienzos para los de abajo, pero no tenían la longitud suficiente.

Paul y Bill se quedaron mirando, sin saber qué hacer. Se les habían unido otros presos extranjeros de su mismo bloque de celdas. Uno de ellos, un neozelandés acusado de tráfico de drogas, lucía una gran sonrisa, como si estuviera encantado con todo aquello. Había en el aire una especie de regocijo histérico, y a Bill empezaba a pegársele. De algún modo, pensaba, iban a salir con vida de todo aquel embrollo.

Miró alrededor. A la derecha de las verjas, los edificios estaban en llamas. A la izquierda, a cierta distancia, vio a un preso iraní que movía la mano como diciendo «¡Por aquí!». Habían estado de obras en aquella parte del muro, parecía que habían estado levantando otro edificio en el extremo opuesto, y había una puerta de acero en él para permitir el acceso al lugar. Al observar con más atención, Bill vio que el iraní había conseguido abrir la puerta.

—¡Éh, mira allá! —dijo Bill.

—¡Vamos! —contestó Paul.

Echaron a correr. Otros presos los siguieron. Cruzaron la puerta… y se encontraron atrapados en una especie de celda sin puertas ni ventanas. Olía a cemento recién puesto y por el suelo estaban esparcidas las herramientas de los albañiles. Alguien asió un pico y lo clavó en la pared. El cemento fresco se desmenuzaba rápidamente. Dos o tres hombres se unieron al primero, con la primera herramienta que encontraron a mano. Pronto el agujero tuvo el tamaño suficiente. Dejaron los picos y se arrastraron por él. Ahora estaban entre el primer y el segundo muro de la prisión. El muro interior, a sus espaldas, era el más alto; tenía unos ocho o diez metros. El muro exterior, interpuesto entre ellos y la libertad, sólo medía tres o cuatro metros.

Un preso muy atlético consiguió llegar a la parte alta del muro. Otro hombre se plantó debajo del primero y empezó a llamar a los demás por señas. Un tercer preso se adelantó. El hombre que estaba en el suelo lo empujó hacia arriba, el que estaba en lo alto tiró de él, y el preso saltó al otro lado del muro.

Después, todo sucedió muy aprisa.

Paul tomó carrera hacia el muro.

Bill iba inmediatamente detrás.

La mente de Bill se quedó en blanco. Sólo corría. Notó un impulso que lo ayudaba, luego un tirón; se encontró sobre el muro y saltó.

Fue a caer a la acera.

Se puso de pie.

Paul estaba junto a él.

«¡Libres! —pensó Bill—. ¡Estamos libres!».

Le entraron ganas de bailar.

Coburn colgó el teléfono y dijo:

—Era Majid. La multitud ha asaltado la prisión.

—Magnífico —contestó Simons.

Aquella mañana, un rato antes, le había dicho a Coburn que enviara a Majid a la plaza de Gasr.

Simons era un tipo muy frío, opinó Coburn. Aquél…, ¡aquél era el gran día! Ahora podían salir del piso, ponerse en acción, activar los planes para «salir de Dodge City». Pese a ello, Simons no daba muestra alguna de excitación.

—¿Qué hacemos ahora?

—Nada. Majid está allí, y Rashid también. Si ellos dos no son capaces de ocuparse de Paul y Bill, seguro que nosotros tampoco podemos. Si Paul y Bill no aparecen antes del anochecer, haremos lo que hemos hablado: tú y Majid saldréis en la moto a buscarlos.

—¿Y mientras tanto?

—Seguiremos el plan. Nos quedamos aquí, a esperar.

En la embajada norteamericana se produjo una crisis.

El embajador William Sullivan había recibido una llamada de emergencia en demanda de ayuda del general Gast, jefe del Grupo de Consejeros de Asistencia Militar (MAAG). El cuartel general del MAAG estaba sitiado por una multitud. Frente al edificio se habían situado unos tanques y había intercambio de disparos. Gast y sus oficiales, junto con la mayor parte de la plana mayor iraní, estaban en un bunker, bajo el edificio. Sullivan tenía a todo el personal capacitado de la embajada haciendo llamadas telefónicas, intentando localizar a los líderes revolucionarios que pudieran tener autoridad para apaciguar a las masas. El teléfono del escritorio de Sullivan sonaba constantemente. En medio de la crisis, recibió una llamada del subsecretario Newsom, desde Washington.

