3

El alto Keane Taylor y el bajo John Howell, como Batman y Robin, lo intentaron otra vez el 17 de enero. Llegaron al Ministerio de Sanidad, situado en la avenida Eisenhower, llevando a Abolhasan como intérprete, y se reunieron con Dadgar a las diez de la mañana. Junto a Dadgar se hallaban varios funcionarios de la organización de la Seguridad Social, el departamento ministerial que utilizaba los ordenadores de la EDS.

Howell había decidido abandonar su posición negociadora inicial según la cual la EDS no podía pagar la fianza debido a las leyes norteamericanas. Era igualmente inútil querer conocer de qué se acusaba a Paul y Bill, y qué pruebas había en su contra. Dadgar podía hacer oídos sordos a tal petición con la excusa de que la investigación estaba en marcha. Sin embargo, Howell no tenía una estrategia nueva que sustituyera a la anterior. Estaba jugando al póquer sin cartas en la mano. Quizá Dadgar le proporcionara algunas hoy.

Dadgar empezó por explicar que el personal de la organización de la Seguridad Social quería que la EDS les hiciera entrega de lo que se conocía por centro de datos 125.

Aquel pequeño ordenador, recordó Howell, llevaba las nóminas y pensiones del personal de la organización de la Seguridad Social. Lo que aquella gente pretendía era cobrar su sueldo, pese a que en general los iraníes no estaban cobrando ninguna de las prestaciones de la Seguridad Social.

—No es tan sencillo —dijo Keane Taylor ante la propuesta—. Una operación así resultaría muy compleja y precisaría de mucho personal especializado. Naturalmente, todos nuestros empleados han regresado a Estados Unidos.

—Entonces, tendrán que hacerlos volver —contestó Dadgar.

—No soy tan estúpido —dijo Taylor.

Se había disparado el entrenamiento en delicadeza de la marina típico de Taylor, pensó Howell.

—Si vuelve a hablar así, lo enviaré a la cárcel —dijo Dadgar.

—Igual que haría con mi personal si lo hiciera volver a Irán —respondió Taylor.

Howell intervino rápidamente.

—¿Podría usted dar alguna garantía legal de que el personal que regresara no sería detenido ni molestado en ningún momento?

—No podría darle una garantía formal —contestó Dadgar—. Sin embargo, tendrían ustedes mi solemne palabra de honor.

Howell clavó una nerviosa mirada en Taylor. Éste no dijo nada, pero su rostro demostraba que no daría un céntimo por la palabra de honor de Dadgar.

—Desde luego investigaremos en qué modo podría arreglarse la operación —dijo Howell. Dadgar le había proporcionado, al menos, algo con que negociar, aunque no fuera mucho—. Tendrá que haber garantías, naturalmente. Por ejemplo, tendrá que certificar que las máquinas se le entregan en buen estado…, aunque quizá podamos emplear expertos independientes para ello…

Howell estaba disputando con un adversario imaginario. Si alguna vez se entregaba el centro de datos, sería a un solo precio: la liberación de Paul y Bill.

Dadgar echó por tierra aquella idea con su siguiente frase.

—Cada día se formulan ante mis investigadores nuevas quejas contra su empresa. Unas quejas que podrían justificar un aumento de la fianza. Con todo, si acceden ustedes a cooperar en la devolución del centro de datos 125, podría a cambio olvidar las nuevas acusaciones e impedir un aumento de la fianza.

—Maldita sea, ¡esto no es más que un chantaje! —saltó Taylor.

Howell se dio cuenta de que lo del centro de datos 125 era sólo un número de relleno. Dadgar había propuesto la cuestión, sin duda, a instancias de aquellos funcionarios que lo rodeaban, pero no le importaba lo suficiente como para ofrecer a cambio concesiones importantes. Entonces, ¿qué podía importarle?

