La manifestación era relativamente pacífica. Varios coches ardían pero, aparte de eso, no se veía mucha más violencia. Los manifestantes marchaban arriba y abajo enarbolando retratos de Jomeini y poniendo flores en las torretas de los tanques. Los soldados observaban en actitud pasiva.
El tráfico estaba detenido.
Era el 14 de enero, el día siguiente a la llegada de Simons y Joe Poché. Boulware había regresado a París y ahora aguardaba, con los otros cuatro del grupo, un vuelo con destino a Teherán. Mientras, Simons, Coburn y Poché se dirigían al centro de la ciudad para hacer un reconocimiento de la cárcel.
A los pocos minutos, Joe Poché apagó el motor del coche y se quedó sentado en silencio, mostrando la misma emoción de siempre, es decir, ninguna.
Simons, por el contrario, parecía animado en el asiento contiguo.
—Tenemos ante los ojos una página de la historia por escribir —dijo—. Son muy pocos los que pueden ver de primera mano el avance de una revolución.
Simons, según había colegido Coburn, era un experto en historia, y las revoluciones eran su especialidad. Al llegar al aeropuerto, cuando le preguntaron su profesión y el motivo de la visita, dijo que era granjero retirado y que aquélla era la única probabilidad que seguramente le quedaba de ver una revolución. Y había dicho la verdad.
Coburn no se sentía emocionado de estar metido allí. No le gustaba estar sentado en aquel coche minúsculo (tenían un Renault 4), rodeado de irritables fanáticos musulmanes. Pese a la barba que se había dejado, no tenía en absoluto aspecto de iraní. Tampoco Poché. En cambio, Simons sí; llevaba más largo el cabello, tenía la piel olivácea y la nariz prominente, y lucía una barba canosa. Con unas cuantas arrugas más de preocupación, hubiera podido quedarse en cualquier esquina sin que nadie sospechara ni un segundo que fuera norteamericano.
Pero la muchedumbre no estaba interesada en los norteamericanos y, al final, Coburn llegó a reunir la suficiente confianza para bajar del coche y entrar en una panadería. Compró pan barbari unas piezas grandes y planas de corteza delicada, recién hechas, que costaban siete rials, unos diez centavos. Igual que el pan francés, reciente resultaba delicioso, pero se quedaba duro muy pronto. Habitualmente se comía con mantequilla o queso. Todo Irán funcionaba a base de pan barbari y té.
Siguieron observando la manifestación y mascando pan hasta que, por fin, el tráfico empezó a avanzar otra vez. Poché se guió por el plano que había trazado la tarde anterior. Coburn se preguntó qué encontrarían cuando llegaran a la cárcel. Siguiendo las órdenes de Simons, se había mantenido alejado del centro de la ciudad hasta entonces. Era esperar demasiado que la cárcel fuera exactamente como la había descrito once días antes junto al lago Grapevine; el grupo, pues, había basado un ataque de precisión milimétrica en unos datos bastante imprecisos. Hasta qué punto se habían equivocado o acertado, lo sabrían muy pronto.
Llegaron frente al Ministerio de Justicia y dieron la vuelta por la calle Jayyam, el lado de la manzana donde estaba situada la entrada a la cárcel.
Poché pasó lentamente, aunque no en exceso, frente a la cárcel.
—¡Oh, mierda! —exclamó Simons.
El corazón le dio un vuelco a Coburn.
El lugar era radicalmente diferente de la imagen mental que había imaginado.
La entrada consistía en dos puertas de acero de cinco metros de altura. A un lado había un edificio de un solo piso con el techo recorrido por alambre de espino. Al otro lado había otro edificio de piedra gris, de cinco pisos de altura.
No había barrotes de acero, ni patio.
—Bueno, ¿dónde está ese maldito patio que decías? —masculló Simons.
Poché siguió adelante, dio unas vueltas y entró por la misma calle Jayyam en la dirección opuesta.
Esta vez, Coburn sí vio un pequeño patio con hierba y árboles, separado de la calle por una verja de barrotes de cuatro metros de altura. Sin embargo, ese patio no tenía nada que ver con la cárcel, que estaba bastante más arriba, en la misma calle. No sabía cómo, durante la conversación telefónica sostenida con Majid, Coburn había confundido el patio de ejercicio físico de la prisión con aquel pequeño jardín de la casa próxima.
Poché dio otra vuelta a la manzana. Simons ya estaba haciendo nuevos planes.
—Podemos entrar ahí —dijo—, pero tendremos que saber qué nos espera una vez estemos al otro lado del muro. Alguien debería entrar a hacer un reconocimiento.
—¿Quién? —preguntó Coburn.
—Tú —contestó Simons.
Coburn avanzó hacia la entrada de la prisión con Rich Gallagher y Majid. Éste pulsó el timbre y aguardaron.
