Coburn no sabía por aquel entonces todo lo que le rondaba por la cabeza a Simons. No había estado presente en las conversaciones de Simons con Perot y con Rashid, y el coronel no facilitaba de motu proprio mucha información. Por lo que sabía Coburn, las tres posibilidades (el truco del maletero, el rescate de la casa donde cumplieran el arresto domiciliario y la toma de la Bastilla) resultaban bastante remotas. Además, Simons no estaba haciendo nada para que una de las tres se concretara, sino que parecía encantado de seguir en casa de los Dvoranchik elaborando proyectos detallados al máximo. Pese a todo, Coburn no se sentía inquieto. Era optimista por naturaleza y, al igual que Ross Perot, consideraba que no había razón alguna para dudar del mejor experto mundial en rescates.
Mientras las tres posibilidades seguían su curso, Simons se había concentrado en las rutas de salida de Irán, problema que Coburn motejaba de «la huida de Dodge City».
Coburn buscó maneras de sacar de Irán a Paul y Bill por el aire. Anduvo fisgando por las terminales de carga y los almacenes del aeropuerto, jugando con la idea de facturar a Paul y Bill como carga. Habló con gente de todas las líneas aéreas, intentando hacer buenos contactos. Al final, mantuvo varias reuniones con el jefe de seguridad de la PanAm, a quien tuvo que explicar todos los detalles, salvo los nombres de Paul y Bill. Hablaron de meter a los dos fugitivos en un vuelo regular, disfrazados con uniformes de tripulantes de cabina de la PanAm. El jefe de seguridad estaba dispuesto a colaborar, pero el riesgo de la PanAm resultó, en último término, un problema insuperable. Coburn pensó entonces en hurtar un helicóptero. Puso cerco a una base de helicópteros del sur de la ciudad y llegó a la conclusión de que el robo era factible. Sin embargo, dado el caos existente en el ejército iraní, sospechaba que los aparatos no debían de recibir el mantenimiento adecuado y sabía que había escasez de piezas de repuesto. Además, también allí podía haber combustible adulterado en los depósitos.
Informó de todo ello a Simons. Éste ya se sentía intranquilo respecto a los aeropuertos, y los obstáculos que Coburn le revelaba no hacían sino reforzar sus prejuicios. Alrededor de los aeropuertos siempre había policía y militares; si algo salía mal, no había escapatoria, pues estaban diseñados para que la gente no anduviera por donde no debía. En un aeropuerto, uno siempre tenía que ponerse en manos de otros. Además, en una situación así el peor enemigo podía ser el propio preso que se fugaba; tenía que conservar una total sangre fría. Coburn pensaba que Paul y Bill poseían las suficientes agallas y dominio de sus nervios para someterse a una cosa así, pero no tenía objeto decírselo a Simons. El coronel siempre tenía que hacer por sí mismo la valoración del carácter de un hombre, y no había visto nunca a Paul y Bill.
Así pues, al final, el grupo se centró en la huida por carretera.
Había seis rutas.
Al norte estaba la URSS, un país nada acogedor. Al este quedaba Afganistán, igualmente desaconsejable, y Pakistán, cuya frontera quedaba demasiado lejana (a casi 1500 kilómetros, la mayor parte desérticos). Al sur estaba el golfo Pérsico, con el amistoso Kuwait a sólo cien o ciento cincuenta kilómetros por mar. Era una posibilidad prometedora. Al oeste quedaba Irak, país no amistoso, y al noroeste, la aliada Turquía.
Kuwait y Turquía eran los destinos más aconsejables. Simons le pidió a Coburn que ordenara a algún conductor iraní de confianza viajar al sur, hasta el golfo Pérsico, para saber si la carretera seguía transitable y la región estaba tranquila. Coburn acudió a el Motorista, así llamado porque solía recorrer Teherán en una motocicleta. Ingeniero de sistemas como Rashid, el Motorista tenía unos veinticinco años, era menudo y conocía perfectamente las calles. Había aprendido inglés en una escuela de California, y sabía hablar en cualquier acento regional norteamericano, sureño, puertorriqueño, etc. La EDS lo había contratado pese a no haber obtenido todavía el título universitario porque había alcanzado puntuaciones muy altas en los tests de aptitud. Cuando los empleados iraníes de la EDS se adhirieron a la huelga general, y Paul y Coburn convocaron una asamblea masiva para discutir la situación con los huelguistas, el Motorista sorprendió a todo el mundo al hacer un vehemente alegato contra sus compañeros y en favor de la dirección. No guardaba en secreto sus sentimientos pronorteamericanos, pero aun así Coburn estaba totalmente seguro de que el Motorista tenía mucho que ver con los revolucionarios. Un día le pidió un coche a Keane Taylor, y éste se lo concedió. Al día siguiente, le pidió otro. Taylor lo complació. Sin embargo, el Motorista seguía utilizando exclusivamente su moto. Taylor y Coburn llegaron a la conclusión casi absoluta de que los coches eran para los revolucionarios. No les importaba; era más importante que el Motorista tuviera alguna deuda de gratitud para con ellos.
