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El grupo de logística de Coburn empezó a trabajar haciendo reservas de avión, contratando autobuses para el traslado al aeropuerto y fotocopiando hojas de instrucciones. A las diez de la mañana, Coburn se reunió con los jefes de grupo en el «Bucarest» y empezaron a llamar a los evacuantes.

Consiguió reservas para la mayoría en un vuelo de la PanAm a Estambul, el viernes ocho de diciembre. Los restantes, entre ellos Liz Coburn y los cuatro pequeños, saldrían en un vuelo de Lufthansa a Frankfort el mismo día.

En cuanto quedaron confirmadas las reservas, dos altos ejecutivos de la central de la EDS, Merv Stauffer y T. J. Márquez, partieron de Dallas hacia Estambul para reunirse con los evacuados, conducirlos a los hoteles y organizar la siguiente etapa de su vuelo de regreso a casa.

Durante el día hubo una pequeña variación en los planes. Paul aún se mostraba reacio a abandonar su trabajo en Irán. Propuso que se quedara en Teherán un pequeño cuerpo de altos empleados para mantener en un funcionamiento mínimo la oficina, con la esperanza de que Irán se calmara y la EDS pudiera reanudar el trabajo normalmente. Dallas se mostró de acuerdo. Entre los voluntarios para quedarse estaba el propio Paul, su adjunto Bill Gaylord, Jay Coburn y la mayor parte del grupo logístico de éste. Hubo dos personas más que se quedaron sin desearlo, Cari y Vicky Commons; Vicky estaba embarazada de nueve meses y partiría una vez hubiera nacido el niño.

El viernes por la mañana, con los bolsillos llenos de billetes de diez mil riales (unos 140 dólares) para sobornos, tomaron virtualmente un sector del aeropuerto de Mehrabat, al oeste de Teherán. Coburn tenía gente rellenando los billetes tras el mostrador de la PanAm, gente en el control de pasaportes, gente en el vestíbulo de salidas, y gente encargándose del equipaje. Había más reservas para ese vuelo que plazas en el avión; los sobornos aseguraron que no se quedara fuera del vuelo nadie de la EDS.

Hubo dos momentos especialmente tensos. La esposa de un empleado de la EDS, poseedora de un pasaporte australiano, no había conseguido el visado de salida porque las oficinas gubernamentales iraníes que los expedían estaban en huelga. (Su marido e hijos tenían pasaportes norteamericanos y por lo tanto no necesitaban visados). Cuando el marido llegó al control de pasaportes entregó su pasaporte y el de los pequeños en un montón, junto con seis o siete más. Cuando el guardia empezó a revisarlo, la gente de la EDS que hacía cola empezó a empujar hacia adelante y se armó un alboroto. Parte del equipo de Coburn se apretujó alrededor de la mesa haciendo preguntas en voz alta y simulando enfado por la tardanza. En la confusión, la mujer del pasaporte australiano se dirigió al vestíbulo de salidas sin que nadie la detuviera.

Otra familia había adoptado a un niño iraní y todavía no había conseguido pasaporte para el pequeño. Éste, de sólo unos meses, iba dormido en brazos de su madre, con el rostro hacia el suelo. Kathy Marketos, esposa de otro empleado, y de quien se decía que lo probaba todo por lo menos una vez, se colocó al bebé en uno de los brazos, dejó caer sobre él la gabardina, y lo llevo hasta el avión.

Sin embargo, transcurrieron muchas horas hasta que pudieron subir a los aviones. Ambos vuelos sufrieron retrasos. En el aeropuerto no había nada que comer y los evacuados se hallaban hambrientos; ante tal situación, poco antes del toque de queda, parte del equipo de Coburn corrió a la ciudad a comprar todo lo que de comestible pudiera encontrar. Compraron todas las existencias de varios puestos de kttche, carritos de venta ambulante que ofrecían caramelos, fruta y cigarrillos, y entraron en un Kentucky Fried Chicken, donde se hicieron con todas las existencias de panecillos. De vuelta al aeropuerto, mientras repartían lo conseguido entre la gente de la EDS en el vestíbulo de salidas, casi fueron asaltados por otros pasajeros hambrientos que aguardaban los mismos vuelos. Cuando regresaban a la ciudad, dos miembros del equipo fueron sorprendidos y detenidos por estar en la calle después del toque de queda, pero el soldado que les dio el alto se distrajo con otro vehículo que intentaba escapar, y los dos hombres se alejaron a toda velocidad en su coche mientras el soldado disparaba en la otra dirección.

El vuelo a Estambul partió poco después de medianoche. El vuelo a Frankfort salió al día siguiente, con treinta y una horas de retraso.

Coburn y la mayor parte del equipo pasaron la noche en el «Bucarest». Nadie los esperaba en sus casas.

Mientras Coburn se encargaba de la evacuación, Paul había intentado averiguar quién quería confiscarle el pasaporte y por qué.

El subdirector administrativo, Rich Gallagher, era un joven norteamericano hábil en el trato con la burocracia iraní. Gallagher fue uno de los voluntarios para permanecer en Teherán. Su esposa Cathy también se había quedado, pues tenía un buen empleo en la base militar norteamericana de la ciudad. Los Gallagher no quisieron marcharse. Además, no tenían hijos de quienes preocuparse. Sólo un caniche llamado Buffy.

El mismo día en que le pedían a Fara que llevara los pasaportes, cinco de diciembre, Gallagher se personó en la embajada estadounidense con uno de los hombres cuyo pasaporte exigían los iraníes: Paul Bucha, que ya no trabajaba en Irán pero que se encontraba de visita en la ciudad.

Los dos hombres se entrevistaron con el cónsul general, Lou Goelz. Goelz, experimentado cónsul que rebasaba ya la cincuentena, era un hombre gordo y casi calvo, con un mechón de cabello cano. Hubiera resultado un buen Santa Claus. Junto a Goelz había un miembro iraní del personal consular, Alí Jordán.

Goelz aconsejó a Bucha que tomara el avión. Fara, en su desconocimiento, había explicado a la policía que Bucha no estaba en Irán, y parecía haberla creído. Tenía todas las probabilidades de pasar inadvertido.

Goelz también se ofreció a guardar los pasaportes y permisos de residencia de Paul y Bill para mayor seguridad. Así, si la policía hacia una petición formal de los documentos, la EDS podría remitirlos a la embajada.

Entretanto, Alí Jordán se comunicaría con la policía e intentaría descubrir qué diablos sucedía.

Ese mismo día, los pasaportes y documentos fueron enviados a la embajada.

A la mañana siguiente, Bucha tomó su vuelo y salió de Irán. Gallagher llamó a la embajada. Alí Jordán había hablado con el general Biglari, del Departamento de Policía de Teherán. Biglari le informó que Paul y Bill debían permanecer en el país, y que serían detenidos si intentaban salir de él.

