SEIS

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John Howell nació el noveno minuto de la novena hora del noveno día del noveno mes de 1946, solía decir su madre.

Era un hombre menudo y bajo, con unos andares muy enérgicos. Estaba perdiendo prematuramente el cabello, fino y de un color moreno claro; bizqueaba un poco y tenía la voz algo ronca, como si tuviera un resfriado permanente. Hablaba con mucha lentitud y parpadeaba sin parar.

A sus treinta y dos años, Howell era uno de los socios del bufete de abogados de Tom Luce en Dallas. Como otros muchos de quienes rodeaban a Ross Perot, Howell había alcanzado una posición respetable a temprana edad. Su mayor virtud como abogado era la resistencia: «John vence a la parte contraria por agotamiento», decía Luce. La mayoría de los fines de semana Howell pasaba en su despacho el sábado o el domingo, atando cabos sueltos, terminando tareas que el teléfono había interrumpido y preparando la semana que iba a empezar. Se sentía frustrado cuando las actividades familiares lo privaban de aquel sexto día de trabajo. Además, solía trabajar cada día hasta muy tarde y faltaba muchas noches a la cena familiar, lo que en ocasiones disgustaba a su esposa Angela.

Howell, igual que Perot, había nacido en Texarkana. También como Perot, Howell era corto de estatura y grande en agallas. Pese a ello, a mediodía del 14 de enero se sentía asustado. Estaba a punto de reunirse con Dadgar.

La tarde anterior, inmediatamente después de llegar a Teherán, se había reunido con Ahmad Houman, el nuevo abogado local de la EDS. El abogado Houman le aconsejó que no fuera a ver a Dadgar, al menos por el momento; era perfectamente posible que Dadgar intentara detener a todos los norteamericanos de la EDS que encontrara, y eso podía incluir a los abogados.

Howell encontró a Houman impresionante. Alto y gordo, sesentón, bien vestido para lo habitual en los iraníes, había sido presidente de la Asociación de Letrados de Irán. Aunque su inglés no era bueno (dominaba, en cambio, el francés), parecía seguro de sí mismo y muy bien informado.

Los consejos de Houman iban en consonancia con el instinto de Howell. Le gustaba prepararse siempre muy concienzudamente para cualquier tipo de confrontaciones. Creía en la vieja máxima de los abogados procesales: No hacer nunca una pregunta a menos que se conozca ya la respuesta.

El consejo de Houman venía a reforzar el de Bunny Fleischaker. Bunny, una muchacha norteamericana con amigos iraníes en el Ministerio de Justicia, había advertido a Jay Coburn, durante el mes de diciembre, de que Paul y Bill iban a ser detenidos. Sin embargo, por aquel entonces nadie la creyó. Los acontecimientos le dieron la razón y por ello se la tomó muy en serio cuando, a primeros de enero, llamó a casa de Rich Gallagher una noche a las once.

La conversación le recordó a Gallagher las llamadas de la película Todos los hombres del presidente, en la que unos informadores nerviosos hablaban con los periodistas en una clave improvisada. Bunny empezó diciendo:

—¿Sabe usted quién soy?

—Creo que sí —le dijo Gallagher.

—Ya le habrán hablado de mí.

—Sí.

La muchacha explicó que los teléfonos de la EDS estaban intervenidos y todas las conversaciones quedaban grabadas. La razón de su llamada era comunicar que había grandes posibilidades de que Dadgar detuviera a más ejecutivos de la EDS. La chica recomendaba abandonar el país, o trasladarse a un hotel donde estaban alojados un montón de periodistas. Lloyd Briggs, quien, como asistente de Paul, parecía el objetivo más probable de Dadgar, había abandonado el país, su regreso a Estados Unidos había sido indispensable para dar las instrucciones precisas a los abogados de la EDS. Los demás, Gallagher y Keane Taylor, se trasladaron al Hyatt.

Dadgar no había detenido a más gente de la EDS… por el momento.

