—Tú no eres tan valiente como te crees, Davis.
Ron Davis contempló a Simons, sorprendido.
—¿Qué te hace pensar que eres un tipo duro? —añadió Simons.
Davis se quedó perplejo. Durante toda la sesión, Simons se había mostrado muy educado. Davis pensó en su dominio de las artes marciales y en los tres individuos que había dejado fuera de combate en Teherán, pero respondió:
—No me considero ningún tipo duro.
Simons continuó, como si no lo hubiera oído:
—Contra una pistola, tu kárate no sirve para una mierda.
—Supongo que no…
—Este grupo no necesita ningún negro estúpido dispuesto a pelearse por cualquier cosa.
Davis empezó a comprender de qué iba todo aquello. Tranquilo, se dijo.
—No me he presentado voluntario para esto porque quiera pegarme con nadie, coronel. Yo…
—Entonces, ¿por qué te has presentado?
—Porque conozco a Paul y Bill, y a sus esposas e hijos, y les quiero ayudar.
Simons asintió, dando por concluido el diálogo.
—Nos veremos mañana.
Davis se preguntó si aquello significaba que había superado la prueba.
Al día siguiente por la tarde, 3 de enero de 1979, se reunieron todos en la casita de campo de Ross situada a orillas del lago.
Las otras dos o tres casas de las cercanías parecían vacías, como había pronosticado Merv Stauffer. La casa de Perot quedaba oculta por varias hectáreas de bosque tupido, y tenía varios prados que se extendían hasta la orilla del agua. Era un edificio sólido, de madera, muy pequeño. El garaje para lanchas fuera borda de Perot era más grande que la casa.
La puerta estaba cerrada y nadie había pensado en traer las llaves. Schwebach forzó el cierre de una ventana y entraron.
Había una sala de estar, un par de dormitorios, una cocina y un baño. El lugar estaba decorado alegremente en blanco y azul, con muebles nada caros.
Los hombres se sentaron en la sala con los planos y unos blocs de notas, rotuladores y cigarrillos. Coburn presentó el informe. Durante la noche había hablado con Majid y dos o tres personas más de Teherán. Había sido difícil conseguir información detallada de la cárcel simulando estar sólo medianamente interesado, pero creía que lo había conseguido.
La cárcel era parte del complejo del Ministerio de Justicia, que ocupaba toda una manzana en el centro de la ciudad. La entrada a la cárcel estaba en la parte de atrás de la manzana. Junto a la entrada había un patio separado de la calle sólo por una valla de barrotes metálicos de cuatro metros de altura. El patio era la zona de paseo de los presos. Evidentemente, era también el punto débil del establecimiento.
Simons estuvo de acuerdo.
Lo único que tenían que hacer, entonces, era esperar a que les tocara el paseo, saltar la verja, recoger a Paul y Bill, volver a saltar la verja y salir de Irán.
Pasaron a los detalles.
¿Cómo saltarían la valla? ¿Utilizarían escalas, o se subirían unos a hombros de los demás?
Llegarían en una furgoneta y utilizarían el techo para saltar. Viajar en camioneta en lugar de en coche tenía otra ventaja: nadie podría verlos cuando se dirigieran a la cárcel y, más importante aún, cuando se alejaran de ella.
Joe Poché fue designado chófer porque conocía bien las calles de Teherán.
¿Cómo se encargarían de los guardianes? No querían matar a nadie; no querían enfrentarse a los iraníes en la calle, ni tampoco a los guardianes; no era culpa de ellos el que Paul y Bill estuvieran encarcelados injustamente. Además, si había algún muerto, la subsiguiente alarma sería aún peor, haciendo más difícil la huida del país.
Sin embargo, los guardianes de la cárcel no dudarían en dispararles a ellos.
La mejor defensa, según Simons, era combinar la sorpresa, el revuelo y la rapidez.
Contarían con la ventaja de la sorpresa. Durante unos segundos, los guardianes no comprenderían qué estaba sucediendo.
Después, el grupo de rescate tendría que hacer algo para obligar a los guardianes a buscar refugio. Lo mejor sería unas ráfagas de ametralladora. Las ametralladoras emitían grandes fogonazos y hacían mucho ruido, especialmente en las calles de una ciudad; el estrépito haría que los guardianes reaccionaran a la defensiva, en lugar de atacar al grupo. Aquello les daría unos segundos más.
Si eran rápidos, aquellos segundos podían bastar.
O no.
La sala estaba llena de humo de tabaco cuando el plan quedó configurado. Simons estaba sentado, fumando sus puritos uno tras otro, escuchando, preguntando, conduciendo la conversación. Coburn pensó que aquél era un ejército muy democrático. Cuanto más profundizaban en el plan, más olvidaban sus amigos a sus esposas e hijos, sus hipotecas, sus cuidadores del césped y sus furgonetas; olvidaban también lo extraña que era la idea en sí de rescatar a unos presos de una cárcel. Davis ya no hacía el payaso y Sculley ya no parecía un niño, sino que se había vuelto muy frío y calculador. Poché quería discutir cada punto a fondo, como siempre, y Boulware seguía escéptico, también como siempre.
La tarde fue avanzando. Decidieron que la furgoneta aparcaría sobre la acera, junto a los barrotes. Aparcar de aquella manera no sería en absoluto chocante en Teherán, le aseguraron a Simons. Éste se sentaría en el asiento delantero, al lado de Poché, con una escopeta bajo el abrigo. Saltaría del asiento y se quedaría frente al vehículo. La portezuela trasera de la furgoneta se abriría y Ralph Boulware saldría, armado también con una escopeta bajo el abrigo.
