Mientras Simons hablaba con Perot en Dallas, Pat Sculley, el peor mentiroso del mundo, estaba en Estambul intentando ponerle una venda en los ojos a un taimado turco, sin conseguirlo.
El señor Fish era un agente de viajes que Merv Stauffer y T. J. Márquez habían «descubierto» durante la evacuación de noviembre. Lo habían contratado para que se ocupara de disponer lo necesario para la escala de los evacuados en Estambul, e hizo verdaderos milagros. Los inscribió a todos en el Sheraton y organizó autobuses que los llevaran del aeropuerto al hotel. Cuando llegaron a éste, los esperaba una buena comida. Los evacuados lo dejaron para recoger los equipajes, y Fish reapareció más tarde ante las habitaciones que ocupaban en el hotel, como por arte de magia. Al día siguiente hubo películas en vídeo para los niños y visitas turísticas para los mayores, de modo que todos permanecieron ocupados mientras aguardaban sus vuelos para Nueva York. El señor Fish consiguió arreglar todo aquello en medio de una huelga del personal del hotel (T. J. supo más tarde que la propia señora Fish había estado haciendo camas en el hotel). Una vez hechas las reservas, Merv Stauffer pidió que se hicieran copias de un escrito con instrucciones para todos, pero la fotocopiadora del hotel estaba averiada. El señor Fish consiguió un electricista para repararla a las cinco de la madrugada de un domingo. El señor Fish era un hombre que sabía hacer las cosas.
Simons todavía andaba preocupado por la cuestión de pasar las Walther PPK hasta Teherán y, al saber cómo había agilizado el señor Fish los trámites aduaneros de los refugiados y de sus equipajes en Turquía, propuso que se pidiera a aquel mismo hombre que solventara el problema de las armas. Sculley partió con esa misión hacia Estambul el 8 de enero.
Al día siguiente se encontró con el señor Fish en la cafetería del Sheraton. El señor Fish era un hombre alto y obeso, casi cincuentón, que vestía un traje gris. Sin embargo, era muy astuto, y Sculley no le hacía ninguna sombra.
El norteamericano le dijo que la EDS necesitaba ayuda en dos problemas.
—Uno, necesitamos un avión que pueda volar hasta Teherán y regresar. Dos, queremos pasar cierto equipaje por la aduana sin que sea inspeccionado. Naturalmente, le pagaremos una cantidad razonable por su cooperación.
—¿Por qué quieren hacer una cosa así? —respondió el señor Fish, en tono dubitativo.
—Bueno, tenemos varias cintas magnéticas de ordenador que han de llevarse a Teherán —le dijo Sculley—. Es absolutamente necesario que las introduzcamos, y no queremos correr riesgos. No queremos que nadie exponga las cintas a los rayos X o a cualquier otra cosa que pudiera dañarlas, y no podemos arriesgarnos a que nos las confisque algún funcionarillo de aduanas.
—¿Y por eso necesitan un avión y pasar el equipaje por la aduana sin que lo abran?
—Sí, exactamente.
Sculley se daba perfecta cuenta de que el señor Fish no se creía ni una palabra. El turco movió la cabeza.
—No, señor Sculley. Me ha complacido mucho ayudar a sus amigos en otras ocasiones, pero yo soy agente de viajes, no contrabandista. No voy a hacerlo.
—¿Y el avión? ¿Puede conseguirnos uno?
El señor Fish volvió a mover la cabeza en señal de negativa.
—Tendrá que ir a Ammán, en Jordania. La Arab Wings tiene unos vuelos chárter desde allí a Teherán. Ésa es la mejor sugerencia que se me ocurre.
—Muy bien —se encogió de hombros Sculley.
Pocos minutos después, se despedía del señor Fish y subía a su habitación para llamar a Dallas.
Su primera misión como miembro del grupo de rescate no había salido bien. Cuando Simons se enteró, decidió dejar las Walther PPK en Dallas.
Le explicó su nueva idea a Coburn.
—No vamos a poner en peligro toda la misión, desde su mismo inicio, cuando ni siquiera estamos seguros de que vayamos a necesitar las armas. Es un riesgo que no tenemos por qué correr, o al menos todavía no. Vayamos hasta Teherán y veamos allí con qué tenemos que enfrentarnos.
Sí, y cuando se necesitasen las armas, Schwebach regresaría a Dallas y las cogería.
Las pistolas estaban en la caja fuerte de la EDS, junto con un instrumento que Simons había pedido para borrar los números de serie. (Dado que aquello era contrario a las leyes, no se haría hasta el último momento).
Con todo, decidieron llevar la maleta de doble fondo y hacer un viaje con ella vacía. También llevarían los perdigones del número dos, que Davis transportaría en la bolsa de ejercicios de recuperación del brazo lesionado, y el equipo que Simons necesitaba para cargar los perdigones nuevos en los cartuchos de balines. El propio Simons llevaría dicho equipo personalmente.