Newsom llamaba desde la Sala de Situación de la Casa Blanca, donde Zbigniew Brzezinski presidía una reunión sobre el tema iraní. Querían saber la valoración de Sullivan sobre la situación imperante en Irán. Sullivan se la dio en unas cuantas frases cortas y le dijo que en aquel preciso instante estaba ocupado en salvar la vida del oficial militar norteamericano de más alto rango en Irán.

Pocos minutos después, Sullivan recibía otra llamada de un funcionario de la embajada que había conseguido llegar hasta Ibrahim Yazdi, un colaborador cercano de Jomeini. El funcionario estaba diciéndole a Sullivan que Yazdi estaba dispuesto a ayudar cuando la comunicación se cortó y Newsom apareció de nuevo en la línea.

—El consejero de seguridad nacional —dijo Newsom— quiere saber su opinión sobre la posibilidad de un golpe de Estado por parte de los militares iraníes contra el gobierno Bajtiar, que evidentemente está desfalleciendo.

La pregunta era tan ridícula que Sullivan perdió su flema.

—Dígale a Brzezinski que se vaya a la mierda.

—Ése no es un comentario demasiado útil —replicó Newsom.

—¿Quiere que se lo diga en polaco? —gritó Sullivan, al tiempo que colgaba.

En el tejado del «Bucarest», el equipo negociador contemplaba los incendios que se extendían por la ciudad. El rugido de los tiroteos también se aproximaba más a la zona donde estaban.

John Howell y Abolhasan regresaron de la reunión con Dadgar.

—¿Y bien? —le preguntó Gayden a Howell—. ¿Qué ha dicho ese cerdo?

—No quiere soltarlos.

—Cerdo.

Pocos minutos después, todos oyeron un ruido que sonó sin ninguna duda como el silbido de una bala. Un momento más tarde, el ruido se repitió. Decidieron abandonar el tejado.

Bajaron a las oficinas y siguieron observando desde las ventanas. Empezaron a ver en la calle a muchachos y hombres con fusiles. Parecía que la multitud había asaltado una armería cercana. Estaban demasiado cerca para sentirse tranquilos. Era momento de abandonar el «Bucarest» y acudir al Hyatt, que estaba más al norte.

Salieron y saltaron a los coches. Se dirigieron a toda velocidad hacia la avenida Shahanshahi. Las calles estaban llenas de gente y se respiraba una atmósfera de carnaval. La gente se asomaba a las ventanas gritando: «¡Ala alakbar!», «¡Alá es grande!». La mayor parte de los vehículos se dirigían hacia el centro de la ciudad, hacia la batalla. Taylor se saltó sin pensárselo tres pequeñas barricadas, pero a nadie le importó. Todos estaban bailando.

Llegaron al Hyatt y se reunieron en el salón de la suite del piso once que Gayden había heredado de Perot. Allí se les unieron la esposa de Rich Gallagher, Cathy, y su caniche blanco, Buffy.

Gayden había hecho provisión de bebidas alcohólicas procedentes de las casas abandonadas por los evacuados, y tenía allí ahora el mejor bar de Teherán. Sin embargo, a nadie le apetecía mucho beber.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Gayden.

Nadie tenía ninguna idea.

Gayden se comunicó por teléfono con Dallas, donde ahora eran las seis de la mañana. Se puso en contacto con Tom Walter y le explicó lo de los incendios, la lucha y los chicos por las calles con sus fusiles automáticos.

—Eso es todo lo que tengo que informar —terminó.

—Otro día tranquilo y apacible, ¿verdad? —contestó Walter.

Discutieron qué hacer si se cortaban las líneas telefónicas. Gayden dijo que intentaría pasar mensajes a través de los militares americanos. Cathy Gallagher había trabajado para el ejército y creía que podría convencerlos.

Keane Taylor entró en el dormitorio y se acostó. Pensó en su esposa, Mary. Estaba en Pittsburgh, en casa de los padres de él. Tanto su padre como su madre tenían más de ochenta años y estaban delicados de salud. Mary le había llamado para decirle que su madre había sido llevada urgentemente a un hospital. Se trataba del corazón. Mary quería que regresara a casa. Taylor había hablado con su padre, quien había dicho ambiguamente: «Ya sabes lo que tienes que hacer». Era cierto: Taylor sabía que debía estar donde se hallaba, pero no les resultaba sencillo, ni a él ni a Mary.

Todavía estaba dormitando en la cama de Gayden cuando sonó el teléfono. Tanteó la mesilla de noche y descolgó el auricular.

—¿Diga? —dijo con voz adormilada.

Una voz iraní casi sin respiración le preguntó:

—¿Están ahí Paul y Bill?

