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—Ross, eso es una idiotez —dijo en voz alta Tom Luce—. Vas a destruir la empresa y vas a destruirte a ti mismo.

Perot contempló a su abogado. Estaban en el despacho de Perot. La puerta estaba cerrada.

Luce no era el primero que lo decía. Durante la semana, las noticias se habían extendido por la séptima planta y varios de los principales ejecutivos de Perot habían acudido a decirle que la idea del grupo de rescate era temeraria y peligrosa, y que debía abandonarla.

—Dejad de preocuparos —les había dicho a todos ellos—, y concentraos cada uno en lo vuestro.

Tom Luce tenía la costumbre de vociferar. Con su expresión agresiva y sus modales de tribunal, defendía su opinión como si tuviera delante a un jurado.

—Yo sólo puedo aconsejarte sobre la situación legal, pero he venido a decirte que este rescate puede causar aún más problemas, y peores, de los que ahora tienes. Maldita sea, Ross ¡no me cabrían en una lista las leyes que vas a infringir!

—Inténtalo —dijo Perot.

—Tendrás un ejército mercenario, lo cual es ilegal aquí, en Irán y en cada uno de los países por los que pase el grupo. Dondequiera que vayan, estarán cometiendo una serie de infracciones legales que pueden llevarte a tener en la cárcel a diez hombres, en lugar de a dos.

»Pero el asunto es aún peor. Tus hombres estarán en una posición peor incluso que la de los soldados en el campo de batalla; las leyes internacionales y la Convención de Ginebra, que protege a los soldados uniformados, no cubre al grupo de rescate.

»Si son capturados en Irán…, Ross, seguro que los matarán. Si son detenidos en cualquier otro país que tenga tratados de extradición con Irán, serán enviados allí, y fusilados. En lugar de dos empleados inocentes encarcelados, puedes encontrarte con ocho empleados culpables y muertos.

»Y si eso sucede, las familias de los muertos se volverán contra ti, lo cual será muy comprensible, porque todo este asunto parecerá una gran estupidez. Las viudas interpondrán enormes demandas contra la EDS en los tribunales norteamericanos. Pueden llevar a la bancarrota a la empresa. Piensa en las diez mil personas que se quedarían sin empleo si ello sucediera. Piensa en ti mismo, Ross… Puede que haya hasta cargos criminales contra ti y hasta te pueden meter en la cárcel.

—Te agradezco el consejo, Tom —contestó con calma Ross.

Luce se quedó mirándolo.

—No te he convencido, ¿verdad?

—Pues claro, pero si vas por la vida preocupándote por todo lo malo que puede pasarte, pronto llegarás a convencerte de que lo mejor es no hacer nada en absoluto.

La verdad era que Perot sabía algo que Luce ignoraba.

Ross Perot tenía suerte.

Toda su vida había tenido suerte.

Cuando tenía doce años le había tocado hacer de vendedor de periódicos en una ruta que cruzaba el barrio negro de Texarkana. El Texarkana Gazette costaba veinticinco centavos semanales por aquel tiempo, y los domingos, al terminar la venta, llevaba en los bolsillos cuarenta o cincuenta dólares en monedas. Y todos los domingos, en algún punto del recorrido, algún pobre hombre que se había gastado el sueldo de la semana en vino la noche anterior intentaba robarle el dinero al pobre Ross. Esa era la razón de que ningún otro muchacho quisiera vender periódicos en aquel barrio. Sin embargo, Ross nunca se arredró. Iba a caballo, los intentos no eran nunca muy decididos, y tenía suerte. Nunca le quitaron el dinero.

Volvió a tener suerte cuando le admitieron en la Academia Naval de Annapolis. Los solicitantes debían tener el patrocinio de un senador o congresista y, naturalmente, la familia Perot no tenía los contactos adecuados. De todos modos, el joven Ross no había visto nunca el mar; lo más lejos que había viajado era a Dallas, a menos de trescientos kilómetros de distancia. Sin embargo, había en Texarkana un joven llamado Josh Morris Jr. que había estado en Annapolis y le había contado a Ross todo lo que allí se hacía; Ross se prendó de la marina sin haber visto siquiera un barco. Así pues, empezó a escribir sin más a todos los senadores rogándoles que lo patrocinaran. Tuvo éxito, como sucedería muchas otras veces en su vida futura, porque era demasiado testarudo y estúpido para reconocer que era imposible.

