CUATRO

1

Ross Perot salió en su coche de la EDS, giró a la izquierda por Forest Lane y luego a la derecha, por Central Expressway. Se dirigía al Hilton Inn, en las calles Central y Mockingbird. Estaba a punto de pedirles a siete hombres que pusieran en peligro sus vidas.

Sculley y Coburn habían confeccionado la lista, y sus nombres la encabezaban, seguidos de otros cinco.

¿Cuántos directores norteamericanos de grandes empresas de nuestro siglo habrían pedido a siete empleados suyos que perpetraran un asalto a una cárcel? Probablemente ninguno.

Durante la noche, Coburn y Sculley habían llamado a los otros cinco, que estaban esparcidos por todo Estados Unidos, acogidos por amigos y conocidos después de su apresurada partida de Teherán. Sólo se había comunicado a cada uno de ellos que Perot quería verlos hoy en Dallas. Ya estaban acostumbrados a recibir llamadas telefónicas a medianoche y convocatorias apresuradas, así era cómo trabajaba Perot, y todos habían accedido a acudir.

Al llegar a Dallas, habían sido conducidos lejos de las oficinas centrales de la EDS, y enviados a inscribirse en el Hilton Inn. La mayor parte ya estaría allí, aguardándole.

Se preguntó cómo haría para decirles que quería que regresaran a Teherán y sacaran a Paul y Bill de la cárcel.

Eran buenos tipos, y leales con él, pero la lealtad no suele llegar en un empleado al punto de exponer la vida. Algunos quizá pensaran que la idea de un rescate violento era una estupidez. Otros quizá pensaran en sus esposas e hijos, y renunciaran por ellos, lo cual era muy razonable.

«No tengo derecho a pedirles esto —pensó—. Debo procurar no presionarlos. Hoy nada de ventas, Perot; sólo charla sincera. Deben entender bien que son libres de decir: “No, gracias jefe, pero no cuente conmigo”».

¿Cuántos de ellos se presentarían voluntarios?

¿Uno de cada cinco?, se preguntó.

Si era así, llevaría varios días conseguir un equipo, y quizá al final se encontrara con gente que no conocía Teherán.

¿Y si no había ningún voluntario?

Aparcó el coche en el garaje del Hilton Inn y detuvo el motor.

Jay Coburn miró alrededor. Había cuatro hombres más en la sala: Pat Sculley, Glenn Jackson, Ralph Boulware y Joe Poché. Otros dos estaban en camino: Jim Schewbach venía desde Eau Claire, Wisconsin, y Ron Davis desde Columbus, Ohio. No eran los «doce en el patíbulo».

Con sus trajes de estilo clásico, camisas blancas y corbatas sobrias, su pelo corto, rostros bien afeitados y cuerpos bien alimentados, parecían exactamente lo que eran: ejecutivos de empresa norteamericanos de lo más normal. Era difícil imaginarlos como un escuadrón de mercenarios.

Coburn y Sculley habían hecho listas separadas, pero aquellos cinco nombres habían salido en ambas. Todos habían trabajado en Teherán, y la mayor parte había colaborado en el equipo de evacuación de Coburn. Todos tenían experiencia militar, o bien alguna habilidad de relevancia. Todos ellos eran hombres en quienes Coburn confiaba por completo.

Mientras Sculley los iba llamando a primeras horas de la mañana, Coburn acudió a los archivos de personal y elaboró un informe sobre cada uno de los hombres, detallando sus edades, peso, estatura, estado civil y conocimientos de Teherán. Según fueron llegando a Dallas, cada uno de ellos fue rellenando otra hoja con un resumen de su experiencia militar, academias militares donde había estudiado, entrenamiento con armamento diverso y otros puntos de interés. Los informes eran para el coronel Simons, que también estaba en camino desde Red Bay. Pero antes de que Simons llegara, Perot tenía que preguntar a aquellos hombres si tenían la intención de presentarse voluntarios.

Para celebrar la reunión con Perot, Coburn había alquilado tres habitaciones contiguas. Sólo se utilizaría la de en medio: las demás, una a cada lado, constituían una buena protección contra escuchas clandestinas.

Resultaba todo bastante melodramático.

Coburn estudió a los demás, preguntándose en qué estarían pensando. Todavía no se les había comunicado de qué iba el asunto, pero probablemente lo intuían.

No sabía decir en qué estaba pensando Joe Poché, pues nadie lo había logrado nunca. Poché, un hombre bajo y tranquilo de treinta y dos años, mantenía siempre bajo llave sus emociones. Su voz era siempre baja e imperturbable, y su rostro habitualmente inexpresivo. Había pasado seis años en el ejército y había participado en la acción bélica como responsable de una batería de obuses en Vietnam. Sabía disparar con cierto nivel de eficacia cualquier arma de las que poseía el ejército y, en Vietnam, había matado el tiempo libre practicando con un «cuarenta y cinco». Había pasado dos años en Teherán con la EDS, primero en el diseño del sistema de inscripción (el programa de ordenador que recogía los nombres de las personas que podían optar a las pensiones y servicios sanitarios) y posteriormente como responsable de programación, encargado de introducir en el ordenador los datos que formaban las bases de todo el sistema. Coburn sabía de él que era un hombre de pensamiento lógico y prudente, que no solía dar su asentimiento a una idea o plan hasta haberlo cuestionado desde todos los ángulos y haber dado vueltas a todas sus posibles consecuencias, lenta y cuidadosamente. El buen humor y la intuición no se contaban entre sus puntos fuertes, que eran la paciencia y el cerebro.

