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Emily Gaylord estaba sentada haciendo media. Estaba terminando un jersey para Bill.

Volvía a estar en casa de sus padres, en Washington, y transcurría otro día más de normalidad y callada desesperación. Había llevado a Vicky a su escuela y había vuelto a casa para llevar a Jackie, Jenny y Chris a la suya. Había pasado por casa de su hermana Dorothy y había conversado un rato con ella y su esposo, Tim Reardon. Tim todavía se esforzaba por que el senador Kennedy y el congresista Tip O’Neill hicieran presión sobre el Departamento de Estado.

Emily vivía obsesionada con Dadgar, el hombre que tenía poder para encerrar a su marido en la cárcel y retenerlo allí. Quería enfrentarse con Dadgar ella misma, y preguntarle personalmente por qué le estaba haciendo aquello. Incluso le había pedido a Tim que intentara conseguirle un pasaporte diplomático, para poder llegar a Irán y llamar a la puerta de Dadgar. Tim la consideró una idea bastante descabellada, y Emily se dio cuenta de que tenía razón. Sin embargo, estaba desesperada por hacer algo, por conseguir que Bill volviera.

Ahora estaba a la espera de la llamada diaria de Dallas. Habitualmente, llamaba Ross, T. J. Márquez o Jim Nyfeler. Después, iría a recoger a los niños y les ayudaría un rato a hacer los deberes. Tras eso, no tendría por delante más que la noche solitaria.

Hacía sólo unos días que les había comunicado a los padres de Bill la situación de su hijo. Bill le había pedido, en una carta que le leyó por teléfono Keane Taylor, que no se lo dijera hasta que fuera absolutamente necesario, pues el padre de Bill había sufrido varios ataques y el sobresalto podía ser peligroso. Sin embargo, transcurridas ya tres semanas, no pudo seguir con el engaño, y les comunicó la noticia. El padre de Bill se enfadó al saber que se lo habían ocultado tanto tiempo. A veces resultaba difícil saber qué hacer.

Sonó el teléfono y Emily lo descolgó.

¿Diga?

—¿Emily? Aquí Jim Nyfeler.

—Hola, Jim. ¿Qué noticias hay?

—Sólo que los han trasladado a otra prisión.

¿Por qué nunca había buenas noticias?

—No hay de qué preocuparse —dijo Jim—. De hecho están mejor. La antigua cárcel estaba al sur de la ciudad, donde los enfrentamientos son mayores. Esta otra está más al norte, y es más segura. Allí estarán más seguros.

Emily perdió la sangre fría.

—¡Pero Jim —gritó—, llevas tres semanas diciéndome que están perfectamente seguros en la cárcel, y, ahora me vienes con que los han trasladado a otro sitio y que ahora sí estarán a salvo!

—Emily…

—Vamos, por favor, ¡no me vengas con cuentos!

—Emily…

—Dime lo que sea de una vez y ya está, ¿de acuerdo?

—Emily, no creo que corrieran peligro hasta ahora, pero los iraníes han tomado una precaución muy prudente, ¿me entiendes?

Emily se sintió avergonzada de haberse puesto de aquel modo con él.

—Perdona, Jim.

—No importa.

Charlaron un rato más y luego Emily colgó y volvió a su labor. Estaba perdiendo los nervios, pensó. Paseaba por ahí como en trance, llevaba a los niños al colegio, hablaba con Dallas, se acostaba por la noche y se levantaba por la mañana…

Pasar unos días de visita en casa de su hermana Vicky había sido una buena idea, pero en el fondo no necesitaba un cambio de ambiente; lo que necesitaba era a Bill.

Era difícil conservar aún las esperanzas. Empezó a pensar en cómo sería la vida sin Bill. Tenía una tía que trabajaba en los grandes almacenes Woody de Washington. Quizá pudiera conseguir un empleo allí. O podía hablar con su padre para que le ayudara a encontrar trabajo de secretaria. Se preguntó si se enamoraría alguna vez de otro, si Bill moría en Teherán. Llegó a la conclusión de que no.

