4

Henry Pretch era probablemente el hombre más asediado de todo Washington.

Funcionario del Departamento de Estado durante muchos años, aficionado a la pintura y a la filosofía y dotado de un absurdo sentido del humor, se había ocupado más o menos en solitario de la política norteamericana respecto a Irán durante gran parte de 1978, mientras sus superiores, hasta el mismo presidente Cárter, se dedicaban de lleno al acuerdo de Camp David entre Egipto e Israel.

Desde principios de noviembre, cuando las cosas empezaron a calentarse de verdad en Irán, Pretch trabajaba siete días a la semana, de ocho de la mañana a nueve de la noche. Y aquellos téjanos parecían creer que no tenía nada más que hacer que charlar con ellos por teléfono.

Lo malo era que la crisis iraní no era la única lucha por el poder de la que tenía que ocuparse Pretch. Había otra lucha entablada, en Washington, entre el secretario de Estado, Cyrus Vanee, el jefe de Pretch y Zbigniew Brzezinski, consejero de seguridad nacional del presidente.

Vanee opinaba, igual que el presidente Cárter, que la política internacional de Estados Unidos debía reflejar la moralidad norteamericana. El pueblo norteamericano creía en la libertad, la justicia y la democracia, y no quería apoyar a los tiranos. El Sha de Irán era un tirano. Amnistía Internacional había considerado el registro de violaciones de los derechos humanos de Irán como el peor del mundo, y los innumerables informes sobre el uso sistemático de la tortura por parte del Sha habían sido confirmados por la Comisión Internacional de Juristas. Dado que era la CIA quien había devuelto el poder al Sha y quien lo había sostenido en él, un presidente que hablaba tanto de los derechos humanos tenía que hacer algo al respecto.

En enero de 1977, Cárter dejó entrever que se denegaría la ayuda norteamericana a los tiranos. Cárter estaba indeciso (posteriormente, aquel mismo año, visitaría Irán y haría encendidos elogios del Sha), pero Vanee creía en el apoyo a la lucha por los derechos humanos.

Zbigniew Brzezinski opinaba lo contrario. El consejero de seguridad nacional creía en el poder. El Sha era un aliado de Estados Unidos, y debía recibir apoyo. Naturalmente se le debía instar a que dejara de torturar a la gente, pero no era el momento todavía. Su régimen estaba siendo agredido, y no había tiempo para proceder a una liberalización.

¿Cuándo llegaría ese momento?, preguntaba la facción favorable a Vanee. El Sha había sido fuerte durante la mayor parte de sus veinticinco años en el poder, pero en ningún momento había mostrado una gran inclinación hacia un gobierno moderado. Brzezinski respondía a esto: «Díganme un solo gobierno moderado en esa parte del mundo».

En la administración Cárter había quien pensaba que si Estados Unidos no apoyaban la libertad y la democracia, no tenía ningún objeto hacer política exterior; sin embargo, tal opinión resultaba un tanto extremista, por lo que sus partidarios habían adoptado un argumento más pragmático: el pueblo iraní se había cansado del Sha e iba a librarse de él, fuera cual fuese la opinión de Washington.

Tonterías, decía Brzezinski. Vean la historia. Las revoluciones triunfan cuando los gobernantes hacen concesiones, y son derrotadas cuando quienes ostentan el poder aplastan a los rebeldes con un puño de hierro. El ejército iraní, de cuatrocientos mil hombres, podía hacer abortar fácilmente cualquier revuelta.

La facción de Vanee, incluido Henry Pretch, no estaba de acuerdo con la teoría de las revoluciones de Brzezinski; los tiranos amenazados hacían concesiones porque los rebeldes eran fuertes, y no al contrario, decían. Más aún, no estaban seguros de que el ejército iraní tuviera esos cuatrocientos mil hombres. Era difícil obtener los datos exactos, pero las deserciones entre la tropa se producían a un ritmo que oscilaba alrededor del ocho por ciento cada mes, y había unidades enteras que se pasarían intactas a los revolucionarios en caso de una guerra civil declarada.

Las dos facciones de Washington obtenían sus informaciones de fuentes distintas. Brzezinski hacia caso a Ardeshir Zahedi, cuñado del Sha y la figura más poderosa pro Sha de todo Irán. Vanee escuchaba al embajador Sullivan. Los telegramas de Sullivan no eran lo coherentes que Washington hubiera deseado, quizá porque la situación en Irán era a veces confusa, pero desde el mes de septiembre, la tendencia general de sus informes venía a decir que el Sha estaba perdido.

Brzezinski decía que Sullivan había perdido la cabeza y que no podía confiarse en él. Los seguidores de Vanee respondían que Brzezinski recibía las malas noticias matando al mensajero.

El resultado fue que Estados Unidos no hizo nada. En una ocasión, el Departamento de Estado iba a enviar un telegrama al embajador Sullivan con instrucciones de urgir al Sha a la formación de un gobierno civil de coalición de amplia base; Brzezinski anuló el mensaje. Otra vez, Brzezinski telefoneó al Sha y le aseguró que contaba con el apoyo del presidente Cárter; el Sha pidió un telegrama que lo confirmara, y el Departamento de Estado no lo envió. Frustradas, ambas partes hicieron llegar el asunto a la prensa, y todo el mundo se enteró así de que la política de Washington respecto a Irán estaba paralizada por luchas internas.

Con todo aquel fregado, lo último que necesitaba Pretch era un grupo de téjanos detrás de él, creyéndose los únicos del mundo con problemas.

