A mediodía del 5 de febrero, John Howell estaba a punto de sacar de la cárcel a Paul y Bill.
Dadgar había dicho que aceptaría la fianza de tres maneras: en metálico, mediante una garantía bancaria, o mediante un derecho de retención de propiedades de la EDS en Irán. La primera de las opciones era impracticable. En primer lugar, cualquiera que volara a la ciudad sin ley que era Teherán, con la suma de 12 750 000 dólares en una maleta, corría el peligro de no llegar nunca con vida al despacho de Dadgar. (Tom Walter sugirió que se les pagara en moneda falsa, pero no sabían dónde acudir a buscarla). En segundo lugar, Dadgar podía tomar el dinero y retener a los presos, bien aumentando la fianza o bien deteniéndolos otra vez con cualquier pretexto. Tenía que haber un documento por el que se cediera el dinero a Dadgar, y que al mismo tiempo garantizara la liberación de Paul y Bill. En Dallas, Tom Walter había encontrado por fin un banco dispuesto a librar una carta de crédito para la fianza, pero Howell y Taylor tenían problemas ahora para encontrar un banco que la aceptara y librara la garantía exigida por Dadgar. Mientras tanto, Tom Luce, el jefe de Howell, cavilaba en torno a la tercera opción, la cesión de los derechos sobre propiedades, y se le ocurrió una idea descabellada y absurda que quizá funcionara: empeñar la embajada norteamericana en Teherán como fianza por Paul y Bill.
El Departamento de Estado estaba entonces bastante dispuesto, pero no del todo, a ofrecer la embajada de Teherán como fianza. Sin embargo, sí estaba dispuesto a ofrecer garantías del gobierno norteamericano. Aquello en sí ya era algo único; que Estados Unidos depositara una fianza por dos hombres encarcelados.
Primero, Tom Walter conseguía en Dallas que un banco librara una carta de crédito a favor del Departamento de Estado por valor de 12 750 000 dólares. Dado que esta operación tenía lugar en todos sus extremos dentro de Estados Unidos, se consiguió cerrarla en unas horas, en lugar de varios días. Una vez la carta estuviera en poder del Departamento de Estado, en Washington, el consejero ministerial, Charles Naas, adjunto a William Sullivan, entregaría una nota diplomática en la que se diría que Paul y Bill, una vez liberados, estarían a disposición de Dadgar para ser interrogados, o de lo contrario la embajada se haría responsable de la fianza.
En aquel momento, Dadgar estaba reunido con Lou Goelz, cónsul general de la embajada. Howell no había sido invitado, pero Abolhasan estaba presente en nombre de la EDS.
Howell había mantenido una entrevista previa con Goelz el día anterior. Repasaron juntos los términos de la garantía; Goelz leyó los párrafos con su voz tranquila y precisa. Goelz estaba cambiando. Dos meses antes, Howell lo había encontrado correcto. Fue Goelz quien se negó a entregarles los pasaportes a Paul y a Bill sin informar de ello a los iraníes. Ahora, Goelz parecía dispuesto a intentar caminos menos convencionales. Quizá el haber vivido en medio de una revolución había hecho que el tipo se relajara un poco.
Goelz le había dicho a Howell que la decisión de liberar a Paul y Bill sería cosa del primer ministro Bajtiar, pero que antes tenía que contar con el visto bueno de Dadgar. Howell esperaba que éste no pusiera dificultades, pues Goelz no era del tipo de personas que supiera dar golpes sobre la mesa y obligar a Dadgar a dar marcha atrás a sus condiciones.
Dieron unos golpecitos en la puerta y entró Abolhasan. Howell le notó en el rostro que era portador de malas noticias.
—¿Qué sucede?
—No ha aceptado —dijo Abolhasan.
—¿Por qué?
—No está dispuesto a aceptar las garantías del gobierno de Estados Unidos.
—¿Ha dado alguna razón?
—No hay nada en las leyes que diga que puede aceptar ese trato como fianza. Tiene que ser en metálico, con una garantía bancaria o…
—O con un documento de cesión de propiedades, ya lo sé.
