Jay cruzó la doble puerta corredera de cristal y entró en el vestíbulo del Sheraton. A la derecha quedaba el largo mostrador de recepción. A la izquierda estaban las tiendas del hotel. En el centro había un sofá.
Siguiendo sus instrucciones, compró un ejemplar de Newsweek en el quiosco. Se sentó en el sofá, de cara a la puerta, para poder observar a todo el que entrara mientras simulaba leer la revista.
Se sentía como un personaje de una película de espías.
El plan de rescate estaba detenido a la espera de que Majid investigara al coronel encargado de la prisión. Mientras, Coburn llevaba a cabo un trabajo para Perot.
Tenía una cita con un hombre apodado Garganta Profunda (igual que el misterioso personaje que facilitaba sus valiosísimos datos al periodista Bob Woodward en Todos los hombres del presidente. Garganta Profunda era un norteamericano especialista en gerencia que daba conferencias a los ejecutivos extranjeros sobre cómo llevar a cabo los negocios con los iraníes. Antes de que Paul y Bill fueran detenidos, Lloyd Briggs había encargado a Garganta Profunda que ayudara a la EDS a lograr que el ministerio pagara lo que debía. El hombre le advirtió entonces que la EDS estaba metida en un buen lío, pero que pagando unos dos millones y medio de dólares podían hacer borrón y cuenta nueva. Por aquel entonces, la EDS había desdeñado la advertencia; era el gobierno iraní quien debía dinero a la EDS, y no viceversa; eran los iraníes quienes tenían que hacer borrón y cuenta nueva.
La detención otorgó credibilidad a Garganta Profunda (igual que a Bunny Fleischaker) y Briggs se puso en contacto con él otra vez.
—Bueno, ahora están furiosos con ustedes —le dijo el hombre—. Va a ser más difícil que nunca, pero veremos qué puedo hacer.
La respuesta había llegado el día anterior. Podía arreglar el problema, había dicho. Pedía verse cara a cara con Ross Perot.
Taylor, Howell, Young y Gallagher se mostraron unánimemente de acuerdo en que Perot no podía exponerse de ningún modo a un encuentro como aquél. Más aún, les horrorizaba pensar que Garganta Profunda llegara siquiera a enterarse de que Perot estaba en Teherán. Perot había consultado a Simons si, al menos, podía ir Coburn en su lugar, y Simons dio su consentimiento.
Coburn había llamado a Garganta Profunda para decirle que acudiría en representación de Perot.
—No, no —dijo el hombre—. He de ver a Perot en persona.
—En tal caso, se acabaron todos los tratos —contestó Coburn.
—Está bien, está bien —cedió entonces Garganta Profunda, antes de dar las instrucciones precisas a Coburn.
Éste tuvo que ir a cierta cabina de teléfonos del barrio de Vanak, no lejos de la casa de Keane Taylor, a las ocho de la tarde.
Exactamente a esa hora sonó el teléfono de la cabina. Garganta Profunda le dijo a Coburn que fuera al Sheraton, que quedaba cerca, y se sentara en el vestíbulo leyendo Newsweek. Se encontrarían allí y se identificarían mediante una contraseña. Garganta Profunda diría: «¿Sabe dónde está la avenida Pahlevi?». Quedaba a una calle del hotel, pero Coburn respondería: «No, no lo sé. Acabo de llegar a la ciudad».
Ésa era la razón de que Coburn se sintiera como un espía de película.
Por consejo de Simons, llevaba su largo y abultado abrigo, el mismo que Taylor había denominado una vez «el abrigo del hombre de Michelin». El objetivo era saber si Garganta Profunda se atrevía a cachearlo. Si no lo hacía, Coburn llevaría consigo en todas las reuniones siguientes una grabadora bajo el abrigo, con la que registrar la conversación.
Hojeó las páginas de Newsweek.
—¿Sabe dónde está la avenida Pahlevi?
Coburn alzó la mirada y vio a un hombre de su misma estatura y peso, de poco más de cuarenta años, cabello oscuro aplastado sobre el cráneo y gafas.
—No, no lo sé. Acabo de llegar a la ciudad.
Garganta Profunda miró alrededor con gesto nervioso.
—Vamos —dijo—. Por aquí.
Coburn se levantó y lo siguió hacia la parte trasera del hotel. Se detuvieron en un pasillo oscuro.
—Tengo que cachearlo —dijo Garganta Profunda.
