Ross Perot quería unirse al equipo «limpio» antes de regresar a Estados Unidos; ansiaba juntar a todos los partícipes de la aventura para poder ver y tocar a cada uno de ellos y tener así la completa seguridad de que estaban todos sanos y salvos. Sin embargo, el viernes no pudo confirmar en Estambul qué vuelo de evacuación sacaría de Teherán al grupo de Poché. John Carien, el ocioso piloto del Boeing 707 alquilado, encontró la respuesta al problema.
—Esos aviones de la evacuación tienen que sobrevolar Estambul —dijo—. Sólo tenemos que esperar en su ruta hasta que pasen sobre nosotros, y entonces llamar por radio a los aviones y averiguarlo.
Al final, no fue necesario porque Stauffer llamó el sábado por la mañana y le contó a Perot que irían en el vuelo de Frankfort.
Perot y los demás salieron del Sheraton a mediodía y acudieron al aeropuerto para encontrarse con Boulware y Simons en el avión. Despegaron a última hora de la tarde.
Mientras estaban en el aire, Perot llamó a Dallas, pues con la radio del avión era tan sencillo hacerlo como desde Nueva York. Habló con Merv Stauffer.
—Tengo un mensaje —le comunicó Stauffer—. Viene de la central europea de la PanAm y sólo dice: «Las águilas han volado de su nido».
Perot sonrió. Todo iba bien.
Dejó la cabina de mandos y regresó a la zona de pasajeros. Sus héroes parecían derrengados. En el aeropuerto de Estambul, había enviado a Taylor a la tienda libre de impuestos a comprar cigarrillos, algo de comer y unas botellas de alcohol, y Taylor se había gastado más de mil dólares. Todos tomaron una copa para celebrar la escapada del grupo de Poché, pero nadie estaba de muy buen humor y diez minutos después todos se hallaban tumbados por los asientos tapizados, con los vasos todavía llenos. Alguien montó una partida de póquer, pero no llegó a jugarse.
Entre la tripulación del 707 se encontraban dos guapas azafatas. Perot hizo que le pasaran los brazos por el cuello a Taylor y tomó entonces una fotografía. Luego amenazó a Taylor con mostrarle la foto a su esposa, Mary, si le causaba alguna vez problemas.
La mayoría de los viajeros estaban demasiado cansados para dormir, pero Gayden volvió al lujoso dormitorio y se acostó en la enorme cama. Perot se sintió un poco disgustado, pues creía que la cama debería haber sido para Simons, que era más anciano y parecía completamente extenuado.
Sin embargo, Simons estaba conversando con una de las azafatas, Anita Melton. Era una sueca rubia y llena de vivacidad, de veintitantos años, con un sentido del humor surrealista, una imaginación desbocada y una cierta tendencia a lo estrafalario. Era muy divertida. Simons reconoció en ella un alma gemela, alguien a quien no le importaba mucho lo que dijeran los demás, una persona. Le gustaba la muchacha. Se dio cuenta de que era la primera vez desde la muerte de Lucille que se sentía atraído por una mujer.
Realmente había vuelto a la vida.
Ron Davis comenzaba a sentir sueño. Pensó que la enorme cama era suficiente para dos, así que se dirigió al dormitorio y se acostó al lado de Gayden. Éste abrió los ojos.
—¿Davis? —dijo, incrédulo—. ¿Qué diablos estás haciendo en la cama conmigo?
—No te preocupes —contestó Davis—. Ahora ya podrás decirles a tus amigos que has dormido con un negro.
Y cerró los ojos.
Mientras el avión se aproximaba a Frankfort, Simons recordó que todavía era responsable de Paul y Bill y su mente volvió al trabajo, extrapolando las posibilidades de acción del enemigo. Se volvió hacia Perot y le preguntó:
—¿Existe algún tratado de extradición entre Alemania e Irán?
—No lo sé —contestó Perot.
Simons le dedicó una de sus miradas.
—Lo averiguaré —añadió Perot.
Llamó a Dallas y preguntó por Tom Luce, el abogado.
—Tom, ¿tiene Alemania algún tratado de extradición con Irán?
—Tengo casi la completa seguridad de que no.
Perot se lo comunicó a Simons. Éste contestó:
—He visto morir a hombres que tenían casi la completa seguridad de no correr peligro.
—Vamos a asegurarnos completamente —le dijo entonces Perot a Luce—. Te volveré a llamar dentro de unos minutos.
Aterrizaron en Frankfort y se registraron en un hotel dentro del mismo recinto del aeropuerto. El encargado del mostrador alemán mostró curiosidad por el grupo y apuntó meticulosamente los números de pasaporte. Aquello incrementó la inquietud de Simons.
