Una tarde, Coburn acudió al Hyatt y le dijo a Keane Taylor que necesitaba veinticinco mil dólares en riales iraníes para la mañana siguiente.
No dijo para qué.
Taylor consiguió los veinticinco mil en billetes de cien de Gayden y a continuación llamó a un comerciante en alfombras conocido suyo de la parte sur de la ciudad y acordó un cambio justo.
Alí, el chófer de Taylor, se mostraba muy poco dispuesto a ir a aquel barrio, sobre todo de noche, pero después de algunas discusiones accedió.
Llegaron a la tienda. Taylor se sentó y tomó una taza de té con el comerciante. Entraron otros dos iraníes, uno le fue presentado como el hombre que cambiaría el dinero de Taylor; el otro era el guardaespaldas del primero, y tenía aspecto de gorila.
El comerciante de alfombras empezó por decir que, desde la llamada telefónica de Taylor, el cambio de moneda había variado espectacularmente… a favor del comerciante.
—¡Esto es un insulto! —replicó Taylor airado—. ¡No voy a hacer tratos con ustedes!
—Es el mejor cambio que encontrará usted —dijo el iraní.
—¡Una mierda!
—Corre usted un gran peligro en esta parte de la ciudad, con tanto dinero encima.
—No vengo solo —contestó Taylor—. Fuera tengo seis personas esperando.
Terminó el té y se levantó. Se encaminó lentamente a la puerta, salió y subió al coche.
—Alí, salgamos de aquí, deprisa.
Se dirigieron hacia el norte. Taylor indicó a Alí la dirección de otro comerciante de alfombras, un judío iraní que tenía la tienda cerca de palacio. El hombre estaba cerrando cuando Taylor entró.
—Necesito cambiar unos dólares por riales —dijo Taylor.
—Vuelva mañana —contestó el hombre.
—No, los necesito esta noche.
—¿Cuánto?
—Veinticinco mil dólares.
—No tengo esa cantidad.
—Es imprescindible que los reúna esta noche.
—¿Para qué?
—Tiene que ver con Paul y Bill.
El comerciante asintió. Había hecho negocios con varios empleados de la EDS y sabía que Paul y Bill estaban en la cárcel.
—Veré qué puedo hacer.
Llamó a su hermano, que apareció procedente de la trastienda, y le envió con un recado. Después abrió la caja de caudales y sacó todos los riales. Taylor y él contaron el dinero, el comerciante contó los dólares y Taylor los riales. Pocos minutos después entró un niño con las manos llenas de riales, los depositó sobre el mostrador y salió sin decir palabra. Taylor advirtió que el comerciante estaba reuniendo todo el dinero del que podía echar mano.
Un muchacho llegó en un velomotor, aparcó frente a la tienda y entró con una bolsa llena de riales. Mientras estaba en la tienda, alguien le robó el vehículo. El joven dejó caer la bolsa del dinero y salió tras el ladrón, gritando con todas sus fuerzas.
Taylor siguió contando.
Era sólo otro día normal de negocios en el Teherán revolucionario.
John Howell estaba cambiando. Cada día que pasaba era un poco menos el abogado norteamericano íntegro y cabal, y un poco más el tortuoso y taimado negociador iraní. En especial, empezaba a considerar el soborno bajo un prisma diferente.
Mehdi, un contable iraní que había hecho en ocasiones trabajos para la EDS, le había explicado la situación del siguiente modo: «En Irán, muchas cosas se solucionan por amistades. Hay varios modos de hacerse amigo de Dadgar. Yo me sentaría frente a su casa todos los días hasta que me dirigiera la palabra. Otro modo de convertirme en amigo suyo podría ser regalarle doscientos mil dólares. Si le parece, yo podría arreglar una cosa así».
Howell discutió la propuesta con los demás miembros del equipo negociador. Todos pensaron que Mehdi se estaba ofreciendo como intermediario del soborno, igual que había hecho Garganta Profunda. Sin embargo, esta vez Howell no fue tan rápido en rechazar la idea de un acto de corrupción para conseguir la libertad de Paul y Bill.
Decidieron seguirle el juego a Mehdi. Quizá consiguieran que el soborno saliera a la luz para desacreditar a Dadgar. O quizá llegaran a decidir que el trato era firme, y pagaran. En ambos casos, querían una señal inequívoca de Dadgar que indicara que era susceptible de aceptar sobornos.
Howell y Keane Taylor mantuvieron una serie de reuniones con Mehdi. El contable se mostraba tan escurridizo como Garganta Profunda, y no permitía que la gente de la EDS se acercara a su oficina durante las horas normales de trabajo. Siempre los citaba a primeras horas de la mañana o ya entrada la noche, en su casa o en callejuelas oscuras. Howell siguió presionándolo para que mostrara una señal inequívoca: que Dadgar acudiera a una reunión con los calcetines desparejados, o con la corbata puesta del revés. Mehdi proponía señales más ambiguas, como que Dadgar hiciera pasar un mal rato a los norteamericanos. En una ocasión Dadgar les hizo pasar, en efecto, unos momentos terribles, como había predicho Mehdi, pero aquello pudo haber sucedido sin más.