Howell pensó en Lucio Randone, el que había sido compañero de celda de Paul y Bill. El ofrecimiento de ayuda de Randone había sido estudiado por el gerente de la EDS, Paul Bucha, quien había viajado a Italia para hablar con la empresa de Randone, la Condotti d’Acqua. Bucha informó que la empresa italiana estaba construyendo edificios de viviendas en Teherán cuando los financieros iraníes se quedaron sin dinero. Naturalmente la empresa detuvo la construcción, pero muchos iraníes ya habían pagado los pisos que se estaban edificando. Dada la atmósfera del momento, no era sorprendente que se culpara de la interrupción de los trabajos a los extranjeros, y Randone fue encarcelado como cabeza de turco. La empresa italiana encontró una nueva fuente de financiación y reanudó la construcción; Randone salió de la cárcel al mismo tiempo, en un trato conjunto llevado a cabo por un abogado iraní, Alí Azmayesh. Bucha informó también de que los italianos seguían diciendo: «Recuerde que Irán será siempre Irán, que nunca cambiará». Bucha se tomó esto como un indicio de que el soborno había sido parte del trato. Howell sabía también que uno de los canales tradicionales para el pago de un soborno era la minuta de un abogado. El abogado, por ejemplo, podía cobrar mil dólares por su trabajo y pagar diez mil dólares en sobornos; al cliente le presentaría una minuta de once mil dólares. Aquel indicio de posible corrupción había puesto nervioso a Howell pero, pese a todo, fue a ver a Azmayesh, quien le advirtió: «La EDS no tiene un problema legal, sino un problema comercial». Si la EDS llegaba a un acuerdo comercial con el Ministerio de Sanidad, Dadgar cedería. Azmayesh no mencionó el soborno en ningún momento.

Todo aquello había empezado, pensó Howell, como un problema comercial: un cliente que no podía pagar y un proveedor que se negaba a seguir trabajando. ¿Existía la posibilidad de un compromiso por el cual la EDS devolviera los ordenadores al ministerio y éste pagara al menos parte de la deuda? Decidió preguntárselo a Dadgar directamente.

—¿Serviría de algo que la EDS renegociara su contrato con el Ministerio de Sanidad?

—Podría ser de gran utilidad —contestó Dadgar—. No sería una solución legal a nuestro problema, pero sería una solución práctica. Por otro lado, sería una lástima no aprovechar todo el trabajo ya realizado para informatizar el ministerio.

Era interesante, pensó Howell. Querían un sistema moderno de Seguridad Social… o que les devolvieran el dinero. Meter a Paul y Bill en la cárcel era un modo de plantearle a la EDS esas dos opciones, y ninguna otra. Por fin podían hablar con claridad.

Decidió ser franco.

—Naturalmente, estaría fuera de toda cuestión negociar mientras Chiapparone y Gaylord continuaran en la cárcel.

—Por supuesto, si ustedes se comprometen a unas negociaciones de buena fe, el ministerio me llamará y quizá se cambien las acusaciones, quizá se reduzca la fianza y quizá incluso se libere a Chiapparone y a Gaylor bajo su garantía personal.

No podía haberse expresado con más claridad, pensó Howell. La EDS tenía que ir a ver al ministro de Sanidad.

Desde que el ministerio dejara de pagar las facturas, había habido dos cambios de gobierno. El doctor Sheikholeslamizadeh, que ahora estaba encarcelado, había sido sustituido por un general y, cuando Bajtiar se convirtió en primer ministro, el general fue reemplazado a su vez por un nuevo ministro. Howell se preguntó quién era el nuevo, y cómo sería.

—Señor ministro, le llama el señor Young, de la empresa norteamericana EDS —dijo el secretario.

El doctor Razmara respiró profundamente.

—Dígale que los comerciantes norteamericanos ya no pueden descolgar un teléfono, llamar a un ministro del gobierno iraní y esperar hablarnos como si fuéramos sus empleados —dijo. Alzó la voz y continuó—: ¡Esos tiempos se han acabado!

Después, pidió el informe sobre la EDS.

Manuchehr Razmara había estado en París por Navidad. Educado en Francia, era cardiólogo, y casado con una francesa, consideraba Francia su segundo hogar y dominaba el francés. También era miembro del Consejo Nacional de Medicina Iraní y amigo personal de Shajpur Bajtiar; cuando éste se convirtió en primer ministro, llamó a su amigo Razmara a París y le pidió que regresara para hacerse cargo del Ministerio de Sanidad.

El informe sobre la EDS le fue entregado por el doctor Emrani, adjunto al ministro encargado de la Seguridad Social. Emrani había sobrevivido a los dos cambios de Gobierno, y ya estaba allí, pues, cuando se inició el problema.