Gallagher le preguntó la razón.

Se les consideraba «testigos materiales en una investigación», logró entender Alí Jordán.

—¿Qué investigación?

Jordán no lo sabía.

Paul quedó desconcertado y muy nervioso cuando Gallagher le informó de todo ello. No se había visto envuelto en ningún accidente de circulación, no había presenciado ningún delito, no tenía relaciones con la CIA… ¿Qué o quién estaba siendo investigado? ¿La EDS? ¿O era esa investigación una mera excusa para mantener a Paul y Bill en Irán y forzarlos a continuar manejando las computadoras del sistema de Seguridad Social?

La policía hizo una concesión. Alí Jordán argumentó que la policía tenía derecho a confiscar los permisos de residencia, que eran propiedad del gobierno iraní, pero no los pasaportes, que eran propiedad del gobierno norteamericano. El general Biglari transigió en aquel punto.

Al día siguiente, Gallagher y Alí Jordán acudieron a la comisaría para entregar los documentos a Biglari. En el camino, Gallagher le preguntó a Jordán si consideraba que había posibilidades de que Paul y Bill fueran acusados de algún delito.

—Lo dudo muchísimo —contestó Jordán.

Ya en la comisaría, el general advirtió a Jordán que la embajada sería responsable si Paul y Bill abandonaban el país por otros medios, como algún avión militar norteamericano.

Un día después, el ocho de diciembre, día de la evacuación, Lou Goelz llamó a la EDS. Había descubierto, por medio de una «fuente» del Ministerio de Justicia iraní, que la investigación en la que se consideraba a Paul y Bill como testigos materiales estaba relacionada con las presuntas corrupciones del encarcelado ministro de Sanidad, doctor Sheikholeslamizadeh.

Para Paul representó un cierto alivio conocer, por fin, de qué iba el asunto. Ahora podría contar con toda tranquilidad la verdad a los investigadores: la EDS no había pagado sobornos. Dudaba que nadie hubiera sobornado al ministro. Los burócratas iraníes eran notoriamente corruptos, pero el doctor Sheik (abreviatura que utilizaba Paul) parecía proceder de un mundo distinto. Cirujano ortopédico de profesión, poseía una mente perspicaz y una impresionante capacidad para dominar los detalles. En el Ministerio de Sanidad, se había rodeado de un grupo de jóvenes tecnócratas progresistas que encontraban medios para saltarse el papeleo y ser eficientes. El proyecto de la EDS era sólo una parte de su ambicioso plan para poner los servicios sanitarios y sociales al nivel norteamericano. Paul no creía que el doctor Sheik se estuviera llenando los bolsillos al mismo tiempo.

Paul no tenía nada que temer…, si era cierto lo que decía la «fuente» de Goelz. ¿Era así? El doctor Sheik había sido detenido tres meses antes. ¿Era sólo coincidencia que los iraníes advirtieran repentinamente la condición de testigos materiales de Paul y Bill una vez Paul les comunicó que la EDS abandonaría Irán a menos que el ministerio pagara la deuda?

Cuando hubo terminado la evacuación, los hombres de la EDS que quedaban se trasladaron a dos casas y permanecieron allí jugando al póquer durante los días 10 y 11 de diciembre, los días santos de la Ashura. Hubo una casa con apuestas altas y otra con apuestas bajas. Tanto Paul como Coburn estaban en la primera. Para mayor protección, invitaron a los colegas de Coburn, sus dos contactos en la Inteligencia militar, quienes llevaban armas. En las mesas de póquer no se permitían armas, por lo que los dos hombres tuvieron que dejar sus pistolas en el vestíbulo.

Contrariamente a lo esperado, la Ashura pasó en relativa calma; millones de iraníes asistieron a manifestaciones contra el Sha en todo el país, pero se produjo escasa violencia.

Después de la Ashura, Paul y Bill volvieron a plantearse la huida del país, pero estaban a punto de recibir una sorpresa. Como paso previo, le pidieron a Lou Goelz que les devolviera los pasaportes. Goelz les comunicó que, de hacerlo, se vería obligado a informar al general Biglari. Eso, naturalmente, sería tanto como advertir a la policía de que Paul y Bill intentaban escapar.

Goelz insistió en que, al hacerse cargo de los pasaportes, ya había explicado a la EDS la existencia de tal pacto con la policía. Sin embargo, debió de decirlo en voz muy baja, pues nadie recordaba haberlo oído.

Paul estaba furioso. ¿Por qué había tenido que hacer Goelz pacto alguno con la policía? No tenía ninguna obligación de explicar qué hacía con los pasaportes americanos y, ¡por el amor de Dios!, no era asunto suyo ayudar a la policía a detener a Paul y Bill en Irán. La embajada estaba para ayudar a los norteamericanos, ¿no era así?

¿No podía Goelz romper su estúpido acuerdo, devolverles los pasaportes sin alboroto e informar a la policía un par de días después, cuando Paul y Bill estuvieran a salvo en Estados Unidos? De ningún modo, contestó Goelz. Si se enfrentaba a la policía, ésta pondría dificultades a toda gestión posterior, y Goelz tenía que preocuparse de los otros doce mil norteamericanos que todavía permanecían en Irán. Además, los nombres de Paul y Bill estaban ahora en la «lista negra» de la policía del aeropuerto; incluso con todos los papeles en regla, no conseguirían pasar el control de pasaportes.

Cuando la noticia de que Paul y Bill estaban inapelablemente retenidos en Irán llegó a Dallas, la EDS y sus abogados se pusieron de inmediato en movimiento. Los contactos que tenían en Washington no eran tan buenos como lo hubiesen sido bajo una Administración republicana, pero todavía contaban con buenos amigos. Hablaron con Bob Strauss, un poderoso investigador de conflictos de la Casa Blanca, quien precisamente era tejano. También conversaron con el almirante Tom Moorer, ex jefe de la Junta de Jefes de Estado Mayor, quien conocía a muchos de los generales que formaban el gobierno militar iraní, y con Richard Helms, otrora director de la CIA y ex embajador norteamericano en Irán. Como resultado de las presiones ejercidas en el Departamento de Estado, el embajador en Teherán, William Sullivan, presentó el caso de Paul y Bill en una reunión mantenida con el primer ministro iraní, general Azhari.

Ninguna gestión obtuvo resultados.

Los treinta días que Paul había concedido a los iraníes para saldar la deuda transcurrieron y, el 16 de diciembre, le escribió al doctor Emrani dando por rescindido formalmente el contrato. Sin embargo, no se rendía. Había pedido a un puñado de ejecutivos evacuados que regresaran a Teherán, como señal de la buena disposición de la EDS para resolver los problemas existentes en el ministerio. Algunos de los ejecutivos que regresaron, animados por la pacífica Ashura, trajeron incluso a sus familias consigo.