—¿Cómo? —dijo Taylor—. ¿Rashid…? ¿Es usted?

—¿Están ahí Paul y Bill? —repitió Rashid.

—No. ¿Qué quiere decir?

—Bueno. Ahora voy, ahora voy.

Rashid colgó.

Taylor saltó de la cama y volvió al salón.

—Acaba de llamar Rashid —comunicó a los demás—. Me ha preguntado si Paul y Bill estaban aquí.

—¿Qué quiere decir con eso? —saltó Gayden—. ¿Desde dónde llamaba?

—No le he podido sacar nada más. Estaba muy excitado, y ya sabéis lo malo que es su inglés cuando se pone nervioso…

—¿No ha dicho nada más?

—No. Ha dicho «ahora voy», y ha colgado.

—Mierda. —Gayden se volvió hacia Howell—. Dame el teléfono.

Howell estaba sentado con el auricular pegado al oído, sin decir nada. Mantenían abierta la línea con Dallas. Al otro lado una telefonista de la EDS estaba atenta, a la espera de que alguien hablara.

—Póngame otra vez con Tom Walter, por favor —dijo Gayden.

Mientras Gayden informaba a Walter de la llamada de Rashid, Taylor se preguntó qué había querido decir el iraní. ¿Por qué iba a imaginarse Rashid que Paul y Bill estaban en el Hyatt? Seguían en la cárcel… ¿O no?

Pocos minutos después, Rashid irrumpió en la sala, sucio, oliendo a pólvora, con cargadores de munición de G3 cayéndole de los bolsillos y parloteando a cien por hora, de modo que nadie entendía una palabra. Taylor lo tranquilizó y, al fin, Rashid acertó a decir:

—Hemos asaltado la prisión. Paul y Bill no estaban.

Paul y Bill se quedaron al pie del muro de la prisión y miraron alrededor.

La escena que se desarrollaba en la calle le recordó a Paul los desfiles de Nueva York. En el edificio de pisos que había frente a la prisión la gente se agolpaba en las ventanas, gritando y aplaudiendo al ver que los presos se escapaban. En la esquina de la calle un vendedor ambulante ofrecía frutas con un carrito. No lejos de allí había intercambios de disparos, pero en la inmediata vecindad nadie disparaba. En ese instante, como para recordarles que todavía no estaban fuera de peligro, un coche lleno de revolucionarios pasó a toda velocidad con fusiles asomando por todas las ventanillas.

—Salgamos de aquí —dijo Paul.

—¿Adónde vamos? ¿A la embajada norteamericana? ¿A la francesa?

—Al Hyatt.

Paul se puso a andar, en dirección al norte. Bill caminaba detrás de él, con el cuello del abrigo subido y la cabeza gacha para ocultar su pálida cara norteamericana. Llegaron a un cruce. Sonó un disparo.

Los dos se agacharon y retrocedieron por donde habían venido.

No iba a ser sencillo.

—¿Cómo estás? —dijo Paul.

—Todavía vivo.

Retrocedieron hasta más allá de la prisión. La escena no había cambiado. Por lo menos, las autoridades todavía no se habían reorganizado lo suficiente para empezar a perseguir a los fugitivos.

Paul se dirigió al sur y al este por las calles, con la esperanza de poder dar un rodeo y dirigirse de nuevo hacia el norte. Por todas partes se veía a muchachos, algunos de sólo trece o catorce años, con fusiles automáticos. En cada esquina había un bunker de sacos terreros, como si las calles se hubieran dividido en territorios tribales. Un poco más adelante tuvieron que abrirse camino entre una muchedumbre casi histérica que gritaba y cantaba. Paul evitó cuidadosamente cruzar la mirada con aquella gente, pues no deseaba que se fijaran en él, y mucho menos que le hablaran. Si llegaban a saber que había dos norteamericanos entre ellos, podían volverse muy desagradables.

Los disturbios se repartían irregularmente. Era como Nueva York, donde uno sólo ha de caminar unos pasos y dar la vuelta a una esquina para encontrarse en un barrio completamente distinto del anterior. Paul y Bill cruzaron una zona tranquila durante más de medio kilómetro, y después se dieron de bruces con una batalla. En mitad de la calle había una barricada de coches volcados y un grupo de jóvenes con fusiles disparaban desde detrás de ella contra lo que parecía una instalación militar. Paul dio media vuelta rápidamente por miedo a que le hiriera una bala perdida.

