DOS

1

Hasta aquel momento, la vida se había portado muy bien con Ross Perot.

La mañana del 28 de diciembre de 1978, se encontraba ante la mesa de su refugio de montaña de Vail, Colorado, donde Holly, la cocinera, le servía el desayuno.

Colgada de la ladera y semi-escondida entre los álamos, la «cabaña de troncos» tenía seis dormitorios, cinco baños, una sala de estar de diez metros de largo y una «sala de recuperación» para después de esquiar, con una piscina frente a la chimenea. Era sólo un refugio de vacaciones.

Ross Perot era rico.

Había puesto en marcha la EDS con sólo mil dólares, y ahora las acciones de la compañía, de las cuales poseía aun personalmente más de la mitad, tenían un valor de varios cientos de millones de dólares. Era propietario único de Petrus Oil and Gas Company, que tenía reservas de oro negro por valor de cientos de millones. También poseía una cantidad asombrosa de terrenos en Dallas. Era difícil hacerse una idea aproximada de cuánto dinero tenía, dependía de cómo se contara, pero desde luego era más de quinientos millones de dólares, y probablemente menos de mil.

En las novelas, las personas fabulosamente ricas son siempre codiciosas, sedientas de poder, neuróticas, odiosas e infelices, siempre infelices. Perot no leía demasiadas novelas. Era una persona feliz.

No pensaba que fuera el dinero lo que le daba la felicidad. Creía en el dinero, en los negocios y en los beneficios, pues aquello era lo que hacía latir a Norteamérica; también disfrutaba de algunos de los juguetes que podía comprar el dinero: el yate, las lanchas fuera borda, el helicóptero. Sin embargo, manosear fajos de billetes de cien dólares no había sido nunca uno de sus sueños. Desde luego, había soñado muchas veces con levantar un negocio próspero, donde emplear a miles de personas, pero el mayor de sus sueños hecho realidad estaba allí mismo ante sus ojos. Revoloteando en torno a él, con ropas interiores contra el frío, dispuesta para salir a esquiar, estaba su familia. Allí estaba Ross júnior, de veinte años, y, si había algún joven mejor que él en el estado de Texas, Perot aún tenía que encontrarlo. Allí estaban sus cuatro (sí, sí, cuatro) hijas: Nancy, Suzanne, Carolyn y Katherine. Todas ellas estaban sanas, eran inteligentes y adorables. Perot había declarado en ocasiones a los periodistas que mediría su éxito en la vida por lo que llegaran a ser sus hijos. Si se convertían en buenos ciudadanos con profundas inquietudes por los demás, consideraría que su vida había merecido la pena. (Los periodistas protestaban: «Diablos, le creo, pero si pongo una cosa así en el artículo, los lectores pensaran que me ha sobornado». A lo que Perot se limitó a responder: «No me importa. Le estoy diciendo la verdad; usted escriba lo que quiera»). Y los hijos hasta aquel momento habían crecido exactamente como él deseaba. El haberse hecho mayores en un ambiente de opulencia y privilegios no les había afectado en absoluto. Parecía casi un milagro.

Corriendo detrás de los muchachos con los billetes para los remontes mecánicos, calcetines de lana y crema para el sol, estaba la persona responsable del milagro, Margot Perot. Era hermosa, tierna, inteligente, elegante y una madre perfecta. De haber querido, hubiera podido casarse con un John Kennedy, un Paul Newman, un príncipe Rainiero o un Rockefeller. Sin embargo, se había enamorado de Ross Perot, de Texarkana, Texas, un hombre de un metro ochenta con la nariz rota y nada en el bolsillo salvo esperanzas. Perot había creído toda su vida que era afortunado. Ahora, a los cuarenta y ocho años de edad, podía mirar atrás y ver que lo más afortunado que le había sucedido nunca era Margot.

Era un hombre feliz, con una familia feliz, pero aquellas Navidades había caído sobre ellos una sombra. La madre de Perot estaba agonizando. Padecía un cáncer óseo. El día de Nochebuena, se cayó en casa. No fue una caída de importancia pero, debido a que el cáncer le había debilitado los huesos, se rompió la cadera y tuvieron que trasladarla a toda prisa al «Baylor Hospital», en el centro de Dallas.

La hermana de Perot, Bette, pasó la primera noche con su madre. Después, el día de Navidad, Perot, Margot y los cinco muchachos cargaron de regalos la furgoneta y acudieron al hospital. La abuela estaba de tan buen humor que pasaron todos un día muy agradable. Sin embargo, al día siguiente la enferma no quiso ver a nadie; sabía que proyectaban ir a esquiar e insistió en que fueran, pese a estar enferma. Margot y los chicos salieron hacia Vail el 26 de diciembre, pero Ross Perot se quedó.