Hasta entonces, no parecería haber sucedido nada fuera de lo habitual. Cuando Simons y Boulware estuvieran preparados para hacer fuego de cobertura, Ron Davis saldría de la furgoneta, subiría al techo, pasaría de éste a la parte alta de la verja y se dejaría caer al patio. Se había escogido a Davis para aquel trabajo porque era el más joven y el que estaba más en forma, y el salto, una caída de cuatro metros, sería difícil.
Coburn seguiría a Davis por la verja. No estaba muy en forma, pero su rostro era el más familiar de todos para Paul y Bill, de modo que éstos sabrían en cuanto los vieran que venían a rescatarlos.
Después, Boulware dejaría caer una escala hasta el patio de la cárcel. La sorpresa podía llevarlos hasta aquel punto, si actuaban de prisa; sin embargo, era seguro que los guardianes reaccionarían más o menos en aquel momento. Entonces sería cuando Simons y Boulware empezarían a disparar al aire.
Los guardianes se echarían al suelo, los presos iraníes empezarían a correr aterrorizados y confusos, y el grupo de rescate ganaría con ello unos segundos más.
Simons preguntó qué pasaría si había alguna interferencia del exterior de la cárcel, la presencia de policía o de soldados en la calle, alguna manifestación en las proximidades o la reacción de algún viandante dispuesto a convertirse en héroe.
Decidieron poner dos hombres más en los flancos, uno en cada extremo de la calle. Llegarían en un coche unos segundos antes que la furgoneta, e irían armados de escopetas. Su tarea consistiría sencillamente en detener a cualquiera que pudiera interferir en la operación. Fueron designados Jim Schwebach y Pat Sculley. Coburn estaba seguro de que Jim no dudaría en disparar si era necesario y Sculley, aunque en su vida le había disparado a nadie, se había mostrado tan sorprendentemente sereno durante la charla que Coburn supuso que sería igual de implacable.
Glenn Jackson conduciría el coche; así no se presentaría el problema de que un baptista como Glenn tuviera que disparar a alguien.
Mientras tanto, en la confusión del patio de la cárcel, Ron Davis se ocuparía de proporcionar cobertura desde cerca mientras Coburn separaba a Paul y Bill de la multitud y los hacía correr hacia la escala. De allí saltarían al techo de la furgoneta, de éste al suelo, y por último al interior del vehículo. Coburn los seguiría, y luego Davis.
—¡Hey!, yo seré el que más riesgo corra —dijo Davis—. Diablos, seré el primero en entrar y el último en salir; seré el más expuesto.
—Déjate de memeces —le cortó Boulware—. Otra cuestión.
Simons entraría en la parte delantera de la furgoneta, Boulware saltaría a la de atrás y cerraría la portezuela, y Poché saldría disparado al volante.
Jackson, con el coche, recogería a los vigías de los flancos, Schwebach y Sculley, y seguiría a la furgoneta.
Durante la escapada, Boulware podría disparar por la ventanilla trasera de la furgoneta y Simons cubriría la calle en la parte de delante. Desde el coche, Sculley y Schwebach se ocuparían de cualquier intento serio de persecución.
En un punto previamente acordado, abandonarían el vehículo y se repartirían en varios coches; luego se dirigirían a la base aérea de Doshen Toppeh, en las afueras de la ciudad. Un reactor de las Fuerzas Aéreas norteamericanas les sacaría de Irán, sería tarea de Perot hacer los arreglos pertinentes.
Al caer la noche, habían compuesto ya el esqueleto de un plan viable.
Antes de irse, Simons les dijo que no hablaran del rescate ni a sus esposas, y que no lo comentaran siquiera entre ellos, mientras estuvieran fuera de la casita del lago. Cada uno tenía que inventar una excusa que explicara su partida de Estados Unidos, prevista para una semana después. Y añadió, mientras miraba los ceniceros llenos de colillas y las cinturas obesas de los hombres, cada uno debía realizar un programa de ejercicios físicos para recuperar la buena forma.
El rescate, ya no era una idea estrafalaria en la cabeza de Perot; ahora era real.
Jay Coburn fue el único que hizo un intento serio de engañar a su esposa.
Al dejar la casita, volvió al Hilton Inn y llamó a Liz.
—Hola, cielo.
—¡Hola, Jay! ¿Dónde estás?
—Estoy en París…
Joe Poché también llamó a su esposa desde el Hilton Inn.
—¿Dónde estás? —le preguntó ella.
—En Dallas.
—¿Qué haces?
—Trabajar para la EDS, naturalmente.
—Joe, la EDS de Dallas me ha estado llamando a mí para preguntarme dónde estabas.
Poché comprendió que alguien que no estaba en el secreto del grupo de rescate había estado intentando localizarlo.
—Es que no estoy en la oficina; estoy resolviendo un asunto directamente para Ross. Alguien se habrá olvidado de decírselo a quien te ha llamado, eso es todo.
—¿En qué estás trabajando?
—En unas cosas que hay que hacer por Paul y Bill.
—Oh…
Cuando Boulware regresó a casa de los amigos donde se alojaba temporalmente su familia, sus hijas Stacy Elaine y Kecia Nicole estaban ya dormidas. Su esposa le preguntó:
—¿Cómo ha ido el día?
