El 11 de enero, día de la llegada de Coburn a Teherán y de Perot a Londres, Paul y Bill cumplían exactamente dos semanas de cárcel.
En aquel período se habían duchado una vez. Al enterarse los guardianes de que había agua caliente, dieron a cada celda cinco minutos para ducharse. Se olvidó toda vergüenza mientras los hombres se apretujaban en los cubículos de las duchas por el lujo de estar un rato calientes y limpios. No sólo se lavaron ellos, sino también limpiaron sus ropas.
A la semana de su ingreso, la cárcel se había quedado sin butano para cocinar y la comida, además de ser sólo féculas y algo de verdura, venía ahora fría. Por fortuna, les permitían a los presos completar la dieta con naranjas, manzanas y nueces que traían las visitas.
Casi todas las tardes se iba la luz una o dos horas, y los presos encendían velas o linternas eléctricas. La prisión estaba llena de ministros adjuntos, contratistas gubernamentales y comerciantes de Teherán. Dos miembros de la Empresa Court estaban en la celda número 5 con Paul y Bill. El último llegado a la celda era el doctor Siazi, que trabajaba en el Ministerio de Sanidad con el doctor Sheik como director de un departamento denominado «Rehabilitación». Siazi era psiquiatra y sabía utilizar su conocimiento de la mente humana para sostener la moral de sus compañeros de cautividad. Siempre estaba imaginando juegos y diversiones que dieran vida a la monótona rutina; instituyó un ritual a la hora de cenar, según el cual cada uno de la celda tenía que contar un chiste antes de empezar a comer. Cuando se enteró de la cantidad que pedían como fianza de Paul y Bill, les vaticinó que con seguridad recibirían una visita de Farrah Fawcett Majors, cuyo marido era apenas un hombre de seis millones de dólares.
Paul estableció una relación curiosamente estrecha con el «padre» de la celda, el que más tiempo llevaba en ella y que, por tradición, era el jefe de la misma.
Era un hombrecillo ya casi anciano, que hacía cuanto estaba en su mano para ayudar a los norteamericanos, animándolos a comer y sobornando a los guardianes para que les trajeran algunos extras. Sólo sabía una docena de palabras en inglés y Paul hablaba muy poco parsí, pero se enfrascaban en vacilantes conversaciones. Paul se enteró de que el hombre había sido un comerciante destacado y que poseía una empresa de construcción y un hotel en Londres. Paul le enseñó las fotografías de Karen y Ann Marie que le había traído Taylor, y el anciano se aprendió sus nombres. Por lo que sabía Paul, debía de ser sin duda culpable de todo cuanto se le acusaba, pero la preocupación y el calor que mostraba para con los extranjeros era muy reconfortante.
Paul estaba conmovido también por la valentía de sus colegas de la EDS en Teherán. Lloyd Briggs, que ahora estaba en Nueva York; Rich Gallagher, que no se había movido de la ciudad en todo el tiempo, y Keane Taylor, que había regresado de Estados Unidos; todos ellos arriesgaban la vida cada vez que cruzaban la ciudad en plenos desórdenes para visitar la cárcel. Todos corrían también el riesgo de que a Dadgar se le pasara por la cabeza detenerlos como rehenes adicionales. Paul se sintió especialmente agradecido cuando supo que Bob Young se iba a casa, pues la esposa de Bob había tenido otro hijo y era un momento especialmente inoportuno para ponerlo en peligro.
Al principio, Paul imaginaba que lo dejarían libre en cualquier momento. Ahora se decía a sí mismo que algún día saldría.
Uno de sus compañeros de celda había sido liberado. Se trataba de Lucio Randone, un constructor italiano empleado en la empresa inmobiliaria Condotti D’Acqua. Randone había vuelto a la cárcel de visita, trayéndoles dos grandes tabletas de chocolate italiano, y les dijo a Paul y Bill que había hablado de ellos al embajador italiano en Teherán. El embajador le había prometido ver a su homólogo norteamericano y revelarle el secreto de sacar a alguien de la cárcel.
Sin embargo, la principal fuente de optimismo para Paul era el doctor Ahmad Houman, el abogado que Briggs había escogido para sustituir a los iraníes que tan mal habían aconsejado respecto a la fianza. Houman los fue a ver durante la primera semana de estancia en la cárcel. Tomaron asiento en la zona de recepción de la cárcel, y no, por alguna razón, en la sala de visitas del edificio situado al otro lado del patio, y Paul temió que ello impidiera una conversación franca entre el abogado y su cliente. Sin embargo, Houman no se dejaba intimidar por la presencia de los guardianes de la cárcel.
—Dadgar está intentando hacerse un nombre —le anunció.
¿Podía ser aquello? ¿Un magistrado excesivamente entusiasta tratando de impresionar a sus superiores, o quizá a los revolucionarios, con su gran diligencia antinorteamericana?