Entonces se produjo una lucha de voluntades como las que Perot solía sostener con su madre de niño. Lulú May Perot apenas pasaba unos centímetros del metro y medio y tenía un aspecto frágil, pero no era más débil que un sargento de la marina. La mujer le dijo a su hijo que trabajaba mucho y que necesitaba las vacaciones. Él le replicó que no quería dejarla sola. Por último, intervinieron los médicos y le hicieron ver que a la anciana no le hacía ningún bien quedándose contra su voluntad. Al día siguiente, Ross se unió a su familia en Vail. Su madre había vencido, como siempre sucedía cuando él era pequeño.

Una de sus disputas se había centrado en una excursión con los boy scouts. Se habían producido unas inundaciones en Texarkana y los muchachos excursionistas proyectaban acampar cerca de la zona afectada durante tres días, y ayudar en los trabajos de recuperación. El joven Perot estaba dispuesto a ir, pero su madre sabía que era demasiado pequeño y que sólo sería un lastre para el jefe del grupo. El muchacho insistió e insistió, pero su madre le dedicó dulces sonrisas y persistió en su negativa.

En aquella ocasión obtuvo de ella una concesión: le permitió ir para ayudar a montar las tiendas de campaña el primer día, a condición de que regresara a casa por la tarde. No era una gran victoria, pero Ross era totalmente incapaz de desafiarla. Sólo con imaginar la escena que podía prepararse en su casa a su vuelta, y con pensar las palabras que utilizaría para decirle a su madre que la había desobedecido, Ross se dio cuenta de que no podría hacerlo.

Nunca le había pegado. Ni siquiera recordaba que le hubiera gritado alguna vez. Su madre no lo dominaba mediante el miedo. Con su cabello rubio, sus ojos azules y sus modales suaves, la mujer los envolvía, a él y a su hermana Bette, en los lazos del amor. Se limitaba a mirarlos fijamente y a decirles lo que debían hacer, y ellos, sencillamente, no lograban atreverse a darle un disgusto.

Incluso a la edad de veintitrés años, cuando ya había visto el mundo y regresado a casa, ella le preguntaba con quién salía aquella noche, adonde iba y a qué hora volvería. Y cuando regresaba, siempre tenía que darle el beso de buenas noches. Sin embargo, para entonces sus peleas eran pocas y espaciadas en el tiempo, pues los principios de la madre habían quedado tan embebidos en él que ya habían pasado a ser los suyos. Ahora, la anciana dominaba a su familia como un monarca constitucional, investida con el boato del poder y legitimando a quienes de verdad tomaban las decisiones.

El hijo había heredado de ella algo más que unos principios. Poseía también una voluntad férrea y una mirada firme y directa. Se había casado con una mujer que se parecía a su madre. Rubia y de ojos azules, Margot también tenía el carácter suave de Lulú May. Sin embargo, Margot no dominaba a Perot.

Todas las madres tienen que morir, y Lulú May tenía ya ochenta y dos años, pero Ross Perot no podía comportarse con estoicismo ante el hecho. Ella constituía aún una gran parte de su vida. Ya no le daba órdenes, pero todavía le daba ánimos. Lo había animado a iniciar la EDS y había sido la tenedora de libros durante los primeros tiempos, así como directora fundadora. Perot podía comentar con ella los problemas. La consultó en diciembre de 1969, en el momento culminante de su campaña en favor de hacer pública la situación de los prisioneros de guerra norteamericanos en Vietnam del Norte. Había proyectado viajar en avión a Hanoi, y sus colaboradores de la EDS objetaron que, si ponía su vida en peligro, el valor de las acciones de la EDS podría bajar. Se enfrentaba a un dilema moral: ¿tenía derecho a hacer sufrir a los accionistas, aun por la mejor de las causas? Le había presentado la cuestión a su madre. La respuesta de ella fue instantánea: «Que vendan las acciones». Los prisioneros estaban muriendo, y aquello era mucho más importante que la cotización de las acciones.

Ésa hubiera sido la conclusión a la que Perot hubiera llegado por sí solo. En realidad, no necesitaba que la anciana le dijera lo que debía hacer. Sin ella, sería el mismo hombre y actuaría igual. Iba a echarla de menos, eso era todo. Iba a echarla en falta muchísimo.

Sin embargo, Perot no era hombre que se dejara abrumar. En aquel momento, no podía hacer nada por ella. Dos años antes, cuando tuvo la apoplejía, revolvió Dallas un domingo por la tarde para encontrar al mejor neurocirujano de la ciudad y llevarlo al hospital. Perot respondía a las crisis con la acción, pero cuando no había nada que hacer, era capaz de apartar de su cabeza el problema, olvidar las malas noticias y pasar a la siguiente tarea. No iba a estropear las vacaciones familiares con un rostro de luto. Participaría en las diversiones y juegos, y disfrutaría de la compañía de su esposa e hijos.