Recordaba la época en que se casaron. Bill estaba en la universidad, y andaban escasos de dinero; pero lo hicieron porque no soportaban estar alejados ni un momento. Después, cuando Bill comenzó a ascender en su vida profesional, prosperaron y poco a poco compraron coches cada vez mejores, casas cada vez más grandes, vestidos cada vez más caros…, y más cosas. Qué poco valor tenían todas ellas; qué poco importaba si era rica o pobre. Lo que ella quería era a Bill, y él era lo único que necesitaba. Él siempre sería bastante para ella, bastante para hacerla feliz. Si regresaba…

—Mami, ¿por qué no llama papá? Cuando está de viaje siempre llama —protestaba Karen Chiapparone.

—Ha llamado hoy —le mintió Ruthie—. Dice que está bien.

—¿Por qué ha llamado cuando yo estaba en el colé? Quiero hablar con él.

—Cariño, es muy difícil hablar con Teherán. Las líneas están muy cargadas y tiene que llamar cuando puede.

—Ah.

Karen se fue a ver la televisión y Ruthie se sentó. Anochecía. Cada vez se le hacía más difícil mentirle a quien fuera acerca de Paul.

Aquélla era la razón de que se hubiera ido de Chicago y hubiera acudido a Dallas. Se había hecho imposible vivir con sus padres y mantenerlos ignorantes de la situación. Su madre ya le preguntaba por qué llamaban tanto Ross y los demás tipos de la EDS.

—Sólo quieren estar seguros de que estamos bien, ¿comprendes? —le contestaba Ruthie con una sonrisa forzada.

—Ross es muy amable por llamar.

Aquí, en Dallas, Ruthie podía al menos hablar abiertamente con la gente de la EDS. Además, ahora que el proyecto de Irán había quedado cancelado definitivamente, Paul sería enviado a la casa central de Dallas, al menos durante una temporada y, por tanto, Dallas sería su hogar. Y Karen y Ann Marie tenían que ir al colegio.

Estaban viviendo todos con Jim y Cathy Nyfeler. Cathy era especialmente comprensiva con ella, pues su esposo había sido uno de los cuatro hombres de la lista original cuyos pasaportes había exigido Dadgar; si Jim hubiese estado en Irán por esa época, ahora estaría en la cárcel con Paul y Bill. Cathy le había dicho que se quedaran con ellos; no tardarían ni una semana en estar de vuelta. Aquello había sido a principios de enero. Posteriormente, Ruthie propuso alquilar un piso para ella y las niñas, pero Cathy no quiso ni hablar del tema.

En aquel momento, Cathy estaba en la peluquería, los niños veían la televisión en otra habitación, y Jim todavía no había vuelto del trabajo. Así pues, Ruthie estaba a solas con sus pensamientos.

Con la ayuda de Cathy, se mantenía ocupada y poniendo cara de valentía. Había matriculado a Karen en el colegio y había encontrado un parvulario para Ann Marie. Salía a almorzar con Cathy y algunas de las demás esposas de los empleados de la EDS: Mary Boulware, Liz Coburn, Mary Sculley, Marva Davis y Tony Dvoranchik. Le escribía unas cartas alegres y optimistas a Paul, y escuchaba sus contestaciones alegres y optimistas leídas por teléfono desde Teherán. Iba de compras y acudía a cenas.

Pasaba mucho tiempo buscando casa. No conocía bien Dallas, pero recordaba que Paul decía que la Central Expressway era una pesadilla, así que buscaba casas muy alejadas de dicha autopista. Encontró una que le gustaba y decidió comprarla, para que así Paul tuviera un hogar de verdad adonde regresar, pero había ciertos problemas legales porque él no estaba allí para firmar; Tom Walter se ocupaba de solucionarlo.

Ruthie aparentaba tomárselo bastante bien, pero por dentro estaba agonizando.