Ralph Boulware le pasaba unos quince centímetros de estatura a Poché. Era uno de los dos negros de la lista y tenía un rostro mofletudo y unos ojillos pequeños y penetrantes. Hablaba muy rápido. Había pasado nueve años como técnico en la fuerza aérea, trabajando en los complejos sistemas de radar y ordenadores que llevan a bordo los bombarderos. Sólo había estado nueve meses en Teherán, primero como encargado de preparación de datos, y después, tras una rápida promoción, como responsable del centro de datos. Coburn lo conocía bien y lo tenía en muy buen concepto. En Teherán habían bebido juntos varias veces. Los hijos de ambos habían jugado juntos y sus respectivas esposas se habían hecho amigas. Boulware adoraba a su familia, a sus amigos, su trabajo y la vida. Disfrutaba de la vida más que cualquier otro que Coburn conociera, con la posible excepción de Ross Perot. Boulware era también un tipo de una gran franqueza y de mentalidad muy independiente. Nunca tenía problemas para decir lo que pensaba. Como muchos negros triunfadores en la vida, era ligeramente hipersensible y le gustaba mucho dejar bien claro que era preferible no achucharle. Durante la Ashura, en Teherán, cuando organizaron las partidas de póquer, todo el mundo se quedó a dormir en la casa donde se celebraban por razones de seguridad, según se había acordado previamente. En cambio, Boulware no. No hubo discusiones, ni siquiera anuncios; sencillamente, Boulware se fue a su casa. Pocos días después llegó a la conclusión de que el trabajo que estaba realizando en Teherán no justificaba el riesgo que corría su seguridad, y regresó a Estados Unidos. No era un hombre que se hiciera cargo de un paquete sólo porque estuviera allí; si consideraba que algo se estaba haciendo mal, simplemente lo dejaba de lado. Era el más escéptico del grupo que se estaba reuniendo en el Hilton Inn. Si alguien iba a mostrar desdén ante la idea del asalto a la cárcel, ése sería Boulware.

Glenn Jackson tenía menos aspecto de mercenario que ninguno de los reunidos. Hombre de modales suaves, siempre con gafas, no poseía experiencia militar pero era un cazador entusiasta y un magnífico tirador. Conocía bien Teherán, y había trabajado para la Bell Helicopter, además de para la EDS. Era un tipo tan recto, enérgico y honrado, pensó Coburn, que resultaba difícil imaginárselo mezclado en los engaños y violencias que podía implicar un asalto a una cárcel. Jackson, además, era baptista (los demás eran católicos, a excepción de Poché, que no había dicho nunca a qué religión pertenecía), y los baptistas tenían fama de golpear Biblias, no mandíbulas. Coburn se preguntó qué decisión tomaría Jackson.

Tenía una preocupación similar acerca de Pat Sculley. Éste poseía un buen expediente militar (había estado cinco años en el ejército, y terminó como instructor de comandos con el grado de capitán), pero carecía de experiencia en combate. Agresivo y extravertido en el trabajo, era uno de los jóvenes ejecutivos en ascenso más brillantes de la EDS. Igual que Coburn, Sculley era un optimista incorregible pero, mientras que las actitudes de Coburn habían sido atemperadas por la guerra, Sculley era ingenuo como un niño. Si aquello se ponía violento, pensó Coburn, ¿sería Sculley lo suficientemente duro para soportarlo?

De los dos hombres que todavía no habían llegado, uno era el más cualificado para tomar parte en el asalto, y el otro quizá el que menos.

Jim Schwebach sabía más de combates que de ordenadores. En los once años pasados en el ejército, había servido en el quinto Grupo de Fuerzas Especiales de Vietnam, realizando el tipo de acciones comando en que estaba especializado Bull Simons: operaciones clandestinas tras las líneas enemigas. Y tenía más medallas que el mismo Coburn. Debido a los muchos años dedicados al ejército, era todavía un ejecutivo de bajo nivel pese a su edad, treinta y cinco años. Cuando llegó a Teherán lo hizo en calidad de ingeniero de sistemas de formación de personal, pero era un hombre maduro y formal, y Coburn lo nombró jefe de grupo durante la evacuación. Con apenas un metro sesenta y cinco de estatura, Schwebach tenía la pose erguida, con la barbilla alzada, de tantos hombres bajos, y el indomable espíritu de lucha que es la única defensa de los chicos más pequeños de la clase. Fuera cual fuese el resultado, aunque estuvieran doce carreras a cero en la novena entrada y con dos eliminados, Schwebach acudía a su rincón del campo de béisbol, apuntaba con el bate e intentaba descubrir el modo de conseguir un golpe extra. Coburn lo admiraba por haberse presentado voluntario, impulsado por sus elevados ideales patrióticos, para campañas especiales en Vietnam. En combate, pensaba Coburn, Schwebach sería el tipo que menos desearía uno tomar prisionero; si uno estaba en sus cabales, lo mejor era asegurarse de matar a aquel pequeño hijo de puta antes de capturarlo, pues así crearía muchos menos problemas.

Sin embargo, la vivacidad de Schwebach no se manifestaba al primer golpe de vista. Era un hombre de aspecto muy vulgar. De hecho, uno apenas reparaba en él.

En Teherán había vivido más al sur de la ciudad que nadie, en un barrio donde no había ningún otro norteamericano, y pese a ello se paseaba a menudo por las calles, con su ya raída chaqueta de campaña, unos tejanos y un gorro de punto, y jamás lo habían molestado. Y era capaz de despistarse entre una multitud de dos personas, habilidad que podía resultar muy útil en el asalto.

