Ruthie Chiapparone también había pasado unas Navidades desastrosas.
Estaba en casa de sus padres, un edificio de dos plantas, de ochenta y cinco años de antigüedad y situado en el barrio sudoeste de Chicago. Con las prisas de la evacuación de Irán, se había dejado la mayor parte de los regalos que traía para sus hijas Karen, de once años, y Ann Marie, de cinco; no obstante, al poco de llegar a Chicago salió de compras con su hermano Bill y adquirió otros. Llegaron de visita su hermana y los otros tres hermanos, y hubo montones de juguetes para Karen y Ann Marie; sin embargo, todos preguntaron por Paul.
Ruthie necesitaba a Paul. Blanda y dependiente, cinco años más joven que su esposo (tenía treinta y cuatro años), lo amaba en parte porque podía recostarse en su hombro y sentirse segura. Toda su vida la había cuidado alguien. De niña, incluso cuando su madre trabajaba, complementando así el salario del padre, que era camionero, Ruthie tenía dos hermanos y una hermana mayores que cuidaban de ella.
Al conocer a Paul, éste ni se fijó en ella.
Era secretaria de un coronel; Paul trabajaba en el departamento de procesamiento de datos del ejército que estaba en el mismo edificio. Ruthie solía bajar a la cafetería a buscar cafés para el coronel, algunas de sus amigas conocían a jóvenes directivos, ella se sentó a charlar con un grupo de ellos, y Paul no se fijó en su persona. Ella le respondió de igual manera durante un tiempo, y de repente un día le preguntó si quería salir con él. Estuvieron saliendo un año y medio, y después se casaron.
Ruthie no quería ir a Irán. Al contrario que la mayoría de las esposas de la EDS, que encontraban atractiva la idea de trasladarse a un país nuevo, Ruthie se puso muy nerviosa. No había salido nunca de Estados Unidos (Hawai era el lugar más lejano que había visitado) y el Oriente Medio le parecía un lugar extraño y aterrador. Paul la llevó a pasar una semana en Irán en junio de 1977, con la esperanza de que le gustara, pero eso no la tranquilizó. Al fin, accedió a marchar, pero sólo porque el trabajo era muy importante para él.
No obstante, acabó por gustarle. Los iraníes eran agradables con ella, la comunidad norteamericana estaba unida y era muy sociable; el natural sereno de Ruthie le posibilitó el llevar con calma las frustraciones cotidianas de vivir en un país atrasado, como la ausencia de supermercados y la imposibilidad de conseguir que le repararan la lavadora en menos de seis semanas.
La partida había sido extraña. El aeropuerto estaba repleto, con una cantidad de gente increíble. Reconoció a muchos norteamericanos, pero la mayor parte eran iraníes que huían. Entonces pensó: «No quiero marcharme así. ¿Por qué hacéis que nos vayamos? ¿Qué hacéis?». Viajó con Emily, la esposa de Bill Gaylord. Fueron vía Copenhague, donde pasaron una noche helados en un hotel donde las ventanas no cerraban. Los niños tuvieron que dormir vestidos. Al llegar a Estados Unidos, Ross Perot la llamó para comunicarle el problema de los pasaportes, pero Ruthie no se enteró del todo de lo que sucedía.
Durante aquel deprimente día de Navidad (era tan inhabitual celebrar las fiestas con los niños y sin papá), Paul llamó desde Teherán.
—Tengo un regalo para ti —dijo.
—¿Tu billete de regreso? —dijo ella, esperanzada.
—No. Te he comprado una alfombra.
—Qué ilusión.
Había pasado el día con Pat y Mary Sculley, le dijo Paul. La esposa de otro había preparado la cena de Navidad, y él había contemplado a los hijos de otro abrir sus regalos.
Dos días después, Ruthie supo que Paul y Bill estaban citados al día siguiente con el hombre que los retenía en Irán. Tras la reunión, los dejarían marchar.
La reunión era hoy, 28 de diciembre. A mediodía, Ruthie se preguntó por qué no le había llamado ya alguien de Dallas. Teherán tenía ocho horas y media de adelanto respecto a Chicago; seguramente la reunión ya había terminado. En ese momento Paul debía de estar haciendo las maletas para regresar.
Llamó a Dallas y habló con Jim Nyfeler, un empleado de la EDS que había abandonado Teherán en junio.
—¿Cómo ha ido la reunión? —le preguntó.
—No demasiado bien, Ruthie…
—¿A qué te refieres?
—Los han detenido.
—¿Los han detenido? ¡Estás de broma!
—Ruthie, Bill Gayden quiere hablar contigo.