Sonó el teléfono interrumpiendo sus pensamientos y se dirigió a la cocina para contestar.

—Ross Perot —dijo.

—Ross, aquí Bill Gayden.

—Hola, Bill.

Gayden era uno de los más antiguos de la EDS, donde había ingresado en 1967. En cierto modo, era el típico vendedor. Era un hombre jovial, amigo de todos. Le gustaban los chistes, las copas, los cigarros y las manos de póquer. También era un astuto financiero, excelente en las adquisiciones, fusiones y tratos, razón por la cual Perot lo habla nombrado presidente de la EDS Mundial. Gayden tenía un sentido del humor irreprimible, capaz de encontrar algo divertido que decir en la situación más apurada. Sin embargo, ahora parecía sombrío.

—Ross, tenemos un problema.

Era una frase tópica en la EDS: Tenemos un problema. Significaba malas noticias.

—Se trata de Paul y Bill —continuó Gayden.

Perot supo instantáneamente a quiénes se refería. El modo en que se les había impedido a sus dos hombres principales en Irán que salieran del país era muy siniestro, y no había quedado en ningún momento apartado de su mente, ni siquiera mientras su madre agonizaba.

—Pero suponía que los iban a dejar salir hoy.

—Han sido detenidos —le cortó Gayden.

La ira empezó a surgir como un pequeño nudo tenso en la boca del estómago de Perot.

—¡Vamos, Bill! Me asegurasteis que les permitirían abandonar Irán en cuanto terminara la entrevista. Ahora quiero saber cómo ha sucedido todo esto.

—Simplemente los han metido en la cárcel.

—¿Bajo qué acusaciones?

—No se han especificado.

—¿Bajo qué leyes los encierran?

—No lo han dicho.

—¿Qué estamos haciendo por sacarlos?

—Ross, les han puesto fianzas de noventa millones de tomans. Eso significa doce millones setecientos cincuenta mil dólares.

—¿Doce millones?

—Exactamente.

—¿Cómo diablos ha podido suceder esto?

—Ross, he estado hablando por teléfono con Lloyd Briggs durante más de media hora, intentando comprenderlo, y lo cierto es que él tampoco lo entiende.

Perot hizo una pausa. Se suponía que los ejecutivos de la EDS estaban para darle respuestas, no para hacerle preguntas. Gayden se hubiera abstenido de llamar de no haberse informado todo lo posible. Perot no podría sacarle más, de momento: Gayden no poseía la información.

—Llama a Tom Luce y dile que vaya al despacho —dijo Perot—. Llama al Departamento de Estado de Washington. Esto tiene prioridad sobre cualquier otra cosa. ¡No quiero que sigan en la cárcel ni un maldito minuto más!

Margot aguzó el oído cuando le oyó decir «maldito». Era muy inusual que dijera palabrotas, especialmente delante de los niños. Ross apareció en la cocina con el rostro encendido. Tenía los ojos azules como el océano Ártico, e igual de fríos. Margot conocía esa mirada. No era sólo ira, pues Ross no era el tipo de hombre que desperdicia energías en demostraciones de mal genio. Era una mirada de inflexible determinación. Significaba que había decidido hacer algo y que removería el cielo y la tierra para conseguirlo. Margot había visto en él aquella determinación, aquella fuerza, la primera vez que lo conoció, en la Academia Naval de Annapolis… ¿Era posible que hiciera ya veinticinco años? Era la cualidad que lo distinguía de los demás, que lo diferenciaba de la masa de hombres. Naturalmente, tenía otras cualidades, era inteligente, divertido, encantador, pero lo que lo hacía excepcional era su fuerza de voluntad. Cuando aparecía aquella mirada en sus ojos, resultaba tan imposible pararlo como detener un tren lanzado en una bajada.

—Los iraníes han metido en la cárcel a Paul y Bill —dijo Ross.

Los pensamientos de Margot volaron al instante hacia sus esposas. Las conocía desde hacía años. Ruthie Chiapparone era una chica menuda, plácida y sonriente, con una melena de cabello rubio. Tenía un aspecto vulnerable, y los hombres deseaban protegerla. Se lo tomaría muy mal. Emily Gaylord era más dura, al menos externamente. Emily, rubia y delgada, era vivaz y bulliciosa. Seguro que querría meterse en un avión y acudir a liberar a Bill ella misma. Las diferencias entre ambas mujeres se reflejaban en sus atuendos: Ruthie usaba tejidos suaves y diseños discretos, mientras Emily prefería los cortes atrevidos y los colores vivos. Emily sufriría por dentro.

—Regreso a Dallas —le dijo Ross.