El otro hombre que faltaba era Ron Davis. Con sus treinta años, era el más joven de la lista. Hijo de un pobre vendedor de seguros negro, Davis había ascendido deprisa en el mundo blanco de las grandes corporaciones norteamericanas. Pocas personas que hubieran empezado como él en los negocios habían llegado al nivel ejecutivo. Perot se sentía especialmente orgulloso de Davis. «El progreso de Ron en el trabajo parece un salto a la Luna», solía decir. Davis alcanzó un buen conocimiento del parsí durante el año y medio que pasó en Teherán, trabajando a las órdenes de Keane Taylor, no en el contrato con el Ministerio de Sanidad, sino en otro proyecto distinto, más pequeño, destinado a la computarización del banco Omran, el banco del Sha. Davis era alegre, frívolo y chistoso, como una versión juvenil de Richard Pryor, pero sin sus palabrotas. Coburn lo consideraba el más sincero de los hombres de la lista. A Davis le era fácil abrirse y charlar de sus sentimientos y de su vida privada. Por aquella razón, Coburn lo consideraba vulnerable. Con todo, quizá esa capacidad de hablar con franqueza de uno mismo a los demás era signo de una gran confianza y fuerza interior.

Fuera cual fuese la verdad sobre el vigor emocional de Davis, físicamente era duro como una roca. No tenía experiencia militar, pero poseía el cinturón negro de kárate. En cierta ocasión, en Teherán, tres hombres lo atacaron con el fin de robarle, los redujo a los tres en unos segundos. Igual que la facilidad de Schwebach para pasar inadvertido, el dominio del kárate de Davis era un don que podía resultar útil.

Al igual que Coburn, los seis hombres rebasaban la treintena.

Todos estaban casados.

Y todos tenían hijos.

Se abrió la puerta y entró Perot.

Fue estrechando manos y diciendo «¿qué tal?» y «me alegro de verle», como si realmente fuera cierto, y recordando los nombres de sus esposas e hijos. «Sabe tratar a la gente», pensó Coburn.

—Schwebach y Davis todavía no han llegado —le dijo a Perot.

—Bien —contestó éste, tomando asiento—. Los tendré que ver más tarde. Envíalos a mi despacho en cuanto lleguen. —Hizo una pausa—. Les contaré exactamente lo mismo que voy a explicarles a ustedes.

Hizo una nueva pausa, como para ordenar las ideas. Frunció el ceño y los contempló fijamente.

—Voy a pedir voluntarios para un plan que puede significar arriesgar la vida. De momento, no puedo decir de qué se trata, aunque probablemente ya se lo imaginan. Quiero que se tomen cinco o diez minutos, o más, para meditarlo, y después regresen para hablar conmigo uno a uno. Piénsenlo bien. Si, por cualquier razón, deciden no intervenir, pueden negarse sin más explicaciones y nadie fuera de esta sala lo sabrá nunca. Si se deciden a presentarse, les explicaré más sobre el asunto. Ahora, váyanse y recapaciten.

Todos se pusieron en pie y, uno a uno, abandonaron la sala.

«Bien podría morir atropellado en la Central Expressway», pensó Joe Poché.

Sabía perfectamente cuál era aquel plan tan peligroso: iban a sacar de la cárcel a Paul y Bill.

Lo venía sospechando desde las dos y media de la madrugada, cuando lo despertó, en casa de su suegra, en San Antonio, la llamada telefónica de Pat Sculley. Éste, el peor mentiroso del mundo, le dijo:

—Ross me ha pedido que te llame. Quiere que vengas a Dallas mañana por la mañana para empezar a trabajar en un estudio sobre Europa.

—Pat —le contestó Poché—, ¿por qué diablos me llamas a las dos y media de la madrugada para decirme que Ross quiere hacerme trabajar en un estudio sobre Europa?

—Es importante. Necesitamos saber cuándo estarás aquí.

«Muy bien», pensó Poché; se trataba de algo que no se podía contar por teléfono.

—El primer vuelo debe de ser hacia las seis o siete de la mañana.

—Perfecto.

Poché hizo una reserva en ese avión y regresó a la cama. Mientras ponía el despertador a las cinco, le dijo a su mujer:

—No sé de qué se trata, pero me gustaría que, por una vez, alguien fuera sincero.

En realidad, tenía una idea bastante precisa de qué era aquel revuelo, y sus sospechas se habían visto confirmadas, avanzado aquel mismo día, cuando Ralph Boulware acudió a buscarle a la estación suburbana de Coit Road y, en lugar de llevarlo a la EDS, lo condujo al hotel y se negó a comentar el asunto.

A Poché le gustaba pensar las cosas a fondo, y ya había tenido tiempo suficiente para considerar la idea de sacar a Paul y Bill de la cárcel en un golpe de mano. La idea le complacía, le complacía muchísimo. Le recordaba los viejos tiempos, cuando sólo había tres mil personas en toda la EDS y hablaban sobre la fe. Así era como denominaban a un montón de actitudes y creencias respecto a cómo debía tratar una empresa a sus empleados. El meollo de la discusión se reducía a lo siguiente: la EDS cuidaba bien de los suyos. Mientras uno se esforzara al máximo en favor de la empresa, ésta le prestaba su apoyo en todo: cuando uno enfermaba, cuando tenía problemas personales o familiares, cuando se metía en problemas de cualquier tipo… Era un poco como una familia. A Poché le encantaba aquello, aunque no expresaba sus sentimientos al respecto… En realidad, no expresaba mucho ninguno de sus sentimientos.

Desde aquellos tiempos, la EDS había cambiado mucho. Con diez mil personas en lugar de tres mil, la atmósfera de familia no podía ser tan intensa. Ya nadie mencionaba la fe. Pero aún seguía allí; aquella reunión era la prueba. Y aunque su rostro estaba tan inexpresivo como siempre, Joe Poché se sentía contento. Por supuesto que iría adonde fuera a rescatar de la cárcel a sus amigos. Poché se alegraba de tener la oportunidad de estar en el grupo.

Contrariamente a lo que Coburn esperaba, Ralph Boulware no mostró ningún cinismo ante la idea del rescate. El escéptico e independiente Boulware sentía la misma pasión que cualquiera ante la idea.