Aguardó al aparato. ¿Paul detenido? ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Por quién?
Gayden, el presidente de la EDS Mundial y jefe de Paul, se puso al teléfono.
—Hola, Ruthie.
—Bill, ¿qué es todo esto?
—No lo comprendemos —dijo Gayden—. La embajada acordó la reunión, se suponía que era mera rutina, no los acusaban de ningún crimen… Y alrededor de las seis y media de allí, Paul ha llamado a Lloyd Briggs y le ha dicho que los iban a meter en la cárcel.
—¿Paul está en la cárcel?
—Ruthie, intenta no preocuparte demasiado, tenemos un montón de abogados trabajando en el caso, vamos a hacer que intervenga el Departamento de Estado y Ross ya está en camino desde Colorado. Estoy seguro de que podremos arreglar todo esto en un par de días. Es asunto de unos pocos días, en serio.
—De acuerdo —contestó Ruthie.
Estaba confundida. No tenía ningún sentido. ¿Cómo podía estar en la cárcel su esposo? Se despidió de Gayden y colgó.
¿Qué estaba sucediendo?
La última vez que Emily Gaylord había visto a su esposo, Bill, le había tirado un plato a la cabeza.
Sentada en casa de su hermana Dorothy en Washington, mientras charlaba con ella y su esposo, Tim, sobre cómo ayudar a sacar a Bill de la cárcel, no lograba olvidar aquel plato.
Sucedió en su hogar de Teherán. Una tarde, a primeros de diciembre, Bill llegó a casa y les dijo a Emily y a los niños que regresaban a Estados Unidos el mismísimo día siguiente.
Bill y Emily tenían cuatro hijos: Vicky, de quince años; Jackie, de doce; Jenny, de nueve, y Chris, de seis. Emily estaba de acuerdo en enviar a los niños a Estados Unidos, pero ella quería quedarse. Quizá no pudiera ayudar mucho a Bill, pero al menos él tendría a alguien con quien hablar.
No había nada que discutir, dijo Bill. Emily se iba al día siguiente. Ruthie iría en el mismo avión. Todas las demás esposas e hijos de los empleados de la EDS saldrían al día siguiente o al otro. Emily no quería oír hablar de las demás esposas. Ella iba a quedarse con su marido.
Discutieron. Emily se puso cada vez más furiosa y por último no fue capaz de expresar su furia con palabras, así que asió un plato y se lo lanzó.
Él nunca lo olvidaría, estaba segura; había sido la única vez en dieciocho años de matrimonio que había estallado de aquel modo. Era una mujer fogosa, animosa y excitable…, pero no violenta.
El amable y reposado Bill… Era lo último que se merecía.
Emily lo conoció a los doce años. Él tenía catorce y ella lo odiaba. Él estaba enamorado de su mejor amiga, Cookie, una chica apabullantemente atractiva, y de lo único que hablaba con Emily era de con quién salía Cookie, y si a Cookie le gustaría salir con él, y si a Cookie le dejaban hacer esto o lo otro… Al hermano y las hermanas de Emily les gustaba mucho Bill. Ella no podía apartarse de él, pues ambas familias pertenecían al mismo club de campo y su hermano jugaba al golf con Bill. Fue su hermano quien por fin le dijo a Bill que quedara para salir con Emily, mucho después de que se olvidara de Cookie; y, tras años de mutua indiferencia, se enamoraron locamente.
Para entonces Bill estaba en la universidad estudiando ingeniería aeronáutica, a 350 kilómetros, en Blacksburg, Virginia, y pasaba en casa las vacaciones y algunos fines de semana. No podían soportar vivir separados y así, aunque Emily sólo tenía dieciocho años, decidieron casarse.
Hacían buena pareja. Ambos provenían de ambientes similares, familias acaudaladas y católicas de Washington, y la personalidad de Bill (sensible, tranquilo y lógico), complementaba la vivacidad nerviosa de Emily. Durante los dieciocho años siguientes compartieron muchas cosas juntos. Perdieron un hijo por una lesión cerebral, y Emily fue sometida a cirugía mayor en tres ocasiones. Las dificultades los unieron todavía más.
Y ahora vivían una nueva crisis; Bill estaba encarcelado.
Emily aún no se lo había dicho a su madre. El hermano de su madre, el tío Gus, había muerto aquel mismo día y su madre estaba muy afectada. Emily aún no le había podido hablar de Bill, pero sí lo había hecho con Dorothy y Tim.