«He estado proyectando el asalto a una cárcel», pensó Boulware. En cambio, contestó:
—Eh, bien…
—Bueno, ¿qué has hecho? —repitió la mujer, mirándolo con extrañeza.
—No gran cosa.
—Para no haber hecho gran cosa, has estado muy ocupado. Te he llamado dos o tres veces y me han dicho que no conseguían encontrarte.
—Había salido. Oye, creo que me apetece una cerveza.
Mary Boulware era una mujer cariñosa y abierta para quien mentir era casi imposible. También era inteligente, pero sabía que Ralph tenía unas ideas muy firmes respecto al papel del marido y de la esposa. Aquellas ideas podían ser pasadas de moda, pero en su matrimonio funcionaban. Si había una parte de su vida profesional que Ralph no quería comentarle…, bueno, no iba a pelearse por ello.
—Una cerveza, ¡marchando…!
Jim Schwebach no intentó engañar a su esposa Rachel. Ella ya le había adivinado los pensamientos. Cuando Schwebach recibió la primera llamada de Pat Sculley, Rachel le preguntó quién era.
—Pat Sculley, de Dallas. Quieren que vaya allí para elaborar un estudio sobre Europa.
Rachel conocía a Jim desde hacía casi veinte años (habían comenzado a salir juntos cuando él tenía dieciséis años y ella dieciocho), y era capaz de leerle la mente. Por eso le dijo:
—Van a enviar a alguien a sacar a esos hombres de la cárcel.
Schwebach protestó débilmente:
—Rachel, no lo comprendes. Yo ya no me dedico a este tipo de asuntos, lo he dejado del todo.
—Así que es eso lo que vas a hacer…
Pat Sculley no sabía mentir adecuadamente ni a sus compañeros de trabajo, y con su esposa ni siquiera lo intentó. Le contó toda la historia a Mary.
Ross Perot también le contó toda la historia a Margot.
Incluso Simons, que no tenía una esposa que lo acosara, había roto las normas de seguridad para explicarle el plan a su hermano Stanley en Nueva Jersey…
Resultó igual de imposible ocultar el plan de rescate a otros altos ejecutivos de la EDS. El primero en sospechar fue Keane Taylor, el alto, irritable y elegante ex infante de marina a quien Perot había hecho dar media vuelta en Frankfort y regresar a Teherán.
Desde aquel día de Año Nuevo en que Perot le dijo: «Voy a enviarte allí otra vez para hacer algo muy importante», Taylor estaba seguro de que proyectaban una operación secreta, y no tardó mucho en imaginarse de qué se trataba.
Un día, llamando a Dallas desde Teherán, solicitó hablar con Ralph Boulware.
—Boulware no está —le dijeron.
—¿Cuándo regresará?
—No lo sabemos con seguridad.
Taylor, un hombre que nunca había soportado a los estúpidos, empezó a alzar la voz.
—Entonces, ¿dónde está?
—No lo sé con exactitud.
—¿Qué quiere decir con eso de que no lo sabe?
—Está de vacaciones.
Taylor conocía a Boulware desde hacía años. Fue Taylor quien le proporcionó a Boulware su primera oportunidad en dirección. Y a menudo salían a tomar unas copas. Muchas veces Taylor, apurando copas con Ralph a altas horas de la madrugada, echaba un vistazo alrededor y advertía que la de éste era la única cara blanca en un bar lleno de negros. En noches como aquéllas, ambos se encaminaban tambaleándose a la casa del que viviera más cerca, y la desafortunada esposa que los recibía tenía que llamar a la mujer del otro para decirle que estaban allí.
Sí, Taylor conocía bien a Boulware y se le hacía difícil creer que Ralph se fuera de vacaciones mientras Paul y Bill estaban aún en la cárcel.
Al día siguiente preguntó por Pat Sculley, y le dieron las mismas evasivas.
Boulware y Sculley estaban los dos de vacaciones mientras Paul y Bill estaban encerrados…
¡Una mierda!
Al otro día quiso hablar con Coburn.
El mismo cuento.
Empezaba a tener sentido. Coburn estaba con Perot cuando éste envió otra vez a Taylor a Teherán. Coburn, el director de personal, el cerebro de la evacuación, sería el más indicado para organizar una operación secreta.
Taylor y Rich Gallagher, el otro hombre de la EDS que aún seguía en Teherán, empezaron a confeccionar una lista.
Boulware, Sculley, Coburn, Ron Davis, Jim Schwebach y Joe Poché estaban todos «de vacaciones».
Aquel grupo tenía algunas cosas en común.
Cuando Paul Chiapparone llegó a Teherán, observó que la operación de la EDS no estaba organizada a su gusto; se había hecho demasiado relajadamente, con excesiva despreocupación, demasiado a lo iraní. El contrato con el ministerio no avanzaba según los plazos fijados. Paul había llevado consigo varios investigadores de problemas laborales de la EDS, duros y experimentados, y ellos volvieron a poner a punto el negocio. El propio Taylor fue uno de los tipos duros de Paul. Bill Gaylord era otro. Y Coburn, y Sculley, y Boulware, y todos los otros que estaban «de vacaciones».
El otro punto que tenían aquellos hombres en común era que todos eran miembros de la Escuela Católica Dominical de Aperitivos y Póquer de la EDS en Teherán. Igual que Paul y Bill, y que el propio Taylor, todos aquellos hombres eran católicos, con excepción de Joe Poché (y de Glenn Jackson, el único miembro del grupo de rescate que Taylor no había localizado). Cada domingo se reunían en la Misión Católica de Teherán. Después del servicio religioso y, mientras las esposas cocinaban y los niños jugaban, los hombres jugaban una partida de póquer.