Dadgar no era el único que le hacía pasar malos ratos a Howell. John hablaba por teléfono con su esposa, Angela, cada cuatro o cinco días, y ella quería saber cuándo regresaría. Él no lo sabía. Paul y Bill, por su lado, le presionaban para que les diera noticias, pero los progresos eran tan lentos e indefinidos que no podía decirles nada concreto. Resultaba frustrante y, cuando Angela empezó a insistirle siempre en lo mismo, tuvo que reprimir la irritación que sentía.
La iniciativa de Mehdi no resultó. Mehdi le presentó a Howell a un abogado que afirmaba ser íntimo amigo de Dadgar. El abogado no quería un soborno, sino sólo la minuta normal. La EDS mantuvo el contacto pero, en la siguiente reunión, Dadgar les comunicó: «Nadie tiene una relación especial conmigo. Si alguien intenta hacerles creer otra cosa, no le crean».
Howell no estaba seguro de qué hacer respecto a aquello. ¿Había sido todo una falsedad desde el principio? ¿O quizá las precauciones de la EDS habían dado miedo a Dadgar y lo habían llevado a olvidar el intento de soborno? Nunca lo sabría.
El 30 de enero Dadgar le dijo a Howell que estaba interesado por Abolfath Mahvi, el socio iraní de la EDS. Howell empezó a preparar un informe sobre los tratos de la EDS con Mahvi.
Howell aún no se creía que Paul y Bill fueran simples rehenes comerciales. La investigación de Dadgar sobre casos de corrupción debía de ser auténtica, pero para entonces el iraní ya debía de saber que ambos eran inocentes y, por tanto, los debía de estar reteniendo por órdenes de la superioridad. Los iraníes habían buscado desde un principio conseguir todo el sistema de pensiones informatizado que se les había prometido, o el dinero que habían invertido. Concederles lo primero significaba renegociar el contrato, pero el nuevo Gobierno no estaba interesado en renegociaciones y, en cualquier caso, no parecía que fuera a permanecer en el poder el tiempo suficiente para cumplir la totalidad del acuerdo.
Si Dadgar no podía ser sobornado, ni convencido de la inocencia de Paul y Bill, y si no llegaba la orden de sus superiores de ponerlos en libertad a cambio de un nuevo contrato entre la EDS y el ministerio, sólo le quedaba a Howell una única opción: pagar la fianza. Los esfuerzos de Houman por conseguir una reducción de la suma habían resultado infructuosos. Howell se concentraba ahora en los diversos modos de llevar trece millones de dólares desde Dallas a Teherán.
Howell se había enterado, paso a paso, de la existencia de un grupo de rescate en Teherán. Estaba asombrado de que el jefe de una corporación norteamericana como aquélla hubiera puesto en marcha semejante asunto. Por otro lado, estaba mucho más tranquilo, pues si conseguía sacar de la cárcel a Paul y Bill, habría alguien más a su lado para sacarlos del país.
Liz Coburn estaba histérica de preocupación.
Iba en el coche con Toni Dvoranchik y el esposo de ésta, Bill. Se dirigían al restaurante Royal Tokyo. Estaba en la Greenville Avenue, no lejos del Recipe’s, el lugar donde Liz y Toni habían estado tomando daiquiris con Mary Sculley cuando ésta hizo tambalearse todo el mundo de Liz al decir: «Estarán todos en Teherán, supongo…».
Desde aquel momento, Liz había vivido en un estado de terror constante y absoluto.
Jay lo era todo para ella. Era el Capitán América, era Superman, era su vida entera. Liz no veía cómo podría vivir sin él. La idea de perderlo le producía un pánico mortal.
Llamaba constantemente a Teherán, pero no conseguía hablar con su esposo. Llamaba cada día a Merv Stauffer para preguntarle cuándo regresaría Jay, cómo estaba y si regresaría con vida. Merv trataba de tranquilizarla, pero no podía darle ningún dato nuevo; así las cosas, Liz Coburn exigía ver a Ross Perot, pero Merv le decía que aquello era imposible. A continuación, llamaba a su madre y rompía en lágrimas, volcando todo su nerviosismo, temor y frustración en el teléfono.
Los Dvoranchik eran muy amables. Siempre trataban de quitarle de la cabeza tantas preocupaciones.
—¿Qué has hecho hoy? —le preguntaba Toni.
—He ido de compras —contestaba ella.
—¿Te has comprado algo?
—Sí —asentía Liz, al tiempo que se echaba a llorar—. Me he comprado un vestido negro, porque Jay no volverá.
Durante aquellos días de espera, Jay Coburn aprendió muchas cosas acerca de Simons.
Un día, Merv Stauffer llamó desde Dallas para decir que había hablado por teléfono con Harry, el hijo de Simons, que estaba muy preocupado por él. Harry había llamado a casa de su padre y había hablado con Paul Walker, que había quedado al cuidado de la granja. Walker le había dicho que no sabía dónde estaba Simons, y había aconsejado a Harry que llamara a Merv Stauffer a la EDS. Harry estaba preocupado, naturalmente, decía Stauffer. Simons llamó entonces a su hijo para tranquilizarlo.