Así pues, a cambio de favores pasados, el Motorista viajó hasta el golfo Pérsico.
Regresó a los pocos días e informó de que todo era posible a cambio de dinero. Se podía llegar hasta el golfo y allí alquilar o comprar una barca.
No tenía idea de qué podía suceder cuando desembarcaran en Kuwait.
Aquel punto fue estudiado por Glenn Jackson.
Además de aficionado a la caza y baptista de religión, Glenn Jackson era un experto en cohetes. La combinación de su cerebro matemático de primera clase y su capacidad para permanecer tranquilo bajo cualquier tensión lo había llevado al Control de Misión del Centro de Astronaves Tripuladas de la NASA en Houston, como controlador de vuelo. Su trabajo había consistido en diseñar y llevar a término los programas de ordenador que calculaban las trayectorias de las maniobras a realizar durante el vuelo.
La impasibilidad de Jackson se había visto sometida a una dura prueba el día de Navidad de 1968, durante la última misión en la que participó, una expedición a la Luna. Cuando la astronave salió de la zona oculta tras la Luna, el astronauta Jim Lovell leyó la lista de números, llamados residuales, que le decían a Jackson si el curso real del aparato era el previsto. Jackson tuvo un sobresalto: las cifras estaban muy lejos de los límites de error aceptables. Jackson pidió al CAPCOM que hiciera repetir los números al astronauta, para confirmarlos. Después le dijo al director de vuelo que si las cifras eran exactas los tres astronautas podían considerarse muertos; no disponían de combustible suficiente para corregir un error de tal calibre.
Jackson pidió a Lovell que leyera las cifras por tercera vez, con el mayor cuidado. Seguían siendo las mismas. Entonces, Lovell dijo:
—Eh, aguarde un minuto. Se las estaba dando mal…
Cuando por fin dispuso de los datos reales, Jackson comprobó que la maniobra había sido casi perfecta.
Todo aquello distaba mucho del proyecto de asalto a una prisión.
Sin embargo, empezaba a dar la impresión de que Jackson no tendría nunca la oportunidad de perpetrar tal asalto. Ya había tenido que frenar sus impulsos en París durante una semana, cuando recibió de Simons, vía Dallas, instrucciones de ir a Kuwait.
Llegó a Kuwait y se trasladó a casa de Bob Young. Éste había acudido a Teherán para ayudar al equipo negociador, y su esposa, Kris, y el niño recién nacido estaban de vacaciones en Estados Unidos. Jackson le contó a Malloy Jones, que era director interino en Kuwait durante la ausencia de Young, que estaba allí para colaborar en el estudio preliminar que estaba llevando a cabo la EDS para el Banco Central de Kuwait. Con el fin de que se aceptara su coartada, trabajó un poco en aquel asunto, y después empezó a husmear.
Pasó algunos ratos en el aeropuerto, viendo trabajar a los funcionarios de inmigración. Apreció rápidamente que eran muy estrictos. Cientos de iraníes sin pasaporte llegaban continuamente a Kuwait. Sólo llegar, eran esposados y puestos en el siguiente vuelo de regreso. Jackson llegó a la conclusión de que Paul y Bill no podrían llegar a Kuwait por avión.
Suponiendo que llegaran clandestinamente en barco, ¿se les permitiría después salir del país sin pasaporte? Jackson acudió a ver al cónsul norteamericano con el cuento de que uno de sus hijos había perdido, al parecer, el pasaporte, y preguntó cuál era el procedimiento a seguir para conseguir otro. En el transcurso de la larga y enmarañada conversación, el cónsul le explicó que los kuwaitíes tenían un sistema de comprobar, al expedir el visado de salida, si la persona había entrado en el país legalmente o no.
Aquello era un problema, pero quizá no insoluble; una vez llegaran a Kuwait, Paul y Bill estarían a salvo de Dadgar, y seguramente la embajada norteamericana procedería entonces a devolverles los pasaportes. La cuestión principal era ésta: suponiendo que los fugitivos pudieran alcanzar el sur de Irán y embarcar en alguna nave pequeña, ¿conseguirían llegar a tierra kuwaití sin ser vistos? Jackson recorrió los cien kilómetros de costas de Kuwait, desde la frontera iraquí al norte, hasta la de Arabia Saudí al sur. Pasó muchas horas en las playas, recogiendo caparazones marinos en invierno. Normalmente, le habían dicho, la vigilancia costera era escasa. Sin embargo, el éxodo de Irán había cambiado las cosas. Eran miles los iraníes que tenían casi el mismo interés que Paul y Bill por salir de Irán. Y todos aquellos iraníes podían consultar el mapa y ver el golfo Pérsico al sur, con el amistoso Kuwait al otro lado de las aguas. La guardia costera kuwaití era consciente de ello y, dondequiera que Jackson mirara, mar adentro, veía al menos una patrullera guardacostas, que parecía detener y registrar a todas las embarcaciones pequeñas.