No había nada como el póquer para revelar el secreto carácter de un hombre.
Sí, tal como sospechaban ahora Taylor y Gallagher, Perot le había pedido a Coburn que organizara un grupo de hombres de absoluta confianza, Coburn debía de haberlos escogido con toda seguridad de entre los participantes de la partida.
—Vacaciones… ¡Una mierda! —Le decía Taylor a Gallagher—. Eso es un grupo de rescate.
El grupo de rescate regresó a la casita del lago la mañana del 4 de enero y repasaron de nuevo el plan en todos sus pasos.
Simons tenía una infinita paciencia con los detalles y estaba dispuesto a prepararse para cualquier posible obstáculo que se le ocurriera a alguien del grupo. Le ayudó mucho en ello Joe Poché, cuyo incansable preguntar, aunque bastante fatigoso, al menos para Coburn, era en realidad altamente creativo y conducía a numerosas mejoras en el proyecto de rescate.
Sobre todo, Simons estaba insatisfecho con los arreglos para la protección de los flancos del grupo de rescate. El plan de Schwebach y Sculley, cortó pero mortífero, centrado simplemente en disparar sobre cualquiera que pudiera interferir en la operación, resultaba muy crudo. Sería mejor tener algún tipo de maniobra de distracción que desviara la atención de todos los policías o militares que estuvieran en las cercanías. Schwebach sugirió prender fuego a algún coche que estuviera en la misma calle de la cárcel. Simons no estaba seguro de que fuera suficiente, y quería volar un edificio entero. Al final, Schwebach recibió el encargo de preparar una bomba de relojería.
Pensaron también en una pequeña precaución que les ahorraría un segundo o dos del tiempo que pasarían expuestos al riesgo. Simons bajaría de la furgoneta a cierta distancia de la cárcel y se acercaría a pie hasta la verja. Si todo estaba tranquilo, haría una señal con la mano para que se aproximara el vehículo.
Otro punto débil del plan era el asunto de salir de la furgoneta y subirse al techo. Todos aquellos saltos y escaladas consumirían unos segundos preciosos. Además, ¿serían capaces Paul y Bill, tras varias semanas en la cárcel, de ascender por la escala y saltar al techo de la furgoneta?
Se examinaron todo tipo de soluciones, otra escala más, un colchón en el suelo, unas manijas donde asirse en el techo. Al final, el grupo llegó a una solución más sencilla: harían un agujero en el techo del vehículo y saldrían y entrarían por él. Otro pequeño refinamiento para quienes tuvieran que saltar a través del agujero sería un colchón en el suelo del vehículo, que amortiguaría la caída.
El viaje de huida les daría tiempo de alterar sus fisonomías. En Teherán, proyectaban llevar téjanos y chaquetas deportivas, y todos empezaban ya a dejarse bigotes y barbas para llamar menos la atención. Sin embargo, en la furgoneta llevarían trajes de ejecutivo y máquinas de afeitar eléctricas, y antes de hacer el cambio de coches estarían todos afeitados y bien vestidos.
Ralph Boulware, siempre tan independiente, no quería llevar téjanos y chaqueta deportiva. Se sentía cómodo y capaz de imponerse con un traje clásico, camisa blanca y corbata, sobre todo en Teherán, donde un buen traje occidental señalaba a un hombre como miembro de la clase dominante de la sociedad. Simons dio su asentimiento tranquilamente; lo importante, dijo, era que todos se sintieran a gusto y confiados durante la operación.
En la base aérea de Doshen Toppeh, desde la cual proyectaban salir en un reactor de la Fuerza Aérea, había aviones y personal tanto norteamericano como iraní. Naturalmente, los norteamericanos los estarían esperando pero ¿y si los centinelas iraníes de la entrada les ponían en un brete? Decidieron llevar tarjetas de identidad militares falsificadas. Algunas esposas de los ejecutivos de la EDS habían trabajado para los militares en Teherán y conservaban todavía sus tarjetas de identidad, Merv Stauffer podría conseguir una y utilizarla de modelo para las falsificaciones.
Coburn observó que, durante todo ese tiempo, Simons permanecía al ralentí, encadenando un purito tras otro. Boulware le había dicho: «No se preocupe de los disparos; usted va a morir de cáncer…» Simons no hacía más que preguntar. Los planes se realizaban en una mesa redonda a la que todos contribuían, y las decisiones se tomaban por mutuo acuerdo. Sin embargo, Coburn se descubrió a sí mismo cada vez más respetuoso con Simons. Aquel hombre era entendido, inteligente, concienzudo e imaginativo. Y tenía también sentido del humor.
Coburn advertía que también los demás empezaban a tomarle las medidas. Si alguien hacía una pregunta estúpida, Simons daba una respuesta cortante. En consecuencia, dudaban antes de hablar, y se preguntaban cuál sería su reacción. De esta manera, Simons les estaba llevando a pensar como él.
En un momento dado de aquel segundo día de la casita del lago, sintieron toda la fuerza de su ira. Fue el joven Davis, naturalmente, quien le irritó.
Constituían un grupo muy divertido, y Davis se llevaba la palma. Coburn lo aprobaba, la risa ayudaba a relajar la tensión en una operación como aquélla. Sospechaba que Simons opinaba lo mismo. Pero en una ocasión Davis fue demasiado lejos.