—Ahí fuera hay ventisca —contestó Margot, observando los copos de nieve que bajaban en remolinos junto a las laderas de las montañas. Sabía que perdía el tiempo; ni la nieve ni el hielo lo detendrían ahora. Siguió pensando: «Ross no sería capaz de permanecer sentado tras un escritorio en Dallas mientras dos de sus hombres estuvieran en una cárcel iraní. No se va a Dallas —pensó Margot—, se va a Irán».

—Me llevo el «todo terreno» —dijo él—. Tomaré el avión en Denver.

Margot reprimió sus temores y sonrió abiertamente.

—Conduce con cuidado, ¿quieres? —le dijo.

Perot iba inclinado sobre el volante de su GM Suburban, conduciendo con precaución. La carretera estaba helada. La nieve se acumulaba en la parte de abajo del cristal delantero, acortando el recorrido de los limpiaparabrisas. Observó la carretera. Denver quedaba a 160 kilómetros de Vail. Le daba tiempo a meditar.

Todavía estaba furioso.

No era sólo que Paul y Bill estuvieran en la cárcel. Estaban en ella porque habían ido a Irán, y habían ido a Irán porque Perot los había enviado allí.

Irán le había preocupado durante meses. Un día, tras haber pasado la noche en vela dándole vueltas al tema acudió a la oficina diciendo: «Vamos a evacuar. Si estamos equivocados, lo máximo que habremos perdido será el importe de trescientos o cuatrocientos pasajes de avión. Hagámoslo hoy».

Fue una de las raras ocasiones en que sus órdenes no se cumplieron. Todo el mundo se hizo el remolón, tanto en Dallas como en Teherán. No podía culparles, sin embargo. Le faltó determinación. Si se hubiera mostrado firme, habrían evacuado aquel día. Sin embargo, no lo había sido y, al día siguiente, había llegado la petición de los pasaportes.

Con todo, les debía mucho a Paul y Bill. Ross sentía una especial deuda de lealtad con los hombres que habían arriesgado su porvenir al entrar en la EDS cuando todavía era una compañía joven que luchaba por sobrevivir. Muchas veces había encontrado al hombre adecuado, se había entrevistado con él, le había interesado por la empresa y ofrecido un empleo para que al final, después de consultar con su familia, el candidato decidiera que la EDS era demasiado pequeña, demasiado reciente y demasiado insegura.

Paul y Bill no sólo corrieron el riesgo, sino que pusieron todo su empeño en asegurarse de que la apuesta les diera resultado. Bill diseñó el sistema básico de computadoras para la gestión de los programas de Seguridad Social «Medicare y Medicaid» que, utilizados ahora en muchos Estados norteamericanos, constituían los cimientos de la empresa EDS. Trabajó muchas horas, alejado de su familia durante semanas, e hizo, en aquellos tiempos, que su familia lo siguiera por todo el país. Paul no mostró menos dedicación; cuando la empresa andaba escasa de personal y disponía de poquísimo dinero en efectivo, Paul realizaba el trabajo de tres ingenieros de sistemas. Perot recordaba el primer contrato de la empresa en Nueva York, con la Pepsico. Y recordaba a Paul saliendo de Manhattan a pie por el puente de Brooklyn, entre la nieve, para evitar un piquete de obreros (la fábrica estaba en huelga) y seguir trabajando.

Perot les debía a Paul y Bill el sacarlos de allí.

Les debía el conseguir que el Gobierno de Estados Unidos ejerciera todo el peso de su influencia sobre los iraníes.

Estados Unidos había pedido en cierta ocasión ayuda a Perot, y él había entregado tres años de su vida, y un montón de dinero, a la campaña por los prisioneros de guerra. Ahora, era él quien iba a solicitar la ayuda de Estados Unidos.

Sus pensamientos se remontaron a 1969, cuando la guerra de Vietnam estaba en su apogeo. Algunos amigos suyos de la Academia Naval habían sido muertos o capturados: Bill Leftwich, un hombre fuerte, amable y maravillosamente afectuoso, había muerto en acción a la edad de treinta y nueve años; Bill Lawrence era prisionero de los norvietnamitas. A Perot le resultaba duro ver a su país, la mayor potencia del mundo, perder una guerra por falta de voluntad para ganarla; y más duro aún el ver a millones de norteamericanos manifestando, no sin justificación, que la guerra era un error y no debía ganarse. Entonces, un día de 1969, conoció al pequeño Billy Singleton, un niño que no sabía si tenía padre o no. El padre de Billy había sido dado por desaparecido en Vietnam sin llegar a conocer a su hijo, y no había modo de saber si estaba prisionero o muerto. Era sobrecogedor.

Para Perot, los sentimientos no eran emociones dolorosas, sino clarines que llamaban a la acción.