El pronóstico era pesimista. Jackson llamó a Stauffer a Dallas y le informó de que la huida por Kuwait no era recomendable.
Así pues, quedaba Turquía.
Simons se había mostrado partidario de Turquía en todo momento. Representaba un recorrido por carretera más corto que hacia el sur. Además, Simons conocía Turquía. Había estado allí durante los años cincuenta como parte de un programa de ayuda militar norteamericano, para entrenar al ejército turco. Incluso hablaba algunas palabras en su idioma. Por ello, envió a Ralph Boulware a Estambul.
Ralph Boulware había crecido en los bares. Su padre, Benjamín Russel Boulware, era un negro rudo e independiente que tenía una serie de negocios pequeños: una tienda de ultramarinos, algunas casas, algo de contrabando de licores, y principalmente bares. La teoría de Ben Boulware sobre cómo debían educarse los hijos era que si sabía dónde estaban, sabría también qué estaban haciendo, así que mantenía a los pequeños al alcance de la vista la mayor parte del tiempo, lo que significaba que éstos estaban casi siempre en el bar. No fue una infancia muy feliz, y dejó en Ralph la sensación de que había sido un adulto toda su vida.
Se dio cuenta de que era distinto de los demás chicos de su edad cuando llegó a la universidad y se encontró a los muchachos de su generación excitadísimos por el juego, la bebida y las mujeres. Él ya sabía todo lo que tenía que saber sobre cartas, borrachos y prostitutas. Abandonó los estudios y se enroló en las fuerzas aéreas.
En los nueve años que pasó en la aviación, no llegó a entrar en acción, y, aunque se alegraba inmensamente de ello, siempre le había quedado la curiosidad de saber si tenía lo necesario para participar en una guerra. El rescate de Paul y Bill podía darle la oportunidad de descubrirlo, pensó al principio, pero Simons lo había mandado a Dallas desde París. Parecía que volvería a ser personal de tierra. Después llegaron nuevas órdenes.
Las recibió vía Merv Stauffer, el brazo derecho de Perot, que ahora era el nexo de unión entre el esparcido grupo de rescate. Stauffer acudió a una tienda especializada y compró seis radios emisoras-receptoras de cinco canales, diez recargadores, las pilas necesarias y un aparato para conectar las radios en un encendedor de los que llevan acoplados los coches. Hizo entrega de todo el equipo a Boulware y le dijo que se encontrara con Sculley y Schwebach en Londres antes de salir para Estambul.
Stauffer le entregó también cuarenta mil dólares en metálico para gastos, sobornos y similares.
La noche antes de que Boulware se fuera, su esposa empezó a lamentarse del dinero que gastaban. Boulware había sacado unos mil dólares del banco sin decírselo antes de salir hacia París (daba mucha importancia a llevar dinero en metálico), y ella había descubierto después lo poco que quedaba en la cuenta. Boulware no quería explicarle por qué había sacado el dinero y cómo lo había gastado. Mary insistió en que ella también necesitaba dinero. A Boulware eso no le preocupaba; estaba con unos buenos amigos y éstos cuidarían de ella. La mujer no aceptó sus palabras y, como solía suceder cuando ella se mostraba realmente firme, Boulware decidió contentarla. Fue al dormitorio, donde había dejado la caja que contenía las radios y los cuarenta mil dólares y contó quinientos. Mary entró mientras terminaba y vio lo que había en la caja.
Boulware le entregó quinientos dólares y le dijo:
—¿Tienes bastante?
—Sí —contestó ella.
Mary se quedó mirando la caja, y se volvió luego a su esposo.
—Ni siquiera te voy a preguntar nada —dijo, y se fue.
Boulware partió al día siguiente. Se encontró con Sculley y Schwebach en Londres, les entregó cinco de los seis aparatos de radio, se quedó el sexto, y voló a Estambul.
Desde el aeropuerto, fue directo a la oficina del señor Fish, el agente de viajes.
El señor Fish lo recibió en un despacho grande, donde trabajaban tres o cuatro personas más.
—Me llamo Ralph Boulware y trabajo para la EDS —empezó Boulware—. Creo que conoce usted a mis hijas, Stacy Elaine y Kecia Nicole.
Las niñas habían estado jugando con las hijas de Fish durante la escala de los refugiados en Estambul.
El señor Fish no estaba muy afable.
—Necesito hablar con usted —dijo Boulware.
—Bien, hable.
—Quiero hablar con usted en privado —añadió Boulware, echando una mirada alrededor.
—¿Por qué?
—Lo comprenderá en cuanto se lo diga.
—Estos señores son mis socios. Aquí no hay secretos.
El señor Fish le estaba poniendo difíciles las cosas a Boulware. Se preguntó por qué. Había dos razones. Primera, después de lo que el señor Fish hizo durante la evacuación, Don Norsworthy le había obsequiado con 150 dólares, que era una cantidad irrisoria, en opinión de Boulware. («No supe qué hacer —diría después Norsworthy—. La factura del tipo era de veintiséis mil dólares. ¿Qué tenía que haberle dado? ¿El diez por ciento?»).
