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A Paul siempre le habían chiflado los aviones, y ahora aprovechó la oportunidad para sentarse en la cabina de mandos del Boeing 707.

Mientras el aparato surcaba el cielo del norte de Inglaterra, advirtió que el piloto, John Carien, y el ingeniero de vuelo, Ken Lenz, tenían dificultades. Con el piloto automático, el aparato derivaba, primero a la izquierda y después a la derecha. La brújula había fallado y había trastocado el sistema de navegación por inercia.

—¿Qué significa todo eso? —preguntó Paul.

—Significa que tendremos que pilotar manualmente este trasto por encima de todo el Atlántico —dijo Carien—. Podemos hacerlo; únicamente resulta bastante agotador.

Unos minutos después, en el avión bajó mucho la temperatura, y luego subió excesivamente. El sistema de presurización estaba fallando.

Carien llevó el avión a una altura inferior.

—No podemos cruzar el Atlántico a esta altitud —le comentó a Paul.

—¿Por qué?

—No llevamos suficiente combustible. A baja altura, los aviones consumen muchísimo más carburante.

—¿Y por qué no volamos más alto?

—Porque ahí arriba no se puede respirar.

—El avión lleva máscaras de oxígeno.

—Pero no el suficiente para cruzar el Atlántico. Ningún avión lleva suficiente oxígeno para eso.

Carien y su tripulación manipularon los controles durante un rato; por fin, el piloto suspiró y le dijo a Paul:

—¿Podría llamar a Ross un momento?

Paul fue a buscar a Perot. Cuando llegó, Carien le dijo:

—Señor Perot, creo que deberíamos aterrizar lo antes posible.

Explicó de nuevo por qué no se podía cruzar el Atlántico con una deficiencia en el sistema de presurización.

—Carien —dijo entonces Paul—, le estaría muy agradecido si no tomara tierra en Alemania.

—No se preocupe —contestó el piloto—. Iremos a Londres, a Heathrow.

Perot regresó a la cabina de pasajeros para informar a los demás. Carien llamó al control de tráfico aéreo de Londres por la radio. Era la una de la madrugada y le dijeron que Heathrow estaba cerrado. Replicó que era una emergencia y entonces le concedieron permiso para tomar tierra.

A Paul le parecía increíble. ¡Después de todo lo que habían pasado, ahora un aterrizaje de emergencia!

Ken Lenz empezó a soltar combustible con el fin de reducir el peso del avión para el aterrizaje.

Londres le indicó a Carien que había niebla sobre la zona septentrional de Inglaterra, pero que de momento la visibilidad en Heathrow era casi de un kilómetro.

Cuando Ken Lenz hubo cerrado las válvulas de expulsión de combustible, una luz roja que debería haberse apagado permaneció encendida.

—Uno de los tubos de salida del carburante no se ha retraído —comunicó Lenz.

—Es increíble —repitió Paul. Sacó un cigarrillo y lo encendió.

—Paul, ¿puede pasarme uno? —le dijo Carien—. Paul lo miro fijamente.

—¿No me había dicho que dejó de fumar hace diez años? —preguntó.

—Deme ese cigarrillo, ¿quiere?

Paul le obedeció y dijo:

—Ahora sí que tengo miedo.

Regresó a la cabina de pasajeros. Las azafatas habían puesto a todo el mundo a recoger bandejas, botellas y maletas y a asegurar todos los objetos como preparación para el aterrizaje.

Paul acudió al dormitorio. Simons dormía en la cama. Se había afeitado con agua fría y llevaba pedacitos de papel de fumar por toda la cara para los cortes. Estaba profundamente dormido.

Paul lo dejó y le dijo a Coburn:

—¿Sabe Simons lo que sucede?

—Desde luego —contestó Coburn—. Dijo que no sabe pilotar aviones y que no puede hacer nada, así que se fue a echar una siesta mientras tanto.

