TRES

1

Un guardián abrió la puerta de la celda, echó una mirada, señaló a Paul y Bill y les indicó que se acercaran.

Bill recuperó las esperanzas. Ahora iban a soltarlos.

Se levantaron y siguieron al guardián escaleras arriba. Era magnífico ver la luz del día por las ventanas. Cruzaron la puerta y atravesaron el patio hacia el pequeño edificio de una planta situada junto a la puerta de entrada. El aire fresco tenía un sabor delicioso.

Había sido una noche terrible. Bill permaneció echado en el delgado colchón dormitando apenas, sorprendido por el más ligero movimiento de los demás presos y mirando con nerviosismo a su alrededor a la luz mortecina de la bombilla, permanentemente encendida. Supo que ya era de día cuando entró un guardián con unos vasos de té y unos mendrugos duros de pan para desayunar. No se había sentido hambriento. Había rezado un rosario.

Ahora, parecía que sus plegarias eran escuchadas.

Dentro del edificio de una planta había una sala de visitas amueblada con unas mesas y sillas sencillas. Dos personas aguardaban. Bill reconoció a una de ellas: era Alí Jordán, el iraní que trabajaba con Lou Goelz en la embajada. Se estrecharon la mano y Alí presentó a su acompañante, Bob Sorenson.

—Les hemos traído unas cosas —dijo Jordán—. Una máquina de afeitar a pilas, que tendrán que compartir, y unos monos de vestir.

Bill miró a Paul. Éste estaba mirando a los dos hombres de la embajada como si estuviera a punto de estallar.

—¿No vienen a sacarnos de aquí? —preguntó Paul.

—Me temo que no.

—¡Maldita sea, fueron ustedes quienes nos metieron aquí!

Bill se sentó lentamente, demasiado deprimido para irritarse.

—Lamentamos mucho que esto haya sucedido —dijo Jordán—. Nos ha tomado totalmente por sorpresa. Nos habían dicho que Dadgar estaba dispuesto favorablemente hacia ustedes… La embajada va a presentar una protesta muy seria.

—Pero ¿qué están haciendo para sacarnos?

—Hay que acudir al sistema legal iraní. Sus abogados…

—¡Dios santo! —murmuró Paul, en tono disgustado.

—Hemos pedido que los trasladen a una zona mejor de la cárcel —continuó Jordán.

—¡Vaya, gracias!

—Humm… —dijo Sorenson—, ¿necesitan alguna cosa más?

—No necesito nada —contestó Paul—. No pienso estar aquí mucho tiempo.

—Necesitaría unas gotas para los ojos —dijo Bill.

—Veré de conseguirlas —prometió Sorenson.

—Creo que esto es todo por ahora… —dijo Jordán y volvió la vista al guardián.

Bill se levantó.

Jordán se dirigió en parsí al guardián, quien condujo a Paul y Bill hacia la puerta.

Siguieron de nuevo al guardián por el patio. Jordán y Sorenson eran funcionarios de bajo rango de la embajada, reflexionó Bill. ¿Por qué no había venido Goelz? Parecía como si la embajada pensara que era asunto de la EDS el sacarles; enviar a Jordán y Sorenson era un modo de hacer saber a los iraníes que la embajada se preocupaba del asunto, pero, al mismo tiempo, era una indicación, para Paul y Bill, de que no debían esperar mucha ayuda del gobierno norteamericano. «Somos un problema del que la embajada no se quiere ocupar», pensó furioso Bill.

Dentro del edificio principal, el guardián abrió una puerta que no habían cruzado hasta entonces y pasaron de la zona de recepción a un pasillo. A la derecha había tres despachos. Á la izquierda, unas ventanas se abrían al patio. Llegaron a otra puerta, ésta de grueso acero. El guardián la abrió y les indicó que pasaran.

Lo primero que vio Bill fue un aparato de televisión.

Al mirar alrededor empezó a sentirse un poco más tranquilo. Aquella parte de la cárcel era mucho más civilizada que el sótano. Estaba relativamente limpia e iluminada; los muros eran grises y los suelos estaban enmoquetados en gris. Las puertas de las celdas permanecían abiertas y los presos caminaban por la galería sin trabas. Por las ventanas entraba la luz del día.