Jay Coburn se había convertido en el «hombre público» del grupo de rescate. Ya se le había visto por el «Bucarest», así que su presencia en Irán no podía mantenerse en secreto. Simons y Poché permanecerían ocultos el mayor tiempo posible y no se acercarían para nada a los edificios de la EDS, nadie debía saber que estaban allí. Sería Coburn quien fuese al Hyatt a ver a Taylor y a cambiar los coches. Y también era Coburn quien tenía que entrar en la cárcel.
Mientras aguardaba, repasó mentalmente los puntos que Simons le había dicho que observara: seguridad, número de guardianes, armamento, distribución del lugar, puntos donde ocultarse, puntos elevados. Era una lista larga, y Simons tenía el don de hacerle ansiar a uno recordar cada detalle de sus instrucciones.
Se abrió la mirilla de la puerta. Majid dijo algo en parsí.
La puerta se abrió y entraron los tres.
Frente a él, Coburn vio un patio con una isla de hierba y varios coches aparcados al otro extremo. Detrás de los coches se alzaba un edificio de cinco pisos. A la izquierda quedaba el edificio de una planta que se veía desde la calle, con el alambre de espino en el tejado. A la derecha había otra puerta de acero.
Coburn llevaba un abrigo largo y voluminoso (Taylor lo había bautizado como «el abrigo del hombre Michelin») bajo el cual podría haber escondido fácilmente un fusil, pero el guardián de la entrada no le cacheó. Coburn pensó que habría podido llevar ocho armas consigo. Era un dato a favor; la seguridad era relajada.
Apuntó que el guardián de la entrada iba armado de una pequeña pistola. Los tres visitantes fueron conducidos al edificio bajo de la izquierda. El coronel al mando de la cárcel estaba en la sala de visitas, junto a otro iraní. Ese segundo hombre, había prevenido Gallagher a Coburn, estaba siempre presente durante las visitas y hablaba perfectamente el inglés. Probablemente, se encargaba de escuchar las conversaciones. Coburn le había dicho a Majid que no quería que nadie le escuchara mientras hablaba con Paul, y Majid había accedido a dar conversación al hombre.
Coburn fue presentado al coronel. En un mal inglés, el tipo dijo que lo lamentaba por Paul y Bill, y que esperaba que fueran liberados pronto. Parecía sincero. Coburn observó que ni el coronel ni el segundo hombre iban armados.
Se abrió la puerta y entraron Paul y Bill.
Ambos contemplaron sorprendidos a Coburn. Ninguno de los dos había sido avisado previamente de que estuviera en Teherán, y la barba constituía un motivo adicional de sorpresa.
—¿Qué diablos estás haciendo aquí? —le dijo Bill, con una amplia sonrisa.
Coburn les dio un caluroso apretón de manos a cada uno.
—Muchacho, me parece increíble que estés aquí —dijo Paul.
—¿Cómo está mi mujer? —preguntó Bill.
—Emily está bien, y Ruthie también —les tranquilizó Coburn.
Majid empezó a hablar en voz alta en parsí al coronel y su acompañante. Parecía estar contándoles una complicada historia con gestos muy aparatosos. Rich Gallagher empezó a hablar con Bill, y Coburn se sentó con Paul.
Simons había decidido que Coburn preguntara a Paul por la rutina de la cárcel, y que le informara del proyecto de rescate. Se escogió a Paul en lugar de a Bill porque, en opinión de Coburn, Paul era el indicado como líder de ambos.
—Por si todavía no lo habíais adivinado —empezó Coburn—, os aseguro que vamos a sacaros de aquí por la fuerza, si es necesario.
—Sí que lo había imaginado —contestó Paul—. No creo que sea una buena idea.
—¿Cómo?
—Puede haber heridos.
—Escucha, Ross ha conseguido quizá al mejor hombre del mundo para una operación de este tipo, y tenemos carta blanca…
—No estoy seguro de querer…
—No te estamos pidiendo permiso, Paul.
Paul sonrió.
—Muy bien.
—Ahora, necesito alguna información. ¿Dónde hacéis ejercicio?
—Ahí en el patio.
—¿Cuándo?
—Los jueves.
Hoy era lunes. El siguiente período de ejercicio sería el 18 de enero.
—¿Cuánto tiempo estáis ahí?
—Una hora, más o menos.
—¿A qué hora?
—Varía.
—Mierda. —Coburn hizo un esfuerzo por parecer relajado, para evitar bajar la voz de modo ostensible o mirar por encima del hombro para ver si alguien escuchaba; aquello tenía que parecer la visita normal de un amigo—. ¿Cuántos guardianes tiene la cárcel?
—Unos veinte.
—¿Todos uniformados y armados?
—Todos uniformados, algunos armados con pistolas.
—¿No hay fusiles?