Howell se sintió anonadado. Habían pasado ya por tantos fracasos, tantos callejones sin salida, que ya no era capaz de mostrar resentimiento o cólera.
—¿Mencionasteis en algún momento al primer ministro? —insistió.
—Sí —contestó Abolhasan—. Goelz le dijo que llevaríamos esa propuesta a Bajtiar.
—¿Qué contestó a eso Dadgar?
—Dijo que era típico de los norteamericanos. Siempre intentaban resolver los asuntos haciendo valer sus influencias en las altas esferas, sin que les importara nada lo que sucediera a niveles inferiores. También dijo que si a sus superiores no les gustaba el modo en que llevaba el caso, podían destituirle, y él se alegraría, porque ya estaba muy harto de todo esto.
Howell frunció el ceño. ¿Qué significaba todo aquello? Hacía poco había llegado a la conclusión de que lo que realmente buscaban los iraníes era el dinero. Ahora, sencillamente, lo rechazaban ¿Se debía ello realmente al problema técnico de que la ley no explicitaba la garantía de un gobierno extranjero como forma aceptable de pago de las fianzas, o se trataba simplemente de una excusa? Quizá fuera verdad. El caso de la EDS siempre había tenido un alto contenido político y, ahora que el ayatollah había vuelto, Dadgar podía estar aterrado ante la idea de hacer cualquier cosa que pudiera ser tomada por pronorteamericana. Apartarse de las normas y aceptar una forma de pago de la fianza no convencional podía acarrearle dificultades. ¿Qué sucedería si Howell conseguía por fin depositar la fianza en la forma requerida por las leyes? ¿Consideraría entonces Dadgar que se había cubierto las espaldas, y liberaría a Paul y Bill? ¿O inventaría otra excusa?
Sólo había un modo de averiguarlo.
La semana que el ayatollah regresó a Irán, Paul y Bill solicitaron ver a un sacerdote.
El resfriado de Paul parecía haberse transformado en bronquitis. Había pedido la presencia del médico de la cárcel. Éste no hablaba inglés, pero Paul no había tenido problemas para explicarle su problema: tosió, y el médico asintió.
Le dio a Paul unas píldoras que él supuso eran de penicilina, y una botella de jarabe para la tos. El sabor de éste le resultó sorprendentemente familiar, y le vino a la cabeza una vivida imagen de su infancia; se vio de pequeño, y a su madre vertiendo el espeso jarabe de una vieja botella en una cuchara y llevándoselo a la boca. Era exactamente el mismo jarabe. Le alivió la tos, pero ésta ya había dañado algo los músculos pectorales y sentía un dolor agudo cada vez que respiraba profundamente.
Tuvo una carta de Ruthie que leyó una y otra vez. Era una carta normal, llena de noticias. Karen estaba en una escuela nueva y tenía algunos problemas para integrarse. Era normal. Cada vez que cambiaba de escuela, Karen se ponía enferma del estómago durante el primer par de días. Ann Marie, la hija menor de Paul, era mucho más fácil de contentar. Ruthie todavía le decía a su madre que Paul regresaría al cabo de un par de semanas, pero el cuento empezaba a hacerse insostenible porque aquellas dos semanas se estaban prolongando ya más de dos meses.
Iba a comprar una casa y Tom Walter le estaba ayudando en todos los trámites legales. Cualesquiera que fuesen los sentimientos que albergaba Ruthie, no los expresaba en absoluto en la carta.
Keane Taylor era el visitante más asiduo de la prisión. Cada vez que acudía, dejaba a Paul un paquete de cigarrillos con cincuenta o sesenta dólares doblados en su interior. Paul y Bill podían utilizar el dinero en la cárcel para conseguir privilegios especiales, como darse un baño. Durante una de las visitas, el guardián abandonó la sala un instante, y Taylor aprovechó para entregarle cuatro mil dólares.
En otra visita, Taylor trajo consigo al padre Williams.