Ni la embajada ni los abogados de la EDS en Teherán habían conseguido descubrir quién había ordenado las detenciones de Paul y Bill. Fue Majid, el padre de Fara, quien finalmente obtuvo del general Biglari tal información. El investigador era el magistrado examinador Hosain Dadgar, un funcionario de nivel medio perteneciente al despacho del fiscal del Estado, adscrito al departamento encargado de los delitos de los funcionarios públicos, cuyos poderes eran muy amplios. Dadgar llevaba a cabo la investigación sobre el doctor Sheik, el encarcelado ex ministro de Sanidad.

Dado que la embajada no podía convencer a los iraníes de que dejaran salir del país a Paul y Bill, ni devolverles a éstos sus pasaportes sin informar a la policía, ¿podrían al menos convencer al tal Dadgar de que interrogara a Paul y Bill lo antes posible para poder estar en casa para Navidad? Según Goelz, la Navidad no significaba nada para los iraníes pero el Año Nuevo sí, por lo que intentaría concertar una reunión antes de esa fecha.

Durante la segunda mitad de diciembre se produjeron nuevos disturbios, (y lo primero que hicieron los ejecutivos que acababan de regresar fue preparar un nuevo plan para una segunda evacuación. La huelga general prosiguió y las exportaciones de petróleo, principal fuente de ingresos del gobierno, quedaron paralizadas, reduciendo a cero las posibilidades iraníes de saldar la deuda con la EDS. En el ministerio trabajaban tan pocos empleados que los hombres de la EDS no podían hacer nada, y Paul envió a la mitad a Estados Unidos para Navidad.

Paul hizo las maletas, cerró su casa y se trasladó al Hilton, preparado para regresar a Norteamérica a la primera oportunidad.

La ciudad estaba plagada de rumores. Jay Coburn recogió en su red la mayor parte y le comunicó a Paul los más interesantes. Uno de los más inquietantes lo dio a conocer Bunny Fleischaker, una muchacha norteamericana con amigos en el Ministerio de Justicia. Bunny había trabajado para la EDS en Estados Unidos, y había mantenido contactos con la empresa en Teherán, pese a que ya no pertenecía a la compañía. La muchacha llamó a Coburn para hacerle saber que el Ministerio de Justicia proyectaba detener a Paul y Bill.

Paul trató el asunto con Coburn. El rumor contradecía todo lo que les estaban diciendo en la embajada. Ambos consideraron que los consejos de la embajada eran seguramente más fiables que los de Bunny Fleischaker. Decidieron no tomar ninguna medida.

Paul pasó tranquilo el día de Navidad con un grupo de colegas en casa de Pat Sculley, un joven ejecutivo de la EDS que se había presentado voluntario para regresar a Teherán. Mary, la esposa de Sculley, había regresado también y se encargó de cocinar la comida de Navidad. Paul echó en falta a Ruthie y los niños.

Dos días después de Navidad, llamó la embajada. Habían conseguido fijar una cita ante el magistrado examinador Hosain Dadgar. La entrevista tendría lugar a la mañana siguiente, día 28 de diciembre, en el edificio del Ministerio de Sanidad, situado en la avenida Eisenhower.

Bill Gaylord entró en el despacho de Paul poco después de las nueve con una taza de café en la mano y vestido con el uniforme de la EDS: traje de negocios, camisa blanca, corbata discreta y zapatos negros.

Igual que Paul, Bill tenía treinta y nueve años, estatura mediana y constitución rechoncha. Sin embargo, allí terminaban todas las semejanzas. Paul tenía un color de piel oscuro, cejas espesas, ojos hundidos y nariz prominente. Cuando vestía de sport, solían tomarle por iraní hasta que abría la boca y soltaba su inglés con acento neoyorquino. Bill tenía un rostro plano y redondo y la piel blanca. Nadie podía tomarle por otra cosa más que por anglosajón.

Los dos tenían mucho en común. Ambos eran católicos, aunque Bill era más devoto. Les encantaba la buena mesa. Ambos habían llegado a ingenieros de sistemas y habían entrado en la EDS a mediados de los sesenta, Bill en 1965 y Paul en 1966. Los dos habían hecho espléndidas carreras dentro de la empresa, pero Paul, aunque había entrado un año después, era ahora el superior de Bill. Éste conocía al dedillo el tema de la asistencia sanitaria y era un relaciones públicas de primera categoría, pero no era tan emprendedor y dinámico como Paul. Bill era un penetrante pensador y un organizador meticuloso. Si Bill tenía que presentar algún proyecto importante, Paul no tenía que preocuparse; Bill habría preparado cada palabra que pronunciara.

Juntos formaban un buen equipo. Cuando Paul se impacientaba, Bill le hacía detenerse y reflexionar. Cuando Bill pretendía planificar hasta el mínimo detalle su camino, Paul le incitaba a ponerse en marcha y avanzar.

Se habían conocido superficialmente en Estados Unidos, pero en los últimos nueve meses habían llegado a conocerse bien. A su llegada a Teherán, el mes de marzo anterior, Bill vivió en casa de los Chiapparone hasta que su esposa Emily y sus hijos pudieron reunirse con él. Paul se consideraba casi su protector. Era una vergüenza que Bill no hubiese tenido más que problemas en Irán.

A Bill le preocupaban los disturbios y tiroteos mucho más que a la mayoría, quizá porque no llevaba mucho tiempo en Irán, o quizá porque era de natural más dado a preocuparse. También se tomó el problema del pasaporte más en serio que Paul. En cierta ocasión llegó a sugerir incluso que los dos tomaran un tren hacia el nordeste de Irán y cruzaran la frontera con Rusia, sobre la base de que a nadie se le ocurriría que unos hombres de negocios norteamericanos pudieran huir vía la Unión Soviética.

Bill también echaba mucho en falta a Emily y los niños, y Paul se sentía en cierto modo responsable, pues le había pedido a Bill que fuera a trabajar con él a Irán.

Sin embargo, todo estaba a punto de terminar. Hoy verían al señor Dadgar y les serían devueltos los pasaportes. Bill tenía plaza reservada en uno de los vuelos del día siguiente, y Emily estaba ultimando una fiesta de bienvenida para él que se celebraría en Nochevieja. Pronto, todo aquello parecería sólo un mal sueño.

Paul sonrió a Bill.

—¿Preparado?

—Cuando quieras.

—Voy a llamar a Abolhasan.

