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Sus destinos estaban en manos de Ross Perot, y en los dos días siguientes todas las esperanzas de éste se vinieron abajo.

Al principio, las noticias fueron buenas. Kissinger volvió a llamar el viernes, 29 de diciembre, para decir que Ardeshir Zahedi pondría en libertad a Paul y Bill. Antes, sin embargo, los funcionarios de la Embajada tenían que sostener dos reuniones: una con los funcionarios del Ministerio de Justicia, y otra con los representantes de la corte del Sha.

En Teherán, el ayudante del embajador norteamericano, ministro-consejero Charles Naas, estaba preparando personalmente dichas reuniones.

En Washington, Henry Precht, del Departamento de Estado, también estaba en contacto con Ardeshir Zahedi. El cuñado de Emily Gaylord, Tim Reardon, había hablado con el senador Kennedy. El almirante Moorer movía sus contactos con el gobierno militar iraní. El único fracaso en Washington había sido Richard Helms, antiguo embajador en Teherán; con gran franqueza, había admitido que sus viejos amigos ya no tenían ninguna influencia.

La EDS consultó a tres abogados distintos. Uno era un norteamericano especializado en representar a compañías norteamericanas en Teherán. Los otros dos eran iraníes: uno tenía buenos contactos en los círculos favorables al Sha, y el otro estaba relacionado con los disidentes. Los tres estuvieron de acuerdo en que el método empleado para encarcelar a Paul y Bill había sido muy irregular y que la fianza era astronómica. El norteamericano, John Westberg, dijo que la fianza más alta de la que había tenido noticia en Irán era de cien mil dólares. De ello deducía que el magistrado que había encarcelado a Paul y Bill estaba pisando en falso.

Aquí en Dallas, Tom Walter, el hombre de Alabama de hablar pausado que era jefe financiero de la EDS, estaba trabajando en el modo de pagar, si era necesario, la fianza de 12 750 000 dólares. Los abogados le habían informado de que la suma podría adoptar una de estas tres formas: metálico; una carta de crédito extendida a un banco iraní, o un derecho de retención de propiedades por ese valor en Teherán (las computadoras pertenecían en realidad al ministerio) y, con los bancos iraníes en huelga y el país agitado por los desórdenes, no era posible enviar trece millones de dólares en metálico. Así pues, Walter estaba organizando una carta de crédito.

T. J. Márquez, cuya labor era representar a la EDS en las reuniones de inversores, había advertido a Perot que podía no ser legal el que una compañía pública pagara tanto dinero en concepto de rescate. Perot resolvió con habilidad el problema: pagaría el dinero personalmente.

Perot se sentía optimista; Paul y Bill saldrían de la cárcel de alguna de aquellas maneras: por las presiones legales, por la presión política, o mediante el pago de la fianza.

Entonces empezaron a llegar las malas noticias.

Los abogados de Irán habían cambiado de canción. Ahora informaban que el caso era «político», que tenía «un alto contenido político» y que era, «políticamente, un asunto delicado». John Westberg, el norteamericano, había recibido de sus socios iraníes la recomendación de no llevar el caso porque podía llevar a la firma a caer en desgracia ante gente poderosa. Evidentemente, el magistrado Hosain Dadgar no estaba pisando en falso.

El abogado Tom Luce y el jefe financiero Tom Walter fueron a Washington y, acompañados del almirante Moorer, se dirigieron al Departamento de Estado. Esperaban reunirse alrededor de una mesa con Henry Precht y diseñar una campaña agresiva para la liberación de Paul y Bill. Sin embargo, Precht estuvo frío. Les estrechó la mano, era lo menos que podía hacer, yendo acompañados de un ex jefe de la Junta de Jefes de Estado Mayor, pero no se sentó con ellos. Se los pasó a un subordinado. Éste les informó de que ninguno de los esfuerzos del Departamento de Estado había conseguido nada: ni Ardeshir Zahedi ni Charlie Naas habían podido liberar a Paul y Bill.