Paul movió la cabeza asombrado. ¡Qué frialdad!

Volvió a la cabina de mandos. Carien seguía tranquilo como siempre, con la voz serena y las manos firmes, pero aquel cigarrillo preocupaba a Paul.

Un par de minutos después, la luz roja se apagó. El tubo expulsor se había retraído.

Se aproximaron a Heathrow entre nubes cerradas y empezaron a perder altura. Paul observó el altímetro. Bajó a seiscientos pies, luego a quinientos, y seguía sin verse nada fuera salvo remolinos de niebla gris.

A trescientos pies seguía todo igual. Entonces, de repente, salieron de las nubes y ahí estaba la pista, justo delante, iluminada como un árbol de Navidad. Paul suspiró, aliviado.

Tomaron tierra y los bomberos y ambulancias se acercaron aullando por el asfalto hacia el avión; sin embargo, fue un aterrizaje perfecto y seguro.

Rashid llevaba años oyendo hablar de Ross Perot. Era el multimillonario, el fundador de la EDS, el mago de los negocios, el hombre que desde Dallas movía a individuos como Coburn y Sculley por todo el mundo como piezas de ajedrez. Para Rashid había sido toda una experiencia conocer al señor Perot y descubrir que sólo era un ser humano de aspecto normal, bastante bajo y sorprendentemente amistoso. Cuando Rashid entró en la habitación del hotel de Estambul aquel hombrecillo de amplia sonrisa y nariz torcida le tendió la mano y le dijo: «¿Qué tal? Soy Ross Perot», y Rashid le estrechó la mano y le contestó: «¿Qué tal? Soy Rashid Kazemi», con toda la naturalidad que pudo.

Desde aquel momento, se había sentido más que nunca parte del equipo de la EDS. Sin embargo, en el aeropuerto de Heathrow recibió una contundente demostración de que no era así.

En cuanto el avión se detuvo, una furgoneta llena de policías del aeropuerto, agentes de aduanas y funcionarios de Inmigración subieron a bordo y empezaron a hacer preguntas. No les gustó nada lo que encontraron, un grupo de hombres sucios, piojosos, apestosos y barbudos que llevaban una fortuna en divisas a bordo de un avión increíblemente lujoso con matrícula de las islas de Gran Caimán. Aquello, dijeron con su acento británico, era altamente irregular, por no decir nada peor.

Sin embargo, tras una hora más o menos de interrogatorio, no encontraron ninguna prueba de que los hombres de la EDS fueran traficantes de drogas, terroristas o miembros de la OLP. Y, como poseedores de pasaportes norteamericanos, los miembros del grupo no precisaban visados ni otros documentos para entrar en Gran Bretaña. Todos fueron admitidos… menos Rashid.

Perot se enfrentó al funcionario de Inmigración:

—Ya sé que no hay razón alguna por la que usted deba conocerme, pero me llamo Ross Perot y, si hace el favor de pedir informes sobre mí, quizá al servicio de aduanas norteamericano, creo que comprobará que puede confiar en mí. Tengo demasiado que perder para arriesgarme a introducir a un inmigrante ilegal en Gran Bretaña. Sin embargo, me hago responsable de este joven. Saldremos de Inglaterra en veinticuatro horas. Mañana por la mañana me presentaré a sus colegas del aeropuerto de Gatwitck y allí tomaremos un vuelo de Braniff para Dallas.

—Me temo que no podemos actuar así, señor —contestó el funcionario—. Este caballero tendrá que permanecer con nosotros hasta que lo dejemos en el avión.

—Si él se queda, yo también.

Rashid estaba anonadado. ¡Ross Perot pasaría la noche en el aeropuerto, o quizá en una celda, antes que dejarle! Era increíble. Si hubiera sido Pat Sculley quien hubiera hecho el ofrecimiento, o incluso Jay Coburn, Rashid se hubiera sentido agradecido, pero no sorprendido. Sin embargo, ¡se trataba del propio Ross Perot!