Paul alzó el teléfono. Abolhasan era el empleado iraní de más alta categoría y aconsejaba a Paul sobre los métodos iraníes en el campo de los negocios. Hijo de un distinguido abogado, estaba casado con una norteamericana y hablaba muy bien el inglés. Una de sus tareas era traducir al parsí los contratos de la EDS. En esta ocasión, haría de intérprete para Paul y Bill en su encuentro con Dadgar. Abolhasan acudió de inmediato al despacho de Paul y salieron juntos los tres. No les acompañó ningún abogado. Según la embajada, la reunión sería de pura rutina y el interrogatorio informal. Llevar a un abogado no sólo no tenía objeto, sino que podía predisponer en su contra al señor Dadgar, y hacerle sospechar que Paul y Bill tenían algo que ocultar. A Paul le hubiera gustado que un miembro de la embajada estuviera presente, pero también esta propuesta fue descartada por Lou Goelz; no era costumbre de la embajada enviar representantes a una reunión de aquel tipo. Sin embargo, Goelz había aconsejado a los dos hombres que llevaran consigo documentos acreditativos de la fecha de entrada en Irán, de sus cargos oficiales y del alcance de sus responsabilidades como ejecutivos de la EDS.

Mientras el automóvil se abría camino entre el desquiciado tráfico habitual en Teherán, Paul se sintió deprimido. Le alegraba la idea de volver a casa, pero le desagradaba admitir su fracaso. Había llegado a Irán para levantar los negocios de la EDS en el país, y al final se encontraba desmantelándolos. Lo mirase como lo mirase, la primera aventura de la compañía en el extranjero había resultado un fracaso. No era culpa de Paul que el gobierno iraní se hubiese quedado sin dinero, pero aquello no era un gran consuelo, las excusas no daban beneficios.

Avanzaron por la avenida Eisenhower, ancha y recta como una autopista norteamericana, y llegaron hasta el patio de un edificio cuadrado, de diez pisos de altura, protegido y guardado por soldados dotados de fusiles automáticos. Era el centro de organización de la Seguridad Social del Ministerio de Sanidad y Bienestar Social. Allí tenía que haberse instalado el centro neurálgico del nuevo Estado benefactor iraní; allí, codo con codo, el gobierno iraní y la EDS habían aunado esfuerzos para edificar un sistema de Seguridad Social. La EDS ocupaba toda la séptima planta, y allí tenía Bill su despacho.

Paul, Bill y Abolhasan mostraron sus credenciales y entraron. Los pasillos estaban sucios y apenas decorados, y el edificio estaba frío; la calefacción volvía a estar cortada. Fueron conducidos al despacho que utilizaba el señor Dadgar.

Lo encontraron en una salita de paredes sucias, sentado tras un viejo escritorio metálico de color gris. Frente a él, sobre el escritorio, había un cuaderno de notas y un bolígrafo. Paul vio por la ventana el centro de datos que la EDS estaba construyendo a escasa distancia.

Abolhasan hizo las presentaciones. Junto al escritorio de Dadgar había una mujer iraní sentada en una silla; se llamaba señora Nourbash y era la intérprete de Dadgar.

Tomaron asiento en unas sillas metálicas desvencijadas. Se sirvió té. Dadgar empezó a hablar en parsí. Tenía una voz suave pero bastante hueca, y un rostro inexpresivo. Paul lo estudió mientras aguardaba la traducción. Dadgar era un hombre bajo y rechoncho, de unos cincuenta años, y por alguna razón le recordó a Paul a Archie Bunker. Tenía la tez oscura y el cabello peinado hacia adelante, como para ocultar el hecho de que lo estaba perdiendo. Llevaba bigote y gafas, y un traje sobrio.

Dadgar terminó de hablar y Abolhasan tradujo:

—Les advierte de que tiene capacidad para detenerlos si considera insatisfactorias las respuestas a sus cuestiones. En caso de que no estuvieran advertidos de ello al presentarse, dice que puede aplazarse la entrevista para conceder a los abogados tiempo suficiente para acordar una fianza.

A Paul le sorprendió esta actitud, pero la valoró rápidamente, como hacía con cualquier decisión comercial. «Muy bien —pensó—, lo peor que puede suceder es que no nos crea y nos arreste, pero no somos asesinos y en veinticuatro horas saldremos bajo fianza. Entonces quedaremos confinados en el país y tendremos que reunimos con nuestros abogados para intentar resolver las cosas…, lo cual no empeora la situación en que nos encontramos ahora».

Volvió la mirada hacia Bill.

—¿Qué opinas?

Bill se encogió de hombros.

—Goelz dice que esta reunión es pura rutina. Esta mención a una fianza suena a mero formulismo… como cuando le leen a uno sus derechos.

Paul asintió.

—Y lo último que queremos es un aplazamiento.

—Entonces, sigamos adelante.

Paul se volvió hacia la señora Nourbash.

—Por favor, dígale al señor Dadgar que ninguno de nosotros ha cometido delito alguno, y que ignoramos que alguien lo haya cometido, por lo que confiamos en que no se formulen cargos contra nosotros, y que preferiríamos terminar el asunto hoy para poder regresar a nuestro país.

La señora Nourbash hizo la traducción.

Dadgar dijo que primero quería entrevistar a Paul a solas. Bill debía regresar al cabo de una hora.

Bill salió.

Bill subió a su despacho del séptimo piso. Descolgó el teléfono, llamó al «Bucarest» y habló con Lloyd Briggs. Briggs era el número tres de la jerarquía, tras Paul y Bill.

—Dadgar dice que tiene capacidad para detenernos —le comunicó—. Quizá necesitemos depositar una fianza. Llame a los abogados iraníes y averigüe qué significa eso.

—Desde luego —respondió Briggs—. ¿Dónde está usted?

—En mi despacho, aquí en el ministerio.

—Le llamaré.

Bill colgó y aguardó. La idea de ser arrestado era ridícula. Pese a la omnipresente corrupción del moderno Irán, la EDS no había pagado un solo soborno para conseguir un contrato. Pero incluso si había habido sobornos, no eran cosa de Bill; su trabajo consistía en entregar el producto, no en conseguir el pedido. Briggs le llamó al cabo de unos minutos.

—No tiene de qué preocuparse —dijo—. La semana pasada, a un hombre acusado de asesinato le pusieron una fianza de un millón y medio de rials.

Bill hizo un cálculo apresurado: eran unos veinte mil dólares. La EDS los haría efectivos probablemente en metálico. Desde hacía algunas semanas habían reunido grandes cantidades de dinero en metálico, a causa de la huelga de bancos y por si lo necesitaban durante la evacuación.

—¿Cuánto tenemos en la caja fuerte de la oficina?

—Unos siete millones de rials, más cincuenta mil dólares.