El padre Williams era párroco de la Misión Católica, donde, en tiempos más felices, Paul y Bill solían reunirse con la Escuela Dominical Católica de Aperitivos y Póquer, integrada por los miembros de la EDS. El padre Williams tenía ochenta años y sus superiores le habían dado permiso para abandonar Teherán, debido al peligro. Él había preferido permanecer en su puesto. Aquel tipo de cosas no era nuevo para él, les dijo a Paul y Bill; había sido misionero en China durante la Segunda Guerra Mundial, cuando la invasión japonesa, y más tarde, durante la revolución que había llevado al poder a Mao Tsetung. Incluso lo habían encarcelado, por lo que comprendía muy bien lo que estaban pasando Paul y Bill.
El padre Williams les subió la moral casi tanto como lo había hecho Ross Perot. Bill, que era más devoto que Paul, se sintió profundamente fortalecido por la visita, que le dio el valor necesario para afrontar el futuro desconocido. Bill seguía sin saber si conseguiría salir de la cárcel con vida, pero ahora se sentía preparado para enfrentarse a la muerte.
La revolución estalló en Irán el viernes 9 de febrero de 1979.
En apenas una semana, Jomeini había destrozado lo que quedaba del gobierno legítimo. Hizo un llamamiento a los soldados para que se amotinaran y a los miembros del Parlamento para que dimitieran. Después nombró un «gobierno provisional» pese a que Bajtiar era todavía, oficialmente, el primer ministro. Sus partidarios, organizados en comités revolucionarios, asumieron la responsabilidad de mantener la ley y el orden, y organizar la recogida de basuras; también abrieron más de un centenar de tiendas cooperativas islámicas en Teherán. El 8 de febrero, un millón de personas o más se manifestaron por la ciudad en apoyo del ayatollah. Se sucedían continuamente los enfrentamientos callejeros entre unidades de choque de soldados leales al gobierno y grupos de jomeinistas.
El 9 de febrero, desde dos bases aéreas de Teherán, Doshen Toppeh y Farahabad, formaciones de homafars y cadetes aclamaban a Jomeini. Aquello enfureció a la brigada Yavadán, que había sido la guardia personal del Sha, y ésta atacó las bases. Los homafars se parapetaron en sus puestos y repelieron a las tropas leales al gobierno, auxiliados por multitudes de revolucionarios armados que se apiñaron dentro y fuera de las bases.
Unidades de fedayines marxistas y de los guerrilleros mujahidines islámicos corrieron en auxilio de Doshen Toppeh. El depósito de armas fue asaltado y su contenido se distribuyó indiscriminadamente entre soldados, guerrilleros, revolucionarios, manifestantes y simples viandantes.
Aquella noche, a las once en punto, la brigada Yavadán volvía a la carga. Los partidarios de Jomeini en el ejército advirtieron a los rebeldes de Doshen Toppeh de que la brigada se acercaba, y los rebeldes contraatacaron antes de que la brigada alcanzara la base. Varios altos oficiales de las tropas leales al gobierno fueron muertos durante la batalla. La lucha se prolongó toda la noche y se extendió a una gran zona alrededor de la base.
A las doce del día siguiente, el campo de batalla se había ampliado a la mayor parte de la ciudad.
Aquel día John Howell y Keane Taylor acudieron al centro de la ciudad para una reunión.
Howell estaba convencido de lograr la liberación de Paul y Bill en cuestión de horas. Todo estaba dispuesto para pagar la fianza.