Continuaron por una sala con dos celdas a la derecha y, a la izquierda, lo que parecía ser un cuarto de baño; Bill se alegró de tener la oportunidad de asearse tras la noche pasada en el sótano. Al echar una mirada a la última celda de la derecha, vio unos estantes de libros. Después, el guardián se desvió a la izquierda y los condujo por un pasillo largo y estrecho hasta la última celda.

Allí encontraron a un conocido.

Era Reza Neghabat, el alto funcionario que tenía a su cargo la organización de la Seguridad Social en el Ministerio de Sanidad. Paul y Bill lo conocían bien y habían trabajado estrechamente con él, antes de su detención el septiembre anterior. Se estrecharon las manos con efusión. Bill se sintió aliviado al ver un rostro familiar, y que además hablase inglés. Neghabat estaba asombrado.

—¿Qué hacen ustedes aquí?

Paul se encogió de hombros.

—Casi esperaba que fuera usted capaz de decírnoslo.

—¿De qué los acusan?

—De nada —dijo Paul—. Fuimos interrogados ayer por el señor Dadgar, el magistrado que investiga las actividades de su ex ministro, el doctor Sheik. Ordenó nuestra detención. Sin cargos, sin acusaciones. Según parece, somos «testigos materiales», creímos entender.

Bill miró alrededor. A cada lado de la celda había un par de literas de tres camas cada una, y otro par debajo de la ventana, sumaban un total de dieciocho camas. Igual que en la celda del sótano, las camas estaban dotadas de un delgado colchón de gomaespuma; la inferior estaba constituida por un simple colchón puesto en el suelo, y unas mantas grises de lana. Sin embargo, allí había algunos presos que parecían tener también sábanas. La ventana, situada frente a la puerta, se abría al patio. Bill alcanzó a ver hierbas, flores y árboles, así como varios coches aparcados que pertenecían, presumiblemente, a los guardianes. También divisó el edificio de una planta donde hacía un rato habían conversado con Jordán y Sorenson.

Neghabat presentó a Paul y Bill a sus compañeros de celda, que parecían amistosos y muchísimo menos viles que los presos del sótano. Había muchas literas libres, la celda no estaba tan repleta como la de abajo, y Paul y Bill escogieron camas a ambos lados de la puerta. Bill quedó en la litera de en medio, pero a Paul le volvió a tocar el suelo.

Neghabat les mostró los alrededores de la celda. Junto a ésta había una pequeña cocina con mesas y sillas, donde los presos podían hacer té y café, o simplemente sentarse a charlar. Por alguna razón, el lugar era llamado la sala Chattanooga. Junto a ella, adosada al muro donde terminaba el pasillo, había una ventanilla: era una pequeña cantina donde de vez en cuando, les explicó Neghabat, se podía comprar jabón, toallas y cigarrillos.

Desandando el camino por el largo pasillo, dejaron atrás su celda, la número 5, y otras dos antes de salir al vestíbulo, que se extendía a su derecha. La sala que Bill había visto al llegar resultó ser una combinación de garito de los guardianes y biblioteca, con libros tanto en parsí como en inglés. Junto a ella había dos celdas más. Frente a éstas se encontraba el baño, con letrinas, duchas y lavabos. Las primeras eran estilo persa, como un plato de ducha con un simple agujero en medio. Bill supo entonces que no había muchas probabilidades de darse la ducha que tanto ansiaba, pues normalmente no había agua caliente. Al otro lado de la puerta de acero, les dijo Neghabat, había un pequeño despacho que utilizaba el médico y dentista. La biblioteca estaba abierta permanentemente y la televisión estaba puesta toda la tarde aunque, por supuesto, todos los programas eran en parsí. Dos veces a la semana, los presos de aquella sección eran llevados al patio para hacer ejercicio, que consistía en caminar en círculo durante media hora. Era obligatorio afeitarse; los guardianes permitían los bigotes, pero no las barbas.