Tom Luce, que no tenía la paciencia de Job, se puso hecho una furia. Era misión del Departamento de Estado proteger a los norteamericanos en el extranjero, y hasta entonces lo único que había hecho el Estado era meter a Paul y Bill en la cárcel. No era así, le contestaron; lo que el Estado había hecho hasta entonces superaba en mucho sus normales obligaciones. Si un norteamericano cometía un delito fuera de su país, quedaba sujeto a las leyes extranjeras; la tarea del Departamento de Estado no incluía el liberar a la gente de la cárcel. Luce argumentó que Paul y Bill no habían cometido ningún delito, ¡los habían tomado como rehenes por trece millones de dólares! Estaba hablando en vano. Tom Walter y él regresaron a Dallas con las manos vacías.

La noche anterior, a última hora, Perot había llamado a la embajada norteamericana en Teherán y le preguntó a Charles Naas por qué no se había reunido todavía con los funcionarios mencionados por Kissinger y Zahedi. La respuesta era sencilla: tales funcionarios se habían hecho voluntariamente inasequibles a Naas.

Hoy Perot había llamado de nuevo a Kissinger para informarle de aquello.

Kissinger lo lamentaba, y pensaba que él ya no podía hacer nada más. No obstante, volvería a llamar a Zahedi y lo intentaría otra vez.

Completaba el cuadro de las malas noticias otra más: Tom Walter estaba tratando de establecer, con los abogados iraníes, las condiciones bajo las que Paul y Bill podían ser puestos en libertad bajo fianza. Por ejemplo, ¿tendrían que prometer que regresarían a Irán si se precisaba un nuevo interrogatorio, o podría celebrarse éste fuera del país? Ninguna de ambas cosas, se le comunicó. Si eran liberados de la cárcel seguirían sin poder abandonar Irán.

Hoy era Nochevieja. Durante tres días Perot había vivido en su despacho, durmiendo en el suelo y comiendo bocadillos de queso. Nadie lo esperaba en casa, Margot y los chicos aún estaban en Vail, y, dadas las nueve horas y media de diferencia horaria entre Texas y Teherán, eran frecuentes las llamadas importantes que debían realizarse a la medianoche. Sólo abandonaba el despacho para acudir a visitar a su madre, que ya había salido del hospital y se recuperaba en su casa de Dallas. Perot habló de Paul y Bill incluso con ella, y la anciana se mostró sumamente interesada en los progresos realizados.

Aquella tarde, Perot sintió la necesidad de comer algo caliente.

Salió del edificio de la EDS por la puerta trasera y se puso al volante de su furgoneta. Margot tenía un Jaguar, pero Perot prefería los coches más discretos.

Se preguntó cuánta influencia tendría en aquel momento Kissinger, en Irán o en cualquier otro lugar. Zahedi y los demás contactos iraníes de Kissinger podían estar como los amigos de Richard Helms: fuera del centro de poder, y faltos de influencias. El Sha parecía pendiente de un hilo.

Sin embargo, por otro lado, el grupo decisorio iraní quizá necesitara pronto de amigos en Norteamérica, y seguramente estaría dispuesto a aprovechar la oportunidad de hacerle un favor a Kissinger.

Mientras comía, Perot notó una manaza en el hombro y una voz grave se dirigió a él:

—Vaya, Ross, ¿qué haces tú aquí, comiendo solo el día de Nochevieja?

Se volvió y vio a Roger Staubach, defensa de los Cowboys de Dallas, compañero de graduación en la academia naval y viejo amigo suyo.

—¡Hola, Roger! Siéntate.

—Estoy aquí con la familia —respondió Staubach—. Se ha cortado la calefacción en casa debido a la granizada.

—Bueno, diles que vengan.

Staubach hizo una seña a su familia y preguntó:

—¿Qué tal Margot?

—Bien, gracias. Está esquiando en Vail con los chicos. Yo he tenido que volver a Dallas. Tenemos un grave problema.

Procedió a explicar a la familia Staubach la situación de Paul y Bill.

Perot regresó a su despacho muy animado. Todavía había un montón de buenas personas en el mundo.

Volvió a pensar en él coronel Simons. De todos los planes que tenía para liberar a Paul y Bill, el asalto a la cárcel era el que más tiempo de preparación necesitaba. Simons necesitaría un equipo de gente, un período de entrenamiento, buen material… Y Perot no había dado aún ningún paso en aquella dirección. Le había parecido que se trataba de una posibilidad muy distante, un último recurso; mientras las negociaciones parecían prometedoras, lo había borrado de su mente. Todavía no estaba dispuesto a llamar a Simons, esperaría hasta que Kissinger lo hubiera intentado de nuevo con Zahedi, pero quizá pudiera empezar a preparar algo para Simons.