No había razón alguna para volar vía Estambul, así que Simons envió a Sculley a París para reservar habitaciones e intentar obtener pasajes para el grupo en cualquier vuelo a Teherán.
El resto del grupo partió del aeropuerto regional de Dallas/Forth Worth a las 11.05 de la mañana del 10 de enero, a bordo del vuelo 341 de la Braniff con destino a Miami, donde hicieron un transbordo al National 4 con destino París.
Se encontraron con Sculley en el aeropuerto de Orly, en la galería de arte situada entre el restaurante y la cafetería, a la mañana siguiente.
Coburn advirtió que Simons estaba nervioso. Había notado ya que todo el mundo empezaba a sentir los efectos de la preocupación de Simons por la seguridad. En el vuelo desde Estados Unidos, aunque iban todos en el mismo avión, habían viajado separados, sentados lejos unos de otros sin demostrar que se conocían entre ellos. En París, Sculley se sentía receloso del personal del Orly Hilton y sospechaba que alguien escuchaba sus conversaciones telefónicas, así que Simons, que siempre estaba incómodo en los hoteles, decidió que se reunirían para charlar en la galería de arte.
Sculley había fracasado en su segundo encargo, la obtención de reservas de plaza en un vuelo de París a Teherán para el equipo.
—La mitad de las líneas aéreas ha decidido cancelar los vuelos a Irán debido a la agitación política y a la huelga del aeropuerto de Teherán —les dijo Sculley—. Todos los vuelos van sobrecargados de iraníes que intentan regresar a su país. Lo único que he conseguido es un rumor de que Swissair todavía vuela allí desde Zurich.
Se dividieron en dos grupos. Simons, Coburn, Poché y Boulware irían a Zurich e intentarían meterse en el vuelo de Swissair. Sculley, Schwebach, Davis y Jackson se quedarían en París.
El grupo de Simons voló a Zurich en un avión de Swissair, en primera clase. Coburn iba sentado junto a Simons. Pasaron la totalidad del viaje engullendo un espléndido almuerzo de gambas y filete. Simons se entusiasmó con la calidad de la comida. Coburn se sorprendió mucho, al recordar lo que había dicho Simons: «Si tengo hambre, abro una lata».
En el aeropuerto de Zurich, el mostrador de reservas para el vuelo a Teherán estaba repleto de iraníes. El grupo sólo consiguió una plaza en el avión. ¿Quién de ellos iría? Quedó decidido que fuera Coburn. Él sería el encargado de la logística. Como director de personal y cerebro de la evacuación, poseía el conocimiento más completo de los recursos de la EDS en Teherán (150 casas y apartamentos vacíos, 60 coches y jeeps abandonados, 200 empleados iraníes, algunos de total confianza y otros no) y de los alimentos, bebidas y utensilios abandonados por los evacuados. Si iba el primero, podría ocuparse del transporte, suministros y escondite del resto del grupo.
Así pues, Coburn se despidió de sus amigos y subió al avión en dirección al caos, la violencia y la revolución.
Aquel mismo día, sin que Simons y el equipo de rescate lo supieran, Ross Perot tomó el vuelo 172 de British Airways, de Nueva York a Londres. También él estaba camino de Teherán.
El vuelo de Zurich a Teherán se le hizo demasiado corto a Coburn.
Jay pasó el rato repasando mentalmente con nerviosismo las cosas que tenía que hacer. No podía apuntarlas en una lista, pues Simons no permitía que se reflejase nada por escrito.
Su primera tarea era pasar la aduana con la maleta de doble fondo. No llevaba ninguna pistola y, en caso de que revisaran la maleta y descubrieran el compartimiento secreto, Coburn podría decir que era para trasladar equipo fotográfico delicado.
A continuación, tenía que seleccionar varias casas abandonadas para que Simons pudiera elegir el escondite. Después, tenía que encontrar vehículos y asegurarse de que iban bien provistos de gasolina.
Su coartada, ante Keane Taylor, Rich Gallagher y los empleados iraníes de la EDS, sería que había venido a disponer lo necesario para el embarque de las pertenencias personales de los evacuados con destino a Estados Unidos. Coburn le había dicho a Simons que Taylor tendría que estar en el secreto, pues sería un elemento valioso para el grupo de rescate. Simons le había contestado que tomaría tal decisión por sí mismo, una vez conociera a Taylor.
Coburn se preguntó cómo conseguiría engañar a Taylor.
Aún se lo estaba preguntando cuando el avión aterrizó.