Durante la visita encontraron a dos personas más que conocían. Una era el doctor Towliati, el especialista en procesamiento de datos del ministerio por el cual les había preguntado Dadgar. El otro conocido era Hussein Pasha, que había sido el encargado de finanzas de Neghabat en la organización de la Segundad Social.

Paul y Bill se afeitaron con la máquina eléctrica que les había traído Sorenson y Jordán. Llegó el mediodía, hora de almorzar. En la pared del pasillo había un hueco cubierto con una cortina. Los presos tomaron de allí un pedazo de linóleo, que extendieron en el suelo de la celda, y unos cubiertos baratos. La comida consistió en arroz al vapor con un poco de cordero, más pan y yogur, y té o pepsicola para beber. Para comer, se sentaban en el suelo con las piernas cruzadas. A Paul y Bill, ambos amantes de la buena mesa, les pareció un almuerzo muy pobre. Sin embargo, Bill descubrió que tenía hambre. Quizá era el estar en un ambiente más limpio.

Después del almuerzo tuvieron más visitas: sus abogados iraníes. Los tipos no sabían cuál era la razón de su encarcelamiento, no sabían qué sucedería a continuación, y tampoco sabían qué hacer para ayudarles. Fue una conversación inconexa y deprimente. De todos modos, Paul y Bill no habían confiado en ellos en ningún momento, pues habían sido aquellos mismos abogados quienes habían asegurado a Lloyd Briggs que la fianza no excedería los veinte mil dólares. Los dos presos salieron de la conversación igual de ignorantes y descontentos.

Pasaron el resto de la tarde en la sala Chattanooga, charlando con Neghabat, Towliati y Pasha. Paul describió al detalle su interrogatorio con Dadgar. Los iraníes estaban muy interesados en saber si se habían mencionado sus nombres durante la sesión. Paul contó que había salido a relucir el nombre del doctor Towliati en relación con un supuesto conflicto de intereses. Towliati explicó entonces que a él también le había preguntado Dadgar sobre el mismo tema antes de decretar su prisión. Paul recordó que Dadgar le había preguntado por un memorándum escrito por Pasha. Había sido un trabajo estadístico de rutina, y nadie alcanzaba a imaginarse qué debía tener de especial.

Neghabat tenía una teoría sobre las razones por las que todos ellos estaban en la cárcel.

—El Sha nos quiere convertir en chivos expiatorios para demostrar a las masas que está reprimiendo con severidad la corrupción, pero ha escogido un proyecto en el que no ha habido nunca sobornos ni corrupciones. No hay nada que reprimir, pero si nos deja libres, será tomado por un gesto de debilidad. Si en lugar de fijarse en nosotros hubiera escarbado en el negocio de la construcción, habría descubierto una cantidad tremenda de corrupciones…

Todo aquello era muy vago. Neghabat se limitaba a racionalizar la situación. Paul y Bill querían datos más específicos: ¿Quién había ordenado la apertura de la investigación? ¿Por qué se había escogido el Ministerio de Sanidad? ¿Qué tipo de corrupciones se habían cometido presuntamente? ¿Dónde estaban los informadores que habían señalado con sus dedos a los individuos que estaban ahora en la cárcel? Neghabat no trataba de mostrarse evasivo sino que, simplemente, no sabía qué responder. Su vaguedad era típicamente iraní; pregúntele a un persa qué ha desayunado y diez segundos después lo tendrá explicando su filosofía de la vida.

A las seis en punto regresaron a la celda para cenar. La comida tenía un aspecto horrible, y no era más que las sobras del almuerzo convertidas en puré, que se extendía sobre rebanadas de pan, con más té.

Después de cenar estuvieron viendo la televisión. Neghabat les tradujo las noticias. El Sha había pedido al líder de la oposición, Chahpur Bajtiar, que formara un gobierno civil para remplazar a los generales que habían gobernado Irán desde noviembre anterior. Neghabat les explicó que Chahpur era el jefe de la tribu Bajtiar, y que siempre se había negado a tener trato alguno con el régimen del Sha. Sin embargo, las posibilidades del gobierno Bajtiar de terminar con los desórdenes dependían sobre todo del ayatollah Jomeini.

El Sha había desmentido asimismo los rumores que afirmaban que se disponía a abandonar el país.