Bill pensó que, en tal caso, incluso si los arrestaban, podrían hacer efectiva la fianza inmediatamente.

—Gracias —dijo—. Esto me tranquiliza.

Unos pisos más abajo, Dadgar había apuntado el nombre completo de Paul, su lugar y fecha de nacimiento, escuelas donde había estudiado, experiencia en computadoras y títulos obtenidos, también había examinado con minuciosidad el documento que nombraba oficialmente a Paul director de la Electronic Data Systems Corporation en Irán. Ahora pedía a Paul un resumen de cómo había conseguido la EDS el contrato con el Ministerio de Sanidad.

Paul respiró profundamente.

—En primer lugar, me gustaría señalar que yo no trabajaba en Irán en la época en que se negoció y firmó el contrato, por lo que no tengo conocimiento directo del tema. Sin embargo, le explicaré cuál creo que fue el procedimiento utilizado.

La señora Nourbash tradujo sus palabras y Dadgar asintió.

Paul continuó, hablando lentamente y con frases formales para ayudar a la intérprete.

—En 1975, un directivo de la EDS, Paul Bucha, supo que el ministerio buscaba una compañía de procesamiento de datos experimentada en trabajos para seguros sanitarios y Seguridad Social. Bucha vino a Teherán, mantuvo reuniones con funcionarios ministeriales y determinó la naturaleza y escala del trabajo que pretendía el ministerio. Se le dijo que el ministerio ya había recibido propuestas para el proyecto por parte de Louis Berger and Company, Marsh and McClennan, ISIRAN y Univac, y que estaba pendiente de recibirse una quinta propuesta, de Cap Gemini Sogeti. Afirmó que la EDS era la empresa de procesamiento de datos número uno en Estados Unidos y que estaba especializada exactamente en este tipo de trabajo de servicios sanitarios. Le ofreció al ministerio un estudio preliminar gratuito, y la oferta fue aceptada.

Al detenerse para la traducción, Paul advirtió que la señora Nourbash parecía recortar mucho la explicación; y lo que Dadgar apuntó fue más corto todavía. Continuó hablando aún más lentamente y deteniéndose con más frecuencia.

—Al ministerio le agradaron obviamente las propuestas de la EDS, pues nos pidió un estudio detallado por doscientos mil dólares. Los resultados del estudio fueron presentados en octubre de 1975. El ministerio aceptó nuestra propuesta y se iniciaron las negociaciones para el contrato. En agosto de 1976 se firmó.

—¿Se puso todo sobre la mesa? —preguntó Dadgar por mediación de la señora Nourbash.

—Absolutamente —contestó Paul—. Se emplearon otros tres meses en el trabajoso proceso de obtener las aprobaciones necesarias de todos los departamentos gubernamentales afectados, incluida la corte del Sha. No se omitió uno solo de esos pasos. El contrato entró en vigor a finales de aquel año.

—¿Fue exorbitante el precio del contrato?

—Preveía un beneficio máximo, antes de deducir los impuestos, de un veinte por ciento, lo cual está en la línea de otros contratos de esta magnitud, tanto aquí como en otros países.

—¿Y ha cumplido la EDS sus obligaciones según el contrato?

Aquello era algo de lo que Paul sí tenía conocimiento directo.

—Sí, así es.

—¿Puede presentar pruebas?

—Desde luego. El contrato especifica que debo reunirme con funcionarios del ministerio a intervalos determinados para revisar los progresos. Tales reuniones se han efectuado y el ministerio guarda actas de las reuniones en el archivo. El contrato establece un procedimiento de reclamación al cual el ministerio puede recurrir si la EDS no cumple las obligaciones estipuladas. Tal procedimiento no se ha utilizado nunca.

La señora Nourbash tradujo, pero Dadgar no apuntó nada. Paul pensó que, de todos modos, ya debía conocer aquellos detalles.

—Eche una mirada por la ventana —añadió—. Ahí está nuestro centro de datos. Vaya a verlo. Verá las computadoras. Tóquelas. Funcionan. Producen información. Lea las hojas impresas. Se están utilizando.

Dadgar tomó una breve nota. Paul se preguntó detrás de qué iría aquel hombre. La siguiente pregunta fue:

—¿Qué relación tiene usted con el grupo Mahvi?

—Cuando llegamos a Irán se nos dijo que, para hacer negocios aquí, tendríamos que tener socios iraníes. El grupo Mahvi es nuestro socio. Sin embargo, su principal papel es proporcionarnos personal iraní. Periódicamente nos reunimos con ellos, pero tienen poco que ver con la gestión de nuestro negocio.

Dadgar preguntó por qué el doctor Towliati, funcionario del ministerio, estaba en la nómina de la EDS. ¿No había ahí un conflicto de intereses?

Al fin hacía una pregunta con sentido. Paul comprendía que el papel de Towliati podía parecer irregular. Sin embargo, era fácil de explicar.

—En el contrato nos comprometimos a proporcionar consejeros expertos que ayudaran al ministerio a hacer el mejor uso de los servicios que estamos instalando. El doctor Towliati es uno de esos consejeros. Tiene conocimientos de procesamiento de datos y está familiarizado con los métodos comerciales norteamericanos e iraníes. Le paga la EDS y no el ministerio, porque los sueldos de éste son demasiado bajos para atraer a un hombre de su valía. Sin embargo, el ministerio está obligado a reembolsarnos su salario, como se especifica en el contrato; así pues, en realidad no le pagamos nosotros.

De nuevo, Dadgar no escribió apenas nada. Paul pensó que aquella información podía conseguirse en el archivo; quizá ya lo había hecho. Dadgar preguntó:

—¿Pero por qué firma facturas?

—Muy sencillo —contestó Paul—. No lo hace. Nunca las ha firmado. Lo máximo que hace es informar al ministro que un trabajo determinado se ha realizado, cuando este trabajo es demasiado técnico para que lo explique un lego en la materia. —Sonrió antes de proseguir—. Se toma su responsabilidad para con el ministerio muy en serio y suele ser nuestro crítico más furibundo. En toda ocasión hace un montón de preguntas muy precisas antes de dar por buena la terminación de un trabajo. A veces desearía tenerle conmigo.

La señora Nourbash hizo la traducción. Paul seguía preguntándose qué pretendía Dadgar. Primero preguntaba sobre las negociaciones del contrato, realizadas antes de que él se hiciera cargo; después, sobre el grupo Mahvi y el doctor Towliati, como si fueran extremadamente importantes. Quizá el propio Dadgar ignoraba lo que buscaba… Quizá sólo lanzaba el anzuelo con la esperanza de encontrar algo ilegal.

¿Cuánto tiempo iba a prolongarse aquella farsa?

