Ross Perot tomó un taxi desde el aeropuerto regional Dallas/Fort Worth hasta el edificio central de la EDS, en el 7171 de Forest Lane. Al llegar a la verja de entrada, bajó el cristal de la ventanilla para que los guardias de seguridad le vieran la cara y se arrellanó de nuevo en el asiento mientras el vehículo avanzaba unos cientos de metros por el jardín. El recinto había sido en otro tiempo un club de campo, y los jardines su campo de golf. Al fondo se veía el edificio principal de la EDS, de siete pisos de altura, y junto a él un bloque anexo, a prueba de huracanes, que guardaba las inmensas computadoras con sus miles de kilómetros de cinta magnética.
Perot pagó al taxista, entró en el edificio de oficinas y tomó el ascensor hasta el quinto piso, donde se dirigió hacia el despacho de Gayden.
Éste estaba sentado ante su escritorio. Gayden siempre se las ingeniaba para tener un aspecto desaseado, pese a la normativa de la EDS, sobre el vestir. Se había quitado la americana, llevaba la corbata aflojada y el cuello de la camisa desabrochado, tenía el cabello despeinado y le colgaba un cigarrillo de la comisura de la boca. Se levantó al entrar Perot.
—Ross, ¿cómo está tu madre?
—Muy animada, gracias.
—Me alegro.
Perot tomó asiento.
—Y, ¿cómo va lo de Paul y Bill?
Gayden descolgó el teléfono mientras decía:
—Déjame llamar a T. J. —Marcó el número de T. J. Márquez y dijo—: Ross está aquí… Sí. En mi despacho. —Colgó y continuó—: Baja enseguida. Hum… He hablado con el Departamento de Estado. El encargado de los asuntos iraníes es un tipo llamado Henry Precht. Al principio, no quería ni atender mi llamada. Al final, he hablado con su secretaria y le he dicho: «Si dentro de veinte minutos no me ha llamado, hablaré con la CBS, la ABC y la NBC y dentro de una hora Ross Perot estará dando una conferencia de Prensa para contar que tenemos a dos norteamericanos con problemas en Irán y nuestro país no quiere ayudarles».
—¿Qué te ha contestado ese Precht?
—Ross —suspiró Gayden—, la actitud general ahí en el Departamento es que si Paul y Bill están encarcelados, deben de haber hecho algo malo.
—Pero ¿qué piensan hacer?
—Hablar con la embajada, estudiar el tema, bla, bla, bla.
—Bien, vamos a tener que ponerle un petardo en el culo a ese tipo —murmuró Perot, irritado—. Bueno, Tom Luce es el idóneo para hacerlo.
Luce, un joven y agresivo abogado, era el fundador del bufete de Dallas Hughes and Hill, que llevaba la mayoría de los asuntos de la EDS. Perot lo mantenía como consejero de la EDS desde hacía muchos años, sobre todo porque Perot se entendía bien con un hombre que, igual que él, había abandonado una gran compañía para abrir un negocio propio y también luchaba por pagar las facturas. La Hughes and Hill, igual que la EDS, creció rápidamente. Perot no se había arrepentido nunca de contratar a Luce.
—Luce está ahora en la casa, no sé dónde exactamente —dijo Gayden.
—¿Y Tom Walter?
—También está aquí.
Walter, un hombretón de Alabama con voz de melaza, era el principal director financiero y probablemente el hombre más inteligente en términos puramente psicométricos, de toda la empresa.
—Quiero que Walter se ponga a trabajar en lo de la fianza —dijo Perot—. No quiero pagarla, pero lo haré si es preciso, Walter debe pensar en cómo hacerlo. Apuesto a que no admiten tarjetas de crédito.
—Muy bien —asintió Gayden.
—¡Hola, Ross! —dijo una voz detrás de él. Perot se volvió y vio a T. J. Márquez.
—¿Qué tal, Tom?
T. J. era un hombre alto y delgado, de unos cuarenta años, con un magnífico aspecto latino: piel aceitunada, cabello negro, corto y ensortijado, y una amplia sonrisa que mostraba un montón de dientes blancos. Era el primer hombre que Perot había contratado, y la prueba viviente de que Perot tenía un extraordinario don para escoger al hombre idóneo. T. J. era ahora vicepresidente de la EDS, y su participación personal en acciones de la empresa valía millones de dólares. «El Señor ha sido bondadoso con nosotros», solía decir T. J. Perot sabía que los padres de T. J. habían luchado de firme para enviarlo a la universidad. Sus sacrificios habían sido recompensados. Una de las mejores cosas del éxito meteórico de la EDS, había sido, para Perot, el compartir su triunfo con personas como T. J.