Además, creía saber la razón exacta de que la EDS tuviera dificultades. Al preguntarles si la EDS tenía algún representante en Irán, le dijeron que sí: el señor Abolfath Mahvi. Aquello lo explicaba todo. Mahvi era un conocido intermediario de Teherán, apodado el rey de los cinco por cientos por sus manejos en los contratos militares. Pese a sus relaciones de alto nivel, el Sha lo había colocado en la lista negra de personas a las que se prohibía realizar negocios en Irán. Aquélla era la razón de que se tuviera a la EDS por sospechosa de corrupción.

Pretch haría lo que pudiera. Haría que la embajada de Teherán se preocupara del caso y quizá el embajador Sullivan consiguiera presionar a los iraníes y liberar a Chiapparone y Gaylord. Pero el gobierno de Estados Unidos no iba a dejar en el olvido todas las demás cuestiones iraníes. Estaban intentando sostener el régimen existente y no era momento de desequilibrar aún más dicho régimen con la amenaza de romper relaciones diplomáticas por dos hombres de negocios encarcelados, especialmente cuando había otros doce mil ciudadanos norteamericanos en Irán, de todos los cuales se suponía que debía cuidar el Departamento de Estado. Era una lástima, pero Chiapparone y Gaylord tendrían que aguantarse.

Henry Precht tenía buenas intenciones. Sin embargo, al principio de su relación con el caso de Paul y Bill cometió, como Lou Goelz, un error que, primero, decantó equivocadamente su actitud hacia el problema y, posteriormente, le hizo ponerse a la defensiva en todos sus tratos con la EDS. Precht actuó como si la investigación en la que Paul y Bill eran presuntamente testigos fuese un procedimiento judicial legítimo sobre unas acusaciones de corrupción, en lugar de un descarado acto de chantaje. Goelz decidió cooperar con el general Biglari en este convencimiento. Precht, al cometer el mismo error, se negó a tratar a Paul y Bill como ciudadanos norteamericanos secuestrados.

Tanto si Abolfath Mahvi era un hombre corrupto como si no, lo cierto era que no había sacado ni un céntimo del contrato de la EDS con el ministerio. De hecho, la EDS había tenido problemas al principio por negarse a darle a Mahvi una participación.

Sucedió del siguiente modo. Mahvi ayudó a la EDS a obtener su primer contrato, muy pequeño, con Irán. Fue la creación de un sistema de control de documentos para la marina iraní. La EDS, al saber que por ley tenía que tener un socio local, prometió a Mahvi un tercio de los beneficios. Al finalizar el contrato, dos años después, la EDS pagó religiosamente a Mahvi cuatrocientos mil dólares.

Sin embargo, mientras se negociaba el contrato con el ministerio, Mahvi pasó a la lista negra. No obstante, cuando el trato estaba a punto de cerrarse, Mahvi, que para entonces volvía estar fuera de la lista negra, exigió que se concediera el contrato a una empresa conjunta formada por él y la EDS.

La EDS se negó. Mientras que Mahvi se había ganado su porcentaje del contrato con la marina, no había intervenido para nada en los tratos con el ministerio.

Mahvi argumentó que la asociación de la EDS con él había allanado el camino para el contrato con el ministerio a través de los veinticuatro organismos gubernamentales que tenían que aprobarlo. Además, reclamó, había ayudado a conseguir un trato, favorable para la EDS, en cuestión de impuestos, que se estipulaba en el contrato; la EDS consiguió ese trato de favor sólo gracias a que Mahvi había pasado cierto tiempo con el ministro de Finanzas en Montecarlo.

La EDS no había solicitado esa ayuda, y no creía que hubiera existido. Además, Ross Perot rechazaba la clase de «ayudas» que se dan en Montecarlo.

El abogado iraní de la EDS protestó ante el primer ministro y Mahvi se ganó una bronca por pedir sobornos. No obstante, su influencia era tan grande que el Ministerio de Sanidad no firmaría el contrato a menos que la EDS satisficiera a Mahvi.

La empresa mantuvo una serie de tormentosas negociaciones con Mahvi. La EDS seguía negándose a repartir con él los beneficios. Al final se llegó a un compromiso aceptable: una compañía mixta, actuando como subcontratista de la EDS, se encargaría de reclutar y emplear a todo el personal iraní de la compañía. De hecho, la compañía mixta no llegó a hacer dinero nunca, pero eso sería más tarde; de momento, Mahvi aceptó el compromiso y se firmó el contrato con el ministerio.

Así pues, la EDS no había pagado sobornos, y el Gobierno iraní tenía constancia de ello, pero no Henry Precht, ni Lou Goelz. En consecuencia, su actitud ante Paul y Bill era equivocada. Ambos hombres pasaron muchas horas trabajando en el caso, pero ninguno le dio máxima prioridad. Cuando el combativo abogado de la EDS, Tom Luce les habló como si fueran holgazanes estúpidos o ambas cosas, Precht y Goelz se indignaron y le dijeron que trabajarían mejor si dejaba de acosarles.

Precht, en Washington, y Goelz, en Teherán, eran los encargados más importantes del caso, los que se enteraban de los acontecimientos. Ninguno de los dos era un holgazán. Ninguno era tampoco incompetente. Pero ambos cometieron errores, ambos se mostraron algo hostiles a la EDS y, durante aquellos primeros días vitales, no prestaron ayuda a Paul y Bill.