Tim Reardon, su cuñado, era abogado del Estado, empleado en el Ministerio de Justicia, y tenía excelentes relaciones. El padre de Tim había sido director administrativo del presidente John F. Kennedy, y Tim había colaborado con Ted Kennedy. Tim conocía también personalmente al portavoz de la Cámara de Representantes, Thomas P. Tip O’Neill, y al senador por Maryland, Charles Mathias. Estaba al corriente del problema del pasaporte, pues Emily se lo había contado inmediatamente después de regresar a Washington desde Teherán, y Tim había hablado del asunto con Ross Perot.
—Podría escribirle una carta al presidente Cárter y pedirle a Ted Kennedy que la lleve en persona —decía Tim. Emily asintió. Le resultaba difícil concentrarse y se preguntaba qué estaría haciendo Bill en aquel instante.
Paul y Bill se quedaron de pie, justo a la entrada de la celda número 9, helados, atontados y desesperados por saber qué iba a suceder.
Paul se sintió muy vulnerable; un blanco norteamericano, en traje de negocios, incapaz de hablar más que unas pocas palabras en parsí, frente a una multitud con aspecto de criminales y asesinos. De repente, recordó haber leído que con frecuencia violaban a los hombres en la cárcel, y se preguntó amargamente si soportaría algo así.
Paul miró a Bill. Tenía el rostro blanco a causa de la tensión. Uno de los internos se dirigió a ellos en parsí. Paul contestó:
—¿Habla alguien inglés?
Llegó una voz desde otra celda del pasillo.
—Yo hablo inglés.
Hubo una conversación a gritos en parsí, y el intérprete gritó:
—¿Qué habéis hecho?
—No hemos hecho nada —contestó Paul.
—¿De qué os acusan?
—De nada. Sólo somos comerciantes norteamericanos con esposas e hijos, y no sabemos por qué estamos en la cárcel.
Se tradujeron las respuestas. Hubo más parloteo rápido en parsí y el intérprete continuó:
—Éste que me habla es el jefe de vuestra celda, porque lleva aquí más que nadie.
—Entendido —dijo Paul.
—Os dirá dónde dormir.
La tensión disminuyó mientras dialogaban. Paul observó lo que le rodeaba. Los muros de cemento estaban pintados con lo que en otro tiempo fue pintura anaranjada, y ahora era simplemente mugre. Había una especie de moqueta o estera que cubría la mayor parte del suelo de cemento. Alrededor de la celda había seis literas de tres camas cada una. La de abajo no era más que un delgado colchón puesto en el suelo. La sala estaba iluminada por una única bombilla mortecina y ventilada por un ventanuco enrejado, abierto en la pared, que dejaba entrar el aire amargamente frío de la noche. La celda estaba repleta.
Al rato llegó un guardián, abrió la puerta de la celda número 9 y ordenó a Paul y Bill que salieran.
Ya estaba, pensó Paul; los dejaban libres. Gracias a Dios no tenía que pasar la noche en aquella horrible celda.
Siguieron al guardián escaleras arriba, hasta una salita. El hombre les señaló los zapatos.
Interpretaron que tenían que quitárselos.
El guardián les entregó un par de zapatillas de plástico a cada uno.
Paul comprendió con amargo disgusto que no iban a liberarlos; tendrían, pues, que pasar la noche en la celda. Pensó con irritación en la gente de la embajada; ellos habían acordado el encuentro con Dadgar, habían aconsejado a Paul que no llevara abogado, habían dicho que Dadgar estaba «dispuesto favorablemente»… Ross Perot diría que hay gente que no sabe organizar ni un funeral de dos coches. Aquello podría aplicarse a la embajada. Eran sencillamente unos incompetentes. Lo más lógico, pensó Paul, era que tras los errores que habían cometido, acudieran aquella misma noche para intentar sacarles.
Se pusieron las zapatillas de plástico y siguieron al guardián escaleras abajo otra vez.
Los demás presos se aprestaban a dormir, echados en las literas y envolviéndose en finas mantas de lana. El jefe de la celda, por signos, les indicó dónde debían dormir: Bill en la litera de en medio y Paul justo debajo de él, con sólo un fino colchón entre su cuerpo y el suelo.
Se acostaron. La luz siguió encendida, pero era tan débil que apenas importaba. Al cabo de un rato Paul dejó de advertir el olor, pero no logró acostumbrarse al frío. Con el suelo de cemento, la ventana abierta y sin calefacción, era casi como dormir al aire libre. Qué vida tan terrible llevaban los delincuentes, pensaba Paul, si tenían que soportar condiciones como aquéllas; se alegraba de no ser un criminal. Una noche como aquélla era más que suficiente.