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El 13 de enero, Ross Perot despegó de Ammán, Jordania, a bordo de un reactor Lear de la Arab Wings, compañía de vuelos chárter de las Reales Líneas Aéreas Jordanas. El avión se dirigía a Teherán. En el equipaje llevaba una bolsa de malla con media docena de cintas de vídeo de formato profesional, del tipo utilizado por los equipos de televisión; ésa era la «pantalla» de Perót.

Mientras el pequeño reactor volaba hacia el este, el piloto británico señaló la conjunción de los ríos Tigris y Eufrates. Pocos minutos después el aparato presentó unos problemas hidráulicos y tuvo que dar media vuelta.

Todo el viaje había sido así.

En Londres, alcanzó al abogado John Howell y al agente de la EDS Bob Young, los cuales llevaban varios días intentando tomar un vuelo a Teherán. Al final, Young descubrió que la Arab Wings hacía la ruta desde Ammán, y los tres hombres fueron allí. La llegada a Jordania, en plena noche, fue toda una experiencia. Perot tenía la impresión de que todos los malos tipos del país dormían en aquel aeropuerto. Encontraron un taxi que los llevó a un hotel. La habitación de John Howell no tenía cuarto de baño; las instalaciones correspondientes estaban al lado de la cama. En la habitación de Perot el retrete estaba tan pegado a la bañera que tenía que meter los pies en ella cuando se sentaba. Y así y todo…

La idea del equipo de vídeo como tapadera había sido de Bob Young. La Arab Wings transportaba regularmente cintas para el equipo de noticias de la cadena de televisión NBC en Teherán. A veces, la NBC enviaba a un empleado con las cintas; otras veces, las llevaba el piloto. En esta ocasión, aunque la NBC no lo supiera, Perot iba a ser su correo. Llevaba una chaqueta deportiva, un sombrero pequeño a cuadros y la camisa abierta. Cualquiera que buscara a Ross Perot no miraría dos veces al habitual empleado de la NBC con su bolsa habitual.

La Arab Wings había accedido a colaborar. También había confirmado que podría llevarse de vuelta a Perot utilizando el mismo sistema.

Ya en Ammán, Perot, Howell y Young, con el piloto, abordaron un reactor. Mientras se elevaban sobre el desierto, Perot se preguntaba si era el hombre más loco del mundo, o el más juicioso.

Tenía poderosas razones para no ir a Teherán. Por un lado, las turbas podían considerarlo el símbolo último del explotador capitalismo norteamericano y colgarlo inmediatamente. Era muy posible que si Dadgar llegara a saber que estaba en la ciudad intentara detenerlo. Perot no estaba seguro de entender los motivos de Dadgar para encarcelar a Paul y Bill, pero los misteriosos propósitos del iraní quedarían mucho mejor cumplidos, seguramente, si llegaba a tener a Perot entre rejas. Si era dinero lo que buscaba Dadgar podría haber puesto una fianza de cien millones de dólares con la seguridad de cobrarlos.

Pero las negociaciones para la liberación de Paul y Bill estaban estancadas y Perot quería ir a Teherán a lamerle el culo en un último intento de encontrar una solución legítima antes de que Simons y el grupo arriesgasen sus vidas en el asalto a una cárcel.

Había habido ocasiones, en los negocios, en que la EDS había estado dispuesta a admitir una derrota, pero había alcanzado la victoria porque Perot en persona había insistido en dar un paso más. Aquélla era la esencia del liderazgo.

Así se lo decía a sí mismo, y era verdaderamente así, pero había otra razón para el viaje. Sencillamente, no podía quedarse sentado en Dallas, cómodo y a salvo, mientras otra gente arriesgaba la vida siguiendo sus órdenes.

Sabía perfectamente que si lo encarcelaban en Irán, él, sus colegas y su empresa estarían en una situación mucho peor que la existente. ¿Debía escuchar a la prudencia y quedarse, o debía seguir sus impulsos más profundos e ir? Era un dilema moral. Ya lo había discutido con su madre.

La mujer sabía que iba a morir. Y sabía que, incluso si Ross volvía sano y salvo al cabo de unos días, ella ya no estaría para verlo. El cáncer destruía su cuerpo con rapidez, pero no le afectaba en nada a la cabeza, y su sentido de lo correcto y lo incorrecto seguía tan claro como siempre.

—No tienes elección, Ross —le había dicho—. Son tus hombres. Tú los enviaste allí. No han hecho nada malo. Nuestro gobierno no les ayuda. Tú eres responsable de ellos. Depende de ti que salgan. Tienes que ir.

Y allí estaba, con la sensación de haber hecho lo que debía, aunque no fuera lo más inteligente.