—¿De qué tiene miedo? —preguntó Coburn mientras alzaba los brazos.
Garganta Profunda le dirigió una sonrisa desdeñosa.
—No se puede uno fiar de nadie. En esta ciudad ya no hay leyes.
Terminó el cacheo.
—¿Volvemos al vestíbulo?
—No. Podrían tenerme bajo vigilancia, y no puedo correr el riesgo de que me vean con usted.
—Muy bien. ¿Qué ofrece usted?
Garganta Profunda repitió su sonrisa de desdén.
—Ustedes, amigos, tienen un buen problema —dijo—. Ya se metieron una vez en un lío por negarse a hacer caso a gente que conoce bien este país.
—¿En qué lío?
—Ustedes se creen que esto es Texas, y están equivocados.
—Pero ¿en qué lío?
—Hubieran podido sacar a sus dos hombres por medio millón de dólares. Ahora les costará seis millones.
—¿En qué consiste el trato?
—Un momento. La última vez no quisieron seguir mis consejos. Ésta va a ser su última oportunidad. Esta vez no habrá posibilidad de echarse atrás en el último momento.
A Coburn le empezaba a desagradar aquel Garganta Profunda. El individuo era un tipo listo. Su comportamiento parecía decir: «Sois unos estúpidos, y yo sé tantas cosas más que vosotros que me gusta descender a vuestro nivel».
—¿A quién debemos pagar el dinero? —preguntó Coburn.
—A una cuenta numerada en Suiza.
—¿Y cómo sabremos que vamos a recibir lo que paguemos?
Garganta Profunda se echó a reír.
—Escuche, tal como van las cosas en este país, nadie suelta el dinero hasta que recibe la mercancía. Éste es el modo de hacer las cosas aquí.
—De acuerdo, ¿cuál es el trato?
—Lloyd Briggs se encontrará conmigo en Suiza, abriremos una cuenta conjunta y firmaremos una carta de aceptación que quedará depositada en el banco. El dinero quedará libre en la cuenta en el momento en que Chiapparone y Gaylord sean liberados, lo cual sucederá inmediatamente, si permiten ustedes que me encargue del asunto.
—¿Quién recogerá el dinero?
Garganta Profunda se limitó a mover la cabeza con gesto de disgusto.
—Bueno —insistió Coburn—, ¿cómo sabremos que tiene usted preparado el arreglo?
—Escuche, le estoy pasando información de personas muy próximas al responsable de sus dificultades.
—¿Se refiere a Dadgar?
—Nunca lo sabrá, ¿no es cierto?
Además de descubrir cuáles eran los propósitos de Garganta Profunda, Coburn tenía que hacer su valoración personal del individuo. Pues bien, ya la tenía muy clara: Garganta Profunda era un estafador.
—Muy bien —dijo Coburn—. Estaremos en contacto.
Keane Taylor se sirvió ron en un vaso grande, le echó hielo y lo llenó de coca cola. Ésta era su bebida habitual.
Taylor era un hombretón de un metro ochenta y siete, noventa y cinco kilos y un pecho como un tonel. Había jugado al fútbol americano en la marina. Se preocupaba por el vestir y lucía a menudo trajes muy favorecedores con chalecos muy escotados y camisas de cuello abotonado. Llevaba unas grandes gafas de montura de oro. Tenía treinta y nueve años, y estaba perdiendo el cabello.
El joven Taylor era un trabajador poco disciplinado. Salido de la universidad sin terminar los estudios, perdió su graduación de sargento en la marina por faltas de disciplina, y aún ahora le desagradaba la supervisión estricta. Prefería trabajar para la subsidiaria mundial de la EDS porque así la oficina principal quedaba muy lejos.
Ahora estaba sometido a supervisión estricta. A los cuatro días de haber llegado a Teherán, Ross Perot estaba hecho una furia.
Taylor temía las sesiones nocturnas de repaso de informes con el jefe. Después de haber pasado todo el día, él y Howell, dando vueltas por la ciudad, luchando con el tráfico, las manifestaciones y la intransigencia de la burocracia iraní, tenían que darle explicaciones a Perot de por qué no habían conseguido nada.
