CATORCE

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A mediodía del viernes 16 de febrero, Lou Goelz llamó a Joe Poché y le dijo que llevara al grupo de la EDS a la embajada esa misma tarde, a las cinco en punto. Los billetes y equipajes se facturarían en la embajada durante la noche, y podrían salir en un vuelo de evacuación de la PanAm el sábado por la mañana.

John Howell estaba nervioso. Sabía por Abolhasan que Dadgar seguía en activo. El iraní ignoraba qué había sido del grupo «sucio». Si descubría que Paul y Bill se habían escapado, o si sencillamente se rendía y decidía tomar otro par de rehenes, el grupo «limpio» tenía todas las probabilidades de ser detenido. Y el mejor lugar para efectuar detenciones era el aeropuerto, donde todo el mundo tenía que identificarse con la presentación de pasaportes.

Se preguntó si era aconsejable que tomaran el primer vuelo disponible. Según Goelz, habría una serie de vuelos y, en tal caso, quizá sería preferible esperar y ver cómo le iba al primer grupo de evacuados, o si había algún tipo de búsqueda especial de empleados y personal de la EDS. Al menos, conocerían por adelantado cuáles eran los trámites por los que se hacía pasar a los pasajeros.

Pero aguardar también facilitaría las cosas a los iraníes. La ventaja de tomar el primer vuelo era que probablemente todo sería bastante confuso, y la confusión podía ayudar a Howell y el grupo a esfumarse sin que lo advirtieran.

Al final, decidió que el primer vuelo era lo mejor, pero continuó inquieto. Bob Young se sentía del mismo modo. Aunque Young ya no trabajaba para la EDS de Irán (él lo hacía en Kuwait), había estado entre el personal que negoció el precontrato con el ministerio, había estado con Dadgar cara a cara y su nombre podía constar en alguna lista de los informes de Dadgar.

Joe Poché también estaba a favor del primer vuelo, aunque no decía gran cosa al respecto. En realidad, no decía gran cosa respecto a nada; Howell lo encontraba poco comunicativo.

Rich y Cathy Gallagher no estaban seguros de querer abandonar Irán. Le dijeron a Poché con toda firmeza que, por mucho que hubiera dicho el coronel Simons, Poché no estaba «al mando» de ellos, y que tenían derecho a decidir lo que querían hacer con sus vidas. Poché estuvo de acuerdo, pero señaló que si decidían correr el riesgo de quedarse entre los iraníes, no debían confiar en que Perot enviara otro equipo de rescate si los encerraban en la cárcel. Al final, los Gallagher también decidieron tomar el primer vuelo.

Aquella tarde, todos repasaron sus documentos y destruyeron todo lo que pudiera relacionarlos con Paul y Bill.

Poché les entregó dos mil dólares a cada uno, se metió quinientos más en el bolsillo y colocó el resto del dinero en los zapatos, diez mil dólares en cada uno.

Llevaba unos zapatos que había tomado prestados de Goelz, de un número más que los suyos, para acomodar los billetes. También llevaba en un bolsillo un millón de rials, que proyectaba entregar a Lou Goelz para Abolhasan, quien utilizaría el dinero para pagar su último salario a los empleados iraníes de la EDS que quedaban.

Unos minutos antes de las cinco, se estaban despidiendo del casero de Goelz cuando sonó el teléfono.

Poché atendió la llamada. Era Tom Walter, quien dijo:

—Tenemos a la gente. ¿Me comprendes? Tenemos a la gente.

—Te entiendo perfectamente —respondió Poché.

Subieron todos al coche. Cathy llevaba a su caniche, Buffy, y Poché conducía. No les contó nada del críptico mensaje de Tom Walter.

Aparcaron en una calle secundaria, cerca de la Embajada, y abandonaron el coche; allí se quedaría el vehículo hasta que alguien se decidiera a robarlo.

Howell no sintió el más mínimo alivio de su tensión cuando entró en el recinto de la embajada. Había allí al menos un millar de norteamericanos moviéndose por todas partes, pero había también gran cantidad de guardianes de la revolución, armados. Se suponía que la Embajada era territorio norteamericano inviolable, pero era evidente que los revolucionarios iraníes no tenían en cuenta tales sutilezas diplomáticas.