Razmara leyó el informe con creciente ira. El proyecto de la EDS era una locura. El precio base del contrato era de cuarenta y ocho millones de dólares, con unos posibles trabajos complementarios que convertían el coste total en unos noventa millones. Razmara recordaba que Irán tenía doce mil médicos en activo para una población de treinta y dos millones de personas, y que había sesenta y cuatro mil núcleos de población sin agua corriente. Por tanto llegó a la conclusión de que quienes habían firmado el contrato eran unos locos, unos traidores, o ambas cosas. ¿Cómo podía justificarse un gasto de millones de dólares en ordenadores cuando la población del país carecía de artículos de primera necesidad para la sanidad pública como el agua corriente? No cabía otra explicación: habían sido sobornados para aceptar el proyecto.

Bien, ya lo pagarían. Emrani había preparado aquel informe para el tribunal especial que perseguía a los funcionarios públicos corruptos. Había tres personas encarceladas: el ex ministro, doctor Sheikholeslamizadeh, y dos de sus adjuntos, Reza Neghabat y Nili Árame. Así tenía que ser. La responsabilidad del despilfarro debía de caer principalmente en iraníes. Sin embargo, los norteamericanos también eran culpables. Los hombres de negocios norteamericanos y su gobierno habían animado al Sha en sus insensatos proyectos y habían conseguido grandes beneficios; ahora, tenían que sufrir. Más aún, según el informe, la EDS había mostrado una espectacular incompetencia; los ordenadores todavía no funcionaban después de dos años y medio, pero el proyecto de informatización había trastornado ya el departamento de Emrani de tal manera que los sistemas antiguos tampoco funcionaban con eficacia, motivo por el cual Emrani no podía controlar los gastos del departamento. Aquélla era la razón principal de que el ministerio se hubiera pasado de su presupuesto, según el informe.

Razmara apuntó que la embajada norteamericana protestaba por el encarcelamiento de los dos norteamericanos, Chiapparone y Gaylord, porque no había pruebas contra ellos. Era algo típico de los norteamericanos. Naturalmente que no había pruebas; los sobornos no se pagan en cheques. La Embajada también estaba preocupada por la seguridad de los dos presos. Razmara lo consideró una ironía. A él le preocupaba su propia seguridad. Cada día, cuando acudía al ministerio, tenía que preguntarse si volvería vivo a casa.

Cerró el informe. No sentía simpatía por la EDS ni por sus ejecutivos encarcelados. Incluso si hubiera querido dejarlos en libertad, no hubiese podido hacerlo, reflexionó. El sentimiento popular antinorteamericano había aumentado hasta el enfebrecimiento. El gobierno del cual formaba parte Razmara, el régimen de Bajtiar había sido nombrado por el Sha y, por tanto, era profundamente sospechoso de ser pro-americano. Con el país agitado por tantos disturbios, cualquier ministro que se preocupara por el bienestar de un par de codiciosos lacayos del imperialismo yanqui, corría el riesgo de ser destituido, si no linchado, y enseguida. Razmara volvió su atención a asuntos más importantes.

Al día siguiente, su secretario le anunció:

—Señor ministro, el señor Young, de la empresa norteamericana EDS, solicita audiencia.

La arrogancia de los norteamericanos era capaz de enfurecer a cualquiera. Razmara respondió:

—Repítale el mensaje que le di ayer, y después dele cinco minutos para abandonar el ministerio.

Para Bill, el gran problema era el tiempo.

Bill era distinto de Paul. Para éste (inquieto, agresivo, voluntarioso y lleno de ambición), lo peor de estar en la cárcel era la impotencia. Bill tenía un carácter más tranquilo; aceptaba que no podía hacer otra cosa que rezar y rezaba. No era de los que se guardan su religiosidad en secreto; rezaba a última hora de la noche, antes de acostarse, o a primera de la mañana, antes de que los demás se levantaran. Lo que afectaba a Bill era la atroz lentitud con que transcurría el tiempo. Un día del mundo real (un día de resolver problemas, tomar decisiones, atender llamadas telefónicas y asistir a reuniones) no le representaba tiempo alguno. En cambio, una jornada en la cárcel le resultaba interminable. Bill diseñó una fórmula de conversión del tiempo real en tiempo de cárcel:

Tiempo real - Tiempo en la cárcel:

El tiempo tomó estas nuevas dimensiones para Bill después de dos o tres semanas de cárcel, al darse cuenta de que no iba a haber una solución rápida al problema. Al contrario que los delincuentes condenados, no le habían sentenciado a noventa días o a cinco años, por lo que no encontraba ninguna satisfacción en ir marcando con muescas en la pared los días que iban pasando, como cuenta atrás para la libertad. No importaba cuántos días transcurrieran; el tiempo que debía pasar aún en la cárcel no estaba marcado, y por tanto era infinito.

