El buen humor de Perot se apagó pronto. Había entrado en la cárcel, desafiando a Dadgar, y había dado ánimos a Paul y Bill; sin embargo, Dadgar todavía tenía todas las cartas. Al sexto día de estancia en Teherán, comprendió por qué no había hecho efecto toda la presión política que había estado ejerciendo en Washington; el viejo régimen iraní luchaba por su supervivencia y había perdido el control. Incluso si podía pagar la fianza, antes de lo cual habían de resolverse todavía un montón de problemas, Paul y Bill deberían permanecer en Irán. Y el plan de rescate de Simons volvía a estar en pañales, se había venido abajo por el cambio a la nueva prisión. No parecía haber esperanzas.
Aquella noche Perot fue a ver a Simons.
Esperó hasta que oscureció, para mayor seguridad. Llevaba su chándal, zapatillas, y un sobretodo oscuro. Keane Taylor lo acompañó en el coche.
El equipo de rescate ya no estaba en casa de Taylor. Éste había estado con Dadgar cara a cara, y Dadgar había empezado a examinar los archivos de la EDS; cabía la posibilidad, pensaba Simons, de que Dadgar mandara hacer un registro de la casa de Taylor, en busca de documentos comprometedores. Así pues, Simons, Coburn y Poché vivían ahora en casa de Bill y Tony Dvoranchik, que habían regresado a Dallas. Dos miembros más del grupo habían llegado a Teherán procedentes de París:, Pat Sculley y Jim Schwebach, el reducido pero mortífero dúo que tenía que ser el guardaflancos en el proyecto original de rescate, ahora ya descartado.
Siguiendo la norma típica de Teherán, el hogar de los Dvoranchik ocupaba la planta baja de un edificio de dos pisos, y el casero vivía en el piso de arriba. Taylor y los miembros del grupo de rescate dejaron solos a Simons y Perot. Éste echó una mirada al salón con gesto de desagrado. Quizá el lugar hubiera estado impoluto cuando los Dvoranchik vivían en él, pero ahora, habitado por cinco hombres, ninguno de los cuales demostraba interés alguno por los trabajos del hogar, estaba sucio y descuidado, y apestaba a los puritos de Simons.
El enorme corpachón de Simons descansaba pesadamente en un sillón. Su mostacho cano aparecía despeinado, y llevaba el cabello muy largo. Fumaba un purito tras otro, como siempre, aspirando profundamente y exhalando con placer.
—Ya ha visto usted la nueva prisión —dijo Perot.
—Sí —carraspeó Simons.
—¿Qué opina?
—La idea de tomar ese lugar mediante un ataque frontal como el que teníamos proyectado en la otra no merece la pena siquiera discutirse.
—Eso me imaginaba.
—Lo cual deja varias posibilidades.
«¿De veras?», pensó Perot.
Simons prosiguió:
—Una: Creo que hay coches aparcados en el recinto de la prisión. Podríamos encontrar un modo de sacar a Paul y Bill en el portamaletas de un coche; como parte de ese plan, o como alternativa, deberíamos conseguir sobornar o chantajear al general que está al mando del lugar.
—El general Mohari.
—Exacto. Uno de nuestros empleados iraníes está recogiendo un perfil del individuo.
—Bien.
—Dos: El equipo de negociadores. Si consiguen que Paul y Bill sean puestos en arresto domiciliario, podríamos intentar el rescate. Haga que Taylor y los demás se concentren en esa idea del arresto domiciliario. Ceda a cualquier condición que los iraníes quieran, pero sáquelos de esa cárcel. Si trabajamos con la idea de que estarán confinados en sus domicilios, y mantenidos bajo vigilancia, podemos planificar una nueva operación de rescate.
Perot empezaba a animarse. Había una cierta aura de confianza en torno a aquel hombretón. Hacía unos minutos, Perot se sentía casi desesperado; ahora, Simons estaba confeccionando tranquilamente una lista de nuevos enfoques del problema, como si el cambio de cárceles, los problemas de la fianza y el colapso del Gobierno legítimo del país fueran estorbos de poca importancia, en lugar de una catástrofe total.
—Tres —prosiguió Simons—: Aquí está en marcha una revolución. Y las revoluciones son fáciles de predecir. Siempre suceden las mismas cosas, cada maldita vez. No se puede decir cómo van a suceder, pero tarde o temprano acaban por producirse. Y una de las cosas que suceden siempre es que las masas irrumpen en las cárceles para liberar a los presos.
—¿Es cierto eso? —preguntó Perot, intrigado.
Simons asintió.
—Ésas son las tres posibilidades. Naturalmente, en este momento del juego no podemos decidirnos por una de ellas, sino que tenemos que prepararnos para las tres. Sea cual sea la primera en producirse, necesitamos un plan para sacar a todo el mundo de este maldito país en cuanto Paul y Bill estén en nuestras manos.
—Sí. —A Perot le preocupaba su propia salida de Irán, y pensaba que la de Paul y Bill iba a ser bastante más azarosa—. El Ejército norteamericano me ha prometido su ayuda…
—Sí, sí —le cortó Simons—. No digo que no sean sinceros, pero yo diría que tienen otras prioridades más importantes, y por tanto no estoy dispuesto a depositar una gran confianza en sus promesas.