Para empeorar las cosas, Perot estaba recluido en el hotel la mayor parte del tiempo. Sólo había salido dos veces: una a la embajada norteamericana y otra al cuartel general del ejército estadounidense. Taylor se había asegurado de que nadie le ofreciera a Ross las llaves de un coche o dinero local, para desanimar cualquier impulso que pudiera tener de dar un paseo. Sin embargo, el resultado era que Perot se sentía como un oso enjaulado y que presentarle el informe era como encerrarse dentro de la jaula con el oso.
Al menos Taylor ya no tenía que fingir que no sabía nada del equipo de rescate. Coburn lo había llevado a ver a Simons y los dos pasaron tres horas hablando; mejor dicho, fue Taylor el que habló. Simons sólo hizo preguntas. Se sentaron en el salón de la casa de Taylor, y Simons se dedicó a tirar de nuevo sobre la alfombra persa la ceniza del purito. Taylor veía Teherán como un animal descabezado: la cabeza (ministros y funcionariado) todavía intentaba dar órdenes, pero el cuerpo (el pueblo iraní) se dedicaba a sus propias cosas. En consecuencia, la presión política no conseguiría liberar a Paul y Bill; iban a tener que pagar la fianza o intentar el rescate. Durante tres horas, Simons no cambió el tono de voz, no expresó una opinión ni se movió de su asiento.
Pero el hielo de Simons era preferible al fuego de Perot. Cada mañana, Perot llamaba a la puerta mientras Taylor estaba afeitándose. Taylor fue levantándose un poco más temprano cada día para estar preparado cuando llegase Perot, y éste, a su vez, acudía antes cada día, hasta que Taylor empezó a imaginar que Perot se pasaba la noche escuchando tras la puerta, acechando para cogerlo mientras se afeitaba. Perot rebosaba de nuevas ideas que se le habían ocurrido durante la noche. Nuevos argumentos sobre la inocencia de Paul y Bill, nuevos planes para convencer a los iraníes de que los liberaran. Taylor y John Howell (el alto y el bajo, como Batman y Robin) salían con el «Batmóvil» hacia el Ministerio de Justicia o el de Sanidad, donde un funcionario se encargaba de echar por tierra las ideas de Perot en unos segundos. Perot todavía utilizaba la técnica norteamericana legalista y racional y, en opinión de Taylor, todavía tenía que darse cuenta de que los iraníes no jugaban con aquellas reglas.
No era eso lo único que Taylor llevaba en la cabeza. Su esposa, Mary, y sus hijos, Mike y Dawn, estaban temporalmente con sus padres en Pittsburgh. Los padres de Taylor tenían ambos más de ochenta años, y su estado de salud iba en decadencia. Su madre tenía problemas de corazón. Mary tenía que afrontarlo todo ella sola. No se había quejado, pero, cada vez que hablaba con ella por teléfono, Taylor advertía que no estaba muy contenta.
Suspiró. No podía enfrentarse a todos los problemas del mundo a la vez. Alzó la copa y con ella en la mano salió de la habitación y entró en la suite de Perot para el suplicio de cada noche.
Perot paseaba por el salón de la suite, arriba y abajo, aguardando la llegada del equipo negociador.
Había recibido una acogida helada en la embajada. Le habían hecho pasar al despacho de Charles Naas, ayudante del embajador. Naas se había mostrado afable, pero le había soltado a Perot el mismo cuento de siempre sobre que la EDS debía seguir la vía legal para la liberación de Paul y Bill. Perot insistió en ver al embajador. Había recorrido medio mundo para ver a Sullivan y no iba a irse sin haber hablado con él. Por fin apareció el embajador, quien le estrechó la mano a Perot y le dijo que había sido de lo más imprudente viajar hasta Irán. Era evidente que Perot resultaba un problema, y Sullivan no quería ningún problema más. Habló un rato, pero no se sentó, y se marchó en cuanto tuvo oportunidad. Perot no estaba acostumbrado a un trato así. Después de todo, era un norteamericano importante y, en circunstancias normales, un diplomático como Sullivan debía mostrarse al menos cortés, si no deferente.
Perot había conocido también a Lou Goelz, quien parecía sinceramente preocupado por Paul y Bill, pero sin ofrecer una ayuda concreta.
Al salir del despacho de Naas se encontró con un grupo de agregados militares que lo reconocieron. Desde la campaña de los prisioneros de guerra, Perot siempre había contado con una cálida acogida entre los militares norteamericanos. Tomó asiento con los agregados y les explicó el problema. Ellos contestaron con franqueza que no podían hacer nada.