Howell no necesitaba que lo convencieran. Iba a quedarse fuera del alcance de Dadgar hasta que estuviera seguro de las reglas del juego.

Entonces, a las ocho y media de aquella mañana, Dadgar cayó sobre el «Bucarest».

Apareció de repente en el edificio, con media docena de investigadores, y solicitó que le dejaran ver los archivos de la empresa. Howell, escondido en un despacho de otro piso, llamó a Houman. Tras una breve charla, decidió aconsejar a todo el personal de la EDS que cooperara con Dadgar.

Dadgar quería ver los archivos de Paul Chiapparone. El archivador del despacho de la secretaria de Paul estaba cerrado y nadie encontraba la llave. Naturalmente, aquello hizo que aumentara el interés de Dadgar por los documentos. Keane Taylor resolvió el problema con su habitual pragmatismo; se hizo con una palanca y forzó la puerta del archivador.

Mientras, Howell salía a escondidas del edificio, se encontraba con Houman y se encaminaba al Ministerio de Justicia.

Fue un recorrido nada tranquilizador, pues se vio obligado a abrirse paso entre una multitud airada en plena manifestación, frente al ministerio, por la liberación de los presos políticos.

Howell y Houman iban a ver al doctor Kian, jefe de Dadgar.

Howell le dijo a Kian que la EDS era una empresa seria que no había hecho nada malo y que estaba dispuesta a colaborar en cualquier investigación tendente a demostrar su inocencia, pero que exigía para ello la liberación de sus empleados.

Kian le dijo entonces a uno de sus colaboradores que le ordenara a Dadgar la revisión del caso.

Aquello le pareció a Howell mera palabrería.

Le dijo a Kian que quería tratar una posible reducción de la fianza.

La conversación se celebró en parsí, con Houman de traductor. Houman afirmó que Kian no se mostraba inflexiblemente opuesto a la reducción de la fianza. En opinión del abogado, podía esperarse que incluso se rebajara a la mitad.

Howell pensó más tarde que la reunión apenas había dado resultado, pero al menos a Kian no lo había detenido.

Al regresar al «Bucarest» se enteró de que tampoco Dadgar había practicado ninguna detención más.

Su instinto de abogado le decía aún que no acudiera a ver a Dadgar; sin embargo, aquel impulso instintivo luchaba ahora con otro aspecto de su personalidad: la impaciencia. Había ocasiones en que a Howell le aburría la investigación, la preparación, las previsiones y los planes. Ocasiones en que hubiera preferido actuar ante un problema, en lugar de detenerse a meditar sobre él. Le gustaba llevar la iniciativa, hacer que la parte opuesta reaccionara contra él, en lugar de al revés. Esta tendencia se veía reforzada por la presencia de Ross Perot en Teherán, siempre el primero en levantarse, siempre preguntándole a todo el mundo qué había conseguido el día anterior y qué tareas intentarían llevar a cabo hoy, siempre respaldando a todos. Al final, la impaciencia se impuso a la precaución y Howell decidió enfrentarse a Dadgar.

Ésta era la razón de que estuviera asustado.

Si él no se sentía muy feliz, su esposa todavía menos.

Angela Howell no había visto mucho a su esposo en los dos meses anteriores. John había pasado la mayor parte de noviembre y diciembre en Teherán, intentando convencer al ministerio de que hiciera efectiva la deuda con la EDS. Desde que volviera a Estados Unidos, había permanecido en la casa central de la EDS hasta altísimas horas de la madrugada trabajando en la cuestión de Paul y Bill, cuando no salía a toda prisa hacia Nueva York para sostener reuniones con abogados iraníes de esta ciudad. El 31 de diciembre, Howell llegó a casa a la hora del desayuno, después de trabajar toda la noche y encontró a Angela y al pequeño Michael, de nueve meses, apretados ante el fuego de leña en el caserón frío y oscuro. La granizada había provocado un corte de corriente. Entonces, trasladó a la mujer y al niño al piso de su hermana y salió nuevamente hacia Nueva York. Angela ya había soportado todo lo que podía soportar y, cuando John le comunicó que se iba otra vez a Teherán, a ella le dio un ataque.

