SIETE

1

El microbús Volkswagen de la embajada americana se abrió paso por las calles de Teherán, en dirección a la plaza Gasr. Ross Perot iba en el interior. Era el 19 de enero, día siguiente al traslado de Paul y Bill, y Perot se disponía a visitarlos en la cárcel.

Era un tanto estúpido.

Todo el mundo había hecho grandes esfuerzos para ocultar la presencia de Perot en Teherán por temor a que Dadgar, considerándolo un rehén más valioso que Paul y Bill, lo detuviera y lo enviara a la cárcel. Y en cambio ahí estaba ahora, en dirección a la prisión por su propia voluntad, con su propio pasaporte en el bolsillo como identificación.

Su esperanza se basaba en la paciente imposibilidad del gobierno iraní para hacer que su mano derecha supiera lo que estaba haciendo la izquierda. El Ministerio de Justicia quizá quisiera detenerlo, pero quienes mandaban en las cárceles eran los militares, y éstos no tenían ningún interés en su persona.

Con todo, había tomado algunas precauciones. Entraría con un grupo de gente (en el microbús iba Rich Gallagher, Jay Coburn y un grupo de la embajada que se disponía a visitar a una norteamericana también detenida), llevaría ropas muy normales y cargaría con una caja de cartón con diversos alimentos, libros y ropas de abrigo para Paul y Bill.

En la cárcel nadie conocía su rostro. Al entrar tendría que dar el nombre, pero ¿cómo iba a reconocerlo un funcionario de poca monta o un guardián de la cárcel? Su nombre estaría en las listas de aeropuertos, comisarías y hoteles, pero la prisión sería posiblemente el último lugar donde podía esperar encontrarlo Dadgar.

De todos modos, Perot estaba dispuesto a correr el riesgo. Quería levantar la moral de Paul y Bill, demostrarles que tenía la intención de jugarse el cuello por ellos. Sería lo único que se sacaría de aquel viaje, pues sus esfuerzos por hacer avanzar las negociaciones habían resultado nulos.

El autobús entró en la plaza Gasr y allí vio por vez primera la nueva cárcel. Era formidable. No podía imaginarse cómo conseguirían irrumpir allí Simons y su pequeño grupo de rescate.

En la plaza había una multitud, la mayor parte mujeres con el chador, que hacían mucho ruido. El autobús se detuvo junto a las grandes verjas de metal. Perot se preguntó qué haría el conductor del vehículo; era iraní, sabía quién era Perot y…

Bajaron todos. Perot vio una cámara de televisión cerca de la ventana de la prisión.

El corazón le dio un vuelco.

Era un grupo de periodistas norteamericanos.

¿Qué diablos estaban haciendo allí?

Mantuvo la cabeza baja mientras se abría camino entre la multitud, con su caja de cartón. Un guardián se asomó por una mirilla abierta en el muro de ladrillo junto a la verja. El equipo de televisión no parecía pendiente de ellos. Un minuto más tarde, se abrió una portezuela en una de las verjas y los visitantes pasaron al interior.

La puerta resonó al cerrarse tras ellos.

Perot había pasado el punto sin retorno.

Avanzó, cruzó un segundo par de verjas metálicas y pasó al recinto de la prisión. Era un lugar grande, con calles entre los edificios y con gallinas y pavos correteando sueltos. Siguió a los demás por una puerta hasta una sala de recepción.

Mostró el pasaporte. El funcionario señaló un registro. Perot sacó la pluma y firmó H. R. Perot, más o menos legible. El hombre le devolvió el pasaporte y le indicó que siguiera.

Tenía razón. Nadie había oído hablar de Ross Perot por allí.

Frente a él, de conversación con un iraní y en uniforme de general, había alguien que sabía perfectamente quién era Perot.

Se trataba de Ramsey Clark, el abogado de Dallas que fuera fiscal general con el presidente Lyndon B. Johnson. Perot había estado con él varias veces y conocía mucho a la hermana de Clark, Mimí.

Perot se quedó helado por un instante. Aquello explicaba las cámaras de televisión, pensó. Se preguntó si podía permanecer fuera de la vista de Clark. «En cualquier momento —pensó— Ramsey me verá y le dirá al general: "Vaya, si es Ross Perot, de la EDS ", y si hago cualquier intento de escapar será peor».

Tomó una decisión repentina.

Se acercó a Clark, le tendió la mano y dijo:

—Hola, Ramsey, ¿qué haces tú en la cárcel?

Clark bajó los ojos hacia él desde su metro noventa de estatura… y se echó a reír. Se estrecharon las manos.

