La sala quedó en silencio mientras Simons se encaminaba hacia la mesa de oradores.
«Era un gran hijo de puta», pensó Coburn.
T. J. Márquez y Merv Stauffer entraron detrás de Simons y tomaron asiento cerca de la puerta.
Simons lanzó a un rincón un portafolios de plástico negro, se dejó caer en una silla y encendió un purito.
Iba vestido de sport con camisa abierta y pantalones, sin corbata, y llevaba el cabello muy largo para un coronel. Parecía más un granjero que un soldado, fue el pensamiento de Coburn.
—Soy el coronel Simons —se presentó.
Coburn esperaba que dijera: «Estoy al mando, escúchenme y cumplan lo que les digo, éste es mi plan».
En cambio, Simons empezó a hacer preguntas.
Quería saberlo todo de Teherán; el tiempo, el tráfico, de qué estaban hechos los edificios, la gente que había en las calles, el número de policías y su armamento…
Le interesaban todos los detalles. Le dijeron que todos los policías llevaban armas, salvo los de tráfico. ¿Cómo se les distinguía? Por sus gorras blancas. Le contaron que había taxis azules y anaranjados. ¿En qué se diferenciaban? Los azules tenían rutas fijas y precios fijos. Los anaranjados podían ir a cualquier parte, en teoría, pero por lo general cuando uno los detenía se encontraba que ya llevaban otro pasajero, y el conductor inquiría en qué dirección iba uno. Si iba por la misma ruta, se podía subir y apuntar el importe que ya marcaba el taxímetro; cuando uno bajaba, el otro pagaba la diferencia. Aquel sistema era una fuente inagotable de discusiones con los taxistas.
Simons preguntó dónde estaba situada exactamente la cárcel. Merv Stauffer salió a buscar un plano de Teherán. ¿Qué aspecto tenía el edificio? Joe Poché y Ron Davis recordaban haber pasado por delante. Poché dibujó un intento de plano en una hoja de bloc.
Coburn se arrellanó en su asiento y observó trabajar a Simons. Tantear sus mentes era sólo una parte de lo que Simons estaba haciendo con el grupo. Coburn se dio cuenta de ello. Había sido encargado de selección de personal en la EDS durante años y reconocía una buena técnica de entrevistas cuando la veía. Simons estaba evaluando a cada hombre, observando sus reacciones y poniendo a prueba su sentido común. Como un buen seleccionador de personal, hacía gran cantidad de preguntas que admitían muchas respuestas posibles, seguidas a menudo de un «¿por qué?», que daba a cada uno la posibilidad de mostrarse a sí mismo, de vanagloriarse o de mostrar signos de nerviosismo.
Coburn se preguntó si Simons rechazaría a alguno. En cierto momento preguntó:
—¿Quién está dispuesto a morir haciendo esto?
Nadie dijo una palabra.
—Bien —prosiguió Simons—. No aceptaría a nadie que pensara morir.
La charla se prolongó durante horas. Simons la dio por terminada poco después de medianoche. Para entonces estaba claro que no conocían lo suficiente la cárcel para empezar a proyectar el rescate. Coburn fue encargado de conseguir más datos para el día siguiente; haría algunas llamadas a Teherán.
—¿Puede preguntarle a alguien detalles de la cárcel sin darle a conocer para qué quiere la información? —le preguntó Simons.
—Seré discreto —contestó Coburn.
Simons se volvió hacia Merv Stauffer.
—Necesitaremos un lugar seguro para reunimos. Un lugar que no esté relacionado con la EDS.
—¿Qué le parece el hotel?
—Las paredes son muy delgadas.
Stauffer meditó un instante.
—Ross tiene una casita junto al lago Grapevine, cerca del aeropuerto de Dallas. Con este tiempo no habrá nadie allí nadando o pescando, estoy seguro.
Simons pareció titubear. Stauffer añadió:
—¿Quiere que lo lleve allí mañana por la mañana, para que la vea?
—De acuerdo —asintió Simons, poniéndose en pie—. Hemos hecho todo lo que hemos podido en este momento del juego.
Empezaron a salir. Antes de retirarse, Simons le pidió a Ron Davis que permaneciera allí unos instantes más.