T. J. se sentó y empezó rápidamente:
—Hablé con Claude.
Perot asintió; Claude Chappelear era el abogado permanente de la empresa.
—Claude tiene amistad con Matthew Nimetz, consejero del secretario de Estado, Vanee. Pensé que Claude podría hacer que Nimetz le hablara al mismo Vanee. Nimetz le contestó personalmente poco después; quiere ayudarnos. Va a enviar un telegrama en nombre de Vame a la embajada de Teherán, diciéndoles que se muevan, y escribirá una nota personal a Vanee acerca de Paul y Bill.
—Bien.
—También llamamos al almirante Moorer. Va a acelerar todo este asunto, pues le consultamos respecto al problema de los pasaportes. Moorer hablará con Ardeshir Zahedi. Zahedi no es únicamente el embajador de Irán en Washington, sino también cuñado del Sha, y está ahora en Irán…, hay quien dice que dirigiendo el país. Moorer le pedirá a Zahedi que abogue por Paul y Bill. Ahora mismo estamos preparando un telegrama para Zahedi, que enviaremos al Ministerio de Justicia.
—¿Quién se ocupa de redactarlo?
—Tom Luce.
—Bien. —Perot hizo un resumen—: Tenemos al secretario de Estado, al encargado de asuntos iraníes, a la embajada y al embajador de Irán, todos trabajando en el caso. Magnífico. Ahora, discutamos sobre qué más podemos hacer.
—Tom Luce y Tom Walter tienen una cita con el almirante Moorer mañana, en Washington —dijo T. J.—. Moorer sugirió también que habláramos con Richard Helms, que fue embajador en Irán después de dejar la CIA.
—Hablaré con Helms —accedió Perot—. Y con Al Haig y Henry Kissinger. Quiero que vosotros dos os concentréis en sacar a todos los nuestros de Irán.
—Ross —intervino Gayden—, no estoy seguro de que sea necesario…
—No quiero discusiones, Bill —le cortó Perot—. Está decidido. Bien, Lloyd Briggs tiene que quedarse allí y afrontar el problema… Es el jefe, ya que Paul y Bill están en la cárcel. Todos los demás han de regresar.
—No puedes hacerlos regresar si no quieren —insistió Gayden.
—¿Quién va a querer quedarse?
—Rich Gallagher. Su esposa…
—Ya sé. Muy bien, Briggs y Gallagher se quedan. Nadie más. —Perot se levantó—. Voy a empezar a hacer esas llamadas.
Tomó el ascensor hasta la séptima planta y cruzó el despacho de su secretaria. Sally Walker estaba en su puesto. Llevaba años con él y había participado en la campaña en favor de los prisioneros de guerra y en la fiesta de San Francisco. (Había regresado de aquel fin de semana acompañada de un miembro del comando de Son Tay, el capitán Udo Walther, que ahora era su esposo). Perot se dirigió a ella:
—Llame a Henry Kissinger, a Alexander Haig y a Richard Helms.
Pasó a su despacho y se sentó ante su escritorio. La sala, con sus muros artesonados, su costosa alfombra y sus estanterías de libros de anticuario, parecía una biblioteca victoriana de una casa de campo inglesa. Perot estaba rodeado de recuerdos y de sus cuadros favoritos. Margot compraba siempre pinturas impresionistas, pero Ross Perot prefería la escuela norteamericana: originales de Norman Rockwell y bronces sobre el salvaje Oeste de Frederic Remington. Al otro lado de la ventana se veían las colinas del antiguo campo de golf.
Perot no sabía dónde podía estar pasando sus vacaciones Henry Kissinger: Sally podría tardar un buen rato en localizarlo. Había tiempo para pensar en qué le iba a decir. Kissinger no era un amigo íntimo. Haría falta toda su habilidad de vendedor para despertar la atención de Kissinger y ganarse su simpatía en el espacio de una corta comunicación telefónica. Sonó el teléfono de su despacho, y Sally le habló:
—Le pongo con Henry Kissinger.