Cada vez que intentaba dirigirse hacia el norte se encontraba con algún obstáculo. Ahora estaban más lejos del Hyatt que al salir de la cárcel. Iban hacia el sur y las luchas siempre eran más duras en esa dirección.

Se detuvieron frente a un edificio sin terminar.

—Podríamos meternos ahí y ocultarnos hasta el anochecer —dijo Paul—. En la oscuridad nadie advertirá que somos norteamericanos.

—Quizá nos disparen por saltarnos el toque de queda.

—¿Tú crees que todavía habrá toque de queda?

Bill se encogió de hombros.

—Hasta ahora nos ha ido bien —dijo entonces Paul—. Continuemos un poco más.

Continuaron.

Tardaron dos horas, dos horas de multitudes, batallas callejeras y fuego de francotiradores, hasta poder, al fin, dirigirse hacia el norte. Después cambió la escena. Los disparos disminuyeron en número y se encontraron en una zona relativamente rica, de hermosos chalets. Vieron a un niño en bicicleta con una camiseta en la que se leía algo de California.

Paul estaba cansado. Llevaba cuarenta y cinco días en la cárcel y durante la mayor parte de ese tiempo había estado enfermo; no tenía fuerzas suficientes para seguir caminando por las calles durante horas.

—¿Qué te parece si hacemos autoestop? —le preguntó Bill.

—Intentémoslo.

Paul se quedó junto a la calzada e hizo un gesto con la mano al primer coche que se acercó. (Se acordó de no sacar el pulgar siguiendo el uso occidental, pues en Irán tenía un significado obsceno). El coche se detuvo. Iban en él dos iraníes, y Paul y Bill pasaron a la parte de atrás. Paul decidió no mencionar el nombre del hotel.

—Vamos a Tajrish —dijo. Tajrish era una zona de bazares al norte de la ciudad.

—Los podemos llevar una parte del camino —dijo el conductor.

—Gracias.

Paul les ofreció cigarrillos, se echó hacia atrás agradecido y encendió uno para él.

Los iraníes los dejaron en Kuroshe Kabir, unos kilómetros al sur de Tajrish, y no lejos de donde había tenido su casa Paul. Estaban en una calle principal, con mucho tráfico y todavía más gente. Paul decidió no despertar sospechas haciendo autoestop allí mismo.

—Podríamos refugiarnos en la misión católica —sugirió Bill.

Paul meditó el asunto. Las autoridades debían de saber que el padre Williams los había visitado en la prisión de Gasr apenas dos días antes.

—La misión será el primer lugar donde nos busque Dadgar.

—Quizá.

—Deberíamos ir al Hyatt.

—Quizá ya no haya nadie allí.

—Pero habrá teléfonos, algún modo de conseguir billetes de avión…

—Y duchas.

—Exacto.

Siguieron caminando. De repente, una voz los llamó:

—¡Señor Paul! ¡Señor Bill!

A Paul le dio un vuelco el corazón. Miró alrededor. Vio un coche lleno de gente que avanzaba lentamente por la calle, junto a él. Reconoció a uno de los pasajeros: era un guardián de la prisión de Gasr.

El guardián iba vestido con ropas civiles, y parecía haberse adherido a la revolución. Su amplia sonrisa parecía decir: «No digan quién soy, y yo no diré quiénes son ustedes».

El tipo agitó la mano, el coche tomó velocidad y desapareció.

Paul y Bill se echaron a reír con una mezcla de sorpresa y alivio.

Se metieron por una calle más tranquila y Paul empezó a hacer autoestop otra vez. Él se quedaba junto a la calzada haciendo gestos mientras Bill permanecía en la acera, de modo que los conductores creyeran que se trataba de un hombre solo, e iraní.

Una pareja joven se detuvo. Paul se coló en el coche y Bill saltó tras él.

—Vamos hacia el norte —dijo Paul.

La muchacha miró a su compañero. Éste dijo:

—Podemos llevarlos al palacio Niavron.

Gracias.

El vehículo arrancó. El espectáculo que se ofrecía en las calles cambió de nuevo. Oyeron muchos disparos y el tráfico se hizo más denso y frenético; todas las bocinas sonaban a la vez. Vieron cámaras de televisión y fotógrafos de prensa subidos en los techos de los automóviles tomando instantáneas. La multitud estaba incendiando las comisarías cerca de donde había vivido Bill. La pareja iraní pareció ponerse nerviosa cuando el automóvil hubo de avanzar centímetro a centímetro entre el tumulto. Llevar dos norteamericanos en el coche podía causarles dificultades en aquella atmósfera.