Simons le contó a Coburn que Harry había tenido algunos problemas, pero que era un chico de buen corazón. Hablaba de su hijo con una especie de resignado afecto. (En cambio, nunca mencionaba a Bruce, y hasta mucho después Coburn no se enteró de que Simons tenía otro hijo).
El coronel hablaba mucho de su difunta esposa, Lucille, y de lo felices que habían sido juntos desde que Simons se retirara. Durante los últimos años habían estado muy unidos, comprendió Coburn, y Simons parecía lamentar que le hubiese costado tanto tiempo darse cuenta de lo mucho que la quería.
—No se separe de su compañera —le aconsejaba a Coburn—. Es la persona más importante de la vida de cualquiera.
Paradójicamente, el consejo de Simons tuvo el efecto contrario en Coburn. Envidiaba el compañerismo de que habían disfrutado Simons y Lucille, y quería algo semejante para sí mismo. Sin embargo, estaba tan seguro de que nunca podría lograrlo con Liz que se preguntaba si no sería otra persona su compañera del alma.
Una tarde, Simons se echó a reír y dijo:
—No haría una cosa así por nadie más, ¿sabéis?
Era una observación típicamente críptica de Simons. A veces, había aprendido Coburn, a la frase seguía una explicación; otras veces, en cambio, no. En esta ocasión, Coburn tuvo su explicación cuando Simons le contó por qué se sentía en deuda con Ross Perot.
El resultado del asalto de Son Tay había constituido una amarga experiencia para Simons. Aunque los comandos no habían regresado con un solo prisionero norteamericano, el intento había sido un acto de valentía y Simons esperaba que el público norteamericano lo considerase así. De hecho, en un desayuno de trabajo celebrado con el secretario de Defensa, Melvin Laird, se había mostrado favorable a que las noticias del asalto fueran entregadas a la Prensa.
—Ha sido una operación perfectamente admisible —le había dicho a Laird—. Son prisioneros americanos. Es algo que los norteamericanos suelen hacer tradicionalmente por sus compatriotas. Por el amor de Dios, ¿a qué le tienen miedo?
Pronto lo descubrió. La prensa y la opinión pública consideraban el asalto como un fracaso, una estupidez más de los Servicios de Inteligencia. El titular de portada del Washington Post del día siguiente rezaba: «Falla un asalto norteamericano para rescatar a los prisioneros de guerra». Cuando el senador Robert Dole presentó una resolución valorando positivamente el asalto, dijo: «Algunos de esos hombres llevan más de cinco años languideciendo en prisión», el senador Kennedy le contestó: «¡Y aún siguen allí!».
Simons acudió a la Casa Blanca a recibir la Cruz de Servicios Distinguidos por su «extraordinario heroísmo», de manos del presidente Nixon. El resto de los comandos fueron condecorados por el secretario de Defensa, Laird. Simons se enfureció al enterarse de que más de la mitad de sus hombres recibirían simplemente la Encomienda del Ejército, sólo un poco por encima del Lazo de Buena Conducta. Hecho una furia, asió el teléfono y solicitó hablar con el jefe del Estado Mayor del ejército, general Westmoreland. Le contestó el jefe suplente, general Palmer.
Simons le comentó a Palmer lo de la medalla de sus hombres, y añadió: «General, no quiero meter en un brete al ejército, pero más de uno de mis hombres le va a colgar la Encomienda del Ejército al señor Laird en el culo».
Aquello surtió efecto; Laird concedió cuatro Cruces al Servicio Distinguido, cincuenta Estrellas de Plata, y ninguna encomienda.
La moral de los prisioneros de guerra subió considerablemente tras el asalto de Son Tay (del que tuvieron noticia por otros prisioneros capturados con posterioridad). Un efecto secundario importante del asalto fue que los campamentos de prisioneros, donde muchos soldados habían sido mantenidos en confinamiento, aislados permanentemente, fueron cerrados, y todos los norteamericanos fueron llevados a dos grandes cárceles donde no había sitio suficiente para mantenerlos separados. Pese a todo, el mundo catalogó el asalto de fracaso, y Simons consideró que se había cometido una grave injusticia con sus hombres.
El disgusto le duró años. Hasta que un fin de semana, Ross Perot organizó una fiesta gigante en San Francisco, convenció al Ejército de que reuniera a los comandos del asalto de Son Tay que estaban desperdigados por todos los rincones del mundo, y se los presentó a los prisioneros a quienes habían intentado liberar. Aquel fin de semana, en opinión de Simons, sus comandos recibieron por fin el agradecimiento que merecían. Y Ross Perot era el responsable.
—Ésta es la razón de que esté aquí —le resumió Simons a Coburn—. Puede estar seguro de que no lo hubiera hecho por nadie más.
Coburn pensó un instante en su hijo Scott, y comprendió exactamente lo que Simons quería decir.