El grupo «limpio» fue conducido a una cola.

Pasaron la mayor parte de la noche aguardando allí.

Hicieron colas para llenar formularios, para entregar los pasaportes y para facturar el equipaje. Todas las bolsas y maletas fueron llevadas a un enorme vestíbulo y cada evacuado hubo de buscar las suyas para colocarles los indicativos de destino. Después, tuvieron que formar otra cola más y abrir las bolsas para que los revolucionarios las registraran. Hubieron de abrir cada uno de los bultos sin excepción.

Howell se enteró de que habría dos aviones, ambos 747 de la PanAm. Uno iría a Frankfort, y el otro a Atenas. Los evacuados fueron organizados por empresas, pero la gente de la EDS iba incluida entre el personal de la embajada que también evacuaba. Irían en el vuelo de Frankfort.

A las siete en punto de la mañana del sábado subieron a unos autobuses que los llevarían al aeropuerto.

Fue un viaje terrible.

A cada vehículo subieron dos o tres revolucionarios armados. Al salir de las verjas de la embajada, vieron una multitud de periodistas y equipos de televisión; los iraníes habían decidido que la salida de los humillados norteamericanos fuera un acontecimiento mundial, recogido por televisión.

El autobús avanzó bamboleándose por la carretera hacia el aeropuerto. Junto a Poché iba un guardián de apenas quince años. Estaba en mitad del pasillo, dejándose mecer por el movimiento del vehículo, con el dedo en el gatillo del fusil. Poché advirtió que el seguro de disparo estaba quitado.

Si tropezaba…

Las calles estaban llenas de gente y de tráfico. Todo el mundo parecía saber que aquellos autobuses iban llenos de norteamericanos, y su odio era palpable. Gritaban y alzaban los puños a su paso. Un camión se puso a la altura de los autobuses y el conductor se asomó a la ventanilla para escupir contra los vehículos.

El convoy hubo de detenerse varias veces. Las diversas zonas de la ciudad parecían estar bajo el control de grupos revolucionarios distintos, y cada grupo tenía que demostrar su autoridad deteniendo los autobuses y dándoles después permiso para continuar.

Tardaron dos horas en recorrer los nueve kilómetros que los separaban del aeropuerto.

Allí, la escena era caótica. Había más cámaras de televisión y periodistas, además de cientos de hombres armados revoloteando, algunos con restos de uniformes, otros dirigiendo el tráfico, todos queriendo mandar, cada uno con una opinión diferente de adonde tenían que dirigirse los autobuses.

Los norteamericanos pudieron entrar por fin en la terminal a las nueve y media. El personal de la embajada empezó a repartir los pasaportes que había recogido durante la noche. Faltaban cinco: los de Howell, Poché, Young y los Gallagher.

Cuando, en noviembre anterior, Paul y Bill habían entregado sus pasaportes a la embajada para que los custodiaran, la embajada se había negado a devolvérselos sin informar de ello a la policía. ¿Iban a ser tan traicioneros de utilizar otra vez el mismo truco?

De repente, Poché se abrió paso entre la multitud con cinco pasaportes en la mano.

—Los he encontrado en un estante, detrás de un mostrador —dijo—. Supongo que fueron a parar allí por accidente.

Bob Young vio a dos norteamericanos con unas fotografías en la mano que escrutaban a la multitud. Horrorizado, vio que se acercaban al grupo de gente de la EDS. Se dirigieron a Rich y Cathy Gallagher.

Dadgar no iba a tomar a Cathy como rehén, ¿verdad?

Los desconocidos sonrieron y dijeron que tenían parte del equipaje de los Gallagher.

Young se tranquilizó.

Unos amigos de los Gallagher habían rescatado algunas de las maletas del Hyatt y habían pedido a aquellos dos norteamericanos que las llevaran al aeropuerto e intentaran entregárselas a los Gallagher. Los dos individuos habían accedido, pero no conocían a los Gallagher; de ahí que llevaran las fotografías.

Había sido una falsa alarma, pero el incidente tuvo la virtud de aumentar su nerviosismo.

Joe Poché decidió ir a ver qué descubría. Se alejó y localizó a un vendedor de billetes de la PanAm.