—Bueno…, ninguno de los habituales lo usa, pero… Mira, nuestra celda está al otro lado del patio y tiene una ventana. Bien, por la mañana hay un grupo de unos veinte guardianes diferentes de los otros, como un cuerpo de élite, diría yo. Tienen fusiles y llevan una especie de cascos relucientes. Pasan aquí la diana y después no los vemos más en todo el resto del día. No sé adónde van.
—Intenta averiguarlo.
—Lo haré.
—¿Cuál es vuestra celda?
—Al salir, queda más o menos frente a ti. Si cuentas hacia la izquierda desde el rincón de la derecha del patio, es la tercera ventana. Pero cierran los postigos cuando hay visitas… para que no veamos a las mujeres que entran, nos dicen.
Coburn asintió tratando de recordarlo todo.
—Tienes que hacer dos cosas —le dijo a Paul—. Una: medir el interior de la cárcel, de la manera más ajustada posible. Yo volveré y me darás los detalles para que podamos hacer un plano. Dos: ponte en forma. Ejercicio diario. Tendrás que estar en buena forma.
—Muy bien.
—Ahora, dime tu rutina diaria.
—Nos despiertan a las seis de la mañana —comenzó Paul.
Coburn se concentró, consciente de que tendría que repetirle todo aquello a Simons. Sin embargo, en el fondo de su mente latía un pensamiento: «Si no conocemos la hora del día en que salen al patio, ¿cómo diablos sabremos cuándo saltar la tapia?».
—La respuesta es: durante el período de visitas —dijo Simons.
—¿Cómo? —preguntó Coburn.
—Es la única ocasión en que podemos saber de antemano que estarán fuera de la auténtica cárcel y vulnerables a un golpe de mano, en un momento determinado.
Coburn asintió. Ellos dos y Keane Taylor estaban sentados en el salón de la casa de este último. Era un salón grande con una alfombra persa. Había dispuesto tres sillas en medio, alrededor de una mesita de centro. Junto a la silla de Simons, crecía sobre la alfombra un montoncito de ceniza. Taylor debía de estar furioso.
Coburn se sentía exhausto. Presentarle un informe a Simons era más angustioso de lo que había supuesto. Cuando ya pensaba que lo había dicho todo, a Simons se le ocurrían más preguntas. Cuando Coburn no recordaba muy bien algo, Simons le hacía pensar y pensar hasta que se acordaba. Simons le exprimió informaciones que no había registrado conscientemente, con sólo hacer la pregunta adecuada.
—Todo aquello de la furgoneta y la escala… Queda olvidado —dijo Simons—. Su punto débil es ahora el relajamiento de su rutina. Podemos meter dos hombres dentro como visitantes, con fusiles o PPK bajo el abrigo. Paul y Bill serán llevados a la zona de visitas. Nuestros dos hombres tendrán que inmovilizar al coronel y al otro hombre sin problemas, y hacer tanto ruido que alarme a todo el que se encuentre cerca. Después…
—Después, ¿qué?
—Ahí está el problema. Los cuatro hombres tendrían que salir del edificio, cruzar el patio, llegar a la verja, abrirla o bien escalarla, ganar la calle y meterse en un coche…
—Parece factible —dijo Coburn—. Sólo hay un guardián en la puerta…
—Hay varias cosas de ese lugar que me preocupan —dijo Simons—. Una: las ventanas del edificio alto que da al patio. Mientras los cuatro hombres estuvieran en el patio, cualquiera que mirase por ellas los vería. Dos: la guardia de élite con cascos relucientes y fusiles. Suceda lo que suceda, nuestros hombres tendrán que detenerse al llegar a la verja. Sólo con que haya un guardián mirando por una de esas ventanas, puede acabar con los cuatro como si pescara peces en un cesto.
—No sabemos que los guardianes estén en el edificio alto.
—No sabemos que no estén allí…
—Parece un riesgo pequeño.
—No vamos a correr ningún riesgo que no debamos. Tres: el tráfico en esta maldita ciudad es una mierda. No se puede ni pensar en saltar a un coche y salir a escape. Nos meteríamos en una manifestación a los cincuenta metros. No. Este golpe ha de ser tranquilo. Tenemos que tener tiempo. ¿Cómo es ese coronel, el encargado del recinto?
—Estuvo muy amistoso —dijo Coburn—. Parecía lamentar sinceramente lo de Paul y Bill.
—Me pregunto si podríamos llegar hasta él. ¿Sabemos algo de su vida?
—No.
—Averigüémoslo.
—Pondré a Majid en ello.
—El coronel podría asegurarse de que no hubiera guardianes cerca durante la hora de visitas. Podríamos salvar las apariencias respecto a él dejándolo atado, o incluso golpeándolo… Si se le puede sobornar, quizá, aún podamos sacar esto adelante.
—Empezaré inmediatamente a ocuparme de ello —dijo Coburn.