—Muy bien.
Aquélla era una muestra del buen juicio de Simons, y Perot se alegró de dejar el asunto en sus manos. De hecho, le alegraba dejar cualquier cosa en manos de Simons. Probablemente, el coronel era el hombre más calificado del mundo para este trabajo, y Perot tenía una fe absoluta en él.
—¿Qué puedo hacer yo? —preguntó Perot.
—Regrese a Estados Unidos. Por un lado, corre usted peligro aquí. Por otro, lo necesitamos allí. Lo más probable es que, cuando al fin salgamos de Irán, no lo hagamos en un vuelo regular. Puede que ni utilicemos el avión. Tendrá usted que recogernos en algún lugar (puede ser Irak, Kuwait, Turquía o Afganistán), y eso requiere una buena organización. Regrese a casa y esté preparado.
—Muy bien. —Perot se levantó. Simons le había hecho lo mismo que solía hacer a su gente: inspirar la fuerza precisa para avanzar un kilómetro más cuando el juego parecía irremisiblemente perdido—. Saldré mañana.
Reservó pasaje en el vuelo 200 de British Airways, de Teherán a Londres vía Kuwait, que salía a las 10.20 horas del día 20 de enero, esto es, al día siguiente.
Llamó a Margot y le pidió que se encontrara con él en Londres. Quería pasar unos días a solas con ella. Quizá no volvieran a tener otra oportunidad una vez el rescate empezara a llevarse a cabo.
Habían pasado buenos ratos en Londres en otros tiempos. Solían alojarse en el Hotel Savoy. (Margot prefería el Claridge’s, pero Ross no; allí ponían demasiado alta la calefacción y, si se abrían las ventanas, el rugido del tráfico de Brook Street, continuo durante toda la noche, no le dejaba pegar ojo). Margot y él asistirían a conciertos y obras de teatro e irían al club nocturno londinense preferido de Margot, Annabel’s. Durante unos días, disfrutarían de la vida.
Si conseguía salir de Irán.
Para reducir al mínimo el tiempo que debería permanecer en el aeropuerto, se quedó en el hotel hasta el último minuto. Llamó al aeropuerto para confirmar si el vuelo saldría a su hora, y le respondieron afirmativamente.
Pasó el control de billetaje cerca de las diez.
Rich Gallagher, que lo acompañó al aeropuerto, fue a enterarse de si las autoridades proyectaban poner trabas a Perot. Gallagher ya había hecho lo mismo con anterioridad. Acompañado de un amigo suyo iraní que trabajaba en la PanAm, pasó el control de pasaportes llevando la documentación de Perot. El iraní explicó que venía «una persona muy importante», y pidió que rellenaran la hoja de salida de su pasaporte por adelantado. El encargado del mostrador repasó detenidamente la carpeta de hojas sueltas que contenía la lista de personas buscadas y dijo que el señor Perot tenía vía libre. Gallagher regresó con la buena noticia.
Perot siguió sin fiarse mucho. Si querían detenerlo, podían ser lo bastante listos para engañar a Gallagher.
El afable Bill Gayden, presidente de la EDS Mundial, estaba en camino para hacerse cargo del equipo de negociadores. Gayden había salido una vez más de Dallas camino de Teherán, pero al llegar a París había emprendido el regreso, tras enterarse del aviso de Bunny Fleischaker de que podían producirse nuevas detenciones. Ahora, igual que Perot, también él se había decidido a arriesgarse. Por una casualidad, su vuelo tomó tierra mientras Perot aguardaba que el suyo saliera, y tuvieron oportunidad de conversar.
En el portafolios, Gayden llevaba ocho pasaportes norteamericanos pertenecientes a ejecutivos de la EDS que se parecían vagamente a Paul y Bill.
—Creía —dijo Perot— que íbamos a disponer de pasaportes falsos para ellos. ¿No has encontrado modo de hacerlo?
—Sí —contestó Gayden—. Si uno necesita un pasaporte con urgencia, puede llevar toda la documentación a los juzgados de Dallas, ponerlo después todo en un sobre y remitirlo a Nueva Orleans, donde le hacen el pasaporte al instante. Los papeles se envían en un sobre normal del gobierno, sellado con cinta adhesiva, por lo que cualquiera puede abrirlo camino de Nueva Orleans, sacar las fotografías, reemplazarlas por las de Paul y Bill (tenemos varias), volver a sellar el sobre y, ¡bingo!, ya están listos los pasaportes para Paul y Bill, con sus nombres falsos. Pero todo eso es ilegal.
—Entonces, ¿cómo lo has arreglado?
—Les dije a los evacuados que necesitaba sus pasaportes para poder embarcar sus pertenencias desde Teherán. Recogí cien o doscientos pasaportes, y escogí los ocho mejores. También falsifiqué una carta de una persona de Estados Unidos a otra de Teherán que decía: «Aquí tiene los pasaportes que nos pidió devolviéramos para arreglar la situación con los encargados de inmigración». De este modo, yo tenía algo que mostrar si me preguntaban por qué diablos llevo encima ocho pasaportes.