En segundo lugar, Pat Sculley había acudido al señor Fish con un cuento chino de pasar cintas de ordenador de contrabando a Irán. El señor Fish no era estúpido, ni un delincuente, adivinaba Boulware; y por supuesto se había negado a tener nada que ver con los planes de Sculley.
Ahora, el señor Fish debía de considerar a la gente de la EDS: a) unos tacaños, y b) unos transgresores de leyes peligrosamente poco profesionales.
Con todo, el señor Fish era un pequeño hombre de negocios. Boulware los entendía muy bien, pues su padre había sido uno. Hablaban dos idiomas: las palabras claras, y el dinero en metálico. Éste podía solucionar el punto a), y las palabras claras el punto b).
—Muy bien, volvamos a empezar —dijo Boulware—. Cuando la EDS estuvo aquí, usted ayudó mucho a aquellas personas, trató bien a los niños y nos hizo un gran favor. Cuando nos fuimos, hubo una pequeña confusión en el modo de expresarle nuestro aprecio. Nos tememos que el asunto no se manejó adecuadamente y quiero deshacer aquel malentendido.
—No es necesario…
—Lo lamentamos mucho —dijo Boulware, al tiempo que entregaba al señor Fish mil dólares en billetes de a cien.
El despacho quedó en silencio.
—Bien, voy a alojarme en el Sheraton —continuó Boulware—. Quizá podamos hablar más tarde.
—Voy con usted —dijo el señor Fish.
Él personalmente inscribió a Boulware en el hotel y se aseguró de que le dieran una buena habitación, después quedaron en cenar juntos aquella noche en la cafetería del hotel.
El señor Fish era un chanchullero de altos vuelos, pensó Boulware mientras deshacía la maleta. Tenía que ser un tipo listo para tener lo que parecía ser un negocio muy próspero en aquel país tan mísero. La experiencia de los evacuados demostraba que tenía la iniciativa para hacer algo más que conseguir billetes de avión y hacer reservas de hotel. Tenía también los contactos adecuados para engrasar los ejes de la burocracia, a juzgar por el modo como había pasado los equipajes por la aduana. También había ayudado a resolver el problema del niño iraní adoptado sin pasaporte. El error de la EDS había sido darse cuenta de que era un chanchullero, y no advertir sus altos vuelos, quizá llevada a engaño por su aspecto externo, poco impresionante; era bastante obeso y vestía ropas sin gusto. Boulware, con la experiencia de los errores pasados, creía saber cómo manejar al señor Fish.
Esa noche, durante la cena, Boulware le dijo que quería ir a la frontera de Turquía con Irán para encontrarse con alguien que vendría del otro país. El señor Fish se horrorizó.
—No lo comprende —dijo—. Ese lugar es terrible. Allí viven los curdos y azerbaijaníes, montañeses salvajes que no obedecen a ningún gobierno. ¿Sabe cómo viven allí? Viven del contrabando, los robos y los asesinatos. Yo personalmente no me atrevería a ir. Si usted, un norteamericano, va allí, no regresará nunca. Nunca.
Boulware creyó que probablemente exageraba.
—Tengo que ir allí, aunque sea peligroso —contestó—. ¿Puede conseguirme una avioneta?
El señor Fish negó con la cabeza.
—En Turquía los particulares no pueden tener aviones.
—¿Y helicópteros?
—Tampoco.
—Bien, ¿puedo fletar un avión?
—Es posible. Si no hay vuelos regulares al sitio adónde va, puede fletar un chárter.
—¿Hay vuelos regulares a la frontera?
—No.
—Muy bien.
—De todos modos, fletar un avión es algo tan raro que seguramente atraerá la atención de las autoridades.
—No proyectamos hacer nada ilegal. Sin embargo, no necesitamos las molestias que acarrea una investigación. Así pues, vamos a fletar ese avión. Entérese del precio y las posibilidades, pero absténgase de hacer ningún tipo de reserva. Mientras tanto, quiero averiguar algo más sobre el modo de llegar allí por tierra. Si no quiere venir conmigo, de acuerdo; pero tiene que encontrar a alguien que me lleve.
—Veré qué puedo hacer.
Durante los días siguientes se encontraron varias veces. La frialdad inicial del señor Fish desapareció totalmente y Boulware notaba que se iban haciendo amigos. El señor Fish era despierto y tenía facilidad de palabra. Aunque no era un delincuente, sabía saltarse la ley si el riesgo y la recompensa estaban en consonancia en opinión de Boulware. Éste simpatizaba un poco con esa actitud, pues también él se saltaría las leyes si las circunstancias lo obligaran.
El señor Fish era también un agudo inquisidor, y poco a poco Boulware le contó toda la historia. Probablemente, Paul y Bill no tendrían pasaporte, hubo de reconocer, pero una vez en Turquía conseguirían uno en el consulado norteamericano más próximo. Paul y Bill quizá tuvieran problemas para salir de Irán y quería estar preparado para cruzar la frontera él mismo, quizá en una avioneta, para sacarlos de allí. Nada de cuanto le contaba causó al señor Fish tanto pavor como la idea de viajar por territorio de los bandidos.