—Trabajo para la EDS —le dijo Poché al empleado—. ¿Están buscando los iraníes a alguien de mi empresa?

—Sí, buscan con mucho interés a dos personas —contestó el empleado.

—¿A alguien más?

—No. Y esos nombres de la lista llevan ahí varias semanas.

—Gracias.

Poché regresó con los demás y les contó lo que había averiguado.

Los evacuados empezaban a avanzar desde la zona de facturación a la sala de espera de salidas.

—Sugiero que nos separemos —dijo Poché—. Así no pareceremos un grupo y, si uno o dos tienen problemas, los demás podrán pasar de todas maneras. Yo iré el último, así que si alguien tiene que quedarse, yo me quedaré también.

Bob Young observó la maleta que llevaba y vio que lucía una tarjeta que rezaba: «William D. Gaylord».

Tuvo un momento de pánico. Si los iraníes veían aquello, lo tomarían por Bill y lo detendrían.

Sabía qué había sucedido. Sus maletas habían sido destruidas en el Hyatt por los revolucionarios que habían destrozado las habitaciones. Sin embargo, una o dos maletas habían quedado más o menos indemnes y Young había tomado una. Era aquélla.

Arrancó la tarjeta y la guardó en el bolsillo con la intención de librarse de ella a la primera oportunidad.

Pasaron todos la puerta de «sólo pasajeros».

Después tuvieron que abonar los derechos de aeropuerto. Aquello divirtió a Poché. Los revolucionarios debían de haber decidido que el cobro de tasas en el aeropuerto era una buena medida introducida por el Sha.

La siguiente cola fue para el control de pasaportes.

Howell llegó al mostrador a mediodía.

El guardián encargado repasó su documentación de salida hasta el más mínimo detalle y estampó el sello. Después observó la fotografía del pasaporte y miró detenidamente el rostro de Howell. Por último, comprobó el nombre que aparecía en el pasaporte con una lista que tenía en el mostrador.

Howell contuvo la respiración.

El guardián le devolvió el pasaporte y le indicó que avanzara.

Joe Poché fue el último en pasar el control de pasaportes. El guardián lo miró con especial atención, comparando su rostro con la fotografía, pues Poché llevaba ahora una barba pelirroja. Sin embargo, por último, también él siguió adelante.

El grupo mostró una gran alegría al reunirse en la sala de espera de salidas; una vez pasado el control de pasaportes, todo había terminado, pensó Howell.

A las dos de la tarde empezaron a pasar las puertas de la sala de espera. En aquel punto solía haber un control de seguridad. Esta vez, además de buscar armas, los guardianes confiscaban los planos, las fotografías de Teherán y las sumas grandes de dinero. Sin embargo, ninguno del grupo perdió su dinero, y los guardianes no revisaron los zapatos de Poché.

Fuera, en el asfalto de la pista, estaba alineado parte del equipaje. Los pasajeros tenían que comprobar si había algún bulto que les perteneciera y, de ser así, tenían que abrirlo para ser inspeccionado otra vez antes de que lo cargaran en el avión. Ninguna maleta perteneciente al grupo formaba parte de aquel tratamiento especial.

Subieron a los autobuses y fueron conducidos por la pista hasta la zona donde aguardaban los dos 747. También allí estaban las cámaras de la televisión.

Al pie de la escalerilla hubo todavía un último control de pasaportes. Howell se unió a la cola de quinientas personas que esperaban para subir al avión de Frankfort. Estaba menos preocupado que antes, pues parecía que nadie lo buscaba.

Subió al avión y encontró un asiento. A bordo había varios revolucionarios armados, tanto en el departamento de pasajeros como en la cabina de mandos. La escena se hizo confusa al advertir algunos pasajeros del vuelo a Atenas que se encontraban en el avión con destino a Frankfort, y viceversa. Se llenaron todos los asientos, incluidos los reservados a la tripulación, y aun así quedaron personas sin asiento.

El comandante puso en marcha el sistema de comunicación interior y pidió la atención de todos. El avión quedó casi en silencio.

—¿Pueden hacer el favor de identificarse los pasajeros señores Paul John y William Deming? —dijo.

