Bull Simons se estaba volviendo loco.
Estaba pensando en prender fuego a su casa. Era un viejo bungalow de madera y ardería como un montón de astillas, y aquél sería el final. El lugar era para él un infierno, pero un infierno que no quería abandonar, pues lo que le convertía en tal era el recuerdo agridulce del tiempo en que había sido el paraíso.
El lugar lo había escogido Lucille. Lo vio anunciado en una revista, y los dos volaron juntos desde Fort Bragg, Carolina del Norte, para verlo. Allí, en Red Bay, en un rincón pobre y sucio del mango de sartén de Florida, se erguía la desvencijada casa entre cuatro hectáreas de terreno quebrado. En cambio, había un pequeño lago con rédalos.
A Lucille le había encantado.
Era el año 1971, y momento de que Simons se retirara. Llevaba diez años de coronel y si el ataque de Son Tay no lo había podido llevar al generalato, ya nada podría. Lo cierto era que no estaba a gusto en el Club de los Generales. Él siempre había sido un oficial de la reserva y nunca había acudido a una escuela militar de altos vuelos como West Point, sus métodos eran poco convencionales y no servía para ir a los cócteles de Washington a lamer culos. Sabía que era un buen soldado y si aquello no bastaba, demonios, era que Art Simons no servía. Por eso se retiró, y no se arrepintió de hacerlo.
Había pasado los años más felices de su vida allí en Red Bay. Durante toda su vida de casados, él y Lucille habían tenido que soportar períodos de separación, a veces incluso un año entero sin verse, durante sus servicios en Vietnam, Laos y Corea. Desde el momento de retirarse, pasaron juntos todos los días y todas las noches, del año. Simons criaba cerdos. No sabía nada sobre animales, pero sacó de los libros la información que necesitaba y construyó sus propias pocilgas. Cuando todo estuvo en marcha descubrió que no tenía mucho que hacer salvo dar de comer a los cerdos y cuidarlos, así que pasó mucho tiempo muerto, entretenido con su colección de 150 armas de fuego, y terminó por abrir un pequeño taller de armería donde reparaba sus armas y las de sus vecinos y cargaba su propia munición. La mayoría de los días él y Lucille paseaban, asidos de la mano, por los bosques, hasta el lago, donde procuraban pescar un ródalo. Por la noche, después de cenar, ella se perdía por el dormitorio como si estuviera preparando una cita y salía al cabo de un rato, con una bata sobre el camisón y un lazo rojo en su cabello oscuro, oscurísimo, y se sentaba en su regazo…
Recuerdos como aquéllos le estaban rompiendo el corazón.
Hasta los chicos parecieron madurar, por fin, durante aquellos años dorados. Harry, el menor, llegó a casa un día y dijo: «Papá, me he vuelto adicto a la heroína y a la cocaína, y necesito tu ayuda». Simons sabía poco sobre drogas. Había fumado marihuana en una ocasión, en la consulta de un médico de Panamá, antes de darles a sus hombres una charla sobre las drogas y sólo para poderles decir que sabía de qué iba; sin embargo, lo único que sabía de la heroína era que mataba a la gente. Con todo, consiguió ayudar a Harry a base de mantenerlo ocupado en el campo construyendo más pocilgas. Fue un asunto de tiempo. Muchas veces Harry salía de casa y se iba a la ciudad a buscar una dosis, pero siempre regresaba y, con el tiempo, no volvió a bajar a la ciudad.
El episodio acercó a Simons y Harry. Simons nunca podría llevarse bien con Bruce, su hijo mayor, pero al menos había conseguido dejarse de preocupar por el muchacho. ¿Muchacho? Ya había pasado de los treinta y tenía la cabeza tan cuadrada…, bueno, como su padre. Bruce había descubierto a Jesús y estaba dispuesto a llevar el resto del mundo al Señor…, empezando por el coronel Simons. Éste le había prácticamente echado de casa. Con todo, al contrario que otros de los entusiasmos juveniles de Bruce (las drogas, el I Ching, las comunas de regreso a la naturaleza), Jesús le duraba y, por lo menos, Bruce se había establecido con un modo de vida fijo, como pastor, en una pequeña iglesia del helado noroeste de Canadá.
De todos modos, Simons ya había dejado de luchar contra los muchachos. Los había educado lo mejor que había podido, para bien o para mal, y ahora ya eran hombres y tenían que cuidar de sí mismos. Él cuidaba de Lucille.