En la terminal, todo el personal del aeropuerto iba de uniforme. Coburn advirtió que era así como se había mantenido abierto a pesar de la huelga: lo hacía funcionar el ejército.
Recogió la maleta de doble fondo y pasó por la aduana. Nadie le detuvo.
El vestíbulo de llegadas era un verdadero zoo. Las multitudes que aguardaban estaban más airadas que nunca. El ejército no mantenía el aeropuerto en funcionamiento según las normas militares.
Se abrió paso entre la multitud hasta la parada de taxis. Dos hombres con chilaba parecían estar discutiendo por un taxi, y tomó el siguiente de la cola.
Mientras se acercaba a la ciudad, advirtió gran cantidad de material militar en la carretera, en especial cerca del aeropuerto. Había allí muchos más tanques que cuando se marchó. ¿Era ello una señal de que el Sha todavía mantenía el control? En la prensa, el Sha hablaba como si tuviera el control de la situación, pero también Bajtiar lo decía. Y, por no ser menos, también el ayatollah Jomeini, quien acababa de anunciar la formación del Consejo de la Revolución Islámica, que se haría cargo del gobierno. Jomeini hablaba como si ya ostentara el poder en Teherán, aunque se hallara entonces en un chalet a las afueras de París, con un teléfono en sus proximidades. En realidad, nadie estaba al mando, y ello, aunque dificultaba las negociaciones para la liberación de Paul y Bill, probablemente sería una ayuda para el grupo de rescate.
El taxi le llevó a la oficina que denominaban «Bucarest», donde se encontró con Keane Taylor. Taylor estaba en aquel momento al mando, pues Lloyd Briggs había viajado a Nueva York para hablar en persona con los abogados de la EDS. Taylor estaba sentado en el despacho de Chiapparone con un impecable traje de tres piezas, como si estuviera a un millón de kilómetros de la revolución más cercana, en lugar de hallarse en su centro. Al ver a Coburn se quedó asombrado.
—¡Jay! ¿Cuándo has llegado?
—Acabo de aterrizar —le dijo Coburn.
—¿Cómo es que te dejas barba? ¿Quieres que te despidan?
—Creía que me haría parecer menos norteamericano aquí.
—¿Has visto alguna vez a un iraní con una barba de color jengibre?
—No —se rió Coburn.
—Bien; ¿para qué has venido?
—Mira, evidentemente no vamos a traer de nuevo a Irán a nuestra gente en el futuro próximo, así que he venido a ocuparme de que las pertenencias personales de cada uno sean embarcadas para Estados Unidos.
Taylor le dedicó una mirada divertida pero no le respondió.
—¿Cuánto tiempo vas a quedarte? Nos hemos trasladado todos al Hyatt Crown Regency, que es más seguro.
—Como tú digas.
—Y ahora, hablando de esos enseres, ¿tienes aún esos sobres que dejaron los evacuados, con las llaves de la casa y del coche y las instrucciones para la venta de los electrodomésticos y cosas de la casa?
—Naturalmente. He trabajado bastante en ello. Todo lo que no era para embarcar, lo he ido vendiendo: lavadoras, secadoras, frigoríficos; es como si me ocupara de una empresa de ventas de segunda mano.
—¿Podría ver esos sobres?
—Claro.
—¿Cómo estamos de vehículos?
—Los hemos podido reunir casi todos. Los tengo aparcados en la escuela, con varios iraníes como vigilantes, por si no se los querían vender.
—¿Cómo estamos de gasolina?
—Rich consiguió unos barriles grandes de las fuerzas aéreas, y los guardamos llenos, abajo, en el sótano.
—Ya me había parecido oler a petróleo al entrar…
—No se te ocurra encender una cerilla ahí abajo en la oscuridad; podríamos volar todos al infierno.
—¿Cómo conseguís mantener llenos los barriles?
—Utilizamos como cisternas un par de coches, un Buick y un Chevrolet, que tienen depósitos grandes, a la americana. Dos de nuestros chóferes se pasan el día en las colas de las gasolineras. Cuando llenan el depósito vuelven aquí, pasamos la gasolina a los barriles, y enviamos de nuevo el coche a otra gasolinera. A veces se puede comprar sin tener que hacer cola. Se para a alguien que acaba de llenar su coche, se le ofrece diez veces el precio que acaba de pagar, y se pasa la gasolina al depósito de nuestro coche. Está naciendo toda una economía clandestina en torno a las gasolineras.
—¿Y fueloil para la calefacción de las viviendas?
—Tengo una fuente, pero me cobra diez veces más que antes. Estoy gastando el dinero como un marino borracho esta temporada.
—Necesitaré doce coches.
—Doce coches, ¿eh? ¡Vaya, Coburn!
—Eso he dicho.