Tom Walter tenía a un banco de Texas preparado para emitir una carta de crédito por 12 750 000 dólares a nombre de la sucursal en Nueva York del banco Melli. El plan era que la sucursal en Teherán del banco Melli extendiera entonces una garantía bancaria al Ministerio de Justicia, que sería considerada como el pago de la fianza para la puesta en libertad de Paul y Bill. Sin embargo, las cosas no salieron como esperaban. El director adjunto del banco Melli, Sadr Hashemi, se había dado cuenta, al igual que todos los demás banqueros, de que Paul y Bill eran rehenes comerciales y de que, una vez éstos fueran liberados de la cárcel, la EDS podría presentar una demanda ante los tribunales norteamericanos aduciendo que el pago del dinero era una extorsión, y no debía hacerse efectivo. Si eso sucedía, el banco Melli de Nueva York no podría cobrar el dinero de la carta de crédito, pero la sucursal del mismo banco en Teherán debería hacer efectivo el pago al Ministerio de Justicia iraní. Sadr Hashemi dijo que solo aceptaría ser intermediario si sus abogados neoyorquinos le aseguraban que no había ninguna posibilidad de que la EDS pudiera bloquear el pago de la carta de crédito. Howell sabía muy bien que ningún abogado norteamericano medianamente honrado podría ofrecer tales seguridades.
Entonces, Keane Taylor pensó en el banco Omran. La EDS tenía un contrato para instalar un sistema de contabilidad informatizado para el banco Omran, y la tarea de Taylor en Teherán consistía en supervisar dicho contrato, así que conocía a los altos funcionarios del banco. Fue a ver a Farhad Bajtiar, que era uno de los principales directivos, además de ser pariente del primer ministro. Era evidente que Bajtiar iba a caer en cualquier momento, y Farhad tenía el proyecto de huir del país. Quizá por eso se sentía menos preocupado que Sadr Hashemi ante la posibilidad de que los 12 750 000 dólares no le fueran pagados nunca. Fuera por la causa que fuera, lo cierto es que accedió a colaborar.
El banco Omran no tenía sucursales en Estados Unidos. ¿Cómo, pues, podía pagar entonces la EDS? Se acordó que el banco de Dallas presentaría la carta de crédito a la sucursal del banco Omran en Dubai por un sistema llamado Télex Conformado. Dubai llamaría por teléfono a Teherán para confirmar que se había recibido la carta de crédito, y la sucursal del banco Omran en Teherán expediría la garantía bancaria al Ministerio de Justicia.
Hubo varios retrasos. La operación tenía que ser aprobada por el consejo de directores del banco Omran y por los abogados del banco. Cada persona que revisaba el trato sugería pequeños cambios en la redacción. Estos cambios, en inglés y en parsí, habían de ser comunicados a Dubai y a Dallas, y a continuación un nuevo télex conformado debía ser enviado de Dallas a Dubai, y aprobado telefónicamente por Teherán. Dado que el fin de semana iraní era el jueves y el viernes, sólo había tres días a la semana en que ambos bancos estaban abiertos a la vez y, debido a las nueve horas y media de diferencia con Dallas, no había ningún momento del día en que ambos bancos coincidieran abiertos. Además, los bancos iraníes estaban en huelga la mayor parte del tiempo. En consecuencia, un cambio de dos palabras podía tardar una semana en arreglarse.
La aprobación final del trato debía darla el banco Central iraní. Obtener tal aprobación era la tarea que Howell y Taylor se habían impuesto aquel sábado 10 de febrero.
La ciudad estaba relativamente tranquila a las 8.30 horas de la mañana, mientras se dirigían al banco Omran. Allí se reunieron con Farhad Bajtiar. Para su sorpresa, Farhad les informó de que la solicitud de aprobación ya había sido cursada al banco Central. Howell estaba encantado; por una vez, algo se hacía antes de tiempo en Irán. Dejó a Farhad algunos documentos, entre ellos la carta de aceptación firmada, y él y Taylor se adentraron más en el centro de la ciudad, hasta el edificio del banco Central.
La ciudad estaba despertando y el tráfico era aún más dantesco de lo habitual, pero conducir peligrosamente era la especialidad de Taylor y éste se lanzó calle adelante, saltándose colas de coches detenidos, girando en plena autopista y, casi siempre, ganándoles a los conductores iraníes en su propio terreno.
En el banco Central tuvieron que soportar una larga espera antes de ver al señor Farhang, que tenía que dar la aprobación. Por fin, el hombre asomó la cabeza por la puerta de su despacho y les comunicó que el trato ya había sido aprobado, y que la confirmación ya había sido notificada al banco Omran.