Sin embargo, al cabo de unos días, presentó a Boulware un hombre que tenía parientes entre los bandidos de las montañas. El señor Fish le susurró a Boulware que aquel individuo era un criminal, y desde luego lo parecía; tenía una cicatriz en el rostro y los ojos pequeños como cuentas. Dijo que podía garantizar a Boulware paso libre hasta la frontera y seguridad en el regreso, y que sus parientes podían incluso llevar a Boulware al otro lado de la frontera, a territorio iraní, si era preciso.
Boulware llamó a Dallas y le contó el plan a Merv Stauffer. Stauffer hizo llegar las novedades a Coburn, en clave, y Coburn se las pasó a Simons. Éste vetó la idea. Si se trataba de un criminal, señaló Simons, no podían fiarse de él.
Boulware sintió irritación. Había tenido problemas para poner en marcha todo aquello, ¿o acaso creía Simons que era fácil tratar con aquella gente? Y si uno quería viajar por tierras de bandidos, ¿quién mejor que un bandido como escolta? Pero Simons era el jefe, y Boulware no tenía más opción que pedir al señor Fish que empezara de nuevo.
Mientras tanto, Sculley y Schwebach volaban a Estambul.
El dúo de la muerte viajaba en un avión de Londres a Teherán vía Copenhague cuando los iraníes cerraron de nuevo el aeropuerto, y así fue cómo Sculley y Schwebach se encontraron con Boulware. Encerrados en el hotel, a la espera de que algo sucediera, a los tres les entró claustrofobia. Schwebach volvió a sentirse en su papel de boina verde e intentó hacerles mantenerse en forma a base de subir y bajar las escaleras del hotel. Boulware lo hizo una vez y lo dejó. Estaban impacientes con Simons, Coburn y Poché, que parecían estar en Teherán sin hacer nada. ¿Por qué no ponían algo en marcha? Después, Simons envió a Sculley y Schwebach a Estados Unidos otra vez. El dúo dejó sus radios a Boulware.
Cuando el señor Fish vio los aparatos, tuvo un sobresalto. En Turquía era absolutamente ilegal la posesión de transmisores de radio, dijo. Incluso las radios normales y los transistores tenían que ser registrados por el gobierno, por temor a que sus componentes pudieran ser utilizados por los terroristas para construir emisores.
—¿No se da cuenta de lo sospechoso que resulta usted? —le dijo a Boulware—. Tiene una cuenta de teléfono de un par de miles de dólares a la semana y paga en efectivo. No parece estar aquí de negocios. Seguro que las camareras han visto las radios y han hablado de ello. Ahora mismo, ya lo deben de tener bajo vigilancia. Olvídese de sus amigos de Irán, usted también terminará en la cárcel.
Boulware accedió a desprenderse de las radios. Lo peor de la aparentemente infinita paciencia de Simons era que cuanto más se retrasaban, más problemas surgían. Ahora Sculley y Schwebach no podían volver a Irán, y todos seguían sin radios. Mientras, Simons seguía diciendo no a una cosa tras otra. El señor Fish señaló que había dos puntos fronterizos entre Irán y Turquía, uno en Sero y otro en Barzagán. Simons escogió Sero. El señor Fish apuntó que Barzagán era mayor y un poco más civilizada, y que todos estarían un poco más seguros allí. Simons contestó que no.
Se encontró un nuevo escolta que acompañara a Boulware hasta la frontera. El señor Fish tenía un colega cuyo cuñado estaba en la Milli Istihbarat Teskilati, o MIT, el equivalente turco a la CIA. Este policía secreta se llamaba Ilsmán. Sus credenciales asegurarían a Boulware protección armada en territorio de los bandidos. Sin tales credenciales, decía el señor Fish, los civiles corrían peligro no sólo ante los bandidos, sino también ante el ejército turco.
El señor Fish estaba muy nervioso. Cuando fueron a ver a Ilsmán, sometió a Boulware a las típicas intrigas de las películas, con cambios de coches y saltos a autobuses, durante tramos del recorrido, como si intentara quitarse de encima a algún perseguidor. Boulware no comprendía la necesidad de todo aquello si realmente iban a visitar a un ciudadano perfectamente respetable que, casualmente, trabajaba en el Servicio de Inteligencia. Sin embargo, Boulware era extranjero en un país extraño y tenía que seguir al señor Fish y confiar en él.
Terminaron ante un gran bloque de pisos medio derruido en un barrio de la ciudad que no conocía. No había luz (igual que en Teherán) y al señor Fish le costó encontrar el piso en la oscuridad. Al principio no contestó nadie. Su afán por el secreto se rompió en ese punto, pues tuvo que llamar a golpetazos a la puerta durante un tiempo que pareció media hora, y todos los demás inquilinos del edificio pudieron, mientras tanto, estudiar detenidamente a los visitantes. Boulware se quedó allí como si fuera un hombre blanco en Harlem. Finalmente, una mujer abrió y entraron.