Sus compañeros de celda persas no parecían sentir lo mismo. Era un revelador contraste cultural: los norteamericanos, habituados a obtener resultados rápidos, se sentían torturados por el suspense; los iraníes se contentaban con esperar el fardah, el mañana, la semana que viene, algún día… Sucedía igual que en los negocios.

Sin embargo, cuanto más se debilitaba el poder del Sha, más signos de desesperación creía ver Bill en algunos de los presos, hasta llegar a desconfiar de ellos. Tenía cuidado de no decirles quién de sus compañeros de Dallas estaba en Teherán, o qué progresos se estaban haciendo en las negociaciones para su liberación; temía que, dispuestos a echar mano de cualquier recurso, los presos iraníes hubieran intentado obtener de los guardianes favores a cambio de información.

Se estaba convirtiendo en un perfecto presidiario. Aprendió a no prestar atención a la suciedad y a los insectos, y se acostumbró a la comida fría, feculenta y nada apetitosa. Aprendió también a vivir en un pequeño territorio personal claramente definido, el «césped» de cada preso. Permaneció activo.

Encontró el modo de llenar los días interminables. Leía libros, enseñó a Paul a jugar al ajedrez, hacía ejercicio en el vestíbulo, hablaba con los iraníes para captar todo lo que se decía en los noticiarios de la radio y la televisión, y rezaba. Realizó una inspección de la cárcel que incluía hasta el más pequeño detalle, midió celdas y pasillos y dibujó planos y esquemas. Llevaba un diario en el que registraba cualquier suceso trivial de la vida carcelaria, más todo lo que le contaban los visitantes, y todas las noticias. Utilizaba iniciales en lugar de nombres y a veces ponía incidentes inventados o versiones alteradas de incidentes verdaderos, para que si le confiscaban el diario o las autoridades lo leían, los detalles los confundieran.

Como todos los presos, esperaba las visitas como un niño espera a Papá Noel. La gente de la EDS les trajo comida decente, ropas de abrigo, nuevos libros y cartas de casa. Un día, Keane Taylor trajo un retrato de Christopher, uno de los hijos de Bill, de seis años, delante del árbol de Navidad. Ver al pequeño, aunque fuera en fotografía, dio a Bill nuevas fuerzas; era un poderoso recordatorio de aquello por lo que tenía que seguir conservando esperanzas, y le ayudaba a renovar su voluntad de seguir adelante y no desesperar.

Bill escribió cartas para Emily y se las entregó a Keane, quien se las leía por teléfono. Bill y Keane se conocían desde hacía diez años y estaban muy unidos. Después de la evacuación habían vivido juntos un tiempo. Bill sabía que Keane no era tan insensible como su reputación indicaba (en efecto, la mitad era simulada), pero aun así se sentía un poco azorado de escribir «te quiero» sabiendo que Keane lo leería. Bill superó el azoramiento porque deseaba intensamente contarles a Emily y a los niños lo mucho que los quería, por si no había otra ocasión de decírselo en persona. Las cartas eran como las que escribían los pilotos la víspera de una misión peligrosa.

El regalo más importante que traían los visitantes eran las noticias. Las reuniones en el edificio de una planta del otro lado del patio, siempre demasiado breves, transcurrían discutiendo los diversos esfuerzos que se estaban realizando para liberarlos. A Bill le parecía que el factor clave era el tiempo. Tarde o temprano, una cosa u otra daría resultado. Por desgracia, Irán se desmoronaba por momentos. Las fuerzas de la revolución ganaban impulso continuamente. ¿Podrían salir Paul y Bill antes de que estallara todo el país?

Cada vez era más peligroso para la gente de la EDS atreverse a transitar por el barrio sur de Teherán, donde estaba la cárcel. Paul y Bill nunca sabían cuándo se produciría la siguiente visita, o si la habría. Cuando transcurrían cuatro días, y luego cinco, Bill se preguntaba si no se habrían ido todos a Estados Unidos, dejándolos solos. Teniendo en cuenta que la fianza era desmesuradamente alta, y que las calles eran desmesuradamente peligrosas, ¿no podía ser que todos los hubiesen abandonado a él y a Paul como una causa perdida? Quizá se habían visto obligados, contra su voluntad, a abandonar Irán para salvar sus vidas. Bill recordaba la retirada norteamericana de Vietnam, cuando los últimos funcionarios de la embajada fueron alzados de los tejados mediante helicópteros; casi se imaginaba una escena semejante en la embajada de Teherán.

