El avión emprendió el descenso hacia Dallas.
Ross Perot se sentó junto a Rashid y le fue señalando el nombre de los lugares que sobrevolaban. Rashid contempló por la ventanilla la llana tierra ocre y las amplias autopistas que se alejaban en línea recta durante kilómetros y kilómetros. Norteamérica.
Joe Poché estaba muy satisfecho. Se sentía como cuando, siendo capitán de su club de rugby en Minnesota, al final de un largo encuentro, su equipo conseguía la victoria. La misma sensación le había asaltado a la vuelta de Vietnam. Había formado parte de un buen equipo, había sobrevivido, había aprendido mucho, había madurado.
Ahora, lo único que le faltaba para sentirse perfectamente feliz era un juego de ropa interior limpio.
Ron Davis estaba sentado junto a Jay Coburn.
—Oye, Jay, ¿cómo nos ganaremos la vida ahora?
—No lo sé —contestó Coburn con una sonrisa.
Davis pensó que resultaría extraño volverse a sentar detrás de un escritorio. No estaba seguro de que le gustara la perspectiva.
De repente, recordó que Marva ya estaba embarazada de tres meses. Debía de empezar a notársele. Se preguntó cómo estaría con el vientre hinchado. «Ya sé lo que necesito —pensó—. Necesito una coca cola. En lata. De máquina. En una gasolinera. Y Kentucky Fried Chicken».
Pat Sculley pensaba: «Nunca más taxis anaranjados».
Sculley estaba sentado al lado de Jim Schwebach; volvían a estar juntos, el pequeño dúo de la muerte, sin haber disparado un solo tiro contra nadie en toda la aventura. Habían venido discutiendo sobre qué podía aprender la EDS del rescate. La empresa tenía proyectos en otros países de Oriente Medio y empezaba a introducirse también en el Lejano Oriente. ¿Debía mantener un grupo de rescate permanente, un grupo de hombres de primera línea, entrenados, armados y dispuestos a realizar operaciones encubiertas en países lejanos? Llegaron a la conclusión de que no. Aquélla había sido una situación única. Sculley se dio cuenta de que no quería pasar más tiempo en países atrasados. En Teherán había llegado a odiar aquella prueba matutina de apretujarse en un taxi anaranjado con dos o tres personas gruñonas más, con música persa a todo volumen en la radio del vehículo y la inevitable discusión con el taxista sobre el precio del trayecto. Dondequiera que volviera a trabajar, hiciera lo que hiciese, pensó, iba a acudir a la oficina por su cuenta, en su coche, en un coche norteamericano grande, con aire acondicionado y música suave. Y cuando fuera al baño, en lugar de tener que agacharse sobre un agujero abierto en el maldito suelo, tendría siempre un retrete norteamericano, bien limpio y bien blanco.
Cuando el avión aterrizó, Perot le dijo a Sculley:
—Pat, tú serás el último en salir. Quiero que te asegures de que no hay ninguna dificultad para nadie, y que te encargues de cualquier problema que surja.
—Desde luego.
El avión se detuvo en la pista. Se abrió la puerta y subió a bordo una mujer.
—¿Dónde está? —dijo.
—Ahí —contestó Perot, señalando a Rashid.
Rashid fue el primero en descender del aparato. Perot pensó que Merv Stauffer lo había solucionado todo perfectamente.
Los demás empezaron a desembarcar y se encaminaron al control de aduanas. Al otro lado de la barrera, la primera persona a quien Coburn vio fue al rechoncho Merv Stauffer, con sus gafas, que sonreía de oreja a oreja. Coburn le pasó los brazos por los hombros y le abrazó. Stauffer se llevó la mano al bolsillo y sacó el anillo de boda de Coburn.