El reactor Lear dejó atrás el desierto y ascendió sobre las montañas occidentales de Irán. Al revés que Simons, Coburn y Poché, Ross Perot desconocía lo que era el peligro físico. Era demasiado joven para haber participado en la Segunda Guerra Mundial, y demasiado viejo para la de Vietnam, y la guerra de Corea había terminado mientras el alférez Perot iba hacia allí a bordo del destructor Sigourney. Sólo le habían disparado una vez, durante la campaña en favor de los prisioneros de guerra, al aterrizar en un hueco de la jungla laosiana a bordo de un desvencijado DC 3. Entonces oyó unos silbidos, pero no se dio cuenta de que eran disparos hasta después de aterrizar. Su experiencia más aterradora, desde los tiempos de Texarkana, había sido a bordo de otro avión, también en Laos, cuando la puerta lateral más próxima a su asiento se desprendió. Él dormía. Al despertar, durante un segundo buscó la luz antes de darse cuenta de que estaba cayéndose fuera del aparato. Por fortuna, le asieron en el último momento.

Hoy no estaba sentado junto a ninguna puerta.

Miró por la ventanilla y vio, en una depresión en forma de cuenco formada entre las montañas, la ciudad de Teherán, una extensión de color de fango salpicada de blancos rascacielos. El avión empezó a perder altura.

«Bien —pensó—, ya estamos llegando. Es hora de empezar a pensar y a utilizar la cabeza, Perot».

Mientras el avión tomaba tierra se sintió tenso, rígido, alerta; estaba descargando adrenalina.

El aparato rodó por la pista y se detuvo. Varios soldados con metralletas colgando de los hombros paseaban tranquilamente por el asfalto.

Perot bajó. El piloto abrió el compartimiento de equipajes y le tendió la bolsa de las cintas. Ross y el piloto cruzaron la pista. Los seguían Howell y Young, cada uno con su cartera.

Perot daba gracias por su físico poco llamativo. Recordaba a un amigo suyo noruego, un Adonis alto y rubio que siempre se quejaba de tener un físico demasiado atractivo. «Tienes suerte, Ross —solía decirle—. Cuando entras en una sala nadie se da cuenta. Cuando la gente me mira, siempre esperan demasiado de mí, y yo no puedo responder a las expectativas». Al noruego nadie habría podido tomarle por el chico de los recados. En cambio Perot, con su corta estatura, su rostro poco agraciado y sus ropas de confección, podría quedar muy convincente en ese papel.

Entraron en la terminal. Perot se dijo que los militares, que se encargaban del aeropuerto, y el Ministerio de Justicia, para el cual trabajaba Dadgar, eran dos secciones separadas del gobierno; y si una de ellas sabía qué estaba haciendo la otra, o a quién andaba buscando, aquélla sería la operación más eficaz de la historia de los gobiernos iraníes.

Se encaminó al mostrador y sacó el pasaporte.

Le pusieron el sello y se lo devolvieron.

Siguió caminando.

Nadie lo detuvo en la aduana.

El piloto le mostró dónde tenía que dejar la bolsa de cintas de vídeo, Perot hizo lo que le indicaban. Al terminar, se despidió del piloto.

Se volvió y se encontró con otro amigo alto y de aspecto distinguido; era Keane Taylor. A Perot le caía bien Taylor.

—¿Qué hay, Ross? ¿Cómo te ha ido? —lo saludó Taylor.

—Bien —contestó Ross con una sonrisa—. No esperaban a este norteamericano tan feo.

Salieron caminando del aeropuerto. Perot le preguntó:

—¿Estás satisfecho de que no te haya hecho regresar sólo para ocuparte de esa basura administrativa?

—Naturalmente que sí —contestó Taylor.

Entraron en el coche de Taylor. Howell y Young subieron atrás. Mientras se alejaban, Taylor comentó:

—Voy a tomar una ruta un poco más larga para evitar lo peor de los disturbios.

A Perot no le hizo mucha gracia lo que oía.

La carretera estaba orlada de edificios de hormigón muy altos y a medio terminar, con las grúas todavía en la cumbre. El trabajo parecía haber cesado. Al fijarse, Perot vio que mucha gente vivía en el armazón inacabado. Parecía un símbolo del modo en que el Sha había intentado modernizar el país demasiado deprisa.

Taylor estaba hablando de coches. Había aparcado todos los coches de la EDS en el patio de una escuela y había contratado a varios iraníes para guardarlos, pero acababa de descubrir que los iraníes estaban montando una tienda de coches de segunda mano utilizando los vehículos de los norteamericanos.

En todas las gasolineras había largas colas, advirtió Perot. Resultaba irónico en un país tan rico en petróleo. Además de coches, en las colas se veían numerosas personas a pie, con sus latas en la mano.

—¿Qué hacen ésos? —preguntó Perot—. Si no tienen coche, ¿para qué necesitan la gasolina?

—La venden a un precio superior —explicó Taylor—. O también puede pagarse a un iraní para que haga cola en lugar de uno.

En un control de carreteras hubieron de detenerse un instante. Al continuar adelante, vieron varios coches incendiados. Había un grupo de soldados con ametralladoras. El terreno estuvo tranquilo durante un par de kilómetros; después, Perot vio más coches incendiados, más metralletas, y otro control. Todo aquello debería haberle asustado, pero no sentía temor en absoluto. Le parecía a Perot que la gente estaba disfrutando, simplemente, del libertinaje que significaba el cambio, ahora que el férreo puño del Sha se había, por lo menos, aflojado. Desde luego, por lo que podía observar, el ejército no estaba haciendo nada por mantener el orden.