Howell se quedó helado.

John era el segundo nombre de Paul Chiapparone.

Deming era el segundo nombre de Bill Gaylord.

Todavía seguían buscando a Paul y Bill.

Era evidente que no se trataba de una mera cuestión de nombres en una lista del aeropuerto. Dadgar ejercía un firme control en aquel lugar, y su gente estaba implacablemente dispuesta a encontrar a Paul y Bill.

Diez minutos después, el comandante volvió a hablar por los altavoces.

—Señoras y señores, todavía no hemos localizado a los señores Paul John y William Deming. Hemos sido informados de que no se nos permitirá despegar mientras no sean localizadas estas dos personas. Si alguien sabe algo de ellos, hagan el favor de informarnos.

«Claro que sí», pensó Howell.

Bob Young recordó de repente la tarjeta del equipaje que llevaba en el bolsillo con el nombre de William D. Gaylord. Fue al baño y la arrojó por el retrete.

Los revolucionarios volvieron a ocupar el pasillo pidiendo los pasaportes. Comprobaron meticulosamente cada uno de ellos, comparando las fotografías con el rostro de su propietario.

John Howell sacó un libro de bolsillo que se había traído de casa de los Dvoranchik e intentó leer un rato, esforzándose por no parecer preocupado. El libro era Dubai, una novela de intriga de Robin Moore ambientada en Oriente Medio. No pudo concentrarse en la intriga del libro, pues estaba viviendo uno en la realidad. Pensó que Dadgar se daría cuenta pronto de que Paul y Bill no estaban en el avión.

¿Qué haría entonces?

Se le veía determinado a dar con ellos.

Y era inteligente. Había encontrado el modo perfecto de comprobar los pasaportes: en el mismo avión, con todos los pasajeros sentados en sus asientos, cuando ninguno podía esconderse.

¿Qué haría a continuación?

Subiría él mismo a bordo del maldito aparato y recorrería los pasillos observando el rostro de cada pasajero. No reconocería a Rich, a Cathy ni a Joe Poché, pero sí reconocería a Bob Young.

Y todavía lo conocería mejor a él, pensó Howell.

En Dallas, T. J. Márquez atendía una llamada de Mark Ginsberg, el hombre de la Casa Blanca que había intentado colaborar en el problema de Paul y Bill. Ginsberg estaba en Washington, siguiendo la situación de Teherán.

—Tenemos a cinco de sus empleados en un avión a punto de despegar del aeropuerto de Teherán.

—Magnífico —dijo T. J.

—No es magnífico. Los iraníes buscan a Chiapparone y Gaylord, y no dejarán salir el avión hasta que los encuentren.

—¡Diablos!

—No hay control de tráfico aéreo sobre Irán, así que el avión tendrá que salir antes del anochecer. No estamos seguros de lo que vaya a suceder, pero no queda mucho tiempo. Quizá hagan bajar del avión a su gente.

—¡No pueden permitir que hagan eso!

—Lo mantendré informado.

T. J. colgó. Después de todo lo que habían pasado Paul, Bill y el resto del equipo de Simons, ¿iba a terminar la EDS con otros de los suyos en las cárceles de Teherán? Tal pensamiento lo horrorizaba.

Eran las seis y media de la mañana en Dallas, cuatro de la tarde en Teherán.

Les quedaban dos horas de luz.

T. J. descolgó el teléfono.

—Póngame con Perot.

—Señoras y caballeros —dijo el piloto—, Paul John y William Deming no han sido localizados. El comandante de pista hará a continuación otra comprobación de pasaportes.

Los pasajeros protestaron.

Howell se preguntó quién era el comandante de pista.

¿Dadgar?

Podía ser un miembro del grupo de Dadgar. Algunos conocían a Howell, y otros no.

Se asomó al pasillo.

Alguien subió a bordo. Howell lo miró. Era un hombre vestido con el uniforme de la PanAm.

Howell se tranquilizó.

El hombre recorrió lentamente el avión, revisando cada uno de los quinientos pasaportes, haciendo una comprobación entre las fotografías y los rostros y repasando luego fotografías y sellos para ver si habían sido alterados.