Empezó a oscurecer. Bill se inclinó hacia adelante.

—Chico, se está haciendo un poco tarde —dijo—. Os lo agradeceríamos mucho si pudierais llevarnos al hotel Hyatt. Nos encantaría daros las gracias y…, bueno, ofreceros algo por llevarnos allí.

Okey —dijo el conductor. No preguntó cuánto.

Pasaron el palacio Niavron, la residencia de invierno del Sha. En la puerta había tanques, como siempre, pero ahora lucían trapos blancos atados a las antenas. Se habían rendido a la revolución.

El coche siguió adelante, dejó atrás edificios en llamas y en ruinas y tuvo que dar media vuelta en varias ocasiones debido a las barricadas callejeras.

Al fin divisaron el Hyatt.

—¡Muchacho! —exclamó Paul, con honda emoción—. ¡Un hotel americano!

El coche se detuvo a la entrada de los jardines. Paul se sentía tan agradecido que les dio a la pareja de iraníes doscientos dólares.

De repente, Paul deseó poder llevar el uniforme de la EDS, traje de negocios y camisa blanca, en lugar del mono de presidiario y la gabardina mugrienta.

El espléndido vestíbulo estaba desierto.

Se acercaron al mostrador de recepción. Al cabo de un momento, un empleado salió de un despacho.

Bill le preguntó el número de la habitación de Bill Gayden.

El empleado repasó una lista y le dijo que no había nadie con ese nombre en el hotel.

—¿Y Bob Youngs?

—No.

—¿Rich Gallagher?

—No.

—¿Jay Coburn?

—No.

Se había equivocado de hotel, pensó Paul. ¿Cómo podía haber cometido un error así?

—¿Qué me dice de John Howell? —dijo entonces, recordando al abogado.

—Ése sí —dijo al fin el empleado, y les dio el número de la habitación de la planta once.

Subieron en el ascensor. Llegaron a la habitación de Howell y llamaron. No hubo contestación.

—¿Qué opinas que debemos hacer?

—Yo voy a pedir habitación —dijo Paul—. Estoy cansado. ¿Por qué no nos registramos y comemos algo, eh? Llamamos a Estados Unidos, les decimos que estamos libres, y ya está.

—De acuerdo.

Regresaron hacia el ascensor.

Poco a poco, Keane Taylor consiguió sacarle el relato a Rashid.

El iraní había permanecido más de una hora al lado de la verja de la prisión. La escena resultaba dantesca. Once mil personas trataban de escapar por una pequeña portezuela y, en el pánico y la confusión, muchas mujeres y ancianos eran aplastados por los demás. Rashid había esperado largo rato, pensando qué les diría a Paul y Bill cuando los viera. Una hora después, la masa de gente se había transformado en una pequeña hilera, y llegó a la conclusión de que la mayoría de los presos ya habían salido. Empezó a preguntar a la gente si habían visto a algún norteamericano. Alguien le dijo que todos los extranjeros estaban en el edificio número 8. Fue hasta allí y lo encontró vacío. Registró todos los edificios del recinto. Después, regresó al Hyatt siguiendo la ruta que debían de haber seguido Paul y Bill. A pie y deteniendo algún coche, los había buscado todo el camino. En el Hyatt no le habían dejado entrar porque todavía llevaba el fusil. Le cedió el arma al muchacho más próximo que encontró y volvió al hotel.

Mientras estaba narrando la historia llegó Coburn, a punto para salir a buscar a Paul y Bill en la motocicleta de Majid. Había conseguido un casco con una visera que le ocultaba el rostro.

Rashid se ofreció a tomar un coche de la EDS y recorrer otra vez el camino entre la cárcel y el hotel, en ambos sentidos, antes de que Coburn se jugara el cuello si se encontraba con una multitud. Taylor le entregó las llaves de un coche. Gayden acudió al teléfono para contar a Dallas las últimas novedades. Rashid y Taylor dejaron la suite y recorrieron el pasillo.

De repente, Rashid gritó:

—¡Creía que habían muerto! —y echó a correr.

Entonces, Taylor vio a Paul y Bill. Rashid los estaba abrazando mientras gritaba:

—¡No pude encontrarles! ¡No pude encontrarles!

Taylor corrió también y abrazó a los fugitivos.

—¡Gracias a Dios! —exclamó.

Rashid volvió atrás apresuradamente, entró en la suite y gritó:

—¡Paul y Bill están aquí! ¡Están aquí!

Un instante después, Paul y Bill hicieron su entrada y todos dieron rienda suelta a la emoción.