Simons tenía un paquete de puritos en el suelo, junto a su silla, y cinco paquetes más en la cocina. Davis, que empezaba a apreciar a Simons y, como era normal en él, no lo guardaba en secreto, se dirigió a él con auténtica preocupación: «Coronel, fuma usted demasiado, es malo para la salud».
Al regresar, con otros cinco paquetes, le dijo a Davis: ignoró la advertencia.
Pocos minutos después, fue a la cocina y escondió los cinco paquetes en el friegaplatos.
Cuando Simons terminó el primer paquete fue a buscar otro y no encontró ninguno. Sin tabaco no sabía trabajar. Estaba a punto de subirse al coche y llegarse a una tienda cuando Davis abrió el friegaplatos y dijo:
—Aquí están sus puros.
—Quédatelos, maldita sea —gruñó Simons, mientras salía.
Al regresar, con otros cinco paquetes, le dijo a Davis:
—Éstos son míos. No pongas tus malditas manos en ellos.
Davis se sintió como un niño castigado de cara a la pared. Fue la primera y última broma que le gastó al coronel Simons.
Mientras proseguía la conversación, Jim Schwebach estaba sentado en el suelo, intentando confeccionar una bomba.
Pasar una bomba, o incluso sus componentes por separado, a través de la aduana iraní hubiera sido muy peligroso. «Es un riesgo que no tenemos que correr», había dicho Simons. Así que Schwebach tenía que diseñar un artilugio que pudiera fabricarse con ingredientes fáciles de encontrar en Teherán.
Sé abandonó la idea de poner una bomba en un edificio. Era un plan demasiado ambicioso y probablemente morirían personas inocentes. Harían volar un coche. Schwebach sabía hacer «napalm instantáneo» con gasolina, escamas de jabón y un poco de aceite. El cronómetro y el detonador eran los principales problemas. En Estados Unidos, habría utilizado un cronómetro eléctrico conectado a un motor de avión de juguete, pero en Teherán estaría constreñido a mecanismos más primitivos.
A Schwebach le encantaba el desafío. Le gustaba entretenerse con todo tipo de mecanismos; su pasatiempo principal era un Oldsmobile Cutglass de aspecto feo y lleno de remiendos, que corría como una bala.
Al principio experimentó con un viejo cronómetro de cocina que utilizaba un pulsador para golpear sobre un timbre. Colocó un fósforo en el pulsador y sustituyó el timbre por un papel de lija para encender el fósforo. Éste, a su vez, encendería el detonador mecánico.
El sistema no era muy fiable y causó gran hilaridad entre el resto del grupo, que se reía a carcajadas cada vez que el fósforo no se encendía.
Al final, Schwebach optó por el utensilio más antiguo de todos: una vela. Hizo una prueba con la vela para ver cuánto tardaba en consumirse un centímetro, y luego cortó otra de una longitud suficiente para que ardiera quince minutos.
Después, separó las cabezas de varias cerillas antiguas de cabeza de fósforo y redujo a polvo la sustancia inflamable. Envolvió luego el polvo en un trozo de papel de aluminio y lo pegó a la parte inferior de la vela. Cuando ésta se consumiera, calentaría el papel de aluminio y el polvo de fósforo haría explosión. El papel de aluminio era más delgado por la parte inferior, de modo que la explosión se orientaría hacia abajo.
La vela, con este detonante primitivo pero fiable en la base, iba instalada en el cuello de una botella de plástico del tamaño de un termo, lleno de vaselina.
—Uno enciende la vela y se aleja —dijo Schwebach cuando el artefacto estuvo completo—. Quince minutos después, se produce un bonito incendio.
Y todos los policías, soldados, revolucionarios o viandantes, más, seguramente, algunos guardianes de la prisión, fijarían su atención en un coche en llamas a trescientos metros calle arriba, mientras Ron Davis y Jay Coburn saltaban la verja hasta el patio de la cárcel.
Aquel mismo día dejaron el Hilton Inn. Coburn durmió en la casita del lago y los demás se inscribieron en el centro de deportes acuáticos del aeropuerto, que estaba más próximo al lago Grapevine, a excepción de Ralph Boulware, quien insistió en irse a casa con su familia.
Pasaron los cuatro días siguientes entrenándose, comprando equipo, practicando la puntería, ensayando el asalto y dando unos toques finales al plan.
Las escopetas podían comprarse en Teherán, pero la única clase de munición permitida por el Sha eran los perdigones. Sin embargo, Simons era experto en volver a cargar munición, por lo que decidieron pasar la frontera con sus propias balas.
La dificultad de poner perdigones grandes en los cartuchos de balines consistía en que habría relativamente pocos en cada cartucho; la munición tendría entonces una gran penetración, pero poca diseminación. Decidieron utilizar perdigones del número dos, que se diseminarían lo suficiente para derribar a más de un hombre cada vez, pero que penetrarían lo suficiente para romper el parabrisas de cualquier coche que los persiguiera.
En caso de que las cosas se pusieran realmente feas, cada miembro del grupo llevaría también una Walther PPK en la sobaquera. Merv Stauffer ordenó a Boy Snyder, jefe de seguridad de la EDS y hombre que sabía cuándo no debía hacer preguntas, la compra de las PPK en la tienda de deportes Ray de Dallas. Schwebach estaba encargado de encontrar el modo de entrar en Irán las pistolas.
Stauffer investigó qué aeropuertos norteamericanos no pasaban por pantalla el equipaje de salida; uno era el Kennedy.