Se reunieron en la habitación de Perot y éste volvió a llamar a Dallas. Esta vez habló con T. J. Márquez, quien le dijo:
—He hablado con un abogado internacional de Washington y cree que, efectivamente, existe un tratado de extradición entre Irán y Alemania. También me ha dicho que los alemanes son muy puntillosos y legalistas en estos casos, y que si les llega una petición de búsqueda y captura contra Paul y Bill, probablemente no se lo piensen más y los detengan.
Perot le repitió todo aquello a Simons.
—De acuerdo —contestó éste—. No vamos a correr riesgos a estas alturas del juego. En los sótanos del aeropuerto hay un cine con tres salas. Paul y Bill pueden ocultarse en ellas… ¿Dónde está Bill?
—Ha ido a comprar pasta de dientes —dijo alguien.
—Jay, ve a buscarlo.
Coburn salió. Simons continuó:
—Paul irá a una sala con Jay. Bill irá a otra con Keane. Pat Sculley se quedará de guardia fuera. Que saque una entrada para poder comprobar cómo están los demás.
Era interesante, pensó Perot, ver cómo los interruptores se ponían en marcha y los engranajes empezaban a girar al pasar Simons de ser un anciano que descansa en un avión a ser de nuevo el líder de un comando. Simons prosiguió:
—La entrada a la estación del tren está en el sótano, cerca de los cines. Si hay alguna señal de problemas, que Sculley saque de los cines a los cuatro y que tomen todos el metro hacia el centro de la ciudad. Que alquilen un coche y vayan a Inglaterra. En caso de que no suceda nada, los sacaremos de los cines cuando estemos a punto de abordar el avión. Muy bien, vamos allá.
Bill estaba en la galería comercial de la planta baja. Había cambiado un poco de dinero y había comprado pasta de dientes, un cepillo y un peine. Decidió que una camisa nueva le haría sentirse humano otra vez, así que fue a cambiar más moneda. Estaba en la fila de la ventanilla de cambio cuando Coburn le dio unos golpecitos en el hombro.
—Ross quiere verte en el hotel —dijo Coburn.
—¿Para qué?
—No te lo puedo decir; tienes que volver.
—Debes de estar de broma.
—Vamos.
Fueron a la habitación de Perot y éste le explicó a Bill la situación. A Bill le parecía increíble. Ni se le había ocurrido dudar de que estuviera a salvo en la moderna y civilizada Alemania. ¿Volvería a estar seguro alguna vez? ¿Le perseguiría Dadgar hasta los confines de la tierra, sin descanso, hasta que Bill fuera devuelto a Irán?
Coburn ignoraba si había alguna posibilidad real de que Paul y Bill tuvieran problemas en Frankfort, pero conocía el valor de las detalladas precauciones de Simons. Gran parte de lo que Simons había proyectado durante las siete semanas anteriores no había llegado a ponerse en práctica: el ataque a la primera prisión, la idea de sacar a Paul y Bill de un posible arresto domiciliario, la ruta de escape vía Kuwait. Sin embargo, por otro lado, otras de las contingencias que había calculado sí se habían producido, y a menudo habían sido las menos probables: la prisión de Gasr había sido asaltada como predijera, y Rashid estuvo allí; la carretera a Sero, que Simons y Coburn habían reconocido palmo a palmo, había sido al final la ruta elegida para la huida; incluso el haber hecho aprenderse todos los datos de los pasaportes falsos a Paul y Bill había resultado crucial cuando el hombre del gabán negro había empezado a hacer preguntas. Coburn no necesitaba que lo convencieran; estaba de acuerdo con todo lo que dijera Simons.
Bajaron al cine. Había tres películas, dos pornográficas y la tercera era Tiburón II. Bill y Taylor fueron a esta última. Paul y Coburn entraron a ver algo sobre doncellas desnudas de los Mares del Sur.
Paul se sentó ante la pantalla, aburrido y cansado. La película era en alemán, aunque el diálogo no parecía importar demasiado. ¿Qué podía haber peor, pensó, que una mala película? De repente, oyó un sonoro ronquido. Miró a Coburn.
Estaba profundamente dormido y roncaba.
Cuando John Howell y el resto del grupo aterrizaron en Frankfort, Simons lo tenía todo preparado para un rápido transbordo.
Ron Davis estaba en la puerta de llegada, aguardando para sacar de la masa al grupo «limpio» y acompañarlos a otra puerta, donde estaba estacionado el Boeing 707. Ralph Boulware vigilaba a distancia. En cuanto viera llegar al primer miembro del grupo, bajaría al cine y le diría a Sculley que reuniera a los de dentro. Jim Schwebach estaba en la acordonada zona de prensa, donde los periodistas aguardaban a los evacuados norteamericanos. Estaba sentado junto al escritor Pierre Salinger (quien ignoraba lo cerca que estaba de una noticia realmente buena) y fingía leer un anuncio de muebles en un periódico alemán. La tarea de Schwebach era ir detrás del grupo de una puerta a la otra, para asegurarse de que nadie los seguía. Si había algún problema, Schwebach y Davis armarían un alboroto. No importaría mucho si los alemanes los detenían, pues no había razón para que fueran entregados a Irán.