También él se había preguntado qué estaba sucediendo, ayudado, igual que Poché, por la incapacidad de Sculley para mentir convincentemente.

Boulware y su familia estaban pasando unos días en casa de unos amigos en Dallas. El día de Año Nuevo, Boulware no había hecho gran cosa, y su esposa le había preguntado por qué no iba un rato a la oficina. Él contestó que no tenía nada que hacer allí. Ella no se lo tragó. Mary Boulware era la única persona en el mundo que podía intimidar a Ralph, y éste se fue por fin a la oficina. Allí se encontró con Sculley.

—¿Qué sucede? —preguntó Boulware.

—¿Eh?, ¡nada! —contestó Sculley.

—¿Qué estáis haciendo?

—Confirmando reservas de avión, más que nada.

Sculley parecía estar un poco raro. Boulware lo conocía bien, en Teherán habían ido juntos al trabajo muchas mañanas, y su instinto le advertía que Sculley no decía la verdad.

—Algo va mal —dijo Boulware—. ¿Qué es?

—Nada, Ralph.

—¿Qué se está haciendo respecto a lo de Paul y Bill?

—Se están probando todas las sendas para conseguir sacarlos. La fianza es de trece millones, y tenemos que llevar el dinero al país…

—Una mierda. Todo el sistema gubernamental y todo el sistema judicial se han venido abajo en Irán. Ya no quedan sendas para probar. ¿Qué pensáis hacer ahora?

—Oye, no te preocupes de eso…

—No estaréis pensando en ir allá y sacarlos, ¿verdad? Sculley no respondió.

—Oye, cuenta conmigo, ¿eh? —dijo Boulware.

—¿Qué quieres decir con eso de «cuenta conmigo»?

—Es evidente que vais a intentar algo.

—¿A qué te refieres?

—Vamos, dejémonos de juegos. Cuenta conmigo.

—Muy bien.

Para él, era una decisión muy sencilla. Paul y Bill eran amigos suyos y hubiera podido suceder muy fácilmente que fuera él quien estuviera en la cárcel, en cuyo caso hubiera querido que sus amigos acudieran a sacarlo.

Había otro factor. Boulware era un ferviente admirador de Pat Sculley. Apreciaba mucho a Sculley, qué diablos. Y también sentía un afecto protector hacia él. En opinión de Boulware, Sculley no llegaba a darse verdadera cuenta de que el mundo estaba lleno de corrupciones, crímenes y pecados; Sculley veía lo que quería ver, una gallina en cada puchero, un Chevrolet en cada puerta, un mundo de madres y pastel de manzana. Si Sculley tenía que participar en el asalto a una cárcel, necesitaría a Boulware para protegerlo. Era poco usual experimentar ese tipo de sentimiento hacia una persona de la misma edad, más o menos, pero allí estaba.

Esto era lo que pensaba Boulware el día de Año Nuevo, y seguía pensando lo mismo hoy. Así que regresó a la habitación del hotel y le dijo a Perot lo que le había dicho a Sculley: «Cuente conmigo».

Glenn Jackson no tenía miedo a morir.

Sabía lo que iba a suceder cuando muriera, y no tenía temores. Cuando el Señor quisiera llamarlo a su lado, él estaría dispuesto.

Sin embargo, le preocupaba su familia. Acababan de ser evacuados de Irán y se encontraban de momento en casa de su madre, al este de Texas. Aún no había tenido tiempo ni de empezar a buscar un lugar para vivir. Si se metía en aquel asunto, no iba a tener tiempo de salir a solucionar los asuntos familiares, y se los tendría que dejar a Carolyn. Ella sola tendría que reedificar la vida familiar en Estados Unidos. Tendría que encontrar una casa, buscar una escuela para Cheryl, Cindy y Glenn Júnior, comprar o alquilar muebles…

Carolyn era una persona muy poco independiente. No le resultaría sencillo.

Además, Carolyn ya estaba furiosa con él. Aquella mañana lo había acompañado a Dallas, pero Sculley le había dicho que la hiciera volver a casa. No se le permitió inscribirse en el Hilton Inn con su esposo. Tal cosa la irritó.

Sin embargo, Paul y Bill también tenían familia. «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Estaba escrito en la Biblia dos veces: Levítico, capítulo 19, versículo 18, y Evangelio de San Marcos, capítulo 19, versículo 19. Jackson pensó: «Si yo estuviera preso en Teherán, me encantaría que alguien hiciera algo por mí».

Así que se presentó voluntario.

Sculley había tomado su decisión hacía unos días.

Antes de que Perot empezara a hablar de un rescate, Sculley ya le había dado vueltas a la idea. Se le había ocurrido por primera vez el día después de la detención de Paul y Bill, el mismo día que evacuaba Teherán con Joe Poché y Jim Schwebach. A Sculley le supo muy mal dejar atrás a Paul y Bill, tanto más cuanto que Teherán se había hecho espectacularmente más violento durante los días anteriores. Para Navidad dos afganos sorprendidos mientras robaban en un bazar habían sido linchados al instante por una multitud, y un taxista que intentaba saltarse la cola en una gasolinera había sido muerto de un disparo en la cabeza por un soldado. ¿Qué les harían a los norteamericanos, cuando se lanzaran? No quería ni pensarlo.

En el avión, Sculley se había sentado al lado de Jim Schwebach. Ambos estaban de acuerdo en que las vidas de Paul y Bill corrían peligro. Schwebach, que tenía experiencia en acciones clandestinas tipo comando, estaba de acuerdo con Sculley en que resultaba factible que un puñado de norteamericanos decididos rescatara a dos hombres de una cárcel iraní.

Así pues, Sculley se había quedado sorprendido y complacido cuando, tres días después, Perot dijo que él había pensado lo mismo.