—La oficina de Dadgar es muy poderosa —continuó Houman—. Pero en este caso está en una situación apurada. No tenía ninguna causa para arrestarles, y la fianza es exorbitante.
Paul se empezaba a sentir a gusto con Houman. Parecía entendido y seguro de sí mismo.
—Entonces, ¿qué vamos a hacer?
—Mi estrategia será obtener una reducción de la fianza.
—¿Cómo?
—Primero hablaré con Dadgar. Espero poder hacerle ver lo exagerada que es la fianza. Pero si sigue con su intransigencia, acudiré a sus superiores del Ministerio de Justicia y los convenceré de que ordenen la reducción de la fianza.
—¿Y cuánto espera que le lleve esto?
—Quizá una semana.
Ya había transcurrido más de ese plazo, pero Houman había hecho progresos. Había vuelto a la cárcel para informarles de que los superiores de Dadgar en el ministerio habían accedido a obligar a Dadgar a rebajar la fianza hasta un cifra que la EDS pudiera pagar fácil y rápidamente con los fondos que la compañía tenía ya en el país. El abogado, rezumando irritación contra Dadgar y confianza en sí mismo, anunció con gesto triunfal que todo quedaría ultimado en una segunda reunión entre Paul y Bill y el magistrado Dadgar, a celebrarse el 11 de enero.
Como estaba previsto, Dadgar llegó a la prisión la tarde de ese día. Primero quería hablar a solas con Paul, como en el primer interrogatorio. Paul caminaba esperanzado tras el guardián mientras cruzaba el patio. Dadgar, pensaba, era sólo un magistrado excesivamente entusiasta que acababa de recibir una reprimenda de sus superiores y que tendría que tragarse su orgullo.
El iraní lo esperaba con la misma traductora junto a él. Hizo un leve gesto de cabeza y Paul tomó asiento, con la impresión de que Dadgar no parecía nada humilde.
Dadgar habló en parsí, y la señora Nourbash tradujo:
—Estamos aquí para decidir la cantidad impuesta como fianza.
—Bien —respondió Paul.
—El señor Dadgar ha recibido una carta al respecto de los funcionarios del Ministerio de Sanidad y Bienestar Social.
La mujer empezó a leer la carta.
Los funcionarios del ministerio pedían que la fianza de los dos norteamericanos fuera aumentada a veintitrés millones de dólares, casi el doble de la fijada con prioridad, para compensar las pérdidas ocasionadas al ministerio desde que la EDS había desconectado los ordenadores.
Paul vio con claridad que tampoco aquel día sería liberado.
La carta era un auténtico fraude. Dadgar había superado al abogado Houman en sus tejemanejes, y aquella reunión no era más que una farsa.
Se puso furioso.
Al diablo la educación con aquel hijo de perra, pensó.
Cuando la mujer terminó de leer la carta, Paul le dijo:
—Ahora yo también tengo algo que decir, y quiero que traduzca mis palabras una por una, ¿está claro?
—Por supuesto —contestó la señora Nourbash.
Paul habló con lentitud y claridad.
—Hace ya catorce días que me ha metido usted en la cárcel, Dadgar. No he sido llevado ante ningún juez. No se han señalado cargos contra mí. Todavía tiene que presentar usted la más mínima señal que pueda implicarme en algún delito. Ni siquiera se me ha especificado cuál es el delito del que piensan acusarme. ¿Se siente usted orgulloso de la justicia iraní?
Para sorpresa de Paul, su alegato pareció relajar un poco la mirada helada de Dadgar.
—Lamento mucho —respondió éste— que tenga usted que pagar por los delitos cometidos por su empresa.
—No, no, no —continuó Paul—. Yo soy la empresa. Yo soy el responsable. Si la empresa ha hecho algo mal, yo soy el que debe responsabilizarse. Pero la empresa no ha hecho nada mal. En realidad, hemos hecho muchísimo más de lo que nos habíamos comprometido a hacer. La EDS consiguió ese contrato porque era la única empresa del mundo capaz de realizar el trabajo de crear un sistema de Seguridad Social completamente automatizado en el país subdesarrollado de treinta millones de agricultores con una economía de subsistencia. Y lo hemos conseguido. Nuestro sistema de procesamiento de datos expide tarjetas de la Seguridad Social y lleva un registro de los depósitos de la cuenta del ministerio en el banco. Cada mañana, mi empresa presenta un resumen de las peticiones de pensiones o ayudas realizadas el día anterior. Imprime las nóminas de todo el Ministerio de Sanidad y Bienestar Social. ¿Por qué no va al ministerio y comprueba lo que digo? No, aguarde un minuto —añadió al ver que Dadgar se disponía a contestar—, aún no he terminado.