—¿Qué tal Mimí? —preguntó Perot antes de que Clark tuviera tiempo de hacer las presentaciones.

El general le decía algo en parsí a un subordinado.

—Mimí está bien —contestó Clark.

—Bien, me alegro de verte —dijo Perot, y se alejó.

Tenía la boca seca cuando salió de la sala de espera hacia el recinto carcelario con Gallagher, Coburn y la gente de la embajada. Había faltado un pelo. Se les unió un iraní con uniforme de coronel; se lo habían asignado como escolta, dijo Gallagher. Perot se preguntó qué le estaría diciendo Clark al general en aquel momento…

Paul estaba enfermo. El resfriado que le había aquejado en la primera cárcel había vuelto. Tosía constantemente y le dolía el pecho. No podía calentarse, ni en ésta ni en la anterior prisión. Llevaba resfriado tres semanas. Les había pedido a los de la EDS que le visitaban ropa interior de abrigo, pero, no sabía por qué causa, no se la habían traído.

Además, estaba deprimido. Había tenido casi la certeza de que Coburn y el grupo de rescate tenderían una emboscada al autobús que los sacaba del Ministerio de Justicia, y cuando el autobús llegó a la inexpugnable prisión de Gasr, se sintió amargamente decepcionado.

El general Mohari, que estaba a cargo de la prisión, les había explicado a Paul y Bill que estaba al mando de todas las cárceles de Teherán, y que había ordenado su traslado a ésta por su propia seguridad. No era un gran consuelo. Al ser menos vulnerable a las turbas, también era mucho más difícil, si no imposible, de atacar para el grupo de rescate.

La prisión de Gasr era parte de un gran complejo militar. En su lado oeste estaba el viejo palacio de Gasr Ghazar, que el padre del Sha había transformado en academia de policía. El terreno de la cárcel había sido en otro tiempo el jardín de palacio. Al norte había un hospital militar, y al este un campamento militar donde los helicópteros aterrizaban y despegaban todo el día.

El recinto de la cárcel en sí estaba rodeado por un muro interior de ocho o diez metros de altura, y otro muro exterior de cuatro metros. Dentro había quince o veinte edificios distintos, entre ellos un horno de pan, una mezquita y seis bloques de celdas, uno de ellos reservado a mujeres.

Paul y Bill estaban en el edificio número 8. Era un bloque de dos pisos que se levantaba en medio de un patio rodeado por una verja de gruesos barrotes de acero cubiertos de alambre de espino. El lugar no estaba mal, para ser una cárcel. Había una fuente en el centro del patio, rosales a los lados, y diez o quince pinos. Se permitía salir a los presos durante el día, y podían jugar a balonvolea y a pingpong. Sin embargo, no podían pasar de la puerta de entrada al patio, que estaba vigilada por un guardián.

La planta baja del edificio era un pequeño hospital con una veintena de pacientes, la mayor parte de ellos mentales. Gritaban continuamente. Paul y Bill, con un puñado de presos más, estaban en el primer piso. Su celda era grande, de unos veinte metros por treinta, y la compartían con sólo otro preso más, un abogado iraní de más de cincuenta años que hablaba francés e inglés. Tenían un aparato de televisión en la celda.

Las comidas eran preparadas por algunos de los presos, a quienes los demás pagaban por ello, y se comía en un salón destinado a tal fin. Aquí la comida era mejor que en la otra cárcel. Se podían comprar algunos extras y uno de los internos, al parecer un hombre enormemente rico, tenía una sala privada y le servían comidas del exterior. La vida era relajada, y no había horas señaladas para acostarse o levantarse.

Pese a todo, Paul estaba totalmente deprimido. Un poco más de comodidad no significaba nada. Lo que quería era la libertad. No se alegró mucho cuando, la mañana del 19 de enero, le dijeron que tenía visita.

Había una sala de visitas en la planta baja del edificio número 8, pero hoy, sin ninguna explicación, Paul y Bill fueron sacados del edificio y los condujeron por el callejón.

Paul advirtió que se dirigían al edificio conocido como Club de Oficiales, instalado en un pequeño jardín tropical con patos y pavos reales. Mientras se acercaba al palacio, echó una mirada al recinto y vio a sus visitantes, que se aproximaban.

—¡Dios mío! —dijo, encantado—. ¡Si es Ross!

Olvidándose de dónde se encontraba, empezó a correr hacia Perot, pero el guardián le obligó a volver atrás.

—¿No te parece increíble? —le dijo a Bill—. ¡Perot está aquí!