Se enteró de que la madre de Bill no era la única. Había muchas esposas e hijos, cientos quizá, que no sabían si sus padres y esposos estaban muertos o sólo prisioneros. Los norvietnamitas, con el argumento de que no se regían por las normas de la Convención de Ginebra dado que Estados Unidos no habían llegado a declarar la guerra, se negaban a facilitar los nombres de los prisioneros.

Peor aún, muchos de éstos estaban muriendo debído a brutalidades y malos tratos. El presidente Nixon tenía el proyecto de «vietnamizar» la guerra y evacuar en tres años, pero para entonces, según los informes de la CIA, la mitad de los prisioneros habrían muerto. Incluso si seguía con vida, era probable que el padre de Bill no sobreviviera para regresar a casa.

Perot deseaba hacer algo por él.

La EDS tenía buenas relaciones con la Casa Blanca de Nixon. Perot acudió a Washington y conversó con el consejero principal de política exterior, Henry Kissinger. Y Kissinger tenía un plan.

Los norvietnamitas mantenían, al menos con propósitos propagandísticos, que no estaban en lucha con el pueblo norteamericano, sino contra su gobierno. Además, se presentaban ante el mundo como los pequeños en un conflicto entre David y Goliat. Parecía que valoraban su imagen pública. Cabía la posibilidad, pensaba Kissinger, de ponerlos en un brete, hacerles mejorar el trato a los prisioneros y facilitar sus nombres mediante una campaña internacional que explicara a la opinión pública los sufrimientos de los prisioneros y de sus familias.

La campaña debía financiarse con fondos privados y tenía que parecer absolutamente desconectada del gobierno, aunque en realidad sería controlada muy de cerca por un equipo de funcionarios de la Casa Blanca y del Departamento de Estado.

Perot aceptó el reto. (Perot podía resistir cualquier cosa menos un reto. Su maestra, una tal señora Duck, ya lo había advertido en el colegio. «Es una pena que no seas tan listo como tus amigos», le dijo cierta vez la señora Duck. El muchacho insistió en que sí lo era. «¿Entonces por qué sacan mejores notas que tú?». Perot contestó que a ellos les interesaba la escuela, y a él no. «Mira —le dijo la maestra—, cualquiera puede venirme con el cuento de que es capaz de hacer esto o lo otro. Pero los resultados están ahí: ellos lo hacen, y tú no». Perot se sintió herido en lo más íntimo. Le aseguró que durante las siguientes seis semanas sólo sacaría sobresalientes. Los consiguió no sólo esas seis semanas, sino durante el resto de los cursos de enseñanza media. La perspicaz señora Duck había descubierto el único modo de manipular a Perot: retarle).

Tras aceptar el reto de Kissinger, Perot acudió a J. Walter Thompson, la mayor agencia de publicidad del mundo, y explicó lo que quería. Le ofrecieron tener diseñado un plan de campaña en uno o dos meses y conseguir algunos resultados al cabo de un año. Perot no aceptó, quería empezar hoy y ver resultados al día siguiente. Regresó a Dallas y reunió a un reducido equipo de ejecutivos de la EDS que empezaron a llamar a directores de periódicos y a colocar anuncios sencillos, sin sofisticaciones, que escribían ellos mismos.

Y el correo llegó a carretadas.

Para los norteamericanos que estaban en favor de la guerra, el tratamiento que recibían los prisioneros demostraba que los norvietnamitas eran en realidad los malos, y para los contrarios a la guerra, la situación de los prisioneros era una razón más para salir de Vietnam. Sólo los más radicales eran contrarios a la campaña. En 1970, el FBI hizo saber a Perot que el Vietcong había ordenado a los Panteras Negras que lo asesinaran. (En los locos finales de los sesenta, tal cosa no parecía especialmente rara). Perot contrató guardaespaldas. En efecto, pocas semanas más tarde un grupo de hombres saltó la verja de la casa de Perot en Dallas. Fueron perseguidos por perros salvajes. La familia de Perot, incluida su indomable madre, no quiso ni oír hablar de abandonar la campaña en aras de la seguridad.

Su mayor treta publicitaria tuvo lugar en diciembre de 1969, cuando fletó dos aviones e intentó volar a Hanoi con comidas de Navidad para los prisioneros de guerra. Naturalmente, no le permitieron aterrizar. Sin embargo, durante un corto período estuvo en todos los noticiarios y creó una enorme conciencia internacional acerca del problema. Gastó dos millones de dólares, pero calculó que la publicidad equivalente le habría costado sesenta millones en una agencia. Y la encuesta Gallup que encargó a continuación demostró que los sentimientos de los norteamericanos hacia los norvietnamitas eran ahora abrumadoramente negativos.