De vez en cuando, recuperaba la moral con una visita de un funcionario de la embajada. También ellos corrían un riesgo al acudir, pero nunca traían noticias concretas sobre los esfuerzos del gobierno para ayudarlos; y Bill llegó a la conclusión de que el Departamento de Estado era totalmente inepto.

Las visitas de Houman, el abogado iraní, habían sido al principio muy alentadoras; sin embargo, con el tiempo, Bill fue comprendiendo que, siguiendo la típica costumbre iraní, Houman prometía mucho pero cumplía poco. El fiasco de la reunión mantenida con Dadgar era deprimente hasta el desespero. Daba miedo ver cómo Dadgar superaba las maniobras de Houman, y lo determinado que estaba el magistrado a mantenerlos en la cárcel. Bill no había podido dormir aquella noche.

Al pensar en la fianza, la encontró asombrosa. Nadie había pagado nunca un rescate tan elevado en ningún lugar del mundo. Recordaba unas noticias acerca de ciertos hombres de negocios norteamericanos secuestrados en América del Sur por los que se habían pedido uno o dos millones de dólares (y que solían terminar asesinados). Otros secuestros de millonarios, políticos y celebridades habían significado peticiones de hasta tres y cuatro millones de dólares, nunca trece. Nadie pagaría tanto por Paul y Bill.

Además, ni siquiera esa enorme cantidad les daría derecho a abandonar el país. Probablemente permanecerían bajo arresto domiciliario en Teherán, mientras las masas tomaban el poder. A veces, la fianza parecía más una trampa que un modo de escapar.

La experiencia entera era una lección sobre el valor de las cosas cotidianas. Bill aprendió que podía pasarse sin su buena casa, sus coches, su buena comida y su ropa limpia. No era tan difícil vivir en una sala sucia con escarabajos corriendo por las paredes. Todo lo que tenía en la vida le había sido arrebatado y descubría que lo único que le interesaba era su familia. Si lo pensaba un poco, aquello era lo que contaba de verdad: Emily, Vicky, Jackie, Jenny y Chris.

La visita de Coburn le había levantado un poco el ánimo. Al ver a Jay con aquel gran abrigo y aquel sombrero de lana, y con la perilla pelirroja en la barbilla, Bill adivinó que no estaba en Teherán para actuar por los canales legales. Coburn había pasado la mayor parte de la visita con Paul y, si Paul había descubierto algo más, no se lo había comunicado a Bill. Bill se sentía tranquilo; descubriría lo que fuera en cuanto necesitara saberlo.

Pero al día siguiente de la visita de Coburn, hubo malas noticias. El 16 de enero el Sha había abandonado Irán.

Se conectó, excepcionalmente, el televisor del vestíbulo de la cárcel por la tarde. Paul y Bill, con todos los demás presos, observaron la pequeña ceremonia del pabellón imperial del aeropuerto de Mahrabad.

Allí estaba el Sha, con su esposa, tres de sus cuatro hijos, su suegra y un grupo de personajes de la corte.

Allí, para despedirlos, se encontraba el primer ministro Shajpur Bajtiar, y una multitud de generales. Bajtiar le besó la mano al Sha, y el grupo real se encaminó hacia el avión.

Los antiguos altos cargos del ministerio encarcelados parecían pesimistas; la mayoría de ellos habían tenido amistad, de una clase u otra, con la familia real o su círculo inmediato. Ahora, sus protectores los abandonaban, lo cual significaba, como mínimo, que tenían que resignarse a una larga estancia en la cárcel. Bill comprendió que el Sha se había llevado consigo la última oportunidad de una salida favorable a Norteamérica en Irán. Ahora iba a haber aún más caos y confusión, más peligro para los norteamericanos que estaban en Teherán… y menos posibilidades de una rápida liberación para Paul y para él.