Ya en la EDS, se encontró con Pat Sculley. Éste, graduado en West Point, era un hombre de treinta y un años, delgado, inquieto y de aspecto infantil. Había sido gerente de proyectos en Teherán y había regresado con los evacuados el 8 de diciembre. Después de la Ashura había vuelto a Irán, para regresar de nuevo a Estados Unidos tras la detención de Paul y Bill. En aquel momento se ocupaba de asegurarse de que los norteamericanos que permanecían en Teherán (Lloyd Briggs, Rich Gallagher y su esposa, Paul y Bill) tuvieran reservas de avión cada día, por si acaso eran puestos en libertad los prisioneros.

Junto a Sculley estaba Jay Coburn, que había organizado la evacuación y que luego, el 22 de diciembre, había regresado a casa para pasar las Navidades con su familia. Coburn estaba a punto de regresar a Teherán cuando se produjo la detención de Paul y Bill, por lo cual permaneció en Dallas y organizó la segunda evacuación. Coburn, un hombre tranquilo y rechoncho, tenía treinta y dos años pero parecía un cuarentón; ello se debía, según Perot, a que Coburn había pasado ocho años como piloto de helicópteros de combate en Vietnam. Así y todo, Coburn sonreía mucho, tenía una lenta sonrisa que se iniciaba con un parpadeo de los ojos y terminaba a menudo en una carcajada.

A Perot le agradaban los dos hombres, y confiaba en ellos. Eran lo que él denominaba «águilas»: personas de altos vuelos que utilizaban la iniciativa, hacían su trabajo y le presentaban resultados, no excusas. El lema de los encargados de selección de personal en la EDS era: «Las águilas no vuelan en bandadas; hay que buscarlas una a una». Uno de los secretos del éxito de Perot en los negocios era su política de buscar siempre hombres como aquéllos en lugar de esperar a que fueran ellos los que solicitaran el empleo.

Perot se dirigió a Sculley:

—¿Cree usted que estamos haciendo todo lo necesario por Paul y Bill?

—No, no lo creo —respondió Sculley sin vacilar.

Perot asintió. Aquellos jóvenes no temían nunca hablar con franqueza al jefe; aquélla era una de las cosas que los convertía en águilas.

—Entonces, ¿qué opina que tenemos que hacer?

—Tenemos que sacarlos por la fuerza —contestó Sculley—. Sé que suena extraño, pero creo de verdad que si no lo hacemos, Paul y Bill tienen muchas posibilidades de perder la vida allí.

Perot no creía que sonara extraño; aquel convencimiento había permanecido en el fondo de su mente durante tres días.

—Yo pienso lo mismo. —Vio la sorpresa reflejada en el rostro de Sculley y prosiguió—: Quiero que ustedes dos confeccionen una lista de personal de la EDS que pudiera ayudarnos a ello. Necesitaremos hombres que conozcan Teherán, que tengan alguna experiencia militar, preferiblemente en acciones del tipo de cuerpos especiales, y que sean leales y fiables al ciento por ciento.

—Nos pondremos a ello inmediatamente —dijo Sculley en tono entusiasta.

Sonó el teléfono y Coburn lo descolgó.

—¡Hola, Keane! ¿Dónde estás…? Aguarda un momento.

Coburn tapó con la mano el micrófono y le dirigió la mirada a Perot.

—Keane Taylor está en Frankfort. Si vamos a hacer algo así, tiene que estar en el equipo.

Perot asintió. Taylor, antiguo sargento de marina, era otra de sus águilas. Con su metro ochenta y cinco y su elegancia en el vestir, Taylor era un hombre quizá algo irritable, lo que lo convertía en objeto ideal de bromas pesadas.

—Dígale que regrese a Teherán —dijo Perot—. Pero no le explique la razón.

Una leve sonrisa cruzó el rostro, viejo y joven a la vez, de Jay Coburn.

—Eso no le va a gustar.

Sculley se acercó al escritorio y conectó el altavoz para que todos oyeran a Taylor dar rienda suelta a su genio.

—Keane —dijo Coburn—, Ross desea que regreses a Teherán.