El guardián le fue empujando el resto del recorrido. Paul siguió mirando a Perot, preguntándose si le estarían engañando los ojos. Los llevaron a una gran sala circular con mesas de banquete alrededor y paredes salpicadas de pequeños triángulos de cristales de espejo. Era como una salita de baile. Un momento después, entró Perot con Gallagher, Coburn y varias personas más.

Perot sonreía abiertamente. Paul le estrechó la mano y le abrazó. Era un momento emotivo. Paul se sintió como solía hacerlo cuando escuchaba el Barras y estrellas: le recorría la espina dorsal una especie de cosquilleo. Le querían, se preocupaban de él, tenía amigos, no estaba solo. Perot había recorrido medio mundo y se había metido en una revolución sólo para visitarle.

Perot y Bill se abrazaron y se estrecharon las manos. Bill dijo:

—Ross, ¿qué diablos haces aquí? ¿Has venido a buscarnos para llevarnos a casa?

—No del todo —respondió Ross—. Aún no.

Los guardianes se reunieron al fondo de la sala para tomar una taza de té. El personal de la embajada que acompañaba a Perot se había sentado en torno a una mesa y conversaba con otra presa.

Perot dejó la caja de cartón sobre la mesa.

—Ahí va algo de ropa interior de abrigo para ti —le dijo a Paul—. No hemos podido comprarla, así que es la mía. Quiero que me la devuelvas, ¿oyes?

—Desde luego —sonrió Paul.

—También os hemos traído unos libros, y cosas de comer: manteca de cacahuete, atún, zumos y no sé qué más. —Sacó un montón de cartas del bolsillo—… Y tu correo.

Paul le echó una ojeada. Había una carta de Ruthie. Otro sobre iba dirigido a «Chapanoodle». Paul sonrió; aquélla debía de ser de su amigo David Behne, cuyo hijo Tommy, incapaz de pronunciar «Chiapparone», le había puesto a Paul «Chapanoodle». Se guardó las cartas para leerlas más tarde y dijo:

—¿Cómo está Ruthie?

—Está bien, hablé con ella por teléfono —dijo Perot—. Bien, he puesto un hombre de escolta a Ruthie y otro a Emily, para estar seguros de que se hace todo lo necesario para cuidar de ellas. Ruthie está ahora en Dallas, Paul, en casa de Jim y Cathy Nyfeler. Va a comprar una casa y Tom Walter se ocupa de todos los detalles legales.

Se volvió hacia Bill.

—Emily ha ido a visitar a su hermana Vicky a Carolina del Norte. Necesitaba un descanso. Ha estado trabajando con Tim Reardon en Washington, presionando al Departamento de Estado. Le ha escrito a Rosalynn Cárter. Ya sabes, de esposa a esposa… Lo está probando todo. En realidad, todos lo estamos probando todo…

Mientras Perot recorría la larga lista de personas a quienes habían acudido, desde los congresistas por Texas hasta el mismo Henry Kissinger, Bill se dio cuenta de que el principal propósito de la visita de Perot era subirles la moral. Era una especie de anticlímax. Por un instante, hacía un momento, al ver a Perot atravesar el recinto de la prisión con los demás, sonriendo de oreja a oreja, Bill había pensado: «Ahí viene el grupo de rescate. Al fin han conseguido solucionar este condenado asunto, y Perot viene a decírnoslo personalmente». Se sentía decepcionado. Sin embargo, fue animándose a medida que Perot hablaba. Con sus cartas de casa y su caja de sorpresas, Perot era como un Papá Noel y su presencia allí, con aquella gran sonrisa en su rostro, simbolizaba un tremendo desafío a Dadgar, a las turbas y a todo lo que los amenazaba.

Bill estaba preocupado, ahora, por la moral de Emily. Sabía instintivamente lo que debía de estar pasando por la mente de su esposa. El hecho de que se hubiese ido a Carolina del Norte era señal de que había abandonado las esperanzas. Había sido demasiado para ella mantener una fachada de normalidad con los niños en casa de sus padres. Bill sabía, de alguna manera, que Emily debía de haber vuelto a fumar. Aquello sorprendería al pequeño Chris. Emily dejó de fumar mientras estuvo en el hospital para operarse de la vesícula, y le dijo a Chris que le habían quitado el órgano de fumar. Ahora, el pequeño se preguntaría si se lo habrían vuelto a poner.

—Si todo eso falla —decía Perot—, tenemos en la ciudad un equipo que os sacará por otros medios. Vosotros reconoceréis a todos los miembros del grupo excepto a uno, el jefe, un hombre mayor.