Era un piso pequeño y gris, lleno de muebles viejos y apenas iluminado por un par de velas. Ilsmán era un hombre bajo y gordo, más o menos de la edad de Boulware, unos treinta y cinco años. Hacía mucho que Ilsmán no debía de verse los pies. Era un tipo realmente obeso. Le recordó a Boulware al estereotipado sargento de policía del cine, con el traje demasiado pequeño, la camisa sudada y una corbata arrugada, atada al lugar donde debería haber estado el cuello, en caso de haberlo tenido.
Tomaron asiento y la mujer, la señora Ilsmán, supuso Boulware, les sirvió el té (igual que en Teherán). Boulware le explicó el problema, y el señor Fish hizo la traducción. Ilsmán mantuvo una actitud suspicaz. Interrogó a Boulware acerca de los dos fugitivos. ¿Cómo podía estar seguro de que fueran inocentes? ¿Por qué no tenían pasaporte? ¿Qué introducirían en Turquía? Al final, pareció convencerse de que Boulware era sincero con él y se ofreció a recoger a Paul y Bill en la frontera y a llevarlos a Estambul por ocho mil dólares, todo incluido.
Boulware se preguntó si Ilsmán era lo que le habían dicho. Pasar norteamericanos al país era un extraño pasatiempo para un agente de Inteligencia. Y si Ilsmán era del MIT, ¿quién era el que el señor Fish pensaba que los había seguido por toda la ciudad?
Quizá Ilsmán estuviera actuando por su cuenta. Ocho mil dólares era mucho dinero en Turquía. Incluso era posible que Ilsmán informara a sus superiores de lo que estaba haciendo. Después de todo, debía de pensar Ilsmán, si la historia de Boulware era cierta no causaba ningún daño colaborando, y si Boulware mentía, el mejor modo de averiguar en qué estaba metido era acompañarlo a la frontera.
Fuera como fuese, en aquel momento Ilsmán parecía lo mejor que Boulware podía conseguir. Accedió a la cantidad, e Ilsmán destapó una botella de whisky.
Mientras los demás miembros del grupo de rescate se impacientaban en varias partes del mundo, Simons y Coburn recorrían la ruta de Teherán a la frontera turca.
El reconocimiento del terreno era un lema para Simons, quien quería familiarizarse con cada centímetro de la ruta de escape antes de meterse en ella con Paul y Bill. ¿Qué intensidad alcanzaba la lucha en esa parte del país? ¿Qué grado de presencia policial había? ¿Eran transitables los caminos en invierno? ¿Estaban abiertas las gasolineras?
De hecho, había dos rutas que llevaban a Sero, el punto fronterizo que había escogido. (Prefería Sero porque era un puesto poco frecuentado situado junto a un pueblecito, por lo que habría menos gente y la frontera estaría poco vigilada, mientras que Barzagán, la alternativa que recomendaba el señor Fish, estaría más transitada). La ciudad iraní más próxima a Sero era Rezaiyeh. En medio de la ruta de Teherán a Rezaiyeh estaba el lago del mismo nombre, de ciento cincuenta kilómetros de largo. Se tenía que bordear, bien por el norte o por el sur. La ruta del norte pasaba por ciudades más grandes y tendría mejores carreteras. Por tanto, Simons prefirió la del sur, siempre que las carreteras fueran transitables. En el viaje de reconocimiento, había decidido, comprobaría ambas rutas, la norte a la ida y la sur a la vuelta.
Decidió también que el mejor tipo de vehículo para el viaje eran los Range Rover británicos, una mezcla de jeep y furgoneta. Ahora no quedaba ningún vendedor de coches o tienda abierta en Teherán, así que Coburn le encomendó a el Motorista la tarea de buscar dos Range Rover. El método ideado por el Motorista para solucionar el problema llevaba el sello de su ingenio característico. Imprimió un anuncio con su número de teléfono y el mensaje: «Si le interesa vender su Range Rover, llame a este número». Después, se dio una vuelta con su moto y puso una copia del anuncio bajo el limpiaparabrisas de todos los Range Rover que vio aparcados.
Consiguió dos vehículos por 20 000 dólares cada uno, y compró también herramientas y piezas de repuesto para las reparaciones menores de cualquier naturaleza.
Simons y Coburn llevaron consigo a dos iraníes, Majid y un primo de éste que era profesor de la escuela agrícola de Rezaiyeh. El profesor había acudido a Teherán a meter en un avión con destino a Estados Unidos a su mujer y sus hijos. La coartada de Simons para el viaje era precisamente acompañar a Rezaiyeh al individuo en cuestión.
Partieron de Teherán a primera hora de la mañana, con uno de los bidones de 250 litros de Keane Taylor en la parte de atrás. Durante los primeros ciento cincuenta kilómetros, hasta Qazvin, había una autopista moderna. Después de Qazvin, la carretera era una pista asfaltada de dos carriles. Las laderas de las colinas estaban cubiertas de nieve, pero la carretera en sí estaba despejada. Si todo el camino hasta la frontera era así, pensó Coburn, podían recorrer la distancia en un día.