Rara vez conseguía dormir más de una hora en toda la noche. Se quedaba despierta, preguntándose si volvería a ver a Paul. Intentaba pensar qué pasaría si Paul no regresaba. Suponía que volvería a Chicago y pasaría con sus padres una temporada, pero desde luego no quería vivir con ellos permanentemente. Sin duda, podría ponerse a trabajar en algo… Pero no era el asunto práctico de vivir sin un hombre y de cuidar de sí misma lo que la preocupaba. No podía imaginarse la vida si él no estaba allí. ¿Qué haría, qué le importaría, qué desearía, qué la haría feliz? Dependía por completo de él; Ruthie se dio cuenta de ello. No podía vivir sin él.

Oyó un automóvil frente a la puerta. Sería Jim, que volvía del trabajo. Quizá trajera noticias.

Instantes después, Jim entraba en la casa.

—Hola, Ruthie. ¿Cathy no está?

—Ha ido a la peluquería. ¿Qué ha sucedido hoy?

—Bueno…

Por esa muletilla, Ruthie sabía que no tenía nada bueno que explicar, y que estaba intentando encontrar un modo soportable de comunicar las malas nuevas.

—Bueno, tenían prevista una reunión para discutir la fianza, pero los iraníes no han aparecido. Mañana…

—Pero ¿por qué? —dijo Ruthie, luchando por mantener la calma—. ¿Por qué no aparecen cuando conciertan esas citas?

—Ya sabes, a veces son convocados a una huelga, a veces no pueden desplazarse por la ciudad a causa de…, a causa de las manifestaciones, etcétera.

Le parecía que llevaba semanas oyendo informes como aquél. Siempre había retrasos, frustraciones…

—Pero Jim —empezó a decir; después, las lágrimas brotaron de sus ojos y no hubo manera de detenerlas—. Jim…

Se le hizo un nudo en la garganta que le impidió hablar. Sólo pensaba: «Lo único que quiero es a mi marido». Jim permaneció allí, quieto, impotente y desconcertado. Todas las lamentaciones que Ruthie se había guardado para ella sola durante tantos días afloraron entonces, y ya no pudo seguir controlándose. Rompió a llorar y salió corriendo de la sala. Subió a su habitación y se tumbó, sollozando desde lo más hondo de su alma.

Liz Coburn tomó un sorbo de su copa. Al otro lado de la mesa estaban la esposa de Pat Sculley, Mary, y la mujer de otro ejecutivo de la EDS que también había sido evacuado de Teherán, Tony Dvoranchik. Las tres mujeres estaban en Recipes, un restaurante de Greenville Avenue, en Dallas. Cada una sorbía un daiquiri de fresas.

El esposo de Tony Dvoranchik estaba en Dallas. Liz Coburn sabía que Pat Sculley había desaparecido, igual que Jay, en dirección a Europa. Ahora, Mary Sculley estaba diciendo que quizá Pat no había ido simplemente a Europa, sino al mismísimo Irán.

—¿Pat en Teherán? —exclamó Liz.

—Me temo que todos ellos están en Teherán —dijo Mary.

Liz parecía horrorizada: Jay en Teherán. Quiso echarse a llorar. Jay le había dicho que estaba en París. ¿Por qué no le había dicho la verdad? Pat Sculley se lo había contado a Maty. Jay, en cambio, era distinto. Algunos hombres jugaban al póquer unas horas, pero Jay tenía que jugar toda la noche, y todo el día siguiente sin parar. Otros hombres jugarían nueve o dieciocho hoyos de golf. Jay jugaba siempre treinta y seis. Muchos hombres tenían trabajos que les exigían mucho, pero Jay tenía que seguir en la EDS, la más exigente. Incluso en el Ejército, cuando ambos no eran más que unos críos, Jay se había presentado voluntario para uno de los puestos más peligrosos: piloto de helicóptero. Y ahora se había ido a Irán en medio de una revolución. Lo mismo de siempre, pensó Liz. Se había ido, le había mentido, y se hallaba en peligro. Pensó aterrorizada que no regresaría nunca, que no saldría con vida de allí.