El grupo de rescate de Teherán estaba compuesto ahora por Simons, Coburn, Poché, Sculley y Schwebach. Simons decidió que Boulware, Davis y Jackson no acudieran a Irán. La idea de rescatar a Paul y Bill mediante un ataque frontal había quedado descartada, así que no se precisaba un grupo tan numeroso. Envió a Glenn Jackson a Kuwait para investigar aquel paso de la ruta meridional de salida de Irán. Boulware y Davis regresaron a Estados Unidos a la espera de nuevas órdenes.
Majid informó a Coburn de que el general Mohari, el hombre que estaba al mando de la prisión de Gasr, no era fácil de corromper, pero que tenía dos hijas en escuelas norteamericanas. El grupo discutió brevemente la posibilidad de secuestrar a las chicas y obligar a Mohari a dejar escapar a Paul y Bill, pero al fin rechazaron la propuesta. (Perot se subió por las paredes al enterarse de que habían llegado a considerarla). La idea de sacar a Paul y Bill en el maletero de un coche fue archivada de momento, para estudiarla más tarde.
Durante dos o tres días se concentraron en el procedimiento a seguir si Paul y Bill eran puestos en arresto domiciliario. Fueron a inspeccionar las casas que habían ocupado ambos antes de la detención. El «secuestro» sería fácil si Dadgar no ponía a Paul y Bill bajo vigilancia. El grupo, decidieron, utilizaría dos coches. El primero llevaría a Paul y Bill. El segundo, que los seguiría a cierta distancia, llevaría a Sculley y Schwebach, que se responsabilizarían de eliminar a cualquiera que intentara seguir al primero. De nuevo, el mortífero dúo se encargaría del trabajo violento.
Ambos coches, decidieron, se mantendrían en contacto por radio de onda corta. Coburn llamó a Dallas, habló con Merv Stauffer, y le pidió lo necesario. Boulware llevaría las radios a Londres. Schwebach y Sculley salieron hacia la capital inglesa a fin de encontrarse con él y recoger el material. Durante la estancia en Londres, el dúo de la muerte intentaría conseguir buenos mapas de Irán para utilizarlos durante la escapada del país, en caso de que el grupo huyera por carretera. (En Teherán no se encontraban buenos mapas del país, como bien había descubierto el «Jeep Club» en otros tiempos más felices. Gayden decía que los mapas persas eran del estilo de «gire a la izquierda al llegar al esqueleto del caballo»).
Simons quería estar preparado también para la tercera posibilidad, la de que Paul y Bill fueran liberados por una turba que asaltara la prisión. ¿Qué podía hacer el grupo ante tal eventualidad? Coburn seguía constantemente la situación de la ciudad, llamaba a sus contactos en la Inteligencia militar norteamericana y hablaba con varios empleados iraníes de toda confianza. Si la prisión iba a ser asaltada, él lo sabría de inmediato. Y entonces, ¿qué? Alguien debería buscar a Paul y Bill y llevarlos a lugar seguro, pero un grupo de norteamericanos metidos en un coche en medio de unos disturbios sería demasiado conspicuo, Paul y Bill estarían más seguros si se mezclaban inadvertidamente con la multitud de presos que se evadían. Simons le dijo a Coburn que hablara con Paul de aquella posibilidad la próxima vez que visitara la cárcel y le diera instrucciones para que se dirigiera al Hotel Hyatt.
Sin embargo, no había ninguna razón para que no fuera un iraní quien buscara a Paul y Bill en medio del tumulto. Simons le pidió a Coburn que le recomendara a un empleado iraní de la EDS que fuera realmente hábil en la calle.
Coburn pensó inmediatamente en Rashid.
Rashid era un joven de veintitrés años, de tez oscura y bastante atractivo, proveniente de una familia rica de Teherán. Había terminado el programa de instrucción de la EDS para ingenieros de sistemas. Era inteligente, tenía recursos para todo, y un encanto inagotable. Coburn recordaba aún la última vez que Rashid había mostrado su talento para la improvisación. Los empleados del Ministerio de Sanidad, que se encontraban en huelga parcial, se habían negado a realizar el programa de datos para el sistema de pago de nóminas, pero Rashid cogió todos los datos a programar, se los llevó al Banco Omran y convenció a alguien para que hiciera la programación; después, sólo tuvo que introducir el programa en el ordenador del ministerio. El único problema que presentaba Rashid era que había que tenerlo siempre controlado, pues nunca consultaba con nadie antes de llevar a la práctica sus heterodoxas ideas. Conseguir la programación de los datos como lo había hecho constituía una violación de la huelga, y pudo haber metido a la EDS en un buen lío. De hecho, cuando Bill se enteró de lo sucedido, su reacción fue más de nerviosismo que de satisfacción. Rashid era excitable e impulsivo, y su inglés no era muy bueno, por ello tendía a precipitarse y a seguir sus propios impulsos sin consultar con nadie, tendencia que ponía nerviosos a sus jefes.