Durante 1970, Perot utilizó métodos menos espectaculares. Animaba a las pequeñas comunidades de todo el país a realizar campañas locales en pro de los prisioneros. Esas campañas locales reunieron fondos para enviar a París a un grupo que acosara a la delegación norvietnamita en la Conferencia de Paz. Organizaron programas de televisión para solicitar ayuda y construyeron réplicas de las celdas en las que vivían algunos de los prisioneros. Remitieron a Hanoi tantas cartas de protesta que el sistema postal norvietnamita sufrió un colapso ante la avalancha. Perot recorrió todo el país y pronunció discursos allí donde lo invitaban. Se reunió con diplomáticos norvietnamitas en Laos, llevando consigo listas de prisioneros rojos capturados en el sur, correo y filmaciones de sus condiciones de vida. También llevó consigo a un ejecutivo de la Gallup, y juntos analizaron el resultado de la encuesta con los norvietnamitas.

De todo aquello, algo dio frutos. El tratamiento que recibían los prisioneros norteamericanos mejoró, empezaron a llegarles los paquetes y las cartas, y los norvietnamitas empezaron a facilitar filiaciones. Y, lo más importante, los prisioneros se enteraron de la campaña por boca de los prisioneros capturados en los últimos tiempos, lo que contribuyó a elevar enormemente su moral.

Ocho años después, mientras conducía en dirección a Denver por la nieve, Perot recordó otra consecuencia de la campaña; una consecuencia que entonces no pareció más que ligeramente irritante, pero que ahora podía resultar importante y valiosa. La publicidad en favor de los prisioneros de guerra había significado, inevitablemente, el salto a la fama de Ross Perot. Se había hecho conocido en todo el país. Se le recordaba en los pasillos del poder, y especialmente en el Pentágono. El comité de seguimiento de la campaña formado en Washington estaba compuesto por el almirante Tom Moorer, entonces jefe de la Junta de Jefes de Estado Mayor; Alexander Haig, entonces adjunto a Kissinger y comandante en jefe de las fuerzas de la OTAN; William Sullivan, entonces subsecretario de Estado y ahora embajador norteamericano en Irán, y el propio Kissinger.

Aquel grupo ayudaría a Perot a llegar hasta el Gobierno, a descubrir qué estaba sucediendo, y a conseguir ayuda rápidamente. Llamaría a Richard Helms, que había sido jefe de la CIA y embajador en Teherán. Llamaría también a Kermit Roosevelt, hijo de Teddy, que había participado en el golpe de Estado de la CIA que devolviera el trono al Sha en 1953…

Pero ¿y si nada de aquello funcionaba?

Tenía la costumbre de pensar más allá del paso inmediato a dar.

¿Qué sucedería si la administración Cárter no podía o no quería colaborar?

En tal caso, pensó Perot, él mismo los liberaría de la cárcel. ¿Cómo podría conseguirse? Nunca había hecho nada semejante. ¿Por dónde empezar? ¿Quién podía ayudarle?

Pensó en los ejecutivos de la EDS, Merv Stauffer y T. J. Márquez, y en su secretaria, Sally Walther, que habían sido los organizadores clave de la campaña en favor de los prisioneros de guerra. Realizar complejos acuerdos con medio mundo por teléfono era para ellos coser y cantar, pero… ¿asaltar una cárcel? ¿Y quiénes realizarían la misión? Desde 1968, los encargados de selección de personal de la EDS habían dado prioridad a los veteranos de Vietnam, política iniciada por razones patrióticas y continuada cuando Perot advirtió que los veteranos solían ser hombres de negocios de primera categoría, pero aquellos hombres que en otro tiempo habían sido soldados esbeltos, atléticos y muy bien entrenados, eran ahora ejecutivos de computadoras obesos y en baja forma, más habituados al teléfono que al fusil. Además, ¿quién iba a proyectar y dirigir el asalto?

Encontrar al mejor hombre para cada trabajo era la especialidad de Perot. Aunque era uno de los hombres salidos de la nada más afortunados en la historia del capitalismo norteamericano, no era el mayor experto en computadoras del mundo, ni el mejor vendedor, ni siquiera el mejor administrador comercial. Sólo había una cosa que hacía soberbiamente bien: escoger al hombre adecuado, dotarlo de posibilidades, motivarlo y, después, dejarle desarrollar el trabajo con tranquilidad.

Ahora, mientras se aproximaba a Denver, se preguntó a sí mismo quién era el número uno mundial en tareas de rescate.

Entonces le vino a la mente Bull Simons.