Éste se emocionó. Le había dejado el anillo a Stauffer para que lo guardara en lugar seguro. Desde entonces, Stauffer había sido el pivote sobre el que había girado toda la operación, sentado en Dallas con un teléfono al oído, haciendo que todo siguiera adelante. Coburn había hablado con él casi cada día, transmitiendo las órdenes y peticiones de Perot, y recibiendo informaciones y avisos.
Coburn sabía mejor que nadie lo importante que había sido Stauffer, y hasta qué punto se habían apoyado todos en él para hacer lo que fuera. Y sin embargo, con tantas cosas de por medio, Stauffer se había acordado del anillo de boda.
Coburn se lo puso. Había pensado mucho y a fondo en su matrimonio durante las horas vacías pasadas en Teherán. Sin embargo, ahora todo se había borrado de su mente y deseaba con ansia ver a Liz.
Merv le dijo que saliera de la terminal y subiera al autobús que aguardaba fuera. Coburn siguió sus instrucciones. En el autobús vio a Margot Perot. Le sonrió y se estrecharon la mano. Entonces, de repente, el aire se llenó de gritos de alegría y cuatro niños tremendamente excitados se le lanzaron encima: Kim, Kirsti, Scott y Kelly. Coburn se echó a reír e intentó abrazar a los cuatro a un tiempo.
Liz estaba detrás de los niños. Suavemente, Coburn se desenredó de los brazos de los pequeños. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Pasó los brazos por los hombros de su esposa, y no pudo articular palabra.
Cuando Keane Taylor subió al autobús, su esposa no lo reconoció. Su marido, habitualmente tan elegante, llevaba una chaqueta de esquiar color anaranjado sucísima, y un gorro de lana. No se había afeitado en una semana y había perdido siete kilos de peso. Taylor se quedó frente a ella unos segundos, hasta que Liz Coburn dijo:
—Mary, ¿no vas a decirle hola a Keane?
Después, sus hijos, Mike y Dawn, se le echaron encima. Aquel mismo día era el cumpleaños de Taylor. Hacía cuarenta y uno. Era el día más feliz de su vida.
John Howell vio a su esposa, Angela, sentada en la parte delantera del autobús detrás del conductor, con su hijo Michael, de once meses, en el regazo. El pequeño llevaba téjanos y una camiseta de rugby a rayas. Howell lo levantó y dijo:
—¡Eh, Michael!, ¿te acuerdas de tu padre?
Se sentó junto a Angie y le pasó el brazo por los hombros. Resultaba un poco difícil, allí en el asiento del autobús, y Howell era habitualmente demasiado tímido para hacer exhibiciones públicas de afecto, pero siguió estrechándola porque estaba muy a gusto.
Ralph Boulware fue recibido por Mary y las niñas, Stacy y Kecia. Alzó en brazos a Kecia y le dijo: «¡Feliz cumpleaños!». Todo estaba como debía, pensó mientras las abrazaba. Él había hecho lo que debía, y su familia estaba allí, donde debía estar. Boulware sentía como si hubiera demostrado algo, aunque sólo fuera a sí mismo. En todos aquellos años pasados en las fuerzas aéreas, manipulando el tablero de instrumentos o sentado en un avión viendo caer las bombas, nunca había sentido que se estuviera poniendo a prueba su valor. Sus amigos tenían medallas ganadas en combates en infantería, pero a él siempre le había quedado la incómoda sensación de haberse encargado de la tarea fácil, como el muchacho de las películas bélicas que sirve los desayunos antes de que los soldados de verdad salgan a luchar. Siempre se había preguntado si tenía lo que había que tener. Ahora pensaba en Turquía, en el atolladero de Adana, en el viaje en medio de la tormenta en aquel maldito Chevrolet del sesenta y cuatro, y en el cambio de ruedas con los hijos del primo del señor Fish; y pensó también en el brindis de Perot por los hombres que habían dicho que irían, que habían ido y que lo habían conseguido. Y entonces supo la respuesta: Sí, señor; tenía lo que había que tener.