—¿Para qué demonios…? —exclamó Taylor.

Coburn miró a Perot. Éste asintió con la cabeza. Coburn contestó:

—Humm… Tenemos mucho que hacer allí, tenemos que asearlo todo, administrativamente hablando…

—Dile a Perot que no voy a regresar para arreglar ninguna memez administrativa.

Sculley se echó a reír.

—Keane —continuó Coburn—, aquí hay alguien que quiere hablar contigo.

—Keane, aquí Ross —dijo entonces Perot.

—¡Ah!, hola, Ross.

—Escuche, lo envío de nuevo a Irán para hacer algo muy importante.

—¡Ah!

—¿Comprende a qué me refiero?

Hubo una larga pausa y Taylor dijo al fin:

—Sí, señor.

—Bien.

—Me pongo en marcha.

—¿Qué hora es ahí? —preguntó Perot.

—Las siete en punto de la mañana.

Perot se miró el reloj. Era medianoche.

Acababa de empezar mil novecientos setenta y nueve.

Taylor se sentó en la esquina de la cama de un hotel de Frankfort pensando en su esposa.

Mary estaba en Pittsburgh con los chicos, Mike y Dawn, en casa del hermano de Taylor. Éste la había llamado desde Teherán antes de partir y le había dicho que regresaba a casa. A ella le había encantado oírlo. Habían hecho planes para el futuro: regresarían a Dallas, llevarían a los chicos a la escuela…

Y ahora tenía que llamarla para decirle que, al final, no regresaba.

Ella se preocuparía.

¡Qué diablos, era él quien estaba preocupado!

Pensó en Teherán. Él no había trabajado en el proyecto para el Ministerio de Sanidad, pero se había encargado de un contrato de menor importancia, la aplicación de las computadoras en el anticuado sistema manual de teneduría de libros del banco Omran. Un día, hacía unas tres semanas, se formó una multitud ante el banco, pues el Omran era el banco del Sha. Taylor envió a casa a su gente. Él y Glenn Jackson fueron los últimos en irse. Cerraron bien el edificio y empezaron a caminar en dirección norte. Al doblar la esquina de la calle principal, se encontraron de frente con la multitud. En aquel mismo instante, el ejército abrió fuego y cargó sobre la turba calle abajo.

Taylor y Jackson se refugiaron en un portal. Alguien abrió la puerta y les gritó que entraran. Así lo hicieron, pero antes de que su salvador pudiera cerrarla de nuevo, cuatro manifestantes forzaron la entrada, perseguidos por cinco soldados.

Taylor y Jackson se aplastaron contra la pared y vieron a los soldados golpear a los manifestantes con sus porras y sus fusiles. Uno de los rebeldes trató de huir. Tenía dos dedos de una mano casi desprendidos, y la sangre salpicaba toda la cristalera. El hombre logró salir pero quedó tendido en la calle. Los soldados arrastraron fuera a los otros tres manifestantes. Uno era un amasijo sanguinolento, pero estaba consciente; los otros dos estaban desmayados, o muertos.

Taylor y Jackson se quedaron dentro hasta que la calle quedó despejada. El iraní que los había salvado seguía diciéndoles: «Váyanse mientras puedan».

Y ahora, pensaba Taylor, tenía que decirle a Mary que acababa de acceder a regresar a todo aquello.

Para hacer «algo muy importante».

Evidentemente, tenía que ver con Paul y Bill; y si Perot no podía contarlo por teléfono, debía de tratarse de algo por lo menos clandestino, y muy probablemente ilegal.

En cierto modo, Taylor se alegraba, pese a su miedo a las multitudes. Cuando todavía estaba en Teherán, habló por teléfono con la esposa de Bill Gaylord, Emily, y le prometió no abandonar Irán sin Bill. Las órdenes procedentes de Dallas de que debía evacuar todo el mundo menos Briggs y Gallagher lo habían forzado a romper su promesa. Ahora cambiaban las órdenes y quizá pudiera mantener la palabra dada a Emily, después de todo.

«Bueno —pensó—, no puedo regresar a pie, así que tendré que buscar un avión». Volvió a descolgar el teléfono.

Jay Coburn recordaba la primera vez que vio a Ross Perot en acción. No podría olvidarlo mientras viviera.