Sculley había apuntado su propio nombre en la lista.

No necesitaba tiempo para meditar.

Se presentó voluntario.

Sculley también puso en la lista el nombre de Coburn… sin decírselo a él.

Hasta aquel momento, el despreocupado Coburn, acostumbrado a vivir al día, ni siquiera había pensado en formar parte del grupo.

Sin embargo, Sculley había acertado: Coburn deseaba ir.

Pensó: «A Liz no le va a gustar».

Suspiró. Había muchas cosas que no le gustaban a su esposa aquella temporada.

Era muy pegajosa, meditó. No le gustó que entrara en el ejército, no le gustaban sus entretenimientos, que lo llevaban lejos de ella, y no le gustaba que trabajara para un jefe que se sentía con derecho a llamarlo a cualquier hora del día o de la noche para un trabajo especial.

Coburn nunca había vivido como a ella le hubiera gustado, y probablemente ya era demasiado tarde para empezar. Si iba a Teherán a rescatar a Paul y Bill, Liz quizá lo odiara. Pero si no iba, probablemente sería él quien la odiaría por haberle hecho quedarse.

«Lo siento, Liz —pensó—; ya estamos otra vez».

Jim Schwebach llegó a primera hora de la tarde, pero escuchó de Ross Perot las mismas palabras.

Schwebach tenía un sentido del deber altamente desarrollado. (Hubo un tiempo en que quiso ser sacerdote, pero dos años en un seminario católico le habían saciado de religiones organizadas). Había pasado once años en el ejército y se había presentado voluntario para varios períodos de servicio en Vietnam, llevado de aquel mismo sentido del deber. En Asia había visto a mucha gente cumplir mal sus obligaciones, y él sabía que lo hacía bien. Según su razonamiento, si abandonaba su puesto, lo cubriría otro, pero éste lo haría mal y, a consecuencia de ello, algún hombre perdería un brazo, una pierna o la vida. Él estaba entrenado para hacer su trabajo y lo hacía bien; tenía el deber para con los demás de continuar haciéndolo.

Respecto al rescate de Paul y Bill, su opinión era muy similar. Era el único miembro del proyectado grupo que realmente había hecho cosas de ese tipo anteriormente. Le necesitaban.

Además, le gustaba. Era luchador por naturaleza. Quizá se debiera a su metro sesenta y cinco de estatura. Lo suyo era pelearse, así había vivido siempre. No dudó ni un instante en presentarse voluntario.

Estaba impaciente por empezar.

Ron Davis, el segundo negro de la lista y el más joven de todos, sí titubeó.

Llegó a Dallas a media tarde y fue conducido directamente a la sede de la EDS en Forest Lane. No había visto nunca a Perot, aunque había hablado con él por teléfono desde Teherán durante la evacuación. Por espacio de algunos días, se había mantenido abierta una línea telefónica entre Dallas y Teherán día y noche, permanentemente. Alguien tenía que dormir con el teléfono pegado al oído en Teherán, y con frecuencia le había tocado a Davis. Una vez, Perot se había puesto al aparato.

—Ron, ya sé lo mal que están las cosas ahí, y todos apreciamos que se haya quedado. ¿Puedo hacer algo por usted?

Davis se sorprendió. Sólo estaba haciendo lo mismo que sus amigos, y no esperaba un agradecimiento especial. Sin embargo, sí tenía una preocupación especial.

—Mi esposa está embarazada y hace algún tiempo que no la veo —le dijo a Perot—. Si pudiera hacer que alguien la llamara y le dijera que estoy bien y que regresaré pronto, se lo agradecería mucho.

Davis quedó muy sorprendido al saber por Marva, tiempo después, que Perot no había hecho que otro llamara, sino que había hablado con ella él mismo.

Ahora, al encontrarse con Perot por primera vez, Davis quedó impresionado de nuevo. Perot le estrechó la mano calurosamente y le dijo: «Hola, Ron, ¿cómo está?», como si fueran amigos de toda la vida.

Sin embargo, al oír mencionar a Perot lo de «arriesgar la vida», Davis tuvo sus dudas. Quería saber más de la operación de rescate. Le encantaría ayudar a Paul y Bill, pero necesitaba asegurarse de que el plan sería profesional y bien organizado.

Perot estaba orgullosísimo de ellos.

Todos se habían presentado voluntarios.

Se sentó en su despacho. Fuera estaba oscuro. Aguardaba a Simons.

El sonriente Jay Coburn; el aniñado Pat Sculley; Joe Poché, el hombre de hierro; Ralph Boulware, alto, negro y escéptico; Glenn Jackson, el de los modales suaves; Jim Schwebach, el soldado, y Ron Davis, el cómico.

¡Todos y cada uno de ellos!

Estaba agradecido al tiempo que orgulloso, pues el peso que decidían cargar sobre sus hombros le tocaba más a él que a ellos.

Lo mirara por donde lo mirase, había sido toda una jornada. Simons había accedido inmediatamente a acudir y colaborar. Paul Waljer, un empleado de seguridad de la EDS, que por casualidad había servido con Simons en Laos, se había lanzado en un avión en plena noche para llegar hasta Red Bay y hacerse cargo de los cerdos y perros de Simons. Y siete jóvenes ejecutivos lo habían dejado todo en un instante para salir hacia Irán a organizar el asalto a una cárcel.

Ahora estaban junto al vestíbulo, en la sala de juntas de la EDS, aguardando a Simons, que se había inscrito en el Hilton Inn y había salido a cenar con T. J. Márquez y Merv Stauffer.