El coronel Arthur D. Bull[1] Simons, leyenda viva en el ejército norteamericano, saltó a los titulares de la prensa en noviembre de 1970, cuando dirigió un grupo de comandos en el asalto al campamento de prisioneros de Son Tay, a unos cincuenta kilómetros de Hanoi, en un intento de rescatar a los prisioneros de guerra norteamericanos. El asalto fue una operación valiente y bien organizada, pero los datos sobre los que se basaba resultaron equivocados; los prisioneros habían sido trasladados y ya no se hallaban en Son Tay. La acción fue considerada entonces como un fracaso, lo cual, en opinión de Perot, era una clara injusticia. Posteriormente, Perot fue invitado a una reunión con los participantes en el asalto para elevarles la moral con la afirmación de que había, al menos, un ciudadano norteamericano que les agradecía su valentía. Para ello pasó un día en Fort Bragg, Carolina del Norte, y allí conoció al coronel Simons.

Con la vista fija en el parabrisas, Perot imaginó los rasgos de Simons contra la nube de copos de nieve: un hombre grandullón, de casi un metro ochenta y cinco de altura y con los hombros de un buey. Llevaba sus cabellos canos en un corte típicamente militar, pero sus pobladas cejas todavía conservaban el color negro. A cada lado de su gran nariz corría una arruga hasta la comisura de la boca, dándole una expresión permanentemente agresiva. Tenía una cabeza grande, unas orejas grandes, una mandíbula fuerte y las manos más poderosas que Perot había visto nunca. Parecía una figura esculpida en un solo bloque de granito.

Tras pasar con él todo un día, Perot pensó que, en un mundo de falsificaciones, el coronel era un artículo genuino.

Aquel día, y durante los años que siguieron, Perot aprendió mucho acerca de Simons. Lo que más le impresionó de él fue la actitud de sus hombres hacia su líder. Le recordaba a Vince Lombardi, el legendario entrenador de los Green Bay Packers; éste inspiraba a sus hombres emociones que iban desde el temor, pasando por el respeto, hasta la admiración y el amor. Era un tipo imponente y un comandante agresivo que maldecía continuamente y solía gritar a los soldados: «¡Haga lo que le ordeno o le arranco la maldita cabeza!», pero esas frases no afectaban el ánimo de sus comandos, escépticos y endurecidos en las batallas. Bajo su rudeza externa se escondía un interior igualmente rudo.

Quienes habían servido a sus órdenes no conocían nada mejor que sentarse a contar historias sobre Simons. Pese a su físico semejante a un toro, su apodo no se debía a ello sino, según contaba la leyenda, a un juego que practicaban los soldados y que se denominaba «el toril». Se excavaba un hoyo de metro ochenta de hondo, y un hombre se metía en él. El objetivo del juego era averiguar cuántos hombres hacían falta para sacar del hoyo al individuo. Simons consideraba que el juego era una tontería, pero en cierta ocasión lo convencieron de que participara. Hicieron falta quince hombres para sacarlo, y varios de ellos tuvieron que pasar la noche en el hospital con dedos y narices rotas, y profundas mordeduras. Después de aquello lo apodaron el toro.

Pero averiguó más adelante que casi toda la historia era una exageración. Simons participó en el juego más de una vez, habitualmente se precisaban cuatro hombres para sacarlo, y nunca salió nadie con un hueso roto. Simons era, sencillamente, del tipo de hombres sobre quienes se hacen leyendas. El coronel se ganó la lealtad de sus hombres no con demostraciones de envalentonamiento, sino por su capacidad como jefe militar. Era meticuloso, infinitamente paciente en sus planes y muy cauteloso. Una de sus frases habituales era: «Ése es un riesgo que no debemos correr», y se enorgullecía de regresar de una misión sin haber sufrido bajas.

En la guerra de Vietnam, Simons había conducido la operación «Estrella Blanca». Se trasladó a Laos con 107 hombres y organizó veinte batallones entre los hombres de las tribus mao para que se enfrentaran a los vietnamitas. Uno de esos batallones se pasó al otro bando llevándose prisioneros a algunos boinas verdes de Simons. El coronel subió a un helicóptero y tomó tierra en medio del recinto defensivo donde estaba el batallón desertor. Al ver a Simons, el coronel laosiano se adelantó, se puso firme y lo saludó. Simons le exigió que le entregara inmediatamente los prisioneros, o de lo contrario ordenaría un bombardeo aéreo y destruiría el batallón entero. El coronel entregó a los prisioneros. Simons se los llevó, y ordenó de todos modos el bombardeo. Tres años después, Simons regresó de Laos con sus 107 hombres. Perot no había comprobado la veracidad de esa historia, pero le gustaba.