No fue hasta muchos años después cuando descubrió cómo había llegado a suceder. Un día, allá por 1949, el senador W. Lee O’Daniel estaba ordenando su escritorio; era el final de su mandato y no se presentaba a la reelección. Un ayudante le dijo:

—Senador, tenemos una plaza por cubrir en la Academia Naval.

—¿La ha solicitado alguien? —dijo el senador.

—Bueno, está ese muchacho de Texarkana que lleva años intentándolo…

—Désela —decidió el senador.

Según le llegó la versión a Perot, su nombre no fue mencionado siquiera durante la conversación.

Volvió a tener suerte al iniciar la EDS cuando lo hizo. Como vendedor de computadoras de la IBM, se daba cuenta de que los clientes no siempre hacían el mejor uso posible de las máquinas que les vendía. El procesamiento de datos era un campo nuevo y especializado. Los bancos sabían de banca, las compañías de seguros sabían de seguros, los fabricantes sabían de fabricación…, y los técnicos en ordenadores sabían de procesamiento de datos. El cliente no quería la máquina, sino la información rápida y barata que ésta podía proporcionarle. Sin embargo, con demasiada frecuencia, el cliente pasaba tanto tiempo creando su nuevo departamento de procesamiento de datos y aprendiendo el uso de la máquina que el ordenador le causaba problemas y gastos, en lugar de ahorrárselos. La idea de Perot consistía en vender el departamento entero: una sección completa de procesamiento de datos con maquinaria, software y personal. El cliente sólo tenía que decir, con palabras sencillas, qué información necesitaba. La EDS se la proporcionaba. Así, el cliente podía seguir ocupándose de lo que realmente entendía: banca, seguros o fabricación.

La IBM rechazó la idea de Perot. No estaba mal, pero los beneficios no iban a ser muchos. De cada dólar gastado en procesamiento de datos, ochenta centavos se iban en hardware, maquinaria, y sólo veinte en software, que era lo que Perot quería vender. La IBM no quería buscar céntimos debajo de las mesas.

Así pues, Perot decidió sacar mil dólares de sus ahorros y establecerse por su cuenta. Durante la década siguiente, las proporciones cambiaron hasta tal punto de que el software se llevaba el setenta por ciento de cada dólar invertido en procesamiento de datos, y Perot se convirtió en uno de los hombres más ricos del mundo por sus propios medios.

El presidente de la IBM, Tom Watson, se encontró una vez en un restaurante con Perot y le dijo:

—Sólo quiero saber una cosa, Perot. ¿Preveía usted que la proporción iba a cambiar así?

—No —contestó Perot—. Los veinte centavos ya me parecían suficiente.

Sí, tenía suerte, pero tenía que darle a su suerte un terreno donde actuar. No era bueno sentarse en un rincón a tomar precauciones. Uno no podía tener nunca la oportunidad de ser afortunado sin correr algún riesgo. Toda su vida Perot había corrido riesgos.

Con éste sólo sucedía que era el más grande.

Merv Stauffer entró en el despacho.

—¿Estás listo? —le dijo.

—Sí.

Perot se puso en pie y los dos hombres salieron del despacho. Bajaron en el ascensor y se metieron en el coche de Stauffer, un Lincoln Versailles de cuatro puertas, nuevo y reluciente. Perot leyó la placa del tablero de instrumentos: «Merv y Helen Stauffer». El interior del coche apestaba a los habanos de Simons.

—Te está esperando dijo Stauffer.

—Bien.

La compañía petrolífera de Perot, la Petrus, tenía las oficinas en la calle siguiente, junto a Forest Lane. Merv ya había llevado allí a Simons, y luego había salido a buscar a Perot. Después, llevaría de nuevo a Perot a la EDS y luego regresaría por Simons. El objetivo de tales maniobras era guardar el secreto: era conveniente que el menor número de personas posible viera juntos a Simons y Perot.