Perot aguardó.
—Aquí Ross Perot.
—Tengo a Henry Kissinger para usted.
Perot siguió a la espera. Kissinger había tenido fama en otros tiempos de ser el hombre más poderoso del mundo. Conocía personalmente al Sha, pero ¿cuánto debía recordar a Ross Perot? La campaña en favor de los prisioneros de guerra había sido grande, pero los proyectos de Kissinger habían sido aún mayores: la paz en Oriente Medio, el acercamiento entre Estados Unidos y China, el fin de la guerra de Vietnam…
—Aquí Kissinger.
Era aquella familiar voz profunda, aquel acento, mezcla curiosa de vocales norteamericanas y consonantes alemanas.
—Doctor Kissinger, aquí Ross Perot. Soy un hombre de negocios de Dallas, Texas, y…
—Por Dios, Ross, ya sé quién es usted —le interrumpió Kissinger. A Perot le dio un salto el corazón. La voz de Kissinger era cálida, amistosa e informal. ¡Era magnífico! Perot empezó a contarle lo de Paul y Bill: cómo habían acudido voluntariamente a ver a Dadgar, y cómo los había abandonado a su suerte el Departamento de Estado. Le aseguró a Kissinger que eran inocentes y señaló que no los habían acusado de delito alguno, ni tampoco habían presentado los iraníes la más mínima prueba en su contra.
—Se trata de mi gente. Yo los envié allí, y tengo que traerlos de regreso —dijo por último.
—Veré qué puedo hacer —contestó Kissinger.
—Se lo agradeceré mucho. —Perot estaba exultante.
—Envíeme un resumen breve con los detalles.
—Se lo haré llegar hoy mismo.
—Volveré a llamarlo, Ross.
—Gracias, señor.
Se cortó la línea. Perot quedó muy satisfecho. Kissinger lo había recordado, su actitud había sido amistosa y estaba dispuesto a colaborar. Quería un resumen; la EDS sé lo enviaría hoy mismo…
Lo paralizó un pensamiento: no tenía la menor idea de desde dónde le había hablado Kissinger. Podía haber sido Londres, Montecarlo, México…
—¿Sally?
—¿Sí, señor?
—¿Sabe dónde está Kissinger?
—Sí, señor.
Kissinger estaba en Nueva York, en su dúplex del selecto complejo de apartamentos de River House, en la calle 52 Este. Desde la ventana se divisaba el East River. Kissinger recordaba perfectamente a Ross Perot. Era un diamante en bruto. Apoyaba algunas cosas con las cuales simpatizaba Kissinger, generalmente relacionadas con presos o detenidos. Durante la guerra de Vietnam, la campaña de Perot fue valiente, aunque en ocasiones preocupó a Kissinger más de lo recomendable. Y ahora, algunos de los hombres del propio Perot estaban prisioneros.
Se convenció fácilmente de que eran inocentes. Irán estaba al borde de la guerra civil, y la justicia y los juicios con garantías poco significaban ahora en el país. Se preguntó si podría ayudar en algo. Lo deseaba, pues se trataba de una buena causa. Ya no disfrutaba de cargos oficiales, pero todavía le quedaban amigos. Llamaría a Ardeshir Zahedi en cuanto le llegase de Dallas el resumen escrito.
Perot estaba muy contento de su conversación con Kissinger. «Por Dios, Ross, ya sé quién es usted». Aquella frase valía más que el dinero. La única ventaja de ser famoso era que a veces ayudaba a conseguir cosas importantes. Entró T. J.
—Aquí está tu pasaporte —dijo—. Ya tiene el visado para Irán, pero Ross, creo que no deberías ir. Desde aquí podemos trabajar en el asunto, pero tú eres el hombre clave. Lo que menos necesitamos es tenerte fuera de contacto, en Teherán o simplemente a bordo de un avión Dios sabe dónde, en un momento en que tenemos que tomar una decisión crucial.
Perot se había olvidado por completo de Teherán. Todo lo que había oído durante la hora anterior lo animaba a pensar que no sería necesario.
—Quizá tenga razón —le dijo a T. J.—. Tenemos muchas vías abiertas para conseguir una negociación, y sólo una de ellas tiene que funcionar. No iré a Teherán. Por el momento.