Se detuvieron en Zanjan, a trescientos kilómetros de Teherán y a igual distancia de Rezaiyeh, y conversaron con el jefe local de policía, que era pariente del profesor. (Coburn no lograba nunca comprender del todo las relaciones familiares de los iraníes. Parecían utilizar la palabra «primo» de un modo muy impreciso). Aquella parte del país estaba tranquila, decía el jefe de policía; si encontraban algún problema sería en la zona de Tabriz.
Siguieron viaje toda la tarde por carreteras secundarias, estrechas pero aceptables. Tras otros ciento cincuenta kilómetros llegaron a Tabriz. Estaba produciéndose una manifestación, pero no era en absoluto del estilo violento que solía verse en Teherán, e incluso se atrevieron a dar un paseo por el bazar.
Por el camino, Simons había estado hablando con Majid y el profesor. Parecía una simple charla intrascendente, pero para entonces Coburn ya conocía bien la técnica de Simons y sabía que el coronel estaba tanteándolos a ambos, antes de decidir si podía confiar en ellos. Hasta entonces, el diagnóstico parecía favorable, pues Simons empezaba a soltar insinuaciones sobre el auténtico propósito del viaje.
El profesor decía que el campesinado de Tabriz era favorable al Sha, así que, antes de proseguir, Simons colocó una fotografía del Sha en el parabrisas.
El primer indicio de problemas surgió a unos kilómetros al norte de Tabriz, cuando tuvieron que detenerse ante un obstáculo que yacía en la carretera. Era obra de aficionados, apenas un par de troncos cruzados en la ruta de modo tal que los coches podían rodearlos a marcha lenta pero no saltarlos a toda velocidad. Detrás de los troncos había campesinos armados de palos y hachas.
Majid y el profesor hablaron con los campesinos. El profesor mostró su carnet universitario y dijo que los norteamericanos eran científicos que colaboraban con él en un proyecto de investigación. Era evidente, pensó Coburn, que el grupo de rescate necesitaría llevar iraníes cuando hicieran, si lo hacían, el viaje con Paul y Bill, para afrontar situaciones como aquélla.
Los campesinos los dejaron pasar.
Poco después, Majid se detuvo e hizo señas a un vehículo que se acercaba en dirección opuesta. El profesor habló unos minutos con el conductor del otro coche e informó de que la siguiente ciudad, Quoy, era anti-Sha. Simons quitó el retrato del Sha del parabrisas y colocó otro del ayatollah Jomeini. De allí en adelante detuvieron regularmente a los coches que se cruzaban, y cambiaban de retrato según la política de cada lugar.
A las afueras de Quoy había otra barricada.
Igual que la primera, parecía obra de aficionados, y estaba guardada por civiles; sin embargo, en esta ocasión, los hombres y muchachos desharrapados situados tras los troncos llevaban fusiles.
Majid detuvo el coche y bajaron todos.
Coburn vio con terror cómo un adolescente lo apuntaba con su arma.
Se quedó helado.
El arma era una pistola Llama de 9 milímetros. El muchacho parecía tener unos dieciséis años. Probablemente nunca había manejado un arma de fuego hasta aquel día. Los aficionados con armas eran muy peligrosos. El muchacho asía la pistola con tal fuerza que tenía los nudillos blancos. Coburn tenía miedo. En Vietnam le habían disparado muchas veces, pero lo que le daba miedo ahora era la posibilidad de que lo mataran por un maldito accidente.
—Ruski —dijo el muchacho—. Ruski.
«Me ha tomado por un ruso», comprendió Coburn.
Quizá se debía a su barba pelirroja y descuidada y al gorrito negro de lana.
—No, american —contestó Coburn.
El muchacho dejó la pistola apuntada contra él.
Coburn se quedó mirando aquellos nudillos blancos y pensó: «Ojalá a este golfo no le dé por estornudar».
Los individuos cachearon a Simons, Majid y el profesor. Coburn, que no podía apartar los ojos del muchacho, oyó decir a Majid:
—Están buscando armas.
La única arma que tenían era una navaja que Coburn llevaba en una funda debajo de la camisa, a la espalda.
Un hombre empezó a cachear a Coburn, y por fin el muchacho bajó la pistola.
Coburn volvió a respirar.
Entonces se preguntó qué sucedería si le encontraban la navaja.
Los hombres se tragaron la historia del proyecto científico.
—Se disculpan por haber cacheado al viejo —dijo Majid. El «viejo» era Simons, que tenía ahora todo el aspecto de un anciano campesino iraní—. Podemos seguir —añadió Majid.
Subieron al coche y continuaron.
Después de Quoy se dirigieron hacia el sur, circundando el vértice norte del lago Rezaiyeh, y descendieron por la orilla occidental hasta los arrabales de Rezaiyeh.
El profesor los guió hasta la ciudad por caminos remotos y no vieron más barricadas. Habían pasado doce horas desde que salieran de Teherán, y ahora estaban a una hora de distancia del paso fronterizo de Sero.