Durante los seis últimos días, mientras Simons y el grupo de rescate se dedicaban a sus cosas junto al lago Grapevine, las perspectivas de una solución legal al problema de Paul y Bill habían disminuido. Kissinger, tras fallar con Ardeshir Zahedi, no sabía qué más hacer para colaborar. El abogado Tom Luce se había ocupado de llamar uno por uno a los veinticuatro congresistas por Texas, a los dos senadores por ese estado y a todos los que, en Washington, querían atender sus llamadas; sin embargo, lo único que hicieron todos ellos fue llamar al Departamento de Estado para saber qué estaba sucediendo, y todas las llamadas terminaron en la mesa de Henry Precht.

El director financiero principal de la EDS, Tom Walter, no había encontrado todavía un banco dispuesto a conceder una carta de crédito de 12 750 000 dólares. La dificultad, le había explicado Walter a Perot, era ésta: según las leyes norteamericanas, un individuo o corporación podía incumplir lo dispuesto en la carta de crédito si había pruebas de que tal carta había sido firmada bajo presiones ilegales, como el chantaje o el secuestro. Los bancos consideraban el encarcelamiento de Paul y Bill como un episodio incontrovertible de extorsión, y sabían que la EDS podía argüir, ante los tribunales norteamericanos, que la carta era nula y el dinero no debía ser pagado. En teoría, aquello no debía importar, pues para entonces Paul y Bill ya estarían en casa y el banco americano simplemente, y con toda licitud, se negaría a satisfacer la carta de crédito cuando el gobierno iraní la presentara al cobro. Sin embargo, la mayoría de los bancos norteamericanos tenía pendientes grandes préstamos con el gobierno iraní, y su temor era que los iraníes reaccionaran deduciendo los 12 750 000 dólares de la deuda. Walter todavía andaba a la busca de un gran banco que no tuviera negocios con Irán.

Así pues, por desgracia, la «operación Hotfoot» todavía era la mejor apuesta de Perot.

Perot dejó a Stauffer en el aparcamiento y entró en el edificio de la compañía de petróleos.

Encontró a Simons en un pequeño despacho reservado para Perot. Simons comía unos cacahuetes mientras escuchaba un transistor. Perot se dijo que los cacahuetes debían de ser el almuerzo, y que el transistor debía de ser para descontrolar cualquier ingenio de escucha clandestino que pudiera haber oculto en la sala.

Se dieron la mano. Perot advirtió que Simons se estaba dejando barba.

—¿Cómo van las cosas? —preguntó.

—Bastante bien —contestó Simons—. Los hombres empiezan a comportarse como un equipo.

—Bien —continuó Perot—, usted ya sabe que puede rechazar a cualquier miembro del grupo que no le parezca satisfactorio.

Un par de días antes, Perot había propuesto añadir un hombre al grupo, un tipo que conocía Teherán y que tenía unos antecedentes militares de primera, pero Simons lo había rechazado tras una breve entrevista, murmurando: «Ese tío se cree sus propias mentiras». Ahora, Perot se preguntaba si había encontrado defectos en alguien más durante el período de entrenamiento. Prosiguió:

—Usted está a cargo del rescate y…

—No es necesario —contestó Simons—. No quiero rechazar a nadie. —Se echó a reír por lo bajo y continuó—: Seguramente es el grupo más inteligente con el que he trabajado nunca, y eso que se crean algunos problemas porque creen que las órdenes deben discutirse, no obedecerse. Sin embargo, están aprendiendo a desconectar sus razonamientos cuando es necesario. Ya he dejado claro con cada uno que llega un momento en el juego en que se acaban las discusiones y se impone la obediencia ciega.

—Entonces —dijo Perot con una sonrisa—, ha conseguido más usted en seis días que yo en dieciséis años.

—Ya no podemos hacer nada más en Dallas —dijo Simons—. Nuestro próximo paso es ir a Teherán.

Perot asintió. Aquélla era quizá la última oportunidad de frenar la «operación Hotfoot». Una vez el grupo dejara Dallas, quedarían fuera de contacto y fuera de su control. La suerte estaría echada.

Ross, eso es una idiotez. Vas a destruir la empresa y vas a destruirte a ti mismo.

¡Maldita sea, Ross, no me cabrían en una lista las leyes que vas a infringir!

En lugar de dos empleados inocentes encarcelados, puedes encontrarte con ocho empleados culpables y muertos.

Bueno, está ese muchacho de Texarkana que lleva años intentándolo…

—¿Cuándo quiere salir? —le preguntó Perot a Simons.

—Mañana.

—Buena suerte —murmuró Perot.