Sucedió en 1971. Coburn llevaba en la EDS menos de dos años. Se encargaba de la selección de personal y trabajaba en Nueva York. Scott nació aquel año en un pequeño hospital católico. Fue un parto normal y, al principio, Scott parecía un niño sano y normal.

El día siguiente al nacimiento, cuando Coburn fue a visitar a su esposa, Liz le dijo que no habían traído al niño para mamar aquella mañana. En aquel momento, Coburn no le dio importancia. Unos minutos después, entró una mujer diciendo:

—Aquí tiene las fotos de su hijo.

—No recuerdo que nadie le haya hecho fotos —contestó Liz. La mujer le mostró las fotografías—. No, ése no es mi hijo.

La mujer pareció algo confundida durante un momento y luego dijo:

—¡Oh! Tiene razón; el suyo es ese que tiene problemas. Era la primera noticia que Coburn y su esposa tenían. Coburn acudió a ver al recién nacido Scott, y se llevó un golpe tremendo. El pequeño estaba con oxígeno, respirando fatigosamente, de un color más azul que unos pantalones téjanos. Los médicos estaban reunidos en consulta, tratando el caso.

Liz se puso casi histérica. ¿Qué clase de hospital era aquel donde no le decían a una que su hijo estaba muriéndose? Coburn se volvió loco debido a la inquietud.

Llamó a Dallas y solicitó hablar con su jefe, Gary Griggs.

—Gary, no sé por qué le llamo, pero no sé qué hacer.

Le explicó lo sucedido.

—Aguarde un momento —dijo Griggs.

Un instante después, al otro lado de la línea se puso una voz que le resultó desconocida.

—¿Jay?

—¿SÍ?

—Soy Ross Perot.

Coburn había visto a Perot dos o tres veces, pero nunca había trabajado directamente con él. Coburn se preguntó si Perot se acordaría siquiera de su cara; por aquel entonces en la EDS trabajaban ya más de un millar de empleados.

—Hola, Ross.

—Bien, Jay, ahora necesito alguna información.

Perot empezó a hacer preguntas: cuál era la dirección del hospital, cómo se llamaban los médicos, cuál era el diagnóstico. Mientras respondía, Coburn pensaba para sí, confundido: «¿Sabrá siquiera Perot quién soy yo?».

—Aguarde un momento, Jay. —Hubo un corto silencio—. Voy a pasarle al doctor Urschel, un íntimo amigo mío y eminente cirujano cardíaco de aquí, de Dallas.

Un instante después, Coburn estaba respondiendo a más preguntas del médico.

—No haga absolutamente nada —concluyó Urschel—. Voy a hablar con los médicos de ese servicio. Quédese cerca del teléfono para que podamos ponernos en contacto con usted otra vez.

—Sí, señor —asintió Coburn, confuso.

Perot volvió a ponerse al aparato.

—¿Lo ha entendido todo bien? ¿Qué tal está Liz?

«¿Cómo diablos sabía el nombre de su esposa?», pensó Coburn.

—No muy bien —contestó—. Su médico está aquí y le ha dado un sedante…

Mientras Perot tranquilizaba a Coburn, el doctor Urschel ponía en acción al personal del hospital. Les convenció de que trasladaran a Scott al centro médico de la Universidad de Nueva York. Minutos después, Scott y Coburn estaban en una ambulancia, camino de la ciudad.

Quedaron atrapados en un atasco en el Midtown Tunnel. Coburn saltó de la ambulancia, corrió más de un kilómetro hasta el peaje y convenció al policía para que detuviera todas las hileras de coches menos la que seguía la ambulancia.

Cuando llegaron al centro médico de la Universidad de Nueva York, había diez o quince personas esperándolos a la entrada. Entre ellos se encontraba el principal cirujano cardiovascular de la costa Este, que había volado allí desde Boston en el mismo tiempo que había tardado la ambulancia en llegar a Manhattan.

Mientras llevaban adentro a toda prisa al pequeño, Coburn les tendió a los médicos el sobre de radiografías que traía del otro hospital. Una médico las observó.

—¿Dónde están las demás?

—Ahí están todas —contestó Coburn.

—¿Sólo han hecho éstas?

Nuevas radiografías revelaron que, además de un soplo en el corazón, Scott padecía neumonía. Una vez tratada la neumonía, el estado del corazón pudo ser controlado.