Las hijas de Paul, Karen y Ann Marie, llevaban unas falditas plisadas idénticas. Ann Marie, la pequeña, llegó la primera hasta él y Paul la alzó en brazos y la apretó contra sí. Karen era demasiado mayor para auparla, pero la abrazó igual de fuerte. Detrás de ella estaba Ruthie, la mayor de sus niñitas, vestida en tonos miel y crema. La besó larga y apasionadamente y luego la contempló, con una sonrisa. No hubiera podido dejar de sonreír aunque se lo hubiera propuesto. Sentía una gran ternura por dentro. Era la mejor sensación que había conocido.
Emily miraba a Bill como si no creyera que estuviera de verdad allí.
—Dios —dijo, sin mucha convicción—, me alegro de volverte a ver, cariño.
El autobús guardó silencio mientras él la besaba. Rachel Schwebach se echó a llorar.
Bill besó a las niñas, Vicky, Jackie y Jenny, y luego miró a su hijo. Chris estaba muy crecido con el traje azul que le habían regalado para Navidad. Bill había visto aquel traje anteriormente. Recordaba una fotografía de Chris con su traje nuevo, de pie frente al árbol de Navidad; aquella foto había estado sobre el jergón de Bill en la celda de la prisión, hacía tanto tiempo, en un lugar tan lejano…
Emily siguió tocándole para asegurarse de que realmente estaba allí.
—Estás muy bien —le decía a Bill.
Él, que sabía que su aspecto era horrible, le contestaba:
—Te quiero.
Ross Perot subió al autobús y preguntó:
—¿Está todo el mundo aquí?
—¡Mi papá, no! —dijo una vocecilla lastimera. Era Sean Sculley.
—No te preocupes —la calmó Perot—. Vendrá enseguida. Está ocupándose de todo.
Pat Sculley había sido detenido por los agentes de la aduana y le habían pedido que abriera la maleta. Llevaba todo el dinero y, naturalmente, el agente lo había visto. Se reunieron en torno a él varios agentes más, y Sculley fue conducido a un despacho para ser interrogado.
Los agentes sacaron varios formularios. Sculley empezó a explicarse, pero no quisieron escucharle; sólo querían rellenar el formulario.
—¿Es suyo el dinero?
—No, pertenece a la EDS.
—¿Lo llevaba encima cuando salió de Estados Unidos?
—La mayor parte.
—¿Cuándo y cómo salió de Estados Unidos?
—Hace una semana, a bordo de un 707 privado.
—¿Adónde se dirigió?
—A Estambul, y después a la frontera con Irán.
Entró otro hombre en el despacho y le preguntó:
—¿Es usted el señor Sculley?
—Sí.
—Lamento mucho que le hayamos molestado de esta manera. El señor Perot le espera fuera. —El recién llegado se volvió hacia los agentes y les dijo—: Ya pueden romper todos esos papeles.
Sculley sonrió y salió. Ya no estaba en Oriente Medio. Aquello era Dallas, donde Perot era Perot.
Sculley subió al autobús y vio a Mary, Sean y Jennifer. Los abrazó y besó a todos, y después dijo:
—¿Qué sucede?
—Tenemos una pequeña recepción para ti —le contestó Mary.
El autobús empezó a avanzar, pero no llegó muy lejos. Al cabo de unos metros se detuvo frente a otra puerta de salida y todos los ocupantes fueron conducidos de nuevo al edificio de la terminal, hasta una puerta con un rótulo que rezaba: «Sala Concorde».
Al hacer su entrada, mil personas se pusieron en pie, aplaudiendo y dando vítores.
Alguien había colgado una enorme pancarta que ponía:
JOHN HOWELL, PAPÁ NÚMERO UNO.
Jay Coburn se sintió abrumado por la cantidad de personas presentes y por su reacción. Qué buena idea había sido lo del autobús para dar a los hombres la oportunidad de abrazar a sus familias en privado antes de entrar allí. ¿Quién lo había organizado? Stauffer, por supuesto.