Aquella noche cenaron todos chella kebab, el plato típico iraní de arroz y cordero, con el casero del profesor, que era precisamente oficial de aduanas. Majid presionó suavemente al hombre para sonsacarle, y se enteró de que había muy poca actividad en el sector fronterizo de Sero.
Pasaron la noche en casa del profesor, un edificio de dos plantas situado en las afueras de la ciudad.
Al día siguiente por la mañana, Majid y el profesor se llegaron hasta la frontera y regresaron. Informaron de que no había barricadas y que la ruta estaba bien. Después, Majid bajó a la ciudad para encontrar un contacto al que comprarle algún arma de fuego, y Simons y Coburn fueron hasta la frontera.
Vieron que había un pequeño puesto con sólo dos guardias. Había también un almacén, una báscula para camiones y una garita. La carretera estaba cerrada por una cadena baja tendida entre un poste a un lado y la pared de la garita al otro. Tras la cadena había unos doscientos metros de tierra de nadie, y después otro puesto fronterizo, aún más pequeño, en el lado turco.
Salieron del coche y dieron un vistazo. El aire era puro, penetrante y muy frío. Simons señaló hacia la ladera de las colinas.
—¿Ve los caminos?
Coburn siguió la dirección que Simons señalaba. En la nieve, justo detrás del puesto fronterizo, había un sendero por donde una pequeña caravana había cruzado la frontera, descaradamente cerca de los guardias.
Coburn alzó la mirada y vio un único cable telefónico que corría montaña abajo desde la garita. Un solo corte y los guardias quedaban desconectados del mundo.
Bajaron la colina y tomaron un camino secundario, apenas un sendero enfangado, que llevaba a las colinas. Al cabo de un kilómetro, más o menos, llegaron a un pueblecito, no más de una docena de casas hechas de madera o adobe. En su titubeante turco, Simons preguntó por el jefe. Apareció un hombre de mediana edad con unos pantalones bombachos, chaleco y turbante. Coburn atendió a lo que decía Simons, sin enterarse de nada. Por fin, Simons estrechó la mano del jefe y se fueron.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Coburn mientras se alejaban.
—Le he dicho que quería cruzar la frontera a caballo de noche, con algunos amigos.
—¿Qué ha contestado?
—Dice que puede arreglarse.
—¿Cómo sabía que precisamente la gente de este pueblo eran contrabandistas?
—Mire alrededor —contestó Simons.
Coburn le obedeció y contempló las laderas desnudas, cubiertas de nieve.
—¿Qué se ve? —preguntó Simons.
—Nada.
—Exacto. Aquí no hay agricultura ni industria. ¿Cómo puede sobrevivir entonces esta gente? Haciéndose todos contrabandistas.
Regresaron al Range Rover y volvieron a Rezaiyeh. Aquella noche, Simons le explicó su plan a Coburn.
Simons, Coburn, Poché, Paul y Bill saldrían de Teherán hacia Rezaiyeh en los dos Range Rover. Se llevarían a Majid y al profesor con ellos, como intérpretes. En Rezaiyeh, pernoctarían en casa del profesor. El lugar era ideal; no vivía nadie más, estaba alejado de otras casas, y desde allí salían varios caminos tranquilos que llevaban a campo abierto. Entre Teherán y Rezaiyeh irían desarmados; a juzgar por lo que habían visto en las barricadas de la ruta, llevar armas les podía ocasionar problemas. En cambio, en Rezaiyeh les aguardarían armas. Majid había encontrado un contacto en la ciudad que les vendería escopetas Browning de calibre 12 por seis mil dólares cada una. Aquel mismo individuo podía conseguir pistolas Llama.
Coburn cruzaría la frontera legalmente en uno de los Range Rover y se encontraría con Boulware, quien también llevaría un coche, en el lado turco de la frontera. Simons, Poché, Paul y Bill cruzarían la frontera en caballerías con los contrabandistas. (Querían las armas precisamente por si los contrabandistas decidían en un momento dado «perderlos» por las montañas). Ya al otro lado, se encontrarían con Coburn y Boulware. Después, acudirían todos al consulado norteamericano más próximo y pedirían pasaportes nuevos para Paul y Bill. A continuación, volarían a Dallas.
Era un buen plan, pensó Coburn. Ahora comprendía que Simons había tenido razón en escoger Sero en lugar de Barzagán, pues sería más difícil cruzar clandestinamente la frontera en una zona más civilizada, y más poblada.
Regresaron a Teherán al día siguiente. Salieron tarde e hicieron casi todo el camino de noche para asegurarse de llegar allí por la mañana, cuando el toque de queda estuviese ya levantado. La carretera era un camino sin asfaltar de un solo carril que atravesaba las montañas. Era la ruta del sur, que cruzaba la pequeña ciudad de Mahabad. El tiempo no pudo ser peor: nieve, hielo y fuertes vientos. Sin embargo, la carretera era transitable y Simons decidió utilizar aquella ruta, en lugar de la del norte, para la huida de verdad. Si es que llegaba el día.