Y Scott sobrevivió. Se convirtió en un muchachito totalmente sano que jugaba al fútbol, subía a los árboles y no paraba ni un instante. Coburn empezó a comprender lo que sentía la gente hacia Ross Perot.

La firmeza de Perot, su capacidad de centrarse por completo en algo y olvidar cualquier distracción hasta terminar el trabajo, tenía también su lado desagradable. Llegaba a herir a la gente. Un día o dos después de la detención de Paul y Bill, Perot entró en un despacho donde Coburn hablaba por teléfono con Lloyd Briggs, que estaba en Teherán. A Perot le pareció que Coburn estaba dando instrucciones, y Perot creía firmemente que los jefes de la oficina central no debían dar órdenes a quienes estaban en el campo de batalla, y conocían mejor la situación. Le echó a Coburn un despiadado rapapolvo ante una sala llena de gente.

Perot tenía otros puntos débiles. Cuando Coburn trabajaba en selección de personal, la empresa nombraba anualmente un «seleccionador del año». Los nombres de los ganadores se grababan en una placa. La lista aumentó con los años y, con el tiempo, algunos de los ganadores dejaron la empresa. Cuando esto sucedió Perot hizo borrar sus nombres de la placa. Coburn pensó que era extraño. ¿Que un tipo había dejado la empresa…? ¿Y qué? En una ocasión había sido «seleccionador del año», ¿por qué razón intentar cambiar la historia? Era casi como si Perot se tomara como una ofensa personal el que alguien deseara trabajar para otro.

Los defectos de Perot concordaban perfectamente con sus virtudes. Su especial actitud hacia las personas que dejaban la empresa, era el reverso de su intensa lealtad hacia sus empleados. Su incómoda rudeza ocasional era sólo una parte de la increíble energía y determinación sin la cual nunca se hubiera creado la EDS. A Coburn le resultaba fácil olvidar los defectos de Perot.

Le bastaba con mirar a Scott.

—¿Señor Perot? —Le llamó Sally—. Es Henry Kissinger. El corazón le dio un vuelco. ¿Lo habían conseguido Kissinger y Zahedi aquellas últimas veinticuatro horas? ¿O la llamada era para decirle que habían fracasado?

—Ross Perot.

—Aguarde un momento; le paso a Henry Kissinger.

Un instante después Perot oyó el familiar acento gutural.

—Oiga, Ross.

—¿Sí? —Perot contuvo la respiración.

—Me han asegurado que sus hombres serán liberados mañana por la mañana a las diez, hora de Teherán.

Perot dejó escapar el aire en un prolongado silbido de alivio.

—Doctor Kissinger, es la mejor noticia que he tenido desde qué sé yo cuándo. No sabe lo agradecido que le estoy.

—Los detalles se ultimarán hoy entre funcionarios de nuestra embajada y el Ministerio de Asuntos Exteriores iraní, pero son meras formalidades. Me han comunicado que sus hombres serán puestos en libertad.

—¡Es magnífico! Todos le agradecemos su ayuda.

—De nada.

Eran las nueve y media de la mañana en Teherán, Perot estaba en su despacho, a la espera. La mayoría de sus colaboradores se habían ido a sus casas, a dormir en una cama para variar, felices de saber que, cuando se despertaran, Paul y Bill estarían libres. Perot se quedaba en su despacho para seguirlo todo hasta el final.

En Teherán, Lloyd Briggs estaba en su despacho del «Bucarest» y uno de los empleados iraníes aguardaba frente a la cárcel. En cuanto aparecieran Paul y Bill, el iraní llamaría al «Bucarest» y Briggs hablaría con Perot.

Ahora que la crisis casi había terminado, Perot tenía tiempo de preguntarse dónde se había equivocado. Al instante se le ocurrió uno de los errores: cuando decidió evacuar a todo su personal de Irán, el 4 de diciembre, no se mostró lo suficientemente duro y permitió a los demás remolonear y poner objeciones, hasta que fue demasiado tarde.