Schwebach compró dos maletas Vuitton, más profundas que las normales, con esquinas reforzadas y costados duros. Jackson, Coburn, Davis y él fueron al taller de carpintería de la casa de Perot en Dallas y experimentaron varias formas de confeccionar dobles fondos en la maleta.
A Schwebach le encantaba la idea de introducir armas en un doble fondo a través de las aduanas iraníes. «Si conoces cómo trabaja la gente de las aduanas, no te paran nunca», decía. Su confianza no era compartida por el resto. En caso de que lo detuvieran y encontraran las armas, el plan habría fracasado. Schwebach diría que la maleta no era suya. Regresaría a la zona de reclamaciones de equipajes y allí, con toda probabilidad, habría otra maleta Vuitton exactamente igual que la primera, pero llena de objetos personales y sin ninguna pistola.
Cuando el grupo estuviera en Teherán, tendría que comunicarse con Dallas por teléfono. Coburn estaba convencido de que los iraníes tenían controladas las líneas telefónicas, así que el grupo diseñó un pequeño código.
GR significaba A, GE significaba B, GT significaba C, etcétera, hasta la GZ que significaba I; luego, HA era J, HB era K, hasta HR, que era la Z. Los números del 1 al 9 eran IA a II; el cero era IJ.
Utilizarían el alfabeto militar, en el cual A era Alfa, B era Bravo, C era Charlie, etc.
Para abreviar, sólo las palabras clave serían codificadas. La frase «está con la EDS» se diría «está con Golfo Víctor Golfo Uniforme Hotel Kilo».
Sólo se hicieron tres copias de la clave del código. Simons le dio una a Merv Stauffer, que sería el contacto del grupo allí, en Dallas.
La otra copia la entregó a Jay Coburn y Pat Sculley, quienes, aunque no se había dicho nada oficialmente, surgían ya como sus lugartenientes.
El código evitaría una filtración accidental a través de una escucha telefónica casual pero, como experto en ordenadores, sabía mejor que nadie que una clave tan sencilla podría ser descifrada por un experto en cuestión de minutos. Como protección añadida, ciertas palabras comunes tenían grupos de códigos especiales: Paul era AG, Bill era AH, la embajada norteamericana era GC y Teherán era AU. Perot era siempre «el presidente», las pistolas eran «cintas», la cárcel era «el centro de datos», Kuwait era «ciudad petróleo», Estambul era «albergue», y el ataque a la cárcel era «plan A». Todos tuvieron que aprenderse de memoria aquellas palabras especiales.
Si a alguien le preguntaban por el código, habría de decir que se utilizaba para abreviar los mensajes por teletipo.
El nombre clave de la operación de rescate en conjunto sería «operación Hotfoot». Era un acróstico imaginado por Ron Davis que, en inglés, recogía las primeras letras de «Sacar A Nuestros Dos Amigos De Teherán»[2]. A Simons le encantó. «Hotfoot» había sido utilizado muchas veces como nombre de operaciones especiales, pero aquélla era la primera ocasión en que lo encontraba adecuado, según dijo.
Ensayaron el asalto a la cárcel al menos un centenar de veces.
En los terrenos de la casita del lago, Schwebach y Davis clavetearon un tablón entre dos árboles, a una altura de cuatro metros, para representar la verja del patio. Merv Stauffer les trajo una furgoneta que había tomado prestada de Seguridad de la EDS.
Una y otra vez, Simons caminaba hasta la «verja» y hacía la señal con la mano; Poché hacía avanzar la furgoneta y la arrimaba a la verja; Boulware saltaba de la portezuela trasera; Davis se subía al techo y saltaba la verja; Coburn lo seguía; Boulware subía al techo y soltaba la escala hacia el «patio»; «Paul» y «Bill» representados por Schwebach y Sculley, que no ensayaban sus papeles de guardaflancos, ascendían por la escala y caían sobre la furgoneta, seguidos a continuación por Coburn y Davis; todos pasaban entonces a la furgoneta y Poché salía a toda velocidad.
A veces cambiaban de papel para que todos supieran hacer el trabajo de los demás. Establecieron una prioridad de tareas de modo que, si uno de ellos fallaba, era herido o cualquier otra circunstancia, supieran automáticamente quién debería encargarse de su puesto. Schwebach y Sculley, en su papel de Paul y Bill, actuaban a veces como si estuvieran enfermos y tuvieran que ser llevados escala arriba hasta pasar la verja de barrotes.
La ventaja de una buena forma física se puso en evidencia durante los ensayos. Davis era capaz de saltar la verja en el regreso en sólo segundo y medio, apoyándose dos veces en la escala; nadie podía hacerlo con una rapidez semejante.
En una ocasión, Davis saltó demasiado deprisa y aterrizó aparatosamente en el suelo helado, lesionándose el tobillo. La cosa no era grave, pero le dio a Simons una idea. Davis viajaría a Teherán con el brazo en cabestrillo, y con una bolsa de habas para ejercitar los músculos. La bolsa iría cargada con perdigones del número dos.
Simons contó el tiempo de la operación, desde que la furgoneta se detenía junto a la verja hasta el momento en que aceleraba con todo el mundo dentro. Al final, según su cronógrafo, lo llegaron a hacer en menos de treinta segundos.