Sin embargo, siempre se salía con la suya. No tenía problemas para entrar y salir de donde fuera a base de verborrea. En el aeropuerto, cuando iba a recibir o a despedir a alguien, siempre se las ingeniaba para saltarse todas las barreras de «sólo pasajeros» incluso sin llevar tarjeta de embarque, billete o pasaporte alguno que enseñar. Coburn lo conocía bastante y le caía lo suficientemente bien como para haberlo invitado a cenar a su casa varias veces. Coburn, asimismo, tenía absoluta confianza en él, en especial desde la huelga, cuando Rashid se transformó en uno de sus principales informadores sobre cuáles eran los empleados iraníes más hostiles.
Con todo, Simons no estaba dispuesto a confiar ciegamente en Rashid sólo porque Coburn lo dijera. Igual que había insistido en conocer a Keane Taylor antes de hacerlo partícipe del secreto, también quería hablar con Rashid antes de nada.
Coburn, pues, arregló la entrevista.
Cuando Rashid tenía ocho años, quería ser presidente de Estados Unidos.
A los veintitrés años, ya sabía que nunca llegaría a presidente, pero seguía queriendo ir a Norteamérica, y la EDS iba a ser su salvoconducto. Sabía que dentro de sí llevaba a un gran comerciante. Era un estudioso de la psicología del ser humano, y no le había costado mucho entender la mentalidad de la gente de la EDS. Allí querían resultados, no excusas. Si le daban un trabajo a uno, siempre era mejor hacer un poco más de lo esperado. Si por alguna razón la tarea era difícil, o incluso imposible, era preferible no negarse; allí se odiaba a la gente que se lamentaba de los problemas. No se debía decir nunca: «No puedo hacerlo porque…». Siempre había que responder: «Aquí están los progresos que he hecho hasta ahora, y aquí está la cuestión en la que estoy trabajando ahora». Además, sucedía también que a Rashid esas actitudes le cuadraban perfectamente. Se había hecho útil a la EDS, y sabía que la empresa lo apreciaba.
Su mayor logro había sido la instalación de terminales de ordenador en los despachos donde el personal iraní se mostraba receloso y hostil. Tan grande era la resistencia que Pat Sculley había sido incapaz de instalar más de dos al mes; Rashid instaló las dieciocho que quedaban en dos meses. Pensó en hacer valer aquel éxito. Escribió una carta a Ross Perot, quien, según sus datos, era el jefe de la EDS, pidiéndole que se le permitiera completar su preparación en Dallas. Intentó pedirles a todos los altos directivos de la EDS en Teherán que firmaran la carta, pero los acontecimientos se lo impidieron, la mayor parte de los directivos habían sido evacuados y la EDS de Irán estaba cayéndose a pedazos. Por ello, nunca llegó a enviar la carta. Ahora, por tanto, tenía que pensar en otro método.
Siempre sabía encontrar el modo de hacer cualquier cosa. No había nada imposible para Rashid. Era capaz de todo. Incluso había conseguido ser licenciado del ejército. En una época en que miles de jóvenes iraníes de clase media estaban gastando fortunas en sobornos para evitar el servicio militar, Rashid, tras unas cuantas semanas de uniforme, convenció a los médicos de que tenía una enfermedad nerviosa incurable que le provocaba movimientos espasmódicos. Sus compañeros y superiores sabían que estaba en perfecto estado de salud, pero cada vez que veía a un médico se ponía a dar sacudidas incontrolables. Estuvo ante un tribunal médico y se pasó horas simulando la enfermedad, en un esfuerzo que, descubrió, resultaba totalmente agotador. Por último, fueron tantos los médicos que certificaron la enfermedad que consiguió los papeles de la licencia. Era una locura, algo ridículo, imposible…, pero hacer lo imposible era una práctica normal para Rashid.
Por tanto, estaba convencido de que iría a Norteamérica. No sabía cómo, pero tampoco era su estilo planificar cuidadosa y elaboradamente las cosas. Era un hombre impulsivo, un improvisador, un oportunista. Ya se presentaría su oportunidad, y sabría aprovecharla.