Perot se puso a pensar en Stauffer. Rechoncho y con gafas, cuarentón y titulado en económicas, Stauffer era el brazo derecho de Perot. Ross recordaba aún vivamente su primer encuentro, cuando entrevistó a Stauffer. Licenciado por una universidad de Kansas, Merv parecía recién salido de una granja, con su abrigo y sus pantalones baratos. Entonces llevaba incluso calcetines blancos.

Durante la entrevista, Perot le explicó con toda la gentileza de que era capaz que los calcetines blancos no eran una prenda adecuada para una reunión de negocios.

Sin embargo, aquellos calcetines habían sido el único error que Stauffer cometiera. Dejó impresionado a Perot por su inteligencia, dureza, organización y capacidad para el trabajo intenso.

Con el paso de los años, Perot descubrió que Stauffer tenía otras muchas aptitudes útiles. Tenía una mente maravillosa para los detalles, algo de lo que Perot carecía. Era absolutamente imperturbable. Y era un gran diplomático. Cuando la EDS firmaba un contrato, muchas veces tenía que absorber un departamento de proceso de datos ya existente, junto con su personal. Aquello resultaba a veces difícil; el personal, naturalmente, solía estar receloso, susceptible y hasta resentido. Merv Stauffer (calmado, sonriente, cortés, de palabra suave y educadamente firme) conseguía alisarles las plumas como nadie.

Desde finales de los sesenta, trabajaba directamente con Perot. Su especialidad era tomar alguna idea loca y vaga de la insaciable imaginación de Perot, pensar en ella detenidamente, unir todas las piezas y hacerla funcionar. En ocasiones, llegaba a la conclusión de que la idea era impracticable y, si Stauffer lo decía, Perot empezaba a pensar que quizá sí lo fuera.

Su apetencia de trabajo era enorme. Incluso entre los adictos al trabajo de la séptima planta, Stauffer era un caso excepcional. Además de hacer realidad lo que Perot hubiera soñado en la cama la noche anterior, supervisaba la empresa inmobiliaria de Perot y su compañía petrolera, llevaba las inversiones de Perot y administraba todos sus bienes.

El mejor modo de ayudar a Simons, decidió Perot, sería entregarle a Merv Stauffer.

Se preguntó si Simons habría cambiado. Habían transcurrido muchos años desde su último encuentro. En aquella ocasión se trataba de un banquete, y Simons le contó la historia.

Durante el asalto de Son Tay, el helicóptero de Simons aterrizó en mal lugar. Era un recinto muy parecido al campamento de prisioneros, pero distante de éste unos cuatrocientos metros, y estaba ocupado por un barracón repleto de soldados enemigos que dormían. Alertados por el ruido y las detonaciones, los soldados empezaron a salir a toda prisa del barracón, soñolientos, medio vestidos y cargando sus armas. Simons se quedó frente a la puerta con un habano encendido en la boca. A su lado tenía un fornido sargento. Cada hombre que salía, al ver el resplandor del habano, dudaba un instante. Simons le disparaba. El sargento apartaba el cuerpo a un lado, y aguardaban al siguiente.

Perot no pudo resistir a preguntarle:

—¿Cuántos hombres mató así?

—Debieron de ser setenta u ochenta —respondió Simons con voz despreocupada.

Simons había sido un gran soldado, pero ahora era un granjero de cerdos. ¿Seguiría en forma? Ya tenía sesenta años, y había sufrido una apoplejía, ya antes de Son Tay. ¿Tendría todavía aquella mente tan aguda? ¿Continuaría siendo un gran líder de soldados?

Perot tenía la certeza de que Simons le pediría el control total de la operación de rescate. El coronel lo haría a su modo, o no lo haría. A Perot le parecía perfecto. Su modo de actuar consistía en contratar al mejor hombre para cada trabajo, y después dejarle desarrollarlo. Sin embargo, ¿seguía siendo Simons el mejor rescatador del mundo?

Oyó voces en la antesala. Habían llegado. Se puso en pie y Simons entró con T. J. Márquez y Merv Stauffer.

—¿Cómo está usted, coronel Simons? —dijo Perot.

Nunca había llamado Bull a Simons, pues creía que era un apodo malicioso.

—Qué tal, Ross —contestó Simons, estrechándole la mano.

El apretón era firme. Simons iba vestido de modo informal, con unos pantalones caqui. Llevaba abierto el cuello de la camisa, mostrando los músculos de su impresionante cuello. Parecía más viejo, había más arrugas en su agresivo rostro, más canas en su cabello, ya escaso, que llevaba más largo de lo que nunca le había conocido Perot. Sin embargo, parecía fuerte y en forma. Todavía tenía la misma voz profunda, enronquecida por el tabaco, con un leve pero identificable deje neoyorquino. Llevaba los informes que Coburn había elaborado sobre los voluntarios.

—Siéntese —dijo Perot—. ¿Han cenado ya?

—Hemos estado en Dusty’s —contestó Stauffer.

—¿Cuándo ha sido revisada esta sala en busca de micrófonos escondidos por última vez? —preguntó Simons.

Perot sonrió. Simons seguía tan agudo como siempre, además de estar en buena forma física. Bien.

—Nunca lo ha sido, coronel —contestó.

—A partir de ahora, quiero que se revisen diariamente todas las salas que utilicemos.

—Me encargaré de ello —dijo Stauffer.

—Cualquier cosa que necesite, coronel, pídasela a Merv —comentó Perot—. Y ahora, hablemos de negocios un momento. Le agradecemos mucho que haya accedido a venir y a ayudarnos, y nos gustaría ofrecerle alguna compensación…

—Ni se le ocurra —le interrumpió Simons con brusquedad.

—Bien…

—No quiero que me paguen nada por rescatar a unos norteamericanos en dificultades —continuó Simons—. Hasta ahora no he tenido por ello ninguna prima, y no voy a empezar ahora.