Hicieron prácticas de tiro con las PPK en el foso público de tiro de Garland. Le dijeron al encargado del foso que eran empleados de Seguridad de todo el país que estaban haciendo un cursillo en Dallas, y que tenían que aprobar las prácticas de tiro antes de poder regresar a casa. El hombre no les creyó, especialmente cuando vio aparecer a T. J. Márquez con aspecto de capo mafioso de película, con el abrigo y el sombrero negros, y lo vio sacar diez pistolas Walther PPK y cinco mil cartuchos del portamaletas de su Lincoln negro.
Tras unas cuantas prácticas, todos eran capaces de disparar razonablemente bien, excepto Davis. Simons le sugirió que tratara de tirar tendido en el suelo, pues aquélla sería la posición que ocuparía cuando estuviera en el patio, y Davis descubrió que así le era mucho más sencillo.
Al aire libre hacía un frío espantoso, y todo el grupo se recogía en una cabaña próxima, intentando calentarse, cuando no estaban tirando. Todos menos Simons, quien permanecía siempre en el exterior, como si estuviera hecho de piedra.
Pero no era así. Al entrar en el coche de Merv Stauffer al final de la jornada, se le oyó exclamar: «Jesús, vaya frío hace».
Había empezado a pincharlos con lo blandengues que eran. Constantemente hablaban de dónde irían a comer y qué pedirían. Simons les dijo que cuando él tenía hambre, abría una lata de conservas. También se reía de su añoranza de la bebida. Cuando él tenía sed, llenaba un buen vaso de agua y se lo bebía de golpe, diciendo: «No lo he llenado para contemplarlo». En una ocasión, el coronel les enseñó cómo disparaba; todas las balas dieron en el centro del blanco. Otra vez, Coburn lo vio sin camisa; su físico hubiera impresionado en un hombre veinte años más joven.
Era toda una representación del típico tipo duro. Lo más extraño era que nadie se reía lo más mínimo. Tratándose de Simons, no era ninguna farsa, sino algo auténtico y real.
Una tarde, en la casa, les enseñó el mejor modo de matar a un hombre rápidamente y en silencio.
Merv Stauffer había comprado los cuchillos Gerber que Simons le había pedido, uno para cada uno. Eran unos puñales cortos con hoja fina de doble filo.
—Es muy pequeño —dijo Davis, mientras observaba el suyo—. ¿Es lo suficientemente largo?
—Lo es, a menos que quieras afilarlo cuando asome por el otro lado —contestó Simons.
Les enseñó el punto exacto de la parte baja de la espalda de Glenn Jackson donde estaba situado el riñón.
—Una sola puñalada en ese punto es mortal —afirmó Simons.
—¿No gritaría? —preguntó Davis.
—Duele tanto que no se puede ni gemir.
Mientras Simons estaba enfrascado en la demostración, Merv Stauffer había hecho su entrada y se hallaba en el quicio de la puerta, boquiabierto, con una bolsa de papel de un MacDonald’s en cada mano. Simons lo vio y dijo:
—Fíjense en este tipo; no puede articular palabra y todavía no le ha sacudido nadie.
Merv se echó a reír y empezó a repartir la comida.
—¿Sabéis qué me ha dicho la chica del MacDonald’s, con el restaurante completamente vacío, cuando le he pedido treinta hamburguesas y treinta raciones de patatas fritas?
—¿Qué te ha dicho?
—Lo que dicen siempre: «¿Son para comerlas aquí o para llevárselas?».
A Simons le encantaba trabajar para la empresa privada.
Uno de sus mayores dolores de cabeza en el ejército habían sido los suministros. Incluso en la preparación del asalto de Son Tay, operación en la que estaba interesado el propio presidente, parecía que era necesario rellenar seis formularios distintos y la aprobación de doce generales cada vez que necesitaban un lápiz. Después, una vez hecho todo el papeleo, se encontraba con que no había existencias, o que había un retraso de cuatro meses en la entrega o que, aún peor, cuando llegaba el encargo, éste no servía. El treinta y dos por ciento de las cápsulas explosivas que había pedido no estallaron. Trató de conseguir visores nocturnos para sus comandos. Sabía que el Ejército había pasado diecisiete años intentando desarrollar aquel visor, pero en 1970 lo único que tenían eran seis prototipos hechos a mano. Entonces, descubrió un visor nocturno hecho en Inglaterra, perfectamente útil, que vendía la Armalite Corporation a 49 dólares y medio, y fue éste el que llevaron sus hombres en Son Tay.
En la EDS no había que rellenar formularios ni que pedir autorizaciones; al menos, Simons no tenía que hacerlo. Le pedía a Merv Stauffer lo que necesitaba y Stauffer lo conseguía, generalmente el mismo día. Pidió, y consiguió, diez Walther PPK y diez mil cartuchos de munición; una selección de sobaqueras, tanto para diestros como para zurdos, en diferentes estilos para que cada hombre escogiera la que le pareciera más cómoda; herramientas para la recarga de munición de escopeta de calibre 12, calibre 16 y calibre 20, y ropas de abrigo para el grupo, incluidos abrigos, mitones, camisas, calcetines y gorros de lana. Un día pidió cien mil dólares en metálico; dos horas después, T. J. Márquez llegó a la casa del lago con el dinero en un sobre.
Aquello era distinto del ejército en muchos aspectos. Sus hombres no eran soldados a quienes poder exigir obediencia; eran algunos de los jóvenes ejecutivos de empresa más brillantes de Estados Unidos. Se había dado cuenta desde el principio que no podía asumir el mando. Tenía que ganarse su confianza y lealtad.
Aquellos hombres obedecerían una orden si estaban de acuerdo con ella. Si no, la discutirían. Y aquello estaba bien en la sala de juntas, pero resultaba inútil en el campo de batalla.