El funcionario de Inmigración suspiró.

—¿Conoce a alguien en Inglaterra que pueda responder por usted, señor?

Perot se devanó los sesos. «¿A quién conocía en Gran Bretaña?», pensó.

—Me parece que no… ¡Aguarde!

¡Naturalmente! Uno de los grandes héroes británicos había estado en casa de los Perot, en Dallas, un par de veces. Y Perot y Margot habían sido invitados suyos en su hogar de Inglaterra, un lugar llamado Broadlands.

—Conozco a lord Mountbatten de Birmania —dijo.

—Tendré que consultar un momento con mi supervisor —contestó el funcionario abandonando el avión.

Estuvo fuera un buen rato. Perot le comentó a Sculley:

—En cuanto salgamos de aquí, te encargarás de conseguir billetes de primera clase en el vuelo de la Braniff a Dallas de mañana por la mañana.

—Sí, señor —asintió Sculley.

El funcionario de Inmigración regresó.

—Puedo concederle veinticuatro horas —le dijo a Rashid. Éste miró a Perot.

«¡Vaya un jefe para el que trabajar!», pensó.

Se alojaron en el hotel Post House, cerca del aeropuerto, y Perot llamó a Merv Stauffer.

—Merv, tenemos aquí a una persona con pasaporte iraní que carece de visado de entrada en Estados Unidos… Ya sabes a quién me refiero.

—Sí, señor.

—Ha salvado la vida de varios norteamericanos y no quiero que tenga problemas cuando lleguemos.

—Sí, señor.

—Llama a Harry McKillop. Encárgale que lo solucione, ¿quieres?

—Sí, señor.

Sculley los despertó a las seis. Tuvo que arrastrar fuera de la cama a Coburn, quien todavía estaba padeciendo los efectos secundarios de las píldoras estimulantes de Simons. Agotado y malhumorado, no le importaba si perdía el avión.

Sculley había organizado un autobús que los llevara al aeropuerto de Gatwick, un viaje de dos horas desde Heathrow. Al salir, Keane Taylor, que luchaba con un cubo de plástico donde llevaba algunas de las docenas de botellas de bebidas alcohólicas y cartones de tabaco que había comprado en el aeropuerto de Estambul, dijo:

—¡Eh, muchachos!, ¿alguno de vosotros quiere ayudarme a llevar todo esto?

Nadie dijo nada y todos subieron al autobús.

—Pues os jodéis —masculló Taylor, y le regaló todo el lote al portero del hotel.

Camino de Gatwick, oyeron por la radio que China había invadido Vietnam. Alguien dijo:

—Ésa será nuestra próxima misión.

—Desde luego —asintió Simons—. Que nos dejen caer entre los dos ejércitos. Así, no importa a qué lado disparemos, siempre lo haremos bien.

Ya en el aeropuerto, caminando detrás de sus hombres, Perot notó que el resto de los que deambulaban por el aeropuerto retrocedían para dejarles paso, y de repente advirtió el terrible aspecto que presentaban. La mayoría no se habían dado un buen baño ni afeitado desde hacía días, e iban todos con una extraña mezcla de ropas, verdaderamente muy sucias, que no correspondían a sus tallas. Probablemente, también debían de oler mal.

Perot preguntó por el empleado de la Braniff encargado del servicio a los pasajeros. La Braniff era una compañía aérea con sede en Dallas y Perot había utilizado sus aviones varias veces para volar a Londres, por lo que la mayor parte del personal lo conocía.

Encontró al empleado y le preguntó:

—¿Podría alquilar todo el salón del piso superior del «747» para mi grupo?

El empleado contemplaba a los hombres. Perot sabía que estaba pensando: «Los grupos del señor Perot suelen consistir en un pequeño número de hombres de negocios tranquilos y bien vestidos, y ahora aquí está con lo que parece un puñado de mecánicos de coches que haya estado trabajando en un motor especialmente sucio».