Simons estaba ofendido. El vigor de su desagrado llenaba la sala. Perot se echó atrás rápidamente. Simons era una de las poquísimas personas que le hacía comportarse con cautela.

«El viejo guerrero no ha cambiado un ápice», pensó Perot.

Bien.

—El grupo lo espera en la sala de juntas. Veo que lleva los informes, pero sé que querrá hacer su propia valoración de los hombres. Todos ellos conocen Teherán y todos tienen experiencia militar o algún conocimiento especial que puede resultar de utilidad, pero la elección final del grupo es cosa suya. Si por alguna razón no le gustan esos hombres, buscaremos otros. Aquí manda usted.

Perot esperaba que Simons no rechazara a ninguno, pero tenía que dejarle la opción. Simons se puso en pie.

—Vamos a trabajar.

T. J. se quedó un instante más cuando Simons y Stauffer hubieron salido. Dijo en voz baja:

—Su mujer murió.

—¿Lucille? —Perot no se había enterado—. Lo lamento.

—Cáncer.

—¿Cómo se lo tomó? ¿Te has hecho alguna idea?

T. J. asintió:

—Mal.

Mientras T. J. salía, entró Ross Jr., el hijo de veintiún años de Perot. Era habitual que los hijos de Ross aparecieran por la oficina, pero en aquella ocasión, con una reunión secreta en marcha en la sala de juntas, Perot deseó que su hijo hubiera escogido otro momento. Ross Jr. debía de haber visto a Simons en el vestíbulo. El muchacho había conocido a Simons anteriormente y sabía quién era. Perot pensó que el muchacho ya se habría figurado que la única razón para que Simons estuviera allí tenía que ser que se preparaba un rescate.

Ross Jr. tomó asiento y le dijo a su padre:

—Hola, he venido a la ciudad a ver a la abuela.

—Bien —contestó Perot.

Contempló con cariño a su único hijo. Ross Jr. era alto, de hombros amplios, esbelto y bastante más guapo que su padre. Las chicas revoloteaban a su alrededor como moscas, y el hecho de que fuera el heredero de una fortuna era sólo uno de sus atractivos. El muchacho llevaba el tema del mismo modo que el resto de sus asuntos: con unos inmaculados buenos modales y una madurez muy superior a la esperada a sus años.

—Tú y yo tenemos que dejar una cosa en claro —dijo Perot—. Espero llegar a vivir hasta los cien años, pero si algo me sucediera, quiero que dejes la universidad, vuelvas a casa y cuides de tu madre y de tus hermanas.

—Lo haré —contestó el muchacho—. No te preocupes.

—Y si algo le sucediera a tu madre, quiero que te quedes a vivir en casa y te ocupes de tus hermanas. Sé que te sería difícil, pero no querría que contrataras a nadie para hacerlo. Ellas te necesitarían a ti, a un miembro de la familia. Cuento contigo para que vivas en la casa con ellas y te ocupes de que crezcan adecuadamente…

—Papá, eso es lo que habría hecho aunque nunca lo hubieras mencionado.

—Bien.

El muchacho se puso en pie para marcharse. Perot lo acompañó hasta la puerta.

De repente, el muchacho le pasó el brazo por los hombros a su padre y le dijo:

—Te quiero, papá.

Perot le abrazó.

Le sorprendió ver lágrimas en los ojos de su hijo.

Ross Jr. se fue.

Perot volvió a sentarse. Aquellas lágrimas no deberían haberle sorprendido; los Perot eran una familia unida, y Ross un chico de corazón sensible.

Perot no tenía planes concretos de viajar a Teherán, pero sabía que si sus hombres iban allí a arriesgar sus vidas, él no debería estar lejos. Ross Jr. lo había captado.

Sabía que toda la familia lo apoyaría. Margot tendría derecho a decir: «Mientras tú arriesgas la vida por tus empleados, ¿qué hay de nosotros?», pero nunca lo haría. Durante toda la campaña en favor de los prisioneros de guerra, cuando fue a Vietnam y Laos, cuando intentó volar a Hanoi, nunca se quejaron, nunca le preguntaron «¿y nosotros?». Al contrario, todos le animaron a hacer lo que consideraba su deber.

Mientras pensaba en esto, entró Nancy, su hija mayor.

—¡Papá!

—¡Mi pequeña Nan! ¡Entra!

La muchacha rodeó el escritorio y se sentó en su regazo.

Perot adoraba a Nancy. Con sus dieciocho años, su cabello rubio y su complexión delgada pero fuerte, le recordaba mucho a su madre. La muchacha era resuelta y dura de mollera, como Perot, y probablemente tenía la misma capacidad que su hermano para ser una ejecutiva en los negocios.

—He venido a despedirme. Me vuelvo a Vanderbilt.

—¿Has pasado por casa de tu abuela?

—Pues claro.

—Buena chica.

Nancy estaba muy animada, excitada ante la perspectiva de volver a las clases y totalmente ignorante de la tensión y los planes de muerte que se cocían en la séptima planta.

—¿Qué te parece si me das un poco de dinero extra?

Perot le sonrió con indulgencia y se llevó la mano a la cartera. Como siempre, era incapaz de resistirse a ella.

Nancy se metió el dinero en el bolsillo, lo abrazó, lo besó en la mejilla, saltó de su regazo y salió disparada hacia la puerta, sin ninguna preocupación en el mundo.

Esta vez, las lágrimas aparecieron en los ojos de Perot.