—Señoras y caballeros, les habla de nuevo el comandante. Se ha decidido hacer una comprobación de equipajes según son cargados en la bodega. Si oyen su número de comprobante, hagan el favor de identificarse.

Cathy tenía todos los comprobantes en su bolso. Mientras se cantaban los primeros números, Howell la vio repasar los papeles. Intentó atraer su atención para indicarle que no se identificara. Podía tratarse de un truco.

Se cantaron más números, pero nadie se levantó. Howell supuso que todo el mundo había decidido perder el equipaje antes que descender otra vez del avión.

—Señoras y caballeros, identifíquense cuando se mencionen los números de sus comprobantes. No tendrán que descender del avión; bastará con que entreguen las llaves para que puedan inspeccionarse las maletas.

Howell no se sentía más confiado por eso. Siguió tratando de llamar la atención de Cathy. Se cantaron nuevos números, pero ella no se levantó.

—Señoras y caballeros, buenas noticias. Hemos consultado con la central europea de la PanAm y nos ha concedido el permiso para despegar con exceso de pasajeros.

Hubo una explosión de alegría.

Howell buscó a Joe Poché. Éste tenía el pasaporte sobre el pecho y estaba recostado hacia atrás con los ojos cerrados, aparentemente dormido. Howell pensó que Joe debía de tener hielo en las venas.

Estaba seguro de que iba a haber muchas presiones sobre Dadgar conforme se acercara la puesta del sol. Ya tenía que ser evidente que Paul y Bill no estaban en el avión. Si había que desembarcar y escoltar de nuevo a la Embajada a más de mil personas, las autoridades revolucionarias tendrían que pasar otra vez por todo aquel galimatías al día siguiente, y probablemente alguien de arriba diría que no a tal posibilidad.

Howell sabía que ahora él y el resto del grupo «limpio» eran, con seguridad, culpables de algún delito. Habían conspirado en la huida de Paul y Bill y tanto si los iraníes calificaban su conducta de conspiración o de complicidad, o utilizaban cualquier otra denominación, estaba claro que era un acto contrario a la ley. Repasó mentalmente lo que habían acordado explicar en caso de que los detuvieran. Habían dejado el Hyatt el lunes por la mañana y habían acudido a la casa de Keane Taylor (Howell hubiera preferido decir la verdad y mencionar la casa de Dvoranchik, pero los demás habían señalado que tal cosa podría acarrear problemas a la casera de Dvoranchik, mientras que el casero de Taylor no vivía en la casa). Habían pasado el domingo y el lunes en casa de Taylor y después habían ido a casa de Goelz, el martes por la tarde. A partir de ese punto, dirían la verdad.

La historia no protegía al grupo «limpio», pues Howell sabía bien que a Dadgar le traía sin cuidado si sus rehenes eran culpables o inocentes.

A las seis, el comandante comunicó:

—Señoras y caballeros, tenemos permiso para despegar.

Se cerraron las puertas y el avión empezó a rodar al cabo de unos segundos. Las azafatas indicaron a los pasajeros sin asiento que se colocaran sentados en el suelo. Mientras se dirigían a la cabecera de la pista, Howell pensó que seguramente ya no iban a detenerse, ni siquiera si se lo ordenaban…

El 747 tomó velocidad por la pista y despegó.

Todavía estaban en el espacio aéreo iraní. Los iraníes podían enviar aviones de caza…

Un poco más tarde, el comandante dijo:

—Señoras y caballeros, hemos salido del espacio aéreo iraní.

«Lo conseguimos», pensó Howell.

Tomó de nuevo el libro de intriga.

Joe Poché abandonó su asiento y fue a buscar al jefe de azafatas.

—¿Hay alguna posibilidad de que el piloto pueda enviar un mensaje a Estados Unidos? —preguntó.

—Lo ignoro —respondió el hombre—. Escriba el mensaje y se lo preguntaré.

Poché regresó a su asiento y sacó papel y pluma. Escribió: «Para Merv Stauffer, 7171 Forest Lane, Dallas, Texas».

Pensó un instante cuál sería el mensaje. Recordó el lema de la selección de personal de la EDS: «Las águilas no vuelan en bandadas; hay que encontrarlas una a una». Escribió:

«Las águilas han volado de su nido».