—Escuche, olvide lo que ha leído en los periódicos o lo que diga públicamente el Departamento de Estado —le dijo uno de ellos—. No tenemos ningún poder aquí, no tenemos ningún control de la situación. Aquí en la embajada sólo está perdiendo el tiempo.
Perot también había perdido el tiempo en el cuartel general del ejército norteamericano. El mando de intendencia en Irán le envió un coche blindado al Hyatt. Perot acudió con Rich Gallagher. El conductor era iraní, y Perot se preguntó de qué lado estaría.
Se reunieron con el general de la fuerza aérea Phillips Gast, jefe del Grupo Consejero de Asistencia Militar (MAAG) en Irán, y con el general Dutch[3] Huyser. Perot conocía a Huyser de vista y lo recordaba como un hombre fuerte y dinámico, pero lo encontró agotado. Sabía por los periódicos que Huyser era el enviado del presidente Cárter y que había acudido a Irán a convencer a los militares iraníes de que respaldaran al moribundo gobierno Bajtiar. Perot se dijo que quizá Huyser no tenía estómago para aquella misión.
Huyser le dijo con franqueza que le encantaría ayudar a Paul y Bill, pero que en aquel momento no tenía influencia en los iraníes: no tenía nada con que negociar. Incluso si salían de la cárcel, decía Huyser, seguirían estando en peligro en Irán. Perot le contestó que ya se había ocupado de ello, Bull Simons estaba en Teherán para cuidar de Paul y Bill cuando éstos fueran liberados. Huyser se echó a reír y un momento después Gast entendió la broma. Ambos sabían quién era Simons, y se daban cuenta de que sus planes debían de consistir en algo más que hacer de niñera. Gast se ofreció a proporcionar combustible a Simons pero nada más. Palabras cálidas de los militares, frialdad en la embajada; poca o ninguna ayuda auténtica de ambos. Y nada salvo excusas de Howell y Taylor.
Permanecer encerrado en una habitación de hotel todo el día estaba volviendo loco a Perot. Hoy, Cathy Gallagher le había pedido que se hiciera cargo de su caniche, Buffy. Cathy lo hizo parecer casi un honor, una medida de su alta estima por Perot, y éste se quedó tan sorprendido que accedió. Allí sentado, observando al animal, Ross Perot se dio cuenta de que era una ocupación muy graciosa para el líder de una gran empresa internacional y se preguntó cómo diablos se había dejado convencer. No encontró ninguna comprensión en Keane Taylor, quien opinó que era algo graciosísimo. Al cabo de unas horas, Cathy regresó de la peluquería, o dónde diablos hubiera estado, y se llevó al perro. Sin embargo, el humor de Perot siguió siendo sombrío.
Alguien llamó a la puerta de la suite y entró Taylor, con su copa habitual. Iba seguido de John Howell, Rich Gallagher y Bob Young. Todos tomaron asiento.
—Bien —dijo Perot—, ¿les han garantizado ustedes que Paul y Bill se presentarán a los interrogatorios necesarios en cualquier punto de Estados Unidos o Europa, si avisan con treinta días de antelación, durante los próximos dos años?
—No están interesados en esa propuesta —dijo Howell.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Sólo le repito lo que han dicho…
—Pero si esto es una investigación, y no un intento de chantaje, lo único que les debe importar es tener la seguridad de que Paul y Bill se presentarán a los interrogatorios.
—Ya tienen esa seguridad ahora. Me temo que no ven razón alguna para hacer cambios.
Perot se sentó. Estaba enloqueciendo. No parecía haber modo de razonar con los iraníes, ni de llegar a ellos.
—¿Les ha sugerido que pusieran a Paul y Bill bajo la custodia de la Embajada?
—También se han negado a eso.
—¿Por qué?
—No lo han dicho.
—¿Se lo ha preguntado?
—Ross, no tienen que darnos razones. Aquí mandan ellos, y lo saben.
—¡Pero son responsables de la seguridad de sus prisioneros!
—Es una responsabilidad que no parece pesar demasiado en ellos.
—Ross —intervino Taylor—, ellos no siguen nuestras normas. Meter a dos hombres en la cárcel no es grave para ellos. La seguridad de Paul y Bill no les importa gran cosa…
—Entonces, ¿qué normas siguen? ¿Puede decírmelo alguien?
Llamaron a la puerta y entró Coburn con su abrigo del «hombre de Michelin» y su sombrero negro. A Perot se le iluminó el rostro. Quizá traía buenas noticias.