Siempre había algo de extraño en observar actos violentos siendo un turista. Recordaba sus vuelos sobre Laos en un avión ligero, cuando veía luchar a los soldados en tierra; se sentía tranquilo, desligado de la cruel realidad. Suponía que una batalla debía de ser lo mismo; si uno estaba en medio podía parecer algo tremendo, pero a cinco minutos de distancia era como si nada sucediera.

Llegaron a una enorme plaza redonda con un monumento en el centro que parecía una nave espacial del futuro lejano, sobresaliendo por encima del tráfico, erguida sobre cuatro gigantescas patas biseladas.

—¿Qué es eso? —preguntó Perot.

—El monumento Shahyad —contestó Taylor—. Arriba tiene un museo.

Pocos minutos después, se detenían frente al vestíbulo del Hyatt Crown Regency.

—Este hotel es nuevo —le explicó Taylor—. Los pobres tipos acaban de inaugurarlo. Pese a todo, nos va muy bien: comidas espléndidas, vino, música en el restaurante por la noche… Vivimos como reyes en una ciudad que se está consumiendo.

Entraron al vestíbulo y tomaron el ascensor.

—No tienes que pasar por el registro —le dijo Taylor a Perot—. Tu habitación está a mi nombre. No hay ninguna razón para ir escribiendo el tuyo por todas partes.

—Bien.

Se apearon del ascensor en el piso undécimo.

—Todos tenemos las habitaciones en este pasillo —dijo Taylor y abrió una puerta al fondo del corredor.

Perot entró, echó una mirada y sonrió.

—¿Queréis ver esto? —preguntó él. El salón era inmenso. Junto a él había un gran dormitorio. Inspeccionó el cuarto de baño; era tan grande que podía darse una fiesta en él.

—¿Todo en orden? —dijo Taylor con una sonrisa.

—Si hubieras visto la habitación que tenía ayer en Ammán, ni se te ocurriría preguntarlo.

Taylor lo dejó para que se instalara.

Perot se acercó a la ventana y echó una mirada. Su suite estaba en la parte delantera del hotel, de modo que si miraba hacia abajo divisaba la entrada. Aquello le daba la oportunidad de estar sobre aviso en caso de que un escuadrón de soldados o una turba de revolucionarios viniera a por él.

Pero ¿qué podía hacer él si llegaba el caso?

Decidió buscar una ruta de escape de emergencia. Abandonó la suite y paseó arriba y abajo por el corredor. Había varias habitaciones vacías con las puertas sin cerrar. A cada extremo del pasillo había una salida de incendios que daba a unas escaleras. Bajó por ellas hasta el piso inferior. Allí había más habitaciones vacías, algunas sin mobiliario ni decoración; el hotel estaba por terminar, como tantos edificios de la ciudad.

Si oía llegar a alguien, pensó, podía escapar escaleras abajo, perderse por uno de los pasillos y esconderse en una habitación vacía. De aquel modo podía alcanzar incluso la planta baja.

Descendió todos los pisos por la escalera y exploró la planta baja.

Paseó por varias salas para banquetes que, supuso, estaban en su mayor parte sin utilizar en absoluto. Había un laberinto de cocinas con mil y un lugares para esconderse. Advirtió especialmente unos grandes contenedores de comida, lo bastante grandes para que un hombre no muy alto se escondiera dentro. Desde la zona de los salones podía llegar hasta el gimnasio, situado en la parte de atrás del hotel. Era una magnífica instalación con sauna y una piscina. Abrió una puerta trasera y se encontró al aire libre, en el aparcamiento del hotel. Desde allí podía tomar un coche de la EDS y desaparecer en la ciudad, o caminar hasta el siguiente hotel, el Evin, o sencillamente correr hacia el bosque de rascacielos sin terminar que se levantaba al otro extremo del aparcamiento.

Volvió a entrar en el hotel y tomó el ascensor. Mientras subía, decidió vestir siempre de modo informal mientras estuviera en Teherán. Había traído consigo unos pantalones caqui y unas camisas de franela a cuadros, y también tenía un chándal. No podía ocultar su procedencia norteamericana, con su rostro blanquecino y perfectamente afeitado, sus ojos azules y su pelo ultracorto, al estilo militar. Sin embargo, si por cualquier causa tenía que huir, al menos no aparentaría ser un norteamericano importante, y mucho menos el dueño multimillonario de la Electronic Data Systems Corporation.

Buscó la habitación de Taylor para mantener una conversación con él. Quería ir a la embajada norteamericana y hablar con el embajador Sullivan; también quería acudir al cuartel general del MAAG, el Grupo de Asistencia Militar Estadounidense, para ver a los generales Huyser y Ghast; asimismo, quería ver a Taylor y a John Huyser moverse rápido para ponerle una bomba en el culo a Dadgar. Perot quería movimiento, acción, solucionar el problema, liberar a Paul y Bill, y conseguirlo rápidamente.

Golpeó con los nudillos la puerta de la habitación de Taylor y entró.

—Muy bien, Keane. Ponme al corriente enseguida.