La segunda vez que Perot estuvo con Simons fue después de la guerra. Perot había alquilado prácticamente todo un hotel de San Francisco y ofrecía una fiesta de fin de semana, en honor de los prisioneros de guerra que regresaban, en la que reunió a los participantes en el asalto de Son Tay. Le costó a Perot un cuarto de millón de dólares, pero resultó una fiesta magnífica. Nancy Reagan, Clint Eastwood y John Wayne estuvieron presentes. Perot nunca olvidaría el encuentro entre John Wayne y Bull Simons. John Wayne le estrechó la mano a Simons con lágrimas en los ojos y dijo: «Usted es la persona que yo represento en mis películas».

Antes del desfile bajo el confeti, Perot le pidió a Simons que dirigiera la palabra a los soldados y les advirtiera de no responder a los manifestantes antibelicistas.

—En San Francisco se han llevado a cabo más manifestaciones antibelicistas de lo normal —le dijo Perot—, y usted no escogió a sus hombres precisamente por sus buenos modales. Si alguno se irrita en exceso es muy probable que le rompa la cara a algún pobre diablo y luego tenga que arrepentirse.

Simons contempló a Perot. Fue la primera vez que Perot experimentó «la mirada de Simons». Era una mirada que hacía sentirse a uno la persona más ridícula de la historia. Le hacía desear a uno no haber dicho nada. Le hacía desear a uno que la tierra lo tragara.

—Ya he hablado con ellos —contestó Simons—. No ocasionarán problemas.

Aquel fin de semana y posteriormente, Perot llegó a conocer mejor a Simons y a ver otros aspectos de su personalidad. Simons podía ser encantador cuando quería. Margot, la esposa de Perot, estaba encantada con él, y los niños lo encontraban maravilloso. Con sus hombres utilizaba la jerga militar, con profusión de obscenidades, pero tenía una conversación sorprendentemente refinada cuando hablaba en un banquete o en una conferencia de prensa. Había estudiado periodismo. Algunos de sus gustos eran sencillos, leía westerns a puñados y le agradaba lo que sus hijos denominaban «música de supermercado», pero también leía gran cantidad de ensayos y tenía una viva curiosidad por todo tipo de cosas. Solía hablar de antigüedades o de historia tanto como de batallas y armamento.

Perot y Simons, dos personalidades testarudas y dominantes, pudieron entenderse respetando el modo de ser del otro. No se hicieron amigos íntimos. Perot nunca llamó a Simons por su nombre de pila, Art (aunque Margot sí lo hacía). Igual que la mayoría, Perot nunca sabía con certeza qué estaba pensando Simons, a menos que éste decidiera hacérselo saber. Perot recordaba su primer encuentro en Fort Bragg. Antes de levantarse para hacer su intervención, Perot le preguntó a la esposa de Simons, Lucille, cómo era en realidad su marido. «Oh, es como un gran oso de peluche», respondió ella. Perot repitió la descripción durante el discurso. Los soldados del asalto de Son Tay se partían de risa, pero Simons ni siquiera esbozó una sonrisa.

Perot no sabía si aquel hombre impenetrable querría encargarse del rescate de dos ejecutivos de la EDS de una cárcel iraní. ¿Se sentiría agradecido Simons por aquella fiesta de San Francisco? Quizá. Después de aquello, Perot le financió a Simons un viaje a Laos en busca de soldados desaparecidos en acción que no habían regresado con los prisioneros de guerra. A la vuelta de Laos, Simons manifestó a un grupo de ejecutivos de la EDS: «Es difícil decirle que no a Ross Perot».

Mientras aparcaba en el aeropuerto de Denver, Perot se preguntó si, después de seis años, Simons todavía seguiría pensando lo mismo de él.

De todos modos, tal contingencia quedaba todavía muy lejana. Antes, Perot iba a intentar cualquier otra solución.

Llegó a la terminal, adquirió un pasaje para el siguiente vuelo a Dallas y buscó un teléfono. Llamó a la EDS y habló con T. J. Márquez, uno de sus principales ejecutivos, a quien llamaban T. J. en lugar de Tom, debido a la gran cantidad de Toms empleados en la EDS.

—Quiero que vayas a buscar mi pasaporte y me consigas un visado para Irán —le dijo a T. J.

—Ross, creo que es la peor idea del mundo —le respondió éste.

Si le dejaban, T. J. podía pasarse discutiendo hasta el anochecer.

—No voy a discutir contigo —replicó Perot en tono cortante—. Yo fui quien convenció a Paul y Bill de que fueran allí, y seré yo quien los saque.

Colgó el aparato y se encaminó a la puerta de salida. Entre una cosa y otra, aquellas Navidades habían sido un desastre.

T. J. se sintió un poco molesto. Como viejo amigo de Perot y vicepresidente de la EDS, no estaba acostumbrado a que le hablaran como a un meritorio. Aquél era un fallo continuo de Perot; cuando estaba exaltado, solía pisarle los dedos de los pies a cualquiera sin advertir siquiera que le hacía daño. Perot era un hombre notable, pero no era un santo.