Bill estaba fuera, en el pasillo, con el sobretodo puesto para protegerse del frío. Alguien le había llevado un vaso de té y se calentó las manos con él mientras bebía. El edificio, además de frío, estaba a oscuras.

Dadgar le había sorprendido desde el primer momento por su aspecto, distinto del habitual en los iraníes. Era frío, brusco y poco amistoso. La embajada había dicho que Dadgar estaba «dispuesto favorablemente» hacia él y Paul, pero no era ésta la impresión que tenía Bill.

Se preguntó a qué estaría jugando Dadgar. ¿Intentaba intimidarlos, o realmente consideraba la posibilidad de detenerlos? Fuera como fuese, la reunión no estaba desarrollándose como había previsto la embajada. El consejo de no acudir con abogados o representantes de la embajada parecía ahora un error; quizá la embajada no quería verse involucrada. Muy bien, Paul y Bill estaban solos. No iba a ser un día agradable. Pero a su término podrían regresar a casa.

Se asomó a la ventana y vio cierta agitación avenida Eisenhower abajo. A cierta distancia, los disidentes detenían los vehículos y colocaban carteles de Jomeini en los parabrisas. Los soldados que custodiaban el ministerio detenían los vehículos y rompían en pedazos los carteles. Mientras observaba, los soldados se volvían más y más agresivos. Le rompieron el faro a un coche y el parabrisas a otro, como para dar a los conductores una lección. Después, sacaron de un automóvil a un hombre y le golpearon.

El siguiente vehículo que acosaron fue un taxi, un coche color anaranjado de Teherán. El taxi no se detuvo, lo que no era de extrañar; sin embargo, los soldados parecieron enfurecerse y lo persiguieron disparando sus armas. Taxi y perseguidores desaparecieron de la vista de Bill.

Tras esto, los soldados pusieron fin a su macabro juego y regresaron a sus puestos dentro del recinto tapiado que se extendía ante el edificio del ministerio. El incidente, con su extraña mezcla de infantilismo y brutalidad, parecía resumir la situación de Irán. El país se estaba consumiendo. El Sha había perdido el control y los insurgentes estaban dispuestos a derrocarlo o a matarlo. Bill sintió lástima por los ocupantes de los coches, víctimas de las circunstancias que no podían sino esperar a que las cosas mejorasen. Si los iraníes no estaban seguros, pensó, los norteamericanos debían estar aún en mayor peligro. Tenían que salir de aquel país.

En el mismo pasillo había dos iraníes que observaban el incidente de la avenida Eisenhower. Parecían tan aterrados como Bill ante lo que veían.

La mañana dio paso a la tarde. Para almorzar le trajeron a Bill un bocadillo y más té. Se preguntó qué estaría sucediendo en la sala de interrogatorios. No se sorprendía de estar aguardando todavía. En Irán, «una hora» no significaba más que un impreciso «más tarde, quizá». Sin embargo, con el transcurso del tiempo fue inquietándose más. ¿Estaría Paul en dificultades ahí dentro?

Los dos iraníes permanecieron toda la tarde en el pasillo, sin hacer nada. Bill se preguntó vagamente quiénes serían. No les dirigió la palabra.

Deseó que el tiempo pasara más deprisa. Tenía una plaza reservada en el vuelo del día siguiente. Emily y los niños estaban en Washington, donde vivían los padres de Emily y los suyos. Habían preparado una gran fiesta de Nochevieja para él. Estaba impaciente por volverlos a ver a todos.

Debería haberse ido de Irán semanas antes, cuando empezaron los atentados con bombas. Una de las personas cuyas casas habían sido objeto de atentados era una muchacha que había sido compañera suya de clase en Washington, durante la escuela secundaria. La muchacha estaba casada con un diplomático de la embajada norteamericana. Bill había hablado con la pareja sobre el incidente. Por fortuna, nadie había resultado herido, pero todos se asustaron mucho. Bill pensó que debería haber hecho caso del aviso y haber salido entonces del país.

Por fin, Abolhasan abrió la puerta y gritó:

—Bill, entre, por favor.

Bill miró el reloj. Eran las cinco en punto. Entró.

—Hace frío —dijo mientras tomaba asiento.

—En esta silla se está bastante caliente —contestó Paul con una sonrisa forzada. Bill observó el rostro de Paul, que parecía muy incómodo.

Dadgar tomó un vaso de té y engulló un bocadillo antes de empezar a interrogar a Bill. Mientras lo observaba, Bill pensó: «Cuidado, ese tipo está intentando atraparnos para no dejarnos salir del país».

Se inició la entrevista. Bill le dio su nombre completo, fecha y lugar de nacimiento, escuelas donde había estudiado, títulos obtenidos y experiencia profesional. Mientras hacía las preguntas y anotaba las respuestas, el rostro de Dadgar permanecía imperturbable. «Como una máquina», pensó Bill.

Empezó a comprender por qué había sido tan larga la entrevista con Paul. Cada pregunta tenía que traducirse del parsí al inglés, y cada respuesta del inglés al parsí. La señora Nourbash hacía la traducción, y Abolhasan interrumpía de vez en cuando para clarificar o corregir alguna frase.

Dadgar le preguntó sobre el cumplimiento por parte de la EDS del contrato con el ministerio. Bill le contestó extensamente y al detalle, aunque el tema era complicado y altamente técnico, y tenía la absoluta seguridad de que la señora Nourbash no alcanzaba a entender nada de lo que él decía. De cualquier manera, nadie podía esperar que con un puñado de preguntas generales se alcanzase a comprender las complejidades del proyecto global. ¿Qué clase de tontería era aquélla?, se preguntó Bill. ¿Qué llevaba a Dadgar a permanecer sentado todo el día en una sala casi helada, haciendo preguntas estúpidas? Bill decidió que debía de tratarse de una especie de ritual persa. Dadgar necesitaba investigar los datos que poseía, demostrar que había explorado todas las posibilidades, y protegerse por adelantado contra posibles críticas por haberlos dejado ir. En el peor de los casos, podía retenerlos en Irán un tiempo más. Fuera como fuese, era cuestión de tiempo.

Tanto Dadgar como la señora Nourbash parecían hostiles. La entrevista fue pareciéndose cada vez más a un interrogatorio judicial. Dadgar dijo que los informes de progresos entregados por la EDS al ministerio eran falsos, y que la EDS los había utilizado para hacer pagar al ministerio por trabajos no realizados. Bill señaló que los funcionarios del ministerio, que estaban en situación de saberlo, nunca habían sugerido siquiera que los informes no fueran veraces. Si la EDS no había cumplido el trabajo, ¿dónde estaban las quejas? Dadgar podía examinar los archivos del ministerio.