Mientras avanzaban por la sala hacia la presidencia, la multitud se agolpaba para estrecharles la mano, para saludarles. «¡Encantados de verte otra vez!», «¡Bienvenidos a casa!» Jay sonreía y estrechaba manos. Ahí estaba David Behne y Dick Morrison; los rostros se confundían y las palabras se entremezclaban hasta formar una enorme, cálida y gigantesca bienvenida.
Al entrar Paul y Bill con sus esposas e hijos, las aclamaciones se convirtieron en un estruendo.
Ross Perot, de pie en la presidencia, sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.
Estaba más cansado de lo que lo había estado en toda su vida, pero se sentía inmensamente satisfecho. Pensaba en toda la suerte y todas las coincidencias que habían hecho posible el rescate. El hecho de conocer a Simons, el que éste aceptara participar, el que la EDS contratara habitualmente a veteranos de Vietnam, el que también éstos hubieran aceptado ir, el que en la séptima planta supieran cómo conseguir algo en el otro extremo del mundo debido a la experiencia de la campaña en favor de los prisioneros de guerra, el que T. J. hubiera conseguido alquilar un avión, el que la muchedumbre hubiera asaltado la prisión de Gasr…
Y pensó en todas las cosas que podían haber salido mal. Recordó el proverbio: «El éxito tiene mil padres, pero el fracaso es huérfano». Dentro de unos instantes, se levantaría y explicaría a toda aquella gente un poco de cuanto había sucedido, y cómo habían sido devueltos a casa Paul y Bill. Pero resultaría difícil poner en palabras los riesgos que se habían corrido, el terrible coste que hubieran tenido que pagar si las cosas hubieran salido mal y hubiesen terminado en los tribunales, o algo peor. Recordó el día en que salió de Teherán, y aquel pensamiento cargado de superstición de su buena suerte como arena corriendo por un reloj. De repente, volvió a ver el reloj, y toda la arena había caído. Sonrió para sí, alzó el reloj imaginario, y le dio la vuelta.
Simons se inclinó hacia Perot y le dijo unas palabras al oído.
—¿Recuerda que me ofreció pagarme?
Perot nunca lo olvidaría. Cuando Simons lo miraba a uno con aquella expresión helada, uno se convertía en un témpano.
—Naturalmente.
—¿Ve eso? —dijo Simons con un gesto de cabeza.
Paul caminaba hacia ellos con Ann Marie en brazos, a través de una multitud de amigos jubilosos.
—Lo veo —contestó Simons.
—Ya estoy pagado —musitó Simons, y le dio una calada al purito.
Por fin, la sala se calmó y Perot empezó a hablar. Llamó a Rashid a su lado y pasó el brazo por los hombros del joven iraní.
—Quiero presentarles a un miembro clave del grupo de rescate —dijo a la multitud—. Como dijo el coronel Simons, Rashid sólo pesa sesenta kilos, pero tiene quinientos de valor.
Todo el mundo se rió y aplaudió de nuevo. Rashid miró alrededor. Muchas, muchísimas veces había pensado en ir a Norteamérica, pero ni en el más descabellado de sus sueños había imaginado que la bienvenida sería como aquélla.
Perot empezó a narrar la historia. Al escucharle, Paul se sentía extrañamente humilde. Él no era un héroe. Los demás eran los héroes. Él era un privilegiado. Formaba parte del mejor grupo de gente del mundo entero.
Bill miró a la multitud y vio a Ron Sperberg, un buen amigo suyo y colega de hacía muchos años. Sperberg llevaba un gran sombrero tejano. Volvían a estar en Texas, pensó Bill. Aquello era el corazón de Estados Unidos, el lugar más seguro del mundo; allí no podían alcanzarlos. Esta vez, la pesadilla había terminado de verdad. Estaban de vuelta. Estaban a salvo.
Estaban en casa.