—Tengo una objeción respecto a eso, Ross. ¿Por qué arriesgar a un grupo de gente por salvar a dos personas? —intervino Paul.

Bill se preguntó qué estarían tramando. ¿Llegaría un helicóptero volando sobre el patio y los sacaría por el aire? ¿Derribaría los muros el ejército norteamericano? Era difícil de imaginar pero, tratándose de Perot, cualquier cosa era posible.

Coburn le dijo a Paul:

—Quiero que observéis y aprendáis de memoria todos los detalles posibles sobre el recinto y la rutina de la prisión, igual que hicimos en la otra.

Bill se sentía incómodo con el bigote. Se lo había dejado para parecer más iraní. Las normas de la EDS no permitían a sus ejecutivos llevar barba o bigote, pero no esperaba encontrarse con Perot. Era una tontería, se daba cuenta de ello, pero estaba incómodo.

—Lamento esto —dijo, llevándose el índice al labio superior—. Intento pasar inadvertido. Me lo afeitaré en cuanto salga de aquí.

—Déjatelo —contestó Perot con una sonrisa—. Que te vean Emily y los niños. De todos modos, íbamos a cambiar las normas de vestuario. Acaban de llegarnos los resultados de la encuesta sobre el aspecto externo de los empleados y probablemente vamos a permitir el bigote, y también las camisas de colores.

—¿Y las barbas? —dijo Bill, mirando a Coburn.

—Las barbas, no. Coburn tiene una excusa muy especial para la suya.

Se acercaron los guardianes para interrumpir el diálogo; el tiempo de visita había terminado.

—No sabemos si vamos a sacaros de aquí enseguida, o más adelante. Pensad que será un asunto largo. Si os despertáis cada mañana pensando «hoy puede ser el día», os llevaréis muchos desencantos y podéis desmoralizaros. Preparaos para una larga estancia y quizá os encontréis con una sorpresa agradable. Pero recordad siempre esto: os sacaremos.

Se estrecharon las manos. Paul dijo:

—No sé cómo agradecerte que hayas venido, Ross.

Perot sonrió.

—Sobre todo, no te dejes la ropa interior cuando te marches.

Salieron todos juntos del edificio. Los hombres de la EDS se dirigieron hacia la verja de la prisión cruzando el recinto; Paul y Bill quedaron atrás con los guardianes, observándolos. Cuando sus amigos hubieron desaparecido, a Bill le asaltó el deseo de, simplemente, ir con ellos.

«Hoy no —se dijo—. Hoy no».

Perot se preguntó si lo dejarían salir.

Ramsey Clark había tenido una hora entera para revelar el secreto. ¿Qué le habría dicho al general? ¿Había un comité de recepción aguardándolo en el edificio de administración, a la entrada de la prisión?

Al penetrar en la sala de espera el corazón empezó a latirle con más fuerza. No había rastro del general ni de Clark. Cruzó la sala y pasó a la zona de recepción. Nadie lo miró.

Con Coburn y Gallagher pegados a sus talones, cruzó el primer par de puertas.

Nadie lo detuvo.

Iba a salir sin problemas.

Cruzó el pequeño patio intermedio y aguardó junto a la gran verja exterior.

Se abrió la portezuela instalada en el gran portalón.

Perot salió del recinto.

Las cámaras de televisión todavía estaban allí.

Sólo faltaría, pensó, que después de llegar hasta allí las cámaras de los noticiarios recogieran su rostro…

Se abrió paso entre la multitud, llegó hasta el microbús de la embajada y subió.

Coburn y Gallagher lo siguieron de inmediato, pero la gente de la embajada se había quedado atrás. Perot tomó asiento, retirado de las ventanillas. La gente de la plaza parecía malévola. Estaban gritando en parsí, y Perot no tenía idea de qué decían.

Deseó que la gente de la embajada se apresurara.

—¿Dónde están esos tipos? —dijo malhumorado.

—Ya vienen —contestó Coburn.

—Creía que íbamos a salir todos juntos, meternos en el microbús y marcharnos enseguida.

Un minuto más tarde, la puerta de la prisión volvió a abrirse y salió el personal de la embajada. Subieron todos al vehículo. El conductor puso el motor en marcha y aceleró por la plaza de Gasr.

Perot se tranquilizó.

No tenía por qué haberse preocupado tanto. Ramsey Clark, que se encontraba allí invitado por los grupos iraníes de defensa de los derechos humanos, no tenía tan buena memoria. El rostro de Perot le había parecido remotamente familiar, pero lo había tomado por el coronel Frank Borman, presidente de Eastern Airlines.