«Era como una reunión social», pensó Jay Coburn; todos los viejos mandos de Teherán reunidos en la sala de juntas esperando a Simons y charlando sobre Irán y la evacuación. Allí estaba Ralph Boulware, hablando a cien por hora; Joe Poché, sentado y meditabundo, con el aspecto fúnebre de un robot malhumorado; Glenn Jackson, diciendo algo sobre fusiles; Jim Schwebach, exhibiendo su sonrisa ladeada, aquella sonrisa que le hacía pensar a uno que Jim sabía algo que los demás ignoraban, y Pat Sculley, que recordaba el asalto de Son Tay. Ahora todos sabían que estaban a punto de conocer al legendario Bull Simons. Sculley, en su época de instructor de comandos, había dado muchas clases comentando el famoso asalto de Simons, y conocía todos los detalles de su meticulosa preparación, los interminables ensayos y el dato que Simons había vuelto con sus cincuenta y nueve hombres sanos y salvos.

Se abrió la puerta y una voz dijo:

—Todo el mundo en pie.

Echaron hacia atrás las sillas y se levantaron.

Coburn miró alrededor.

Ron Davis entró en la sala luciendo una gran sonrisa en su negro rostro.

—¡Maldito seas, Davis! —dijo Coburn, y todos se echaron a reír al darse cuenta de que había sido una broma.

Davis se paseó por la sala estrechando manos y saludando.

Aquél era David, el payaso de siempre.

Coburn los contempló a todos y se preguntó cuánto cambiarían cuando tuvieran que enfrentarse con un peligro físico. El combate era algo divertido, pues nunca podía predecirse cómo lo tomaría cada uno. El hombre a quien se consideraba el más valiente podía venirse abajo, y aquel de quien se esperaba que saliera huyendo de miedo resultaba duro como una roca.

Coburn nunca olvidaría lo que habían hecho con él los combates.

La crisis había surgido un par de meses después de llegar a Vietnam. Él volaba en uno de los aparatos de apoyo, llamados «los hábiles» porque no llevaban armamento. Aquel día, había salido ya seis veces de la zona de batalla con una carga completa de soldados. Había sido un buen día; no le habían disparado al helicóptero ni un solo tiro.

La séptima vez fue distinto.

Unos disparos del 12,75 dieron en el aparato y cortaron el árbol motor del rotor de cola.

Cuando el rotor principal de un helicóptero está girando, el cuerpo del aparato tiene una tendencia natural a dar vueltas en la misma dirección. La función del rotor de cola es contrarrestar esta tendencia. Si el rotor de cola se detiene, el helicóptero empieza a girar sobre sí mismo.

Inmediatamente después del despegue, cuando el aparato está apenas a unos palmos del suelo, el piloto puede superar la pérdida del rotor de cola volviendo a aterrizar antes de que los giros se hagan demasiado rápidos. Después, cuando el helicóptero está a altura de crucero y a velocidad de vuelo normal, el flujo del viento contra el fuselaje basta para evitar que el helicóptero dé vueltas. Sin embargo, en aquella ocasión Coburn se encontraba a 50 metros del suelo, la peor de las posiciones, demasiado alto para aterrizar a tiempo, pero aún sin la velocidad suficiente para que el viento estabilizara el fuselaje.

La técnica a seguir era un paro simulado del motor. Coburn había aprendido y ejecutado aquel procedimiento rutinario en la escuela de vuelo, y lo aplicó instintivamente, pero no dio resultado; el aparato giraba ya demasiado prisa.

En unos segundos, se quedó tan mareado que perdió la noción de dónde se encontraba. Fue incapaz de hacer nada para amortiguar la caída contra el suelo. El helicóptero cayó sobre su patín derecho, se enteró más tarde, y una de las palas del rotor se dobló bajo el impacto, desgarrando el fuselaje y yendo a dar a la cabeza del copiloto, que murió instantáneamente.

Coburn notó el olor a combustible y se liberó del cinturón. Fue entonces cuando advirtió que estaba al revés, pues cayó de cabeza. Sin embargo, logró salir del aparato con la única lesión de unas cuantas vértebras cervicales comprimidas. Su jefe de tripulación también sobrevivió.

Los tripulantes habían quedado sujetos por los cinturones de seguridad, pero los siete soldados que iban en la parte de atrás carecían de ellos. El helicóptero no llevaba puertas y la fuerza centrífuga de la rotación descontrolada los había lanzado al vacío desde una altura de más de treinta metros. Todos habían muerto.

Coburn tenía entonces veinte años.

Unas semanas más tarde, una bala le dio en la pantorrilla, el punto más vulnerable del cuerpo de un piloto de helicóptero, que va sentado en un asiento blindado pero que deja al descubierto la parte inferior de las piernas.

Antes ya se había irritado, pero aquello lo puso furioso. Harto de ser un blanco constante, acudió a su comandante y le solicitó ser asignado a ametralladoras para poder matar a algunos de aquellos cerdos que estaban intentando matarlo desde allí abajo.

Se aceptó su petición.

Fue entonces cuando el Jay Coburn siempre sonriente se transformó en un soldado profesional, de mente fría y corazón helado. No hizo muchos amigos en el ejército. Cuando herían a alguien de la unidad, Coburn se encogía de hombros y decía: «Bueno, para eso le pagan la prima de combate». Sospechaba que sus camaradas lo consideraban un poco enfermo. No le importaba. Se sentía feliz con su ametralladora a bordo del helicóptero. Cada vez que se sujetaba el cinturón sabía que iba allí a matar o morir. Cuando despejaba una zona antes del avance de la Infantería sabiendo que heriría o mataría a mujeres, niños y civiles inocentes, Coburn se limitaba a desconectar la cabeza y abrir fuego.

Once años después, al echar la vista atrás, pensaba: «Era un animal».

Schwebach y Poché, los dos hombres más tranquilos de la reunión, lo comprendían. También ellos habían estado allí y sabían lo que había sido. Los demás no: Sculley, Boulware, Jackson y Davis. Si el rescate se pone feo, volvió a preguntarse Coburn, ¿cómo actuarían?

Se abrió la puerta y entró Simons.