Poco después, la televisión mostraba el reactor del Sha ascendiendo por el cielo. Bill empezó a oír un rumor de fondo, como de una multitud lejana, proveniente del exterior de la cárcel. El ruido creció rápidamente hasta convertirse en un pandemónium de gritos, vítores y sonar de bocinas. La televisión mostró la fuente del estruendo: una multitud de cientos de miles de iraníes avanzaba por las calles al grito de «¡El Sha ha huido! ¡El Sha se ha ido!». Paul dijo que le recordaba el desfile de Año Nuevo que tenía lugar en Filadelfia. Todos los vehículos circulaban con los faros encendidos y la mayoría hacía sonar ininterrumpidamente el claxon. Muchos conductores levantaban hacia adelante los limpiaparabrisas, ataban trapos a ellos y los ponían en funcionamiento de modo que los trapos se movían de un lado a otro, como banderas ondeando mecánica y permanentemente. Camiones cargados de jóvenes corrían por las calles celebrando la fiesta, y por toda la ciudad la multitudes derribaban y destrozaban las estatuas del Sha. Bill se preguntó qué harían a continuación las turbas. Aquello lo llevó a preguntarse qué harían ahora los guardianes y los demás presos. En aquella liberación histérica de toda la emoción reprimida de los iraníes, ¿se convertirían los norteamericanos en objetivo de sus iras?

Bill y Paul permanecieron en la celda el resto del día, intentando pasar desapercibidos. Se acostaron en las literas y empezaron a charlar. Paul fumaba. Bill intentaba no pensar en las terribles escenas que acababa de ver por televisión, pero el rugido de aquella multitud sin ley, el grito colectivo del triunfo revolucionario, penetraba en los muros de la prisión y llenaba sus oídos como el rugir ensordecedor de un trueno cercano unos instantes antes de que surja el relámpago.

Dos días después, la mañana del 18 de enero, un guardián entró en la celda número 5 y le dijo algo en parsí a Reza Neghabat, el antiguo adjunto al ministro. Neghabat les tradujo la frase a Paul y Bill:

—Recoged vuestras cosas. Os van a trasladar.

—¿Adónde? —preguntó Paul.

—A otra cárcel.

En la mente de Bill sonó una sirena de alarma. ¿A qué tipo de prisión los trasladaban? ¿Una de aquéllas donde se torturaba y asesinaba a la gente? ¿Comunicarían a la EDS dónde los llevaban, o simplemente desaparecerían? Aquel lugar no era una maravilla, pero más valía malo conocido…

El guardián volvió a hablar, y Neghabat tradujo:

—Dice que no os preocupéis, que es para bien.

Fue cosa de minutos reunir los cepillos de dientes, la máquina de afeitar que les habían traído y las cuatro prendas de vestir de que disponían. Después, se sentaron a esperar… durante tres horas.

Era enervante. Bill se había acostumbrado a la cárcel y, pese a su ocasional paranoia, confiaba bastante en sus compañeros de celda. Temía que el cambio fuera para peor.

Paul pidió a Neghabat que intentara hacer llegar la noticia del traslado a la EDS, quizá mediante el soborno del coronel que estaba al mando del establecimiento.

Al jefe de la celda, el anciano que tanto se había preocupado de que estuvieran bien, le supo muy mal que se marcharan. Observó con aire triste cómo Paul descolgaba los retratos de Karen y Ann Marie. Siguiendo un impulso repentino, Paul le regaló las fotografías al anciano, lo cual conmovió profundamente a éste, que se lo agradeció con efusión.

Por fin fueron llevados al patio y conducidos a un microbús, junto con otra media docena de presos de diferentes partes de la cárcel. Bill echó una mirada a los demás, intentando descifrar qué tenían en común. Uno era francés. ¿Llevaban quizá a todos los extranjeros a otra prisión para su seguridad? No obstante, otro de los presos trasladados era el fornido iraní que había sido jefe de la celda del sótano donde Paul y Bill pasaron la primera noche. Un delincuente común, supuso Bill.

Cuando el microbús salió del patio, Bill se dirigió al francés.

—¿Sabe dónde nos dirigimos?

—Yo voy a ser puesto en libertad —contestó el francés.

A Bill le dio un salto el corazón. ¡Aquello era una buena noticia! Quizá todos ellos iban a ser liberados.

Volvió la atención a lo que se veía en las calles. Era la primera vez en tres semanas que veía el mundo exterior. Los edificios gubernamentales que rodeaban el Ministerio de Justicia estaban dañados; desde luego las turbas habían perdido el control. Por todas partes había coches quemados y ventanas rotas. Las calles estaban llenas de soldados y tanques, pero no hacían nada; no mantenían el orden, ni siquiera controlaban el tráfico. A Bill le pareció que sólo era cosa de tiempo el que el débil gobierno Bajtiar fuera derrocado.