Pero el mayor error había sido, en primer lugar, querer hacer negocios en Irán. Con un poco de reflexión, se hubiera dado perfecta cuenta. Por aquel entonces, estaba de acuerdo con la dirección comercial de la compañía, igual que otros muchos empresarios norteamericanos, en que Irán, país rico en petróleo, estable y pro-occidental, presentaba excelentes oportunidades. No había percibido las tensiones que surgían bajo la superficie, no sabía nada del ayatollah Jomeini, y no había previsto que un día habría un presidente lo bastante estúpido para tratar de imponer el modo de vida y las creencias norteamericanas en un país de Oriente Medio.

Se miró el reloj. Pasaba media hora de medianoche. Paul y Bill debían de estar saliendo de la cárcel en aquel momento.

Las buenas noticias de Kissinger habían sido confirmadas por una llamada telefónica de David Newsom, adjunto de Vanee en el Departamento de Estado. Y Paul y Bill iban a salir justo a tiempo. Las noticias que llegaban de Irán volvían a ser malas. Bajtiar, el nuevo primer ministro del Sha, había sido rechazado por el Frente Nacional, partido que era considerado ahora la oposición moderada. El Sha había anunciado que quizá se tomaría unas vacaciones. William Sullivan, el embajador norteamericano, había aconsejado a los familiares de los norteamericanos que trabajaban en Irán que volvieran a Estados Unidos, y las embajadas de Canadá y el Reino Unido habían hecho otro tanto. Sin embargo, una huelga mantenía cerrado el aeropuerto y cientos de mujeres y niños permanecían allí inmovilizados. Fuera como fuese, Paul y Bill no se quedarían sin avión. Perot tenía buenos amigos en el Pentágono desde la campaña en favor de los prisioneros de guerra; Paul y Bill saldrían de Irán en un reactor de las Fuerzas Aéreas.

A la una en punto, Perot llamó a Teherán. No había novedades. Bueno, pensó, todo el mundo decía que los iraníes no tenían ningún sentido del tiempo.

Lo más irónico del asunto era que la EDS no había pagado nunca sobornos, ni en Irán ni en ninguna otra parte. Perot odiaba la idea del soborno. El código de conducta de la EDS estaba editado en un folleto de doce páginas que se entregaba a todos los nuevos empleados. Lo había redactado el propio Perot. «Sea consciente de que las leyes federales y las de la mayoría de Estados prohíben entregar nada de valor a un funcionario del gobierno con intención de influir en un acto oficial (…). Dado que puede ser difícil comprobar la ausencia de tal intencionalidad, no se deberá entregar dinero ni otra cosa de valor a ningún funcionario gubernamental, sea federal, estatal o extranjero (…). El hecho de que un pago o una práctica determinados no estén prohibidos por la ley no debe de terminar su análisis (…). Siempre resulta adecuado preguntarse por la ética que conlleva tal pago o práctica (…). ¿Podría hacer usted un trato con total confianza con una persona que actuara como usted? La respuesta ha de ser sí». En la última página del folleto había un formulario que el empleado tenía que firmar, reconociendo haber recibido y leído el código.

Cuando la EDS acudió por primera vez a Irán, los principios puritanos de Perot se vieron reforzados por el escándalo de la Lockheed. Daniel J. Haughton, presidente de la Lockheed Aircraft Corporation, reconoció ante un comité del Senado que la Lockheed había pagado habitualmente sobornos por valor de millones de dólares para vender sus aviones en otros países. El testimonio de Haughton constituyó una actuación embarazosa que disgustó a Perot; agitándose en su asiento, Haughton había manifestado al comité que los pagos no eran sobornos, sino «palancas». Posteriormente, la Ley de Prácticas de Corrupción en el Extranjero instituyó como delito en Estados Unidos el pago de sobornos en países extranjeros.

Perot mandó llamar al abogado Tom Luce y le hizo personalmente responsable de que la EDS nunca pagara un soborno. Durante la negociación del contrato con el Ministerio de Sanidad iraní, Luce llegó a ofender a no pocos ejecutivos de la EDS por lo estricto e insistente de sus interrogatorios y comprobaciones sobre la honestidad de sus tratos.

Perot no estaba sediento de negocios. Ya estaba ganando millones. No necesitaba imperiosamente expandirse por el extranjero. Si había que pagar sobornos para hacer negocios en alguna parte, había dicho en ocasiones, sencillamente se dejarían de hacer, y basta.