Dadgar le preguntó por el doctor Towliati y, cuando Bill le explicó el trabajo de Towliati, la señora Nourbash, interviniendo antes de que Dadgar le diera nada que traducir, contestó que la explicación de Bill era falsa.

Hubo varias preguntas sin relación entre ellas, una de las cuales resultaba absolutamente desconcertante: ¿Tenía la EDS algún empleado griego? Bill le dijo que no, mientras se preguntaba qué relación tendría la pregunta con cualquier otra cosa. Dadgar parecía impaciente. Quizá había esperado que las respuestas de Bill estuvieran en contradicción con las de Paul, y ahora, disgustado, seguía adelante por puro formulismo. El interrogatorio se hizo somero y apresurado; Dadgar no ampliaba las respuestas de Bill con nuevas preguntas o peticiones aclaratorias. La entrevista quedó terminada al cabo de una hora.

—Y ahora —dijo la señora Nourbash—, ¿querrán poner ustedes sus firmas bajo cada pregunta y respuesta apuntadas en la libreta del señor Dadgar?

—¡Pero si están en parsí! ¡No entendemos una palabra de lo escrito! —protestó Bill. «Es un truco —pensó—. Podemos estar firmando una confesión de asesinato o de espionaje o cualquier otro delito que Dadgar se haya inventado».

—Yo revisaré las notas y comprobaré si corresponden a lo dicho aquí —intervino Abolhasan.

Paul y Bill aguardaron a que Abolhasan leyera las anotaciones. Pareció un examen muy superficial. Dejó la libreta sobre el escritorio y se volvió hacia los norteamericanos.

—Les aconsejo que firmen —dijo.

Bill estaba seguro de que no debía hacerlo, pero no tenía otro remedio. Si quería regresar a casa, tenía que firmar. Miró a Paul, y éste se encogió de hombros.

—Supongo que será mejor que lo hagamos.

Pasaron una a una las hojas de la libreta, por turno, escribiendo sus nombres bajo los garabatos incomprensibles del parsí.

Cuando hubieron terminado, la atmósfera de la sala era tensa. Ahora, pensó Bill, Dadgar tenía que decirles que podían irse.

Dadgar ordenó los papeles hasta formar un montón mientras hablaba con Abolhasan en parsí durante unos minutos. Después, abandonó la sala. Abolhasan se volvió hacia Paul y Bill, con el rostro grave.

—Los van a detener —dijo.

A Bill le dio un vuelco el corazón. Adiós avión, adiós Washington, adiós Emily, adiós fiesta de Nochevieja…

—Se les ha impuesto una fianza de noventa millones de tomans, sesenta para Paul y treinta para Bill.

—¡Jesús! —dijo Paul—. Noventa millones de tomans son… Abolhasan hizo el cálculo en un pedazo de papel.

—Un poco menos de trece millones de dólares.

—¡Está de broma! —Soltó Bill—. ¿Trece millones? Si la fianza de un asesino son veinte mil…

—Dadgar pregunta si están dispuestos a depositar la fianza —dijo Abolhasan.

Paul se echó a reír.

—Dígale que ando un poco escaso de efectivo, que tendré que pasar por el banco.

Abolhasan no dijo nada.

—No puede hablar en serio.

—Va muy en serio —replicó Abolhasan.

De repente, Bill se sintió furioso. Furioso con Dadgar, furioso con Lou Goelz y furioso con todo el maldito mundo. Habían acudido a la entrevista por su propia voluntad, para mantener un compromiso adquirido por la embajada norteamericana. No habían hecho nada malo y nadie tenía un asomo de prueba contra ellos… ¡Y sin embargo los iban a encerrar! Peor aún, ¡los iban a encerrar en una prisión iraní!

—Se les permite una llamada a cada uno —intervino Abolhasan.

Igual que en las películas de detectives de la televisión. Una llamada, y luego a la jaula.

Paul descolgó el teléfono y marcó.

—Lloyd Briggs, por favor. Aquí Paul Chiapparone… ¿Lloyd? Hoy no vendré a cenar. Me llevan a la cárcel.

Bill pensó que Paul todavía no se lo creía del todo.

Paul escuchó unos instantes. Luego prosiguió:

—¿Qué tal si llamamos a Gayden, para empezar?

Bill Gayden, cuyo nombre tanto se parecía a Bill Gaylord, era el presidente de la EDS Mundial, y jefe inmediato de Paul. En cuanto la noticia llegara a Dallas, pensó Bill, aquellos bufones iraníes se enterarían de qué sucede cuando la EDS se pone realmente en marcha.

Paul colgó y le tocó el turno de llamar a Bill. Marcó el número de la embajada norteamericana y pidió que le pusieran con el cónsul general.

—¿Goelz? Aquí Bill Gaylord. Acaban de detenernos, y nos han puesto una fianza de trece millones de dólares.

—¡Vaya, yo…!

—¡Al diablo, Goelz! —Bill se sentía furioso ante el tono de voz mesurado y tranquilo del cónsul—. ¡Usted arregló esta reunión y nos aseguró que después podríamos irnos!

—Estoy seguro de que si no han hecho nada malo…

—¿Qué significa ese «si…»? —gritó Bill.

—Enviaré a alguien a la cárcel lo antes posible —dijo Goelz.

Bill colgó.

Los dos iraníes que habían permanecido todo el día en el pasillo entraron en la sala. Bill advirtió que eran grandes y fornidos, y se dio cuenta de que eran policías de paisano.

—Dadgar dice —intervino Abolhasan— que no será necesario esposarlos.

—¡Vaya, muchas gracias! —replicó Paul.

Bill recordó de súbito las historias que había oído sobre las torturas a los presos en las cárceles del Sha. Intentó no pensar en ello. Abolhasan habló otra vez.

—¿Quieren que me haga cargo de sus carteras y billeteros?

Ambos se los entregaron. Paul se guardó cien dólares.

—¿Sabe usted dónde está la cárcel? —le preguntó Paul a Abolhasan.

—Los llevan al Centro de Detención Temporal del Ministerio de Justicia, en la calle Jayyam.

—Regrese rápidamente al «Bucarest» y explíquele a Lloyd Briggs todos los detalles.

—Desde luego.

Uno de los policías de paisano mantenía abierta la puerta. Bill dirigió la mirada a Paul. Éste se encogió de hombros.

Salieron.

Los policías los escoltaron escaleras abajo hasta un pequeño automóvil.

—Supongo que tendremos que pasar un par de horas en la cárcel —dijo Paul—. La embajada y la EDS no tardarán más de ese tiempo en enviar a alguien allí para gestionar la libertad provisional.

—Puede que ya estén allí —añadió Bill optimista.