También eran susceptibles y estaban cargados de remilgos. La primera vez que hablaron de prender fuego a un coche como táctica de diversión, alguien protestó con el argumento de que podían resultar heridos viandantes inocentes. Simons les pinchaba con mordacidades sobre su moral de jóvenes exploradores, diciéndoles que tenían miedo de perder sus insignias de mérito y llamándolos «Jack Armstrongs», nombre de un personaje de los seriales radiofónicos, demasiado bueno para ser real, que siempre andaba resolviendo crímenes y ayudando a las ancianitas a cruzar la calle.
También tenían cierta tendencia a olvidar la seriedad de lo que estaban haciendo. Se hacían muchas bromas y algunas payasadas, sobre todo por parte del joven Davis. En toda misión peligrosa estaba bien cierta dosis de humor en el grupo, pero a veces Simons tenía que poner un límite y devolverlos a la realidad con un duro comentario.
Les dio a todos la oportunidad de volverse atrás en cualquier momento. Cuando Ron Davis hubo recobrado la serenidad, le hizo una pregunta:
—Tú vas a ser el primero en pasar la verja. ¿No tienes ninguna reserva?
—Sí.
—Me alegro pues de lo contrario no te escogería. Supón que Paul y Bill no se atreven a correr hacia nosotros. Supón que creen que si se dirigen a la verja les dispararán. Tú estarás metido ahí y los guardianes te verán. Estarás metido en una buena.
—Sí.
—Yo tengo sesenta años y ya he vivido mucho: Qué diablos, no tengo nada que perder. En cambio, tú eres un hombre joven… y Marva está embarazada, ¿no es verdad?
—Sí.
—¿Estás realmente seguro de que quieres hacerlo?
—Sí.
Los tanteó a todos. No había ninguna razón para insistirles en que su punto de vista militar era mejor que el de ellos; todos habían llegado a esa conclusión por sí mismos. Igualmente, su actitud de tipo duro pretendía darles a entender que a partir de entonces cosas como mantenerse en calor, comer, beber y preocuparse por viandantes inocentes no iban a ocupar mucho de su tiempo o de su atención. Las prácticas de tiro y la lección de acuchillamiento tenían un propósito oculto: Simons no quería que hubiese muertos en la operación, pero aprender a matar recordaba a los hombres que el rescate podía ser un asunto de vida o muerte.
El principal elemento de su campaña psicológica fue la interminable práctica del asalto a la cárcel. Simons estaba seguro de que ésta no sería exactamente como Coburn la había descrito, y que el plan sufriría modificaciones. Un asalto no se encontraba nunca con un terreno igual al imaginado, como bien sabía él más que nadie.
Los ensayos del asalto de Son Tay se habían prolongado durante semanas. Se había construido una réplica completa del campo de prisioneros, en la base aérea de Eglin, Florida. Aquella maldita cosa tenía que ser desmantelada cada mañana antes del amanecer y puesta de nuevo en pie por la noche porque el satélite soviético de reconocimiento «Cosmos 355» pasaba sobre Florida dos veces cada veinticuatro horas. Sin embargo, había sido algo hermoso: cada maldito árbol y zanja del campo de prisioneros de Son Tay había sido reproducido en la réplica. Y luego, después de tantos ensayos, cuando lo hicieron de verdad, uno de los helicópteros, precisamente el que llevaba a Simons, aterrizó en un lugar erróneo.
Simons nunca olvidaría el momento en que se dio cuenta del error. Su helicóptero se elevaba ya otra vez tras desembarcar a los comandos. Un sorprendido vigilante vietnamita surgió de un hoyo de protección y Simons le disparó en el pecho. Se entabló un tiroteo, surgió una llamarada y Simons vio que los edificios que lo rodeaban no eran los del campo de Son Tay. «¡Haced volver a ese maldito pájaro!», le gritó al radiotelegrafista. Mandó a un sargento que encendiera la luz estroboscópica para marcar la zona de aterrizaje.
Ya sabía dónde estaban: a cuatrocientos metros de Son Tay, en un recinto marcado en los planos de Inteligencia como escuela. No era tal escuela. Había soldados enemigos por todas partes. Era un cuartel, y Simons se dio cuenta de que el error del piloto del helicóptero había sido un golpe de fortuna, pues ahora podía lanzar un ataque preventivo y limpiar una concentración enemiga que, de otro modo, hubiera podido comprometer toda la operación.
Aquélla fue la noche en que se plantó frente a un barracón y mató a ochenta hombres en paños menores.
No, una operación no salía nunca exactamente según el plan. Sin embargo, de todos modos, llegar a conocer bien el escenario de la acción sólo era una parte de lo que pretendían los ensayos. La otra, y, en el caso de los hombres de la EDS, la más importante, era aprender a trabajar juntos como grupo. Naturalmente, eran un magnífico equipo en el plano intelectual; con darles a cada uno un despacho, una secretaria y un teléfono, juntos podrían computerizar el mundo. Pero trabajar juntos con sus manos y sus cuerpos era distinto. Al empezar, el 3 de enero, hubieran tenido problemas hasta para hacer una regata de remo en equipo. Cinco días después, eran una máquina.
Y aquello era todo lo que podía hacerse allí, en Texas.
Ahora tenían que echar un vistazo a la cárcel de verdad.
Era el momento de ir a Teherán.
Simons le dijo a Stauffer que quería ver a Perot otra vez.