El señor Simons le intrigaba. No era como los demás directivos de la empresa. Todos éstos tenían entre treinta y cuarenta y pocos años, mientras que Simons estaba más cerca de los sesenta. Su cabello largo, su bigote canoso y su gran nariz parecían más iraníes que norteamericanos. Por último, no le venía a uno directamente con órdenes. Los directivos como Sculley y Coburn le decían a uno: «Ésta es la situación, y esto es lo que quiero que haga, y tiene que estar mañana por la mañana…» Simons, en cambio, sólo le había dicho: «Vamos a pasear un rato».
Rashid y Simons anduvieron por las calles de Teherán. El iraní se encontró hablando de su familia, del trabajo que hacía en la EDS y de sus opiniones sobre la psicología del ser humano. Continuamente se oían disparos y las calles estaban repletas de gente que se manifestaba y entonaba cánticos. Por todas partes se adivinaban los restos de batallas pasadas, coches volcados y edificios incendiados.
—Los marxistas destrozan los coches caros y los musulmanes arrasan las tiendas de licores —le explicó a Simons.
—¿Por qué está sucediendo todo esto? —preguntó Simons.
—Es el momento de que los iraníes se prueben a sí mismos, de que pongan en práctica sus ideas, de que consigan la libertad.
Al cabo de un rato, se encontraron en la plaza Gasr, frente a la prisión.
—En esa cárcel —comentó Rashid—, hay muchos iraníes encerrados sólo por pedir libertad.
Simons señaló hacia la multitud de mujeres envueltas en su chador.
—¿Qué hacen esas mujeres?
—Sus esposos e hijos están encarcelados injustamente y por eso se reúnen aquí, llorando, lamentándose y gritando a los guardianes que dejen libres a los presos.
—Bueno, supongo que yo también siento por Paul y Bill lo mismo que esas mujeres por sus hombres.
—Sí, yo también estoy muy preocupado por Paul y Bill.
—¿Y qué hace usted por ellos?
Rashid quedó desconcertado un instante.
—Hago todo lo que puedo para ayudar a mis amigos norteamericanos —contestó. Se refería a los perros y gatos.
Una de sus tareas en aquella época consistía en cuidar de todos los animales domésticos que los evacuados habían tenido que dejar en Teherán, entre ellos cuatro perros y doce gatos. Rashid no había tenido nunca animales de compañía y no sabía cómo tratar a los perros grandes y agresivos. Cada vez que llegaba al piso donde se guardaban los perros para darles de comer, tenía que contratar a dos o tres hombres en la calle para qué lo ayudaran a contener a los animales. Ya había llevado dos veces a todos los animales al aeropuerto, encerrados en jaulas, al oír que tal o cual vuelo los admitiría. Sin embargo, en ambas ocasiones el vuelo había sido cancelado. Pensó en contarle aquello a Simons, pero por alguna razón sabía que Simons no quedaría muy impresionado.
El norteamericano tenía algo en la cabeza, pensó Rashid. Y no debía de ser un asunto de trabajo. Simons le imponía respeto; era un hombre experimentado y se le notaba en la mera expresión de su rostro. Rashid no creía en la experiencia. Creía en la educación rápida. En la revolución, no en la evolución. Le gustaba el camino de en medio, el atajo, el desarrollo acelerado, el sobrealimentador. Simons era distinto. Era un hombre paciente y Rashid, al analizar la psicología del otro, comprendía que aquella paciencia era consecuencia de una poderosa voluntad. Cuando llegara el momento, pensó Rashid, Simons le haría saber lo que quería de él. Simons se detuvo y le preguntó:
—¿Sabe usted algo de la Revolución Francesa?
—Un poco.
—Este lugar me recuerda la Bastilla, es un símbolo de la opresión.
Era una buena comparación, pensó Rashid. Simons prosiguió:
—Los revolucionarios franceses asaltaron la Bastilla y liberaron a los presos.
—Creo que aquí sucederá lo mismo. Al menos, es una posibilidad.
Simons asintió.
—Si llega a suceder, tendría que haber aquí alguien que pudiera hacerse cargo de Paul y Bill.
—En efecto —contestó Rashid. «Ése seré yo», pensó para sí.
Permanecieron un rato más en la plaza de Gasr, contemplando los altos muros y las enormes verjas, y las mujeres que lloraban con sus túnicas negras. Rashid recordó su lema: hacer siempre un poco más de lo que la EDS pedía de él. ¿Qué sucedería si las turbas no se fijaban en la prisión de Gasr? Quizá fuera preferible asegurarse de que no sucediera así. Las multitudes no eran más que personas como Rashid, iraníes jóvenes y descontentos que querían cambiar de vida. No sólo debía unirse a la multitud, sino que debía dirigirla. Tenía que encabezar un asalto a la prisión. El, Rashid, debía rescatar a Paul y Bill.
No había nada imposible.