—¿Te has visto con Garganta Profunda?
—Por supuesto —contestó Coburn, al tiempo que se quitaba el abrigo.
—Muy bien, cuenta…
—Dice que puede conseguir la liberación de Paul y Bill por seis millones de dólares. El dinero se depositará en una cuenta de Suiza y la orden de pago se hará efectiva cuando Paul y Bill salgan de Irán.
—Diablos, no está mal —dijo Perot—. Nos sale por mitad de precio. Incluso puede que sea legal según las leyes norteamericanas; es un rescate. ¿Qué clase de tipo es ese Garganta Profunda?
—Yo no confiaría en ese cerdo —masculló Coburn.
—¿Por qué?
Coburn se encogió de hombros.
—No sé, Ross… Es astuto, marrullero… Un embustero… Yo no le daría ni medio dólar para que fuera al estanco a por un paquete de tabaco. Eso es lo que me parece.
—Vaya, hombre, pero ¿qué esperabas? —contestó Perot—. Estamos ante un soborno…, y los pilares de la sociedad no se mezclan nunca en ese tipo de cosas.
—Usted lo ha dicho, se trata de un soborno —saltó Howell. Su voz ronca y llena de determinación resultaba desmesuradamente apasionada—. Esto no me gusta un ápice.
—Ni a mí tampoco —respondió Perot—. Sin embargo, todos me han estado repitiendo que los iraníes no juegan con nuestras reglas.
—Sí, pero escuche —insistió Howell vehemente—. La idea a la que me he aferrado durante todo este asunto es que nosotros no hemos hecho nada mal y que algún día, de algún modo, en algún lugar, alguien reconocerá tal cosa y entonces el asunto se aclarará… Y me sigue disgustando que nos salgamos de esa idea.
—No nos ha llevado muy lejos…
—Ross, creo que si tenemos tiempo y paciencia, lo conseguiremos. Pero si nos metemos en un soborno, dejaremos de poder presionar legalmente.
Perot se volvió hacia Coburn.
—¿Cómo sabremos que Garganta Profunda tiene de veras un trato con Dadgar?
—No hay modo de saberlo —contestó Coburn—. Dice que nosotros no pagaremos hasta que tengamos los resultados, así que no tenemos nada que perder.
—Lo podemos perder todo —dijo Howell—. Aunque esto sea legal en Estados Unidos, un acto así sellaría nuestro destino en Irán.
—Apesta —intervino Taylor—. Todo el asunto apesta.
A Perot le sorprendieron sus reacciones. También él odiaba la idea del soborno, pero estaba dispuesto a comprometer sus principios por sacar de la cárcel a Paul y Bill. El buen nombre de la EDS le era muy preciado, y no era partidario en absoluto de comprometerlo en un caso de corrupción, igual que John Howell; con todo, Perot sabía algo que Howell ignoraba: el coronel Simons y el grupo de rescate tenían que afrontar un riesgo aún más grave que ése.
—Nuestro buen nombre no les ha servido de mucho hasta ahora a Paul y Bill —dijo Perot.
—No se trata sólo de nuestro buen nombre —insistió Howell—. Dadgar ya debe de estar bastante seguro en estos momentos de que no somos culpables de corrupción, pero si nos sorprende en un acto de soborno, todavía puede salvar las apariencias.
Aquello era razonable, pensó Perot.
—¿Podría ser una trampa?
—Sí.
Tenía sentido. Incapaz de conseguir pruebas contra Paul y Bill, Dadgar daba a entender a Garganta Profunda que se le podía sobornar y, cuando Perot cayera en la trampa, anunciaba al mundo que la EDS era, después de todo, una empresa corrupta. Entonces los meterían a todos en la cárcel con Paul y Bill. Y, al ser culpables, allí se quedarían.
—Bien —dijo Perot con reticencia—, llama a Garganta Profunda y dile que no, gracias.
—Muy bien —asintió Coburn, poniéndose en pie.
«Otro día infructuoso», pensó Perot. Los iraníes lo tenían acorralado. Hacían caso omiso de cualquier presión política. El soborno podía empeorar las cosas más aún. Si la EDS pagaba la fianza, Paul y Bill deberían continuar en Irán.
La opción de Simons seguía pareciendo la mejor.
Pero no iba a decírselo al equipo de negociadores.
—Muy bien —dijo al fin—. Volveremos a intentarlo mañana.