Tenía profundamente enraizados sus principios comerciales. Sus ascendientes eran franceses que llegaron a Nueva Orleans y establecieron una red de puestos de comercio por el Red River. Su padre, Gabriel Ross Perot, había sido comerciante en algodón. El negocio era de temporada y Ross padre pudo pasar mucho tiempo con su hijo, muchas veces charlando de negocios. «No tiene objeto comprarle algodón a un agricultor una sola vez —le decía—. Tienes que tratarle con justicia, ganarle su confianza y llevar con él una relación, de modo que esté contento de venderte a ti su algodón año tras año. Entonces estarás haciendo negocio». Los sobornos no tenían lugar en esa manera de comerciar.

A la una y media, Perot llamó de nuevo a la oficina de la EDS en Teherán. Seguían sin noticias.

—Llame a la cárcel, o envíe a alguien —dijo—. Descubra cuándo los liberarán.

Empezaba a sentirse inquieto.

Pensó qué hacer si aquello no salía bien. Si pagaba la fianza, habría gastado trece millones de dólares y Paul y Bill seguirían teniendo prohibida la salida del país. Las otras maneras de liberarlos utilizando los recursos legales habían chocado contra el obstáculo mencionado por los abogados iraníes: que el caso era político, lo cual parecía querer decir que la inocencia de Paul y Bill no significaba nada. Sin embargo, las presiones políticas no habían dado resultado hasta entonces. Ni la embajada de Teherán, ni el Departamento de Estado de Washington habían sido capaces de prestar ayuda; y si Kissinger fallaba, seguramente sería el final de toda esperanza por ese lado. ¿Qué quedaba entonces?

La fuerza.

Sonó el teléfono. Perot alzó el auricular.

—Ross Perot.

—Aquí Lloyd Briggs.

—¿Están fuera?

—No.

A Perot se le encogió el corazón.

—¿Qué está sucediendo?

—Hemos hablado con la cárcel. No tienen ninguna orden de liberar a Paul y Bill.

Perot cerró los ojos. Había sucedido lo peor. Kissinger había fracasado. Suspiró.

—Gracias, Lloyd.

—¿Qué hacemos ahora?

—No lo sé —contestó Perot.

Pero sí lo sabía.

Se despidió de Briggs y colgó.

No iba a admitir la derrota. Otro de los principios que le había imbuido su padre había sido: «Preocúpate de los que trabajan para ti». Perot recordaba a la familia al completo viajando quince kilómetros todos los domingos para visitar a un viejo negro que durante muchos años les había cuidado el césped, sólo para asegurarse de que se encontraba bien y no le faltaba de comer. El padre de Perot daba empleo a braceros que no necesitaba sólo porque estaban parados. Todos los años, el coche de la familia Perot acudía a la Feria del Campo abarrotado de braceros negros, a cada uno de los cuales se le había entregado un poco de dinero para gastar, y una tarjeta de presentación de Perot para que la mostrara si alguien pretendía meterlo en dificultades. Perot recordaba a uno que se había subido sin billete a un tren de carga para California y que, al ser detenido por vagancia, había mostrado la tarjeta de presentación. El comisario le dijo: «No me importa de quién seas esclavo; te vamos a meter en la cárcel». Sin embargo, llamó a Perot padre, quien le envió por giro él importe del billete para que el pobre hombre pudiera regresar. «He estado en California, y ya he vuelto», dijo el negro al llegar a Texarkana; Perot padre lo readmitió en su trabajo.

El padre de Ross no sabía qué eran los derechos civiles; sólo sabía cómo debía tratarse a un ser humano. Perot no se dio cuenta de que sus padres eran gente poco común hasta que hubo crecido.

Su padre no dejaba en la cárcel a sus empleados. Perot tampoco. Levantó el auricular del teléfono.

—Con T. J. Márquez.

Eran las dos de la madrugada. Le contestó una voz soñolienta.

¿Diga?

—Tom, esto no tiene buen aspecto.

—¿Por qué?

—No los han liberado y en la cárcel dicen que no lo harán.

—¡Oh, maldita sea!

—Allí la situación cada vez está peor. ¿Has visto las noticias?

—Naturalmente.

—¿Crees que es hora de hablar con Simons?

—Sí, creo que sí.

—¿Tienes su número?

—No, pero puedo conseguirlo.

—Llámalo —concluyó Perot.