—¡Tú ya sabes qué se cuece allí! —le gritó—. ¿Por qué tienes que volver?

La cuestión era que él no tenía una respuesta clara a esa pregunta. No sabía bien qué iba a hacer en Teherán. Iba a trabajar en el problema, pero desconocía cómo. Si hubiese podido decirle a Angela: «Escucha, esto es lo que voy a hacer, y es responsabilidad mía, y yo soy el único que puede hacerlo», quizá ella lo hubiese comprendido.

—John, somos una familia. Necesito tu ayuda para hacerme cargo de todo esto —exclamó, refiriéndose a la granizada, los apagones y el niño.

—Lo siento. Hazlo lo mejor que puedas. Trataré de mantenerme en contacto —contestó Howell.

No eran del tipo de matrimonios que expresan sus sentimientos gritándose mutuamente. En las frecuentes ocasiones en que él la irritaba al quedarse a trabajar hasta muy tarde dejándola sola en la mesa ante la cena que había preparado para ambos, una cierta frialdad era lo más cerca que llegaban de una pelea. Pero aquello era mucho peor que echar a perder la cena; él se disponía a dejarlos solos a ella y al niño justo cuando más lo necesitaban.

Aquella noche tuvieron una larga conversación. A su término ella no se sentía más feliz, pero al menos estaba resignada.

Desde la partida, él la había llamado varias veces, desde Londres y Teherán. Ella contemplaba los disturbios en los noticiarios de la Televisión y se preocupaba por él. Se hubiera preocupado más de haber sabido lo que se disponía a hacer ahora.

Abolhasan era el empleado iraní de mayor rango. Cuando Lloyd Briggs salió para Nueva York, Abolhasan quedó a cargo de la EDS en Irán. (Rich Gallagher, el único norteamericano que aún permanecía allí, no era directivo). Después, a su regreso, Keane Taylor se había hecho cargo de la dirección y Abolhasan se sintió ofendido. Taylor no sabía ser diplomático. (Bill Gayden, el genial presidente de la EDS Mundial, había acunado la sarcástica frase de «Keane aprendió delicadeza en el cuerpo de infantes de marina»). Hubo ciertos roces entre Taylor y Abolhasan. En cambio, Howell se entendía bien con el iraní, quien no sólo podía traducir del idioma parsí, sino que sabía explicar a los norteamericanos las costumbres y métodos persas.

Howell le comunicó a Abolhasan:

—He decidido tener un encuentro con Dadgar. ¿Qué opina usted?

—Buena idea —contestó el iraní. Estaba casado con una norteamericana y hablaba inglés con acento norteamericano—. No creo que haya problema.

—Muy bien. Vamos allá.

Abolhasan llevó a Howell a la sala de conferencias de Paul Chiapparone. Dadgar y sus ayudantes estaban sentados alrededor de la gran mesa, repasando los registros financieros de la EDS. Abolhasan le pidió a Dadgar que pasara a la sala adyacente, que era el despacho de Paul; allí le presentó a Howell.

Dadgar le estrechó la mano con gesto circunstancial.

Tomaron asiento en la mesa situada en un rincón del despacho: Dadgar no le pareció a Howell ningún monstruo; era sólo un hombre de edad madura y aspecto cansado que estaba perdiendo el cabello.

Howell empezó por repetirle a Dadgar lo que ya le había dicho al doctor Kian:

—La EDS es una empresa seria que no ha hecho nada incorrecto, y deseamos colaborar en su investigación. Sin embargo, no podemos tolerar que dos altos directivos nuestros sigan en la cárcel.

La respuesta de Dadgar, traducida por Abolhasan, le sorprendió.

—Si no han hecho nada incorrecto, ¿por qué no han satisfecho la fianza?