—Si Paul o Bill utilizan esos pasaportes para cruzar una frontera, estarán quebrantando la ley de todos modos.
—Si llegamos a ese punto, todos habremos quebrantado las leyes.
—La idea tiene sentido —asintió Perot.
Se anunció su vuelo. Ross Perot se despidió de Gayden y de Taylor, que lo había traído al aeropuerto y que ahora llevaría a Gayden al Hyatt. A continuación, avanzó para saber qué ponía realmente en la lista de control de pasajeros.
Primero cruzó una puerta «sólo para pasajeros», donde comprobaron la tarjeta de embarque. Avanzó luego por un pasillo hasta una taquilla donde hizo efectiva una pequeña cantidad en concepto de tasas de aeropuerto. A continuación, a su derecha, vio una serie de mostradores de control de pasajeros. Allí se guardaban las listas de personas buscadas.
En uno de los mostradores había una muchacha totalmente absorta en la lectura de un librito de bolsillo. Perot se le acercó. Le tendió el pasaporte y un impreso de salida del país. El impreso tenía su nombre en la parte superior.
La muchacha tomó el impreso, abrió el pasaporte, incluyó en él la nota, selló el pasaporte y se lo devolvió sin mirarlo siquiera. Después, inmediatamente, volvió los ojos al libro.
Perot entró en el recinto de salidas.
El vuelo llevaba retraso.
Se sentó. Estaba sobre ascuas. En cualquier momento, la muchacha podía terminar el libro, o cansarse de él, y empezar a comparar la lista de personas buscadas con los nombres de los impresos amarillos. Después, se imaginó, iría por él la policía, los militares o los investigadores de Dadgar, y lo meterían en la cárcel, y Margot quedaría como Ruthie y Emily, sin saber si volvería a ver alguna vez a su marido.
Llevaba la vista al tablón de salidas cada pocos segundos. Seguía diciendo: «Retraso».
Durante la primera hora permaneció sentado en el borde de la silla.
Después, empezó a resignarse. Si tenían que cogerlo, lo cogerían igual, y no podía hacer nada a este respecto. Empezó a hojear una revista. Durante la hora siguiente leyó todo lo que llevaba en el portafolios. Después empezó a charlar con el hombre que se había sentado a su lado. Perot se enteró de que se trataba de un ingeniero inglés que trabajaba en Irán en un proyecto para una gran empresa británica. Pasaron un rato de charla, y se intercambiaron las revistas.
Perot pensó que al cabo de pocas horas estaría en una magnífica habitación de hotel con Margot… o en una cárcel iraní. Apartó de la mente tal idea. Pasó la hora del almuerzo y avanzó la tarde. Empezó a pensar que no iban a ir por él.
Por fin se anunció el vuelo para las seis en punto.
Perót se levantó. Si venían por él ahora…
Se unió al grupo de pasajeros y se acercó a la puerta de salida. Había un control de seguridad. Le cachearon y lo dejaron pasar.
Ya casi estaba, pensó mientras subía al aparato. Se sentó entre dos gordos, en un asiento de clase turista, pues era la única que había. Lo iba a conseguir.
Se cerraron las puertas y el avión empezó a avanzar.
Se detuvo un instante en la cabecera de la pista y cogió velocidad.
Despegaron. Lo había conseguido.
Siempre había sido afortunado.
Sus pensamientos regresaron a Margot. Se estaba tomando aquella crisis como lo había hecho con las aventuras de la campaña en favor de los prisioneros de guerra; comprendía el sentido del deber de su esposo y nunca se quejaba. Aquélla era la razón de que él pudiera centrarse bien en lo que tenía que hacer, y de que pudiera borrar los pensamientos negativos que pudieran justificar la inacción. Era afortunado de tener a Margot. Pensó en todos los hechos afortunados que le habían sucedido: unos buenos padres, poder entrar en la academia naval, conocer a Margot, tener unos hijos tan maravillosos, poner en marcha la EDS, conseguir que trabajara con él un gran equipo, con gentes tan valientes como los voluntarios que dejaba atrás en Teherán…
Se preguntó, con cierto tono supersticioso, si un individuo tenía una cierta cantidad limitada de suerte en la vida. Pensó en su suerte como la arena de un reloj antiguo que se escurriera lenta pero inexorablemente. ¿Qué sucedería, pensó, cuando se hubiese terminado?
El avión descendió hacia Kuwait. Ya estaba fuera del espacio aéreo iraní. Había escapado.
Mientras el avión cargaba combustible, se llegó por el pasillo hasta la portezuela abierta del avión y se quedó allí, respirando el aire fresco y haciendo caso omiso de la azafata que le pedía que regresara a su asiento. Una suave brisa recorría la pista de aterrizaje y era un alivio apartarse un instante de los gordos que llevaba a cada lado. La azafata lo dejó al fin por imposible y se fue a ocupar de otra cosa. Ross contempló la puesta de sol. Volvió a preguntarse cuánta suerte le debía de quedar aún.