¿Qué les habría sucedido a los hombres de la EDS, a Taylor, Howell, Young, Gallagher y Coburn? No habían aparecido por la cárcel desde la huida del Sha. No sabía por qué, Bill estaba seguro de que todavía seguían en Teherán, y que todavía intentaban conseguir su liberación. Empezó a tener la esperanza de que el traslado hubiera sido un arreglo gestionado por ellos. Quizá, en lugar de llevar a los presos a una cárcel distinta, el autobús diera media vuelta y los llevara a la base aérea norteamericana. Sin duda la embajada norteamericana había advertido, tras la caída del Sha, que Paul y Bill estaban en serio peligro y por fin se dedicaban al caso con una cierta energía diplomática. El viaje en el microbús era entonces una treta, un cuento para sacarlos del Ministerio de Justicia sin levantar la sospecha de funcionarios iraníes hostiles, como Dadgar.

El vehículo se dirigió hacia el norte. Pasó por barrios que Bill reconoció, y comenzó a sentirse más seguro conforme iba quedando atrás la zona sur de la ciudad.

Además, la base aérea quedaba al norte.

El autobús entró en una amplia plaza dominada por una enorme estructura, como una fortaleza. Bill observó con interés el edificio. Tenía unos muros de ocho metros de altura salpicados de garitas de guardia y nidos de ametralladoras. La plaza estaba llena de mujeres iraníes con el chador, la tradicional túnica negra, y entre todas hacían un ruido de mil demonios. ¿Era aquello una especie de palacio o de mezquita? ¿O quizá una base militar?

El microbús se aproximó a la fortaleza y aminoró la velocidad.

—¡Oh, no!

En mitad del muro se abría una enorme verja metálica de dos hojas. Para sobresalto de Bill, el vehículo se acercó y se detuvo con el morro frente a la verja de entrada.

Aquel terrible lugar era la nueva prisión, la nueva pesadilla.

Las puertas se abrieron y el microbús las cruzó.

No estaban en la base aérea. La EDS no había llegado a ningún trato, la embajada no estaba haciendo nada, y ellos no iban a ser liberados.

El autobús se detuvo de nuevo. Las verjas metálicas se cerraron tras ellos y, delante, se abrió un segundo par de puertas. El autobús las cruzó y se detuvo en medio de un recinto enorme salpicado de edificios. Un guardián dijo algo en parsí y los presos se pusieron en pie para bajar del microbús.

Bill se sintió como un niño desilusionado. La vida era una mierda, pensó. ¿Qué había hecho él para merecer aquello?

¿Qué había hecho?

—No conduzca deprisa —murmuró Simons.

—¿Le parezco un conductor inexperto? —contestó Joe Poché.

—No, lo que no quiero es que nos saltemos alguna norma de tráfico.

—¿Qué normas?

—Siga teniendo cuidado.

—Ya hemos llegado —les interrumpió Coburn. Poché detuvo el coche.

Todos miraron por encima de las cabezas de las extrañas mujeres vestidas de negro, y vieron la enorme fortaleza de la prisión de Gasr.

—¡Jesús! —exclamó Simons. Su voz ronca y profunda estaba teñida de asombro—. Miren eso.

Todos alzaron la vista hacia los altos muros y las enormes verjas, las garitas de guardia y los nidos de ametralladora.

—Ese lugar es peor que El Álamo —masculló Simons.

A Coburn se le hizo evidente que su pequeño grupo de rescate no podría atacar el lugar, al menos si no contaba con la ayuda plena de las tropas norteamericanas. El plan de rescate que habían proyectado con tanto cuidado y que habían ensayado tantísimas veces resultaba ahora totalmente inútil. No iba a haber modificaciones o mejoras en el plan, ni nuevos escenarios; sencillamente, todo el plan se había venido abajo.

Permanecieron un rato en el coche, cada cual concentrado en sus pensamientos.

—¿Quiénes son esas mujeres? —se preguntó Coburn en voz alta.

—Son parientes de los presos —explicó Poché.

Coburn advirtió un sonido peculiar.

—Escuchad —dijo—. ¿Qué es eso?

—Son las mujeres —dijo Poché—. Están sollozando.

El coronel Simons ya había estado frente a una fortaleza imposible de tomar en otra ocasión.

Por entonces era capitán y sus amigos lo llamaban Art, no Bull.

Era el mes de octubre de 1944. Art Simons, de veintiséis años, era comandante de la compañía B, Sexto Batallón de Infantería. Los americanos iban ganando la guerra del Pacífico y se aprestaban a atacar las islas Filipinas.

Delante de las fuerzas invasoras iba siempre el Sexto Batallón, especializado en sabotajes y acciones espectaculares tras las líneas enemigas.