Dadgar se encogió de hombros. Paul continuó:
—Hay pruebas fáciles de comprobar de que la EDS ha cumplido su parte en el contrato. Es igualmente fácil de determinar que el ministerio ha incumplido su parte, esto es, que no nos ha pagado desde hace seis meses y que en la actualidad nos debe más de diez millones de dólares. Ahora, piense un momento en el ministerio. ¿Por qué no ha pagado a la EDS? Porque no tiene dinero. ¿Por qué no lo tiene? Usted y yo sabemos que se debe a que ha utilizado todo el presupuesto para el año en sólo siete meses, y que el gobierno carece de recursos para solucionar la situación. Bien puede ser que haya habido cierto grado de incompetencia en algunos departamentos. ¿Qué se ha hecho con esas personas que han malgastado sus presupuestos? Quizá estén buscando una excusa, alguien a quien culpar de lo que ha sido un error suyo. ¿No les conviene, en tal caso, desviar la atención hacia la EDS, una empresa capitalista y norteamericana, haciéndola responsable? En la atmósfera política actual, la gente presta oídos a quienes les hablan de la perversidad de los norteamericanos, y se convence fácilmente de que están estafando a Irán. Sin embargo, señor Dadgar, usted pasa por ser un buen funcionario de la justicia. Se supone que no debe usted creer que los norteamericanos son culpables hasta poseer las pruebas necesarias. Se supone que debe usted descubrir la verdad, si tal es el papel que, creo, tiene encomendado un magistrado. ¿No es momento ya de que se pregunte usted la razón por la que alguien podría querer lanzar acusaciones falsas contra mí y mi empresa? ¿No es hora ya de que empiece a investigar esa mierda de ministerio?
La mujer tradujo la última frase. Paul estudió a Dadgar; tenía de nuevo una expresión helada. Masculló algo en parsí. La señora Nourbash hizo la traducción:
—Ahora interrogará a su compañero.
Paul se la quedó mirando.
Se dio cuenta de que había malgastado la saliva. Hubiera dado lo mismo si hubiese recitado una nana. Dadgar era inconmovible.
Paul estaba profundamente deprimido. Tumbado en su colchoneta, contempló las fotografías de Karen y Ann Marie que había clavado en la parte inferior del camastro de encima. Echaba muchísimo de menos a las niñas. No poder verlas le hizo darse cuenta de que en el pasado apenas se había ocupado de ellas. Y tampoco de Ruthie. Miró el reloj; en Estados Unidos era ahora plena madrugada. Ruthie estaría dormida, sola en una cama inmensa. Qué maravilloso sería acostarse a su lado y estrecharla entre sus brazos. Borró la idea de la cabeza, pues sólo le hacía sentirse peor, más deprimido. No había necesidad de preocuparse por ellas. Estaban fuera de Irán, a salvo del peligro, y Paul sabía que, pasara lo que pasase, Perot cuidaría de ellas. Aquello era lo mejor de Perot. Le exigía mucho a cada uno, podía decirse que era uno de los empresarios más exigentes del mundo, pero, cuando uno tenía que confiar en él, siempre aparecía sólido como una roca.
Paul encendió un cigarrillo. Estaba resfriado. En la cárcel no podía uno calentarse. Se sentía demasiado deprimido para hacer nada. No quería ir a la sala Chattanooga a beber un té, ni ver las noticias de la televisión en aquel idioma extraño, ni jugar al ajedrez con Bill. No quería acudir a la biblioteca a buscar otro libro. Acababa de leer El pájaro espino, de Colleen McCullough. Lo había encontrado muy emotivo. Trataba de varias generaciones de una familia, y le hizo pensar en la suya. El personaje principal era un sacerdote y Paul, como buen católico, se identificó con él. Había leído el libro tres veces. También había leído Hawai, de James A. Michener; Aeropuerto, de Arthur Hailey, y el Libro de récords Guinness. Ya no tenía ganas de volver a leer un libro en su vida.
A veces pensaba qué haría cuando saliera, y dejaba vagar su mente por sus pasatiempos predilectos, la caza y la pesca. Sin embargo, también eso le deprimía.
No recordaba un solo instante de su vida adulta en que hubiera echado en falta algo que hacer. Siempre estaba ocupado; en la oficina, lo más habitual era tener sobre la mesa trabajo suficiente para ocupar tres jornadas. Nunca, nunca, se había descubierto fumando en la cama y preguntándose qué diablos podría hacer para divertirse.
Pero lo peor de todo era la sensación de impotencia. Aunque siempre había sido empleado y había ido donde su jefe le ordenara a hacer lo que se le mandara, siempre había sabido que en cualquier momento podía tomar un avión y regresar a casa, o dejar el empleo, o decirle que no al jefe. En último término, la decisión estaba siempre en sus manos. Ahora no podía tomar ninguna decisión acerca de su propia vida. No podía ni siquiera hacer nada por mejorar su situación. En todos los demás problemas que había tenido en la vida, siempre había podido aplicarse a ellos, intentar soluciones, atacar el problema. Ahora, lo único que podía hacer era sentarse y sufrir.
Se dio cuenta de que nunca había comprendido el significado de la libertad hasta que la había perdido.