El hombre le contestó:

—Bueno, no podemos alquilarle el salón debido a la normativa internacional del tráfico aéreo, señor, pero creo que si sus acompañantes suben ahí, el resto de los pasajeros no los molestarán mucho.

Perot comprendió lo que quería decir.

Al subir a bordo, Perot le dijo a una azafata:

—Quiero que estos hombres tengan todo lo que deseen en el avión.

Perot siguió adelante y la azafata se volvió hacia una compañera con los ojos como platos del asombro.

—¿Quién es ése? —le preguntó. Su compañera se lo dijo.

La película que ponían en el avión era Fiebre del sábado noche, pero el proyector no funcionaba. Boulware se sintió defraudado; ya había visto la película y esperaba poder volverla a ver alguna vez. En lugar de eso, se sentó y se puso a charlar de cosas sin importancia con Paul.

La mayoría de los demás subieron al salón. De nuevo, Simons y Coburn se acostaron y se pusieron a dormir.

A medio camino, Keane Taylor, quien durante las últimas semanas había llevado encima aproximadamente un cuarto de millón de dólares y había repartido billetes a puñados, pensó de repente que era momento de hacer inventario.

Extendió una manta en el suelo del salón y empezó a recoger dinero. Uno a uno, los demás miembros del grupo se acercaron, sacaron fajos de billetes de los bolsillos, las botas, las mangas y los gorros, y los dejaron caer.

Un par de pasajeros de primera clase habían subido al salón pese al desagradable aspecto del grupo del señor Perot; sin embargo, ahora, cuando aquel grupo apestoso y de aspecto infame, con sus barbas, sus gorros de lana, sus botas sucias y sus impresentables abrigos, empezaban a sacar cientos de miles de dólares, los echaban al suelo y se ponían a contarlos, los demás pasajeros desaparecieron.

Unos minutos después, una azafata subió al avión y se acercó a Perot.

—Unos pasajeros nos han pedido que llamemos a la policía y le informemos sobre sus acompañantes —le dijo—. ¿Podría usted bajar y tranquilizarlos?

—Encantado.

Perot bajó a la zona de primera clase y se presentó a los pasajeros de los primeros asientos. Algunos habían oído hablar de él. Empezó a contarles lo que les había sucedido a Paul y Bill.

Mientras hablaba, otros pasajeros se acercaron a escucharle. La tripulación dejó también el trabajo y se quedó en las proximidades; después, aparecieron algunos mozos y azafatas de la clase turista. Pronto había toda una multitud.

A Perot le empezó a pasar por la cabeza que se trataba de una historia que al mundo le gustaría conocer.

Arriba, el grupo le estaba preparando una última broma a Keane Taylor.

Mientras recogía el dinero, Taylor había dejado caer tres fajos de diez mil dólares cada uno, y Bill los recogió y se los guardó en el bolsillo.

Las cuentas, naturalmente, no salían. Se sentaron todos en el suelo formando un círculo, al estilo indio, conteniendo la risa, mientras Taylor lo contaba todo otra vez.

—¿Cómo pueden faltarme treinta mil dólares? —decía Taylor, irritado—. ¡Maldita sea, si es todo lo que tengo! Quizá no tengo la cabeza muy clara. ¿Qué diablos me sucede?

En ese momento, Bill apareció por la escalera y preguntó:

—¿Qué te pasa, Keane?

—Jesús, que me faltan treinta mil dólares, y no sé qué he hecho con todo ese dinero.

Bill se sacó del bolsillo los tres fajos y le dijo:

—¿Es esto lo que andas buscando?

Todos se echaron a reír con grandes carcajadas.

—¡Dame eso! —contestó Taylor, furioso—. ¡Maldita sea, Gaylord, ojalá te hubiera dejado en la cárcel!

Las carcajadas fueron aún más estrepitosas.