El mayor de los dos policías se puso al volante. Su colega se sentó a su lado, en el asiento delantero. Salieron del patio a la avenida Eisenhower, a buena velocidad. De repente, dieron la vuelta por una estrecha callejuela de dirección única, enfilándola en dirección contraria a toda velocidad. Bill se agarró al asiento que tenía delante. Zigzaguearon a izquierda y derecha, esquivando los coches y autobuses que venían de frente mientras los demás conductores hacían sonar las bocinas y levantaban los puños.

Se dirigieron hacia el sur y ligeramente hacia el este. Bill volvió a pensar en su llegada a la cárcel. ¿Habría ya allí alguien de la EDS o de la embajada para negociar una reducción de la fianza y conseguir así que los enviaran a casa, en lugar de a una celda? Seguramente, el personal de la embajada estaría furioso por lo que había hecho Dadgar. El embajador Sullivan intervendría para que los liberaran de inmediato. Después de todo, era una monstruosidad encerrar a dos norteamericanos en una prisión iraní cuando no habían cometido delito alguno y ponerles fianza de trece millones de dólares. Toda la situación era ridícula.

Pero allí estaba él, en la parte trasera de aquel coche, mirando en silencio por la ventanilla y preguntándose qué sucedería a continuación. Cuanto más avanzaban hacia el sur, más le atemorizaba lo que veía por la ventanilla.

En la zona norte de la ciudad, donde vivían y trabajaban los norteamericanos, los disturbios y tiroteos eran un fenómeno poco frecuente pero en el barrio por donde pasaban ahora, advirtió Bill, los choques debían de ser continuos. Los armazones chamuscados de autobuses incendiados humeaban por las calles. Cientos de manifestantes, entre gritos y cánticos, provocaban disturbios e incendios y montaban barricadas. Adolescentes casi niños lanzaban cócteles Molotov (botellas de gasolina con trapos encendidos en el cuello) contra los coches. El objetivo de sus ataques parecía ser indiscriminado. Bill pensó que ellos podían ser los siguientes. Oyó disparos, pero ya oscurecía y no pudo distinguir quién disparaba y contra qué. El conductor no iba en ningún momento a menos de la velocidad máxima. Todas las demás calles estaban bloqueadas por una multitud, una barricada o un coche en llamas; el conductor dio la vuelta, sin hacer caso de ninguna señal de tráfico, y se lanzó por callejuelas laterales y callejones inverosímiles a matacaballo para rodear los obstáculos. Bill pensó que no salían de aquélla con vida, y tanteó el rosario que llevaba en el bolsillo.

La loca carrera pareció durar una eternidad. Después, de repente, el automóvil se coló en un patio circular y se detuvo. Sin cruzar palabra, el fornido conductor salió del coche y se encaminó al edificio.

El Ministerio de Justicia era una construcción grande, que ocupaba toda una manzana de casas. En la oscuridad (las luces de la calle estaban apagadas), Bill logró reconocer lo que parecía ser un edificio de cinco plantas. El conductor estuvo dentro entre diez y quince minutos. Cuando salió, se puso al volante y los llevó a la parte de atrás del edificio. Bill imaginó que había registrado la entrada de los dos prisioneros en la recepción.

En la parte de atrás del ministerio, el coche se subió a la acera y se detuvo junto a un par de puertas de acero instaladas en un muro alto y largo de ladrillos. A cierta distancia a su derecha, donde terminaba el muro, se percibía el vago perfil de un pequeño parque o jardín. El conductor salió del vehículo. Se abrió una mirilla en una de las puertas y hubo una corta conversación en parsí. A continuación, las puertas se abrieron. El conductor indicó a Paul y Bill que descendieran del coche.

Cruzaron las puertas.

Bill echó una mirada en derredor. Estaban en un pequeño patio cerrado. Vio a diez o quince guardias, armados con fusiles automáticos, repartidos por el patio. Frente a él había una calzada circular, con coches y camiones aparcados. A su izquierda, y erigido contra el muro de ladrillo, había un edificio de una sola planta. A su derecha había otra puerta de acero.

El conductor llegó hasta aquella segunda puerta de acero y llamó. Hubo otro intercambio de palabras en parsí a través de otra mirilla. Después se abrió la puerta y Paul y Bill fueron conducidos al interior.

Se hallaban en una pequeña zona de recepción, con un escritorio y unas pocas sillas, apreció Bill. No había abogados, ni miembros de la embajada, ni ejecutivos de la EDS que pudieran sacarlos de la cárcel. «Estamos solos —pensó—, y esto va a ser peligroso».

Tras el escritorio había un guardián con un bolígrafo en la mano y un montón de formularios. Hizo una pregunta en parsí. Por intuición, Paul dijo:

—Paul Chiapparone —y lo deletreó.

Llenar los formularios llevó casi una hora. Trajeron de la cárcel a un preso que hablaba inglés para ayudar a traducir. Paul y Bill dieron sus direcciones en Teherán, sus números de teléfono, y las fechas de nacimiento. Hicieron una lista de sus pertenencias. Les quitaron el dinero y les entregaron dos mil rials, unos treinta dólares, a cada uno.

Los llevaron a una sala adyacente y les dijeron que se quitaran la ropa. Ambos se quedaron en paños menores. Les revisaron las ropas y el cuerpo. Le dijeron a Paul que volviera a vestirse, pero no a Bill. Hacía mucho frío; allí también habían cortado la calefacción. Desnudo y temblando, Bill se preguntó qué sucedería a continuación. Evidentemente, eran los únicos norteamericanos de la prisión. Todo lo que había leído u oído acerca de las cárceles era terrible. ¿Qué les harían los guardias a él y a Paul? ¿Y los demás presos? Menos mal que en cualquier instante aparecería alguien para liberarlos.

—¿Me puedo poner el abrigo? —preguntó Bill a un guardián.

Éste no le entendió.

—Abrigo —insistió Bill, haciendo como que se lo ponía con gestos.

El guardián le tendió el abrigo.

Un poco más tarde entró otro guardián y le dijo que se vistiera.

Fueron conducidos otra vez a la zona de recepción. De nuevo, Bill miró alrededor ansiosamente, esperando ver algún abogado o conocido; de nuevo, su esperanza resultó vana.

Cruzaron la zona de recepción. Se abrió otra puerta. Descendieron un tramo de escaleras hasta el sótano.

Hacía frío y estaba sucio y oscuro. Había varías celdas, todas repletas de presos, todos iraníes. El hedor a orina obligó a Bill a cerrar la boca y a respirar superficialmente por la nariz. El guardián abrió la puerta de la celda número nueve. Paul y Bill entraron.

Dieciséis rostros sin afeitar los miraron, llenos de curiosidad. Paul y Bill miraron también, horrorizados.

La puerta de la celda se cerró tras ellos con estrépito.