—Tendrás sitio para guardarlos en… Hum, en mi casa. Tiene un patio grande bien resguardado. ¿Quizá querrías…, por alguna razón…, poder llenar los depósitos de esos coches sin que se enteraran nuestros empleados iraníes?
—Me parecería perfecto.
—Sólo tienes que llevar un coche vacío al Hyatt y te lo cambiaré por otro lleno.
—¿Cuántos iraníes tenemos todavía?
—Diez de los mejores, más cuatro conductores.
—Querría una lista de los nombres.
—¿Sabías que Ross está en camino?
—¡Oh, no, mierda!
Coburn estaba asombrado.
—Sólo es un rumor. Viene con Bob Young, de Kuwait, para quitarme de encima todo ese asunto administrativo, y con John Howell para ocuparse de la parte legal. Quieren que trabaje con John en las negociaciones y la fianza.
—Eso es más que un rumor. —Coburn se preguntó qué le rondaría por la cabeza a Perot—. Muy bien, salgo para tu casa.
—Jay, ¿por qué no me cuentas qué sucede?
—No puedo decirte nada.
—Inténtalo, Coburn. Quiero saber qué está sucediendo.
—No vas a sacarme nada más.
—Vuelve a intentarlo. Aguarda a que veas los coches que hay… Tendrás suerte si encuentras alguno que todavía tenga volante.
—Lo siento.
—Jay…
¿Sí?
—Nunca he visto una maleta de aspecto más curioso que ésta.
—Es verdad, es verdad.
—Coburn, sé en qué andas metido.
—Vamos a dar un paseo —suspiró Coburn.
Salieron a la calle y Coburn le contó a Taylor lo del grupo de rescate.
Al día siguiente, Coburn y Taylor empezaron a trabajar en la búsqueda de escondrijos.
La casa de Taylor, en el número 2 de la calle Aftab, era ideal. Adecuadamente próxima al Hyatt para cambiar los vehículos, estaba también en el barrio armenio de Teherán, que podía resultar menos hostil a los norteamericanos si los disturbios empeoraban. Tenía un teléfono que funcionaba y suministros de combustible para la calefacción. El patio tapiado era capaz para seis coches, y tenía una entrada trasera que podía utilizarse como ruta de huida si un grupo de policías o soldados venían por delante. Y el casero no vivía allí.
Utilizando el plano de Teherán colgado de la pared del despacho de Coburn, en el cual se habían marcado, con motivo de la evacuación, la situación de las casas de los empleados de la EDS, escogieron otras tres como guaridas alternativas.
Durante el día, mientras Taylor se encargaba de llenar los depósitos de los coches, Coburn fue llevándolos uno a uno del «Bucarest» hasta cada una de las casas, estacionando tres coches en cada uno de los cuatro lugares.
Con la vista fija de nuevo en el plano, intentó recordar cuáles eran las mujeres que habían trabajado para los militares norteamericanos, pues las familias con privilegios en los economatos solían tener la mejor comida. Apuntó ocho nombres muy probables. Mañana visitaría las casas y recogería los alimentos envasados y secos y las bebidas embotelladas para llevarlo todo a los escondrijos.
Escogió un quinto lugar, pero no fue a verlo. Tenía que ser un piso franco, una guarida para un caso de grave necesidad; nadie iría allí hasta que tuviera que utilizarse.
Aquella tarde, a solas en el piso de Taylor, llamó a Dallas y pidió hablar con Merv Stauffer.
Stauffer estaba animado, como siempre.
—¿Qué hay, Jay? ¿Cómo estás?
—Bien.
—Me alegro de que hayas llamado, porque tengo un mensaje para ti. ¿Tienes un lápiz?
—Claro.
—Muy bien. Hueco, Karen, Gancho, Zurdo, Hueco, Dólar…
—Merv —le interrumpió Coburn.
¿Sí?
—¿Qué diablos estás diciendo, Merv?
—Es la clave, Jay…
—¿Qué es eso de Hueco, Karen, Gancho?
—Hache de Hueco, ka de Karen…
—Merv, hache es Hotel, ka es Kilo…
—¡Oh! —dijo Stauffer—. ¡Vaya, no me había enterado de que había que usar ciertas palabras determinadas…!
Coburn se echó a reír.
—Oye —le contestó—, la próxima vez dile a alguien que te deje leer primero el alfabeto militar.
Stauffer también se reía de sí mismo.
—Desde luego que lo haré —afirmó—. Aunque por esta vez me temo que tendremos que arreglárnoslas con mi versión particular.
—Muy bien, empieza.
Coburn tomó nota del mensaje en clave y después, también en clave, le dio a Stauffer su localización y número de teléfono. Después de colgar, decodificó el mensaje de Stauffer.
Eran buenas noticias. Simons y Joe Poché llegaban a Teherán al día siguiente.