La compañía B puso pie en tierra en la isla de Homonhon, situada en el golfo de Leyte, y descubrió que no había japoneses en la isla. Simons alzó la bandera de las barras y estrellas en un cocotero, frente a un par de cientos de dóciles nativos.

Aquel día llego un informe según el cual en un fortín japonés próximo a la isla Suluan, se estaban produciendo matanzas de civiles. Simons solicitó permiso para tomar la isla. Le fue denegado. Pocos días después volvió a solicitarlo. Le contestaron que no disponían de transportes marítimos para llevar a la compañía B de una isla a otra. Simons pidió permiso para utilizar transportes nativos. Esta vez, obtuvo la autorización.

Simons se puso al mando de tres barcas nativas y once canoas, y se nombró a sí mismo almirante de la flota. Partió a las dos de la madrugada con ochenta hombres. Se desató una tormenta y siete de las once canoas volcaron. La flota de Simons tuvo que regresar a la orilla con la mayor parte de las barcas haciendo agua.

Al día siguiente volvieron a salir. Esta vez navegaban de día y, como fuera que los aviones japoneses todavía dominaban el aire, los hombres se desnudaron y ocultaron los uniformes y equipo en los fondos de las barcas, con el fin de adquirir el aspecto de unos pescadores nativos. El ardid funcionó y la compañía B consiguió desembarcar en la isla de Suluan. Simons salió inmediatamente a explorar el fortín japonés.

Entonces se encontró con aquella fortaleza imposible de tomar.

Los japoneses se habían atrincherado al sur de la isla, en un faro construido sobre un acantilado de coral de cien metros de altura.

Al oeste, un sendero ascendía hasta la mitad del acantilado, donde se abrían unos tramos de escalones esculpidos en el coral. Toda la escalera y la mayor parte del sendero quedaban plenamente a la vista desde la torre del faro, de veinte metros de alto, y desde los tres edificios orientados hacia el oeste que se alzaban en la plataforma. Era una posición defensiva perfecta; dos hombres hubieran podido mantener a raya a quinientos en aquellos tramos de escalera de coral.

Pero siempre había un modo…

Simons decidió atacar por el este, escalando el acantilado. El asalto se inició a la una de la madrugada del 2 de noviembre. Simons y otros catorce hombres se agazaparon al pie del acantilado, justo debajo del puente. Llevaban las manos y los rostros pintados de negro, pues había una luna resplandeciente y el terreno era tan abierto como una pradera de Iowa. Para mantener el silencio, se comunicaban por señas y llevaban calcetines encima de las botas.

Simons dio la señal y empezaron a ascender.

Los bordes agudos del coral les rasgaron la carne de los dedos y las palmas de las manos. En algunos lugares no había dónde poner el pie, y tenían que ascender asiéndose a las escasas lianas, a pulso. Estaban totalmente al descubierto. Si un centinela curioso hubiera mirado desde la plataforma, por el lado oriental del acantilado, los hubiese visto al instante, y los hubiera eliminado uno por uno, pues el blanco era sencillísimo.

Estaban a media ascensión cuando el silencio fue roto por un clang amortiguado. Alguien había dado con la culata del fusil contra un saliente coralino. Todo el grupo se detuvo y permaneció cuerpo a tierra contra el acantilado. Simons contuvo la respiración y esperó el disparo de fusil procedente de las alturas que iniciaría la matanza. Sin embargo, el disparo no se produjo.

Diez minutos después, volvieron a ascender.

Invirtieron más de una hora en la subida.

Simons fue el primero en llegar a la cumbre. Se acurrucó en la plataforma. El ataque iba a empezar en cuanto terminaran de montar la ametralladora.

En el preciso instante en que el arma estaba siendo pasada por la baranda del muro, apareció ante ellos un soñoliento soldado japonés que se dirigía a la letrina. Simons hizo un gesto a su tirador de confianza, quien disparó sobre el japonés. Allí empezó el tiroteo.

Simons se volvió de inmediato hacia la ametralladora. Él sostenía una pata y la caja de munición mientras que el tirador sostenía la otra pata y abría fuego. Los asombrados japoneses salían de los edificios directamente a la mortífera salva de balas.

Veinte minutos después todo había terminado. Unos quince enemigos habían resultado muertos. El grupo de Simons sufrió dos heridos, ninguno de ellos de gravedad. Y aquella fortaleza «imposible de tomar» había sido conquistada.

Siempre había algún modo.