Ésta era una mujer alta, hermosa como una estatua clásica, con predilección por los sombreros grandes. Tras el volante de su Cadillac negro, tenía un aspecto impresionante, magnífico. Sin embargo, en realidad, era lo contrario a impresionante. Era tierna, de trato fácil y adorable. Hija de dos maestros, siempre había necesitado de alguien que tomara decisiones por ella, alguien a quien seguir ciegamente y en quien confiar por completo. Y había encontrado lo que necesitaba en Art Simons. Él, a su vez, estaba dedicado a ella. Cuando se retiró llevaban treinta años casados y, en todo aquel tiempo, nunca se había interesado por otra mujer. Sólo su trabajo, con sus servicios en el extranjero, se había interpuesto entre ellos, y ahora ya no existía. Él le dijo: «Los proyectos para mi retiro se resumen en una sola palabra: tú».
Habían pasado siete años maravillosos.
Lucille murió de cáncer el 16 de marzo de 1978.
Y Bull Simons se rompió en pedazos.
Todo el mundo, decían, tenía su punto de ruptura. Simons había creído que la norma no iba con él. Ahora sabía que sí; la muerte de Lucille lo había destrozado. Había matado a mucha gente, y había visto morir a más, pero entonces no comprendió el significado de la muerte. Durante treinta y siete años habían estado juntos y ahora, de repente, ella yo no estaba.
Sin ella, no sabía concebir la vida. Nada tenía objeto. Tenía sesenta años y no se le ocurría una sola y maldita razón para vivir otro día más. Había dejado de cuidar de sí mismo. Comía platos fríos enlatados y se dejó crecer el cabello, que siempre había llevado muy corto. Alimentaba religiosamente a sus cerdos a las 3.45 de la tarde, aunque sabía perfectamente que apenas importaba la hora del día en que se da de comer a un cerdo. Empezó a recoger perros abandonados y pronto tuvo trece, que roían los muebles y se amontonaban en el suelo.
Sabía que estaba a punto de perder la cabeza, y sólo la férrea autodisciplina que siempre había sido parte de su carácter le permitió conservar la cordura. La primera vez que pensó en prender fuego al lugar, supo que su juicio se estaba desequilibrando y se prometió aguardar un año más y ver cómo se encontraba entonces.
Se daba cuenta de que su hermano Stanley estaba preocupado por él. Stan había intentado sacarlo de aquel pozo; le había sugerido dar algunas conferencias, e incluso le había propuesto alistarse en el ejército israelí. Simons tenía ascendencia judía, pero se tenía a sí mismo por norteamericano; no quería ir a Israel. No había manera de recuperarse. Ya era bastante vivir cada día.
No necesitaba que nadie lo cuidara, nunca lo había necesitado. Al contrario, siempre había necesitado de alguien a quien cuidar. Aquello era lo que había estado haciendo toda su vida. Había cuidado a Lucille y había cuidado a los hombres que estaban a su mando. Nadie podía rescatarlo de su depresión, pues su papel en la vida era rescatar a otros. Esa era la razón de que se hubiera reconciliado con Harry y no con Bruce: Harry había acudido a él pidiéndole que lo rescatara de su adicción a la heroína, pero Bruce había llegado ofreciéndose a rescatar a Art Simons llevándolo hasta el Señor. En las operaciones militares, el propósito de Simons había sido siempre regresar con todos sus hombres vivos. El asalto de Son Tay hubiera sido el punto culminante perfecto para su carrera, si hubiera habido en el campamento algún prisionero que rescatar.
Paradójicamente, el único modo de rescatar a Simons era pedirle que rescatara a otro.
Sucedió a las dos de la madrugada del 2 de enero de 1979.
Lo despertó el teléfono.
—¿Bull Simons? —La voz le sonó vagamente familiar.
¿Sí?
—Aquí T. J. Márquez, de la EDS de Dallas.
Simons recordó: la EDS, Ross Perot, la campaña de los prisioneros de guerra, la fiesta de San Francisco…
—Hola, Tom.
—Bull, lamento haberlo despertado.
—Es igual. Usted dirá.
—Tenemos a dos personas encarceladas en Irán, y parece que será imposible sacarlos por métodos convencionales. ¿Estaría usted dispuesto a ayudarnos?
«¿Que si estaría dispuesto?», pensó.
—Sí, diablos —respondió—. ¿Cuándo empezamos?