¡Aquello era una excelente noticia!
Regresaron al coche y se dirigieron al banco Omran. Ahora se advertía que había duros combates en varias partes de la ciudad. El ruido de las armas era continuo y se observaban columnas de humo procedentes de edificios en llamas. El banco Omran estaba frente a un hospital y allí eran llevados los muertos y heridos desde las zonas de combate en coches, camiones requisados y autobuses. Todos los vehículos llevaban trapos blancos atados a las antenas de las radios para denotar que transportaban heridos, y todos hacían sonar constantemente las bocinas. La calle estaba abarrotada de gente, unos para dar sangre, otros para visitar a los heridos, y otros más para identificar los cadáveres.
Habían resuelto el problema de la fianza justo en el último momento. Ahora, no eran sólo Paul y Bill quienes corrían grave peligro, sino también Howell, Taylor y todos los demás. Tenían que salir de Irán a toda prisa.
Howell y Taylor entraron en el banco y encontraron a Farhad.
—El banco Central ha aprobado el trato —le dijo Howell.
—Ya lo sé.
—¿Es correcta la carta de aceptación?
—Sin problemas.
—En tal caso, si nos da usted la garantía bancaria, podemos ir con ella al Ministerio de Justicia inmediatamente.
—Hoy no.
—¿Cómo?
—Nuestro abogado, el doctor Emami, ha revisado el documento de crédito y desea introducir unos pequeños cambios.
—¡Dios mío! —murmuró Taylor.
—Tengo que salir para Ginebra y estaré cinco días fuera —les comunicó Farhad.
«Más bien toda la vida», pensó Howell.
—Mis colegas se ocuparán del asunto —continuó el iraní—, y si surge algún problema pueden ustedes llamarme a Suiza.
Howell reprimió la cólera que sentía. Farhad sabía perfectamente que las cosas no eran tan sencillas; si él no estaba, todo se haría mucho más difícil. Sin embargo, no conseguiría nada con un estallido de ira, así que se limitó a decir:
—¿Qué cambios son ésos?
Farhad hizo entrar al abogado Emami.
—También necesito la firma de dos directores más del banco —añadió Farhad—. Las puedo conseguir en la reunión del consejo de mañana. Y necesito comprobar las referencias del National Bank of Commerce de Dallas.
—¿Y cuánto llevará eso?
—No mucho. Mis colaboradores se ocuparán de ello durante mi ausencia.
El abogado Emami enseñó a Howell los cambios que proponía en la redacción de la carta de crédito. Howell no tenía ningún inconveniente al respecto, pero la nueva redacción de la carta tendría que pasar por el interminable proceso de su trasmisión de Dallas a Dubai por Télex Conformado, y de Dubai a Teherán por teléfono.
—Escuche —dijo Howell—, vamos a ver si podemos terminar esto hoy mismo. Las referencias del banco de Dallas pueden comprobarse ahora. También podemos encontrar a esos dos directores del banco, dondequiera que vivan, y hacerles firmar esta tarde. Podemos llamar a Dallas, informarles de los cambios de redacción y hacerles enviar el télex inmediatamente. Dubai puede dar la confirmación esta tarde. Ustedes pueden extender la garantía bancaria…
—Hoy es fiesta en Dubai —le interrumpió Farhad.
—Muy bien, Dubai puede dar la confirmación mañana por la mañana…
—Mañana hay huelga aquí. No habrá nadie en el banco.
—El lunes, entonces…
El sonido de una sirena interrumpió la conversación. Un secretario asomó la cabeza por la puerta y dijo algo en parsí.
—Se ha adelantado el toque de queda —tradujo Farhad—. Tenemos que irnos inmediatamente.
Howell y Taylor se quedaron sentados, mirándose el uno al otro. Dos minutos después estaban solos en el despacho. Habían vuelto a fallar.
Aquella tarde, Simons le dijo a Coburn:
—Mañana es el día. Coburn pensó que no sabía lo que decía.