El plan funcionó como un aparato de relojería. Sólo hubo una dificultad: Rich y Cathy Gallagher no quisieron regresar a Dallas. No tenían allí amigos ni familia, no estaban seguros de cuál sería su futuro, no sabían si su caniche Buffy podría entrar en Estados Unidos y no querían meterse en otro avión. Les dijeron adiós y se dispusieron a arreglárselas por su cuenta.
El resto del grupo recién llegado (John Howell, Bob Young y Joe Poché) siguieron a Ron Davis y subieron al Boeing 707. Jim Schwebach cerró la marcha. Ralph Boulware reunió a todos los demás y, juntos, abordaron el avión que los llevaría a casa.
Merv Stauffer había llamado desde Dallas al aeropuerto de Frankfort solicitando suministros para el Boeing. Había pedido treinta comidas de superlujo, cada una de las cuales contenía pescado, aves y ternera. Además había solicitado seis bandejas de mariscos en salsa con rábanos y limón, seis bandejas de entremeses, seis bandejas de bocadillos de jamón y queso, rosbif, pavo y queso suizo, seis bandejas de ensalada con salsa vinagreta y salsa de queso, tres bandejas de panecillos y galletas, cuatro bandejas de pasteles de lujo, cuatro más de frutas frescas, cuatro botellas de coñac, veinte seven-up, veinte botellines de ginger ale, diez de soda y diez tónicas, diez botellas de zumo de naranja, cincuenta de leche, veinticinco litros de café recién hecho en termos, cien juegos de cubiertos de plástico con tenedor, cuchillo y cuchara, seis docenas de platos de papel de dos tamaños, seis docenas de vasos de plástico y otras seis de tazas, también de plástico, dos cartones de Kent, Marlboro, Kool y Salem Light, y dos cajas de bombones.
Había habido una confusión, y los encargados del aeropuerto habían llevado el pedido dos veces.
La salida se retrasó. Se había formado de repente una tormenta de hielo y el Boeing 707 estaba el último en la cola para quitar el hielo del fuselaje, pues los vuelos comerciales tenían prioridad. Bill comenzó a inquietarse. El aeropuerto cerraba a medianoche y tendrían que bajar del avión y regresar al hotel. Bill no quería pasar la noche en Alemania. Quería tener suelo americano bajo sus pies.
John Howell, Joe Poché y Bob Young relataron la historia de su viaje desde Teherán. Paul y Bill sintieron escalofríos al conocer la implacable determinación con que Dadgar intentaba evitar su huida del país.
Por fin, los servicios técnicos quitaron el hielo del avión, pero entonces el motor número uno no se puso en marcha. El piloto, John Carien, determinó que el problema estaba en la válvula de arranque. El ingeniero de vuelo, Ken Lenz, bajó del avión y mantuvo abierta la válvula manualmente mientras Carien ponía en marcha el aparato.
Perot llevó a Rashid a la cabina de mandos. Rashid no había volado nunca hasta hacía dos días y quiso sentarse con la tripulación. Perot le dijo a Carien:
—Vamos a ver si hacemos un despegue realmente espectacular.
—Vamos a verlo —contestó Carien. Rodó hasta la pista y luego despegó en un ángulo muy pronunciado.
En la cabina de pasajeros, Gayden se estaba riendo a carcajadas. Acababa de enterarse de que, después de pasar seis semanas en la cárcel rodeado sólo de hombres, Paul se había visto obligado a meterse en una sala de cine a ver una película porno; encontraba la anécdota de lo más divertido.
Perot hizo saltar el tapón de una botella de champán y propuso un brindis.
—Por los hombres que dijeron que iban a conseguirlo, fueron allá y lo consiguieron.
Ralph Boulware dio un sorbo al champán y sintió un cálido orgullo. Así había sido, pensó. Habían dicho que irían, fueron y lo consiguieron. Perfecto.
Boulware tenía otra razón para sentirse contento. El lunes siguiente era el cumpleaños de Kecia, su séptimo aniversario. Cada vez que había hablado con Mary, ella le había dicho: «Ven a tiempo para el cumpleaños de Kecia».
Parecía que iba a conseguirlo.
Bill empezó por fin a tranquilizarse. Ya no quedaba más que un viaje en avión entre él y Estados Unidos, y Emily, y los niños. Ya se sentía seguro. Ya se había imaginado a salvo otras veces, cuando llegaron al Hyatt en Teherán, al cruzar la frontera de Turquía, al despegar de Van y al tomar tierra en Frankfort. Y cada vez se había equivocado.
Y seguía equivocándose ahora.