—No hay relación entre ambas cosas —dijo Howell—. La fianza es la garantía de que el depositario se presentará al juicio, y no una suma que se pierda si se es culpable. La fianza se devuelve en cuanto el acusado comparece en el juicio, sea cual sea el veredicto.

Mientras Abolhasan traducía, Howell se preguntó si «fianza» sería la traducción correcta de la palabra parsí que Dadgar utilizaba para referirse a los 12 750 000 dólares que pedía. Y Howell recordaba ahora otra cosa que podía ser significativa. El día de la detención de Paul y Bill, habló por teléfono con Abolhasan, quien le informó que esa suma era, según Dadgar, la cantidad total que el Ministerio de Sanidad había pagado hasta aquella fecha a la EDS; el argumento de Dadgar era que, si la EDS había obtenido el contrato mediante sobornos y corrupciones, no tenía derecho al dinero. (Abolhasan no tradujo aquella observación a Paul y Bill en su momento).

De hecho, la EDS había recibido bastante más de trece millones de dólares, así que la afirmación de Dadgar no tenía del todo sentido, y Howell no le prestó mucha atención.

Quizá se trataba de un error; podía ser, simplemente, que los cálculos de Dadgar fueran erróneos.

Abolhasan traducía ahora la contestación de Dadgar:

—Si esos hombres son inocentes, no hay ninguna razón para que no comparezcan ante el juez, así que no arriesga usted nada depositando la fianza.

—Las empresas norteamericanas no pueden hacer eso —contestó Howell. No estaba mintiendo, pero estaba ocultando deliberadamente la verdad—. La EDS es una sociedad anónima y, según las leyes sobre sociedades norteamericanas, sólo puede utilizar su dinero en provecho de los accionistas. Paul y Bill son personas libres, y la empresa no puede garantizar que se presenten a juicio. En consecuencia, no podemos gastar el dinero de la empresa.

Aquélla era la posición negociadora inicial que Howell había formulado con anterioridad. Sin embargo, mientras Abolhasan traducía, apreció que apenas parecía causar impresión a Dadgar.

—Tienen que depositar la fianza sus familiares —prosiguió—. Ahora mismo están buscando dinero por todo Estados Unidos, pero trece millones de dólares es una cantidad imposible. Ahora bien, si la fianza se redujera a una cifra aceptable, quizá pudieran satisfacerla.

Era todo una sarta de mentiras, naturalmente. Ross Perot iba a pagar la fianza si era necesario, siempre que Tom Walter encontrara un modo de llevar el dinero a Irán.

Ahora le tocó el turno a Dadgar de sorprenderse:

—¿Es cierto que no pueden obligar a sus hombres a presentarse a juicio?

—Naturalmente —asintió Howell—. ¿Qué quiere que hagamos, encadenarlos? No somos policías. Son ustedes quienes encierran a personas por los supuestos delitos de una empresa.

—No —contestó Dadgar—. Ellos están en la cárcel por delitos cometidos personalmente.

—¿Cuáles?

—Obtener dinero del Ministerio de Sanidad por medio de informes falsos de trabajos realizados.

—Esto, obviamente, no puede aplicarse a Bill Gaylord, pues el Ministerio no ha pagado ninguna de las facturas presentadas desde su llegada a Teherán, así que, ¿de qué se le acusa a él?

—De falsificación de informes. Y no tolero que me interrogue usted, señor Howell.

De repente, Howell recordó que Dadgar lo podía meter en la cárcel también a él. Dadgar prosiguió:

—Estoy realizando una investigación. Cuando haya terminado, dejaré libres a sus clientes, o los llevaré a juicio.

—Deseamos colaborar en esa investigación —afirmó Howell—. Mientras tanto, ¿qué podemos hacer para que Paul y Bill salgan en libertad?

—Pagar la fianza.

—Y, en caso de que se satisfaga ésta, ¿se les permitirá salir de Irán?

—No.