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Según las singulares leyes de transporte aéreo turcas, el vuelo chárter no estaba autorizado a dirigirse a donde pudiera llegarse mediante un vuelo regular, así que no pudieron ir directamente a Estambul, donde Perot los aguardaba, sino que hubieron de cambiar de avión en Ankara.

Mientras esperaban el transbordo, solucionaron un par de problemas.

Simons, Sculley, Paul y Bill tomaron un taxi y se dirigieron a la embajada norteamericana.

Tuvieron que atravesar la ciudad. El aire era de un color pardusco y tenía un sabor acre.

—¡Qué aire más malo tienen aquí! —dijo Bill.

—Carbón con alto contenido de azufre —añadió Simons, que había vivido en Turquía durante los años cincuenta—. Aquí nunca se ha oído hablar de controles de la contaminación atmosférica.

El taxi se detuvo frente a la embajada, Bill miró por la ventanilla y el corazón le dio un vuelco; allí, ante la puerta, había un infante de marina alto y guapo, con un uniforme inmaculado.

Aquello era Estados Unidos.

Despidieron el taxi.

Al entrar, Simons le preguntó al soldado:

—¿Tenéis aquí un taller mecánico, soldado?

—Sí, señor —contestó éste, y le indicó la dirección.

Paul y Bill entraron en el despacho de pasaportes. Llevaban en el bolsillo fotografías de tamaño carnet que Boulware había traído de Estados Unidos. Se acercaron al mostrador y Paul dijo:

—Hemos perdido los pasaportes. Salimos de Teherán un poco apresuradamente y…

—Sí, sí —contestó el encargado, como si los estuviera esperando.

Tuvieron que rellenar varios formularios. Uno de los funcionarios los llevó a un despacho privado y les dijo que necesitaba unos consejos. El consulado norteamericano de Tabriz, al norte de Irán, estaba siendo atacado por los revolucionarios y el personal quizá tuviera que escapar como lo habían hecho ellos. Paul y Bill le explicaron la ruta que habían seguido y los problemas que habían encontrado.

Unos minutos después, salían de allí cada uno con un pasaporte norteamericano valedero para sesenta días. Paul miró el suyo y dijo:

—¿Has visto algo más hermoso en toda tu condenada vida?

Simons vació el aceite de la lata y sacó el dinero guardado en las bolsas llenas de perdigones. Estaba hecho un asco; algunas bolsas se habían roto y había aceite en muchos billetes. Sculley empezó a limpiarles el aceite y a hacer montones de diez mil dólares cada uno; había 65 000 dólares más una cantidad similar en rials iraníes.

Mientras estaba dedicado a la tarea, apareció un soldado. Al ver a dos hombres despeinados y sin afeitar, arrodillados en el suelo, contando una pequeña fortuna en billetes de cien dólares, se quedó sin saber qué hacer.

Sculley le dijo a Simons:

—¿Cree usted que debo darle explicaciones, coronel?

—Su compañero de la entrada ya está enterado de esto, soldado —gruñó Simons.

El infante saludó y se fue.

Eran las once de la noche cuando se produjo la llamada de su vuelo a Estambul.

Pasaron el último control de seguridad uno a uno. Sculley iba justo delante de Simons. Al mirar atrás, vio que el guardián había pedido ver el contenido del paquete que llevaba Simons. En él iba todo el dinero de la lata de combustible.

—Mierda —masculló Sculley.

El soldado revisó el paquete y vio los sesenta y cinco mil dólares y los cuatro millones de rials, y se organizó el gran revuelo.

Varios soldados montaron sus armas, uno de ellos dio un grito y aparecieron corriendo varios oficiales.

Sculley vio a Taylor, que llevaba cincuenta mil dólares en un pequeño bolso negro, abrirse camino entre la multitud que rodeaba a Simons, mientras decía «perdone, perdone, lo siento…».

Delante de Sculley, Paul ya había pasado el control. Sculley pasó sus treinta mil dólares a manos de Paul, dio media vuelta y volvió atrás por el punto de control.

Los soldados se estaban llevando a Simons para interrogarlo. Sculley les siguió con el señor Fish, Ilsmán, Boulware y Jim Schwebach. Simons fue conducido a una salita. Uno de los oficiales se volvió, vio a las cinco personas que los seguían y dijo en inglés:

—¿Quiénes son ustedes?

—Vamos todos juntos —contestó Sculley.

Tomaron asiento y el señor Fish habló con los funcionarios. Al cabo de un rato, dijo:

—Quieren ver los papeles acreditativos de que trajeron el dinero al país desde el extranjero.

—¿Qué papeles?

—Se tiene que declarar toda la moneda extranjera que se entra en el país.

—Vaya, nadie nos lo dijo.

—Señor Fish —añadió Boulware—, explíqueles a estos payasos que entramos en Turquía por un pequeño puesto fronterizo donde los guardas probablemente no saben ni rellenar formularios, y que no nos dijeron nada de declarar las divisas, pero que lo haremos ahora gustosos.

El señor Fish discutió un poco más con los funcionarios. Por fin, dejaron ir a Simons con el dinero, pero los soldados anotaron su nombre, número de pasaporte y descripción, y en el momento en que tomaron tierra en Estambul, Simons fue detenido.

A las tres de la madrugada del sábado 17 de febrero de 1979, Paul y Bill entraron en la suite que ocupaba Perot en el Estambul Sheraton.

Fue el momento más grande de la vida de Perot.

Le embargó la emoción mientras los abrazaba. Allí estaban, sanos y salvos después de todo aquel tiempo, de aquellas semanas de espera, de aquellas decisiones imposibles y aquellos riesgos tan tremendos. Contempló sus rostros resplandecientes. La pesadilla había terminado.

El resto del grupo entró a continuación. Ron Davis hacía el payaso como de costumbre. Le había pedido prestada la ropa contra el frío a Perot y éste había simulado que tenía toda la prisa del mundo porque se la devolviera; ahora, Davis se quitó el gorro, el abrigo y los guantes, y los lanzó teatralmente al suelo, al tiempo que decía:

—¡Aquí tienes, Perot, ahí está tu maldita ropa!

Entonces, Sculley entró en la suite y anunció:

—Simons ha sido detenido en el aeropuerto.

El júbilo desapareció de Perot.

—¿Por qué? —exclamó con desmayo.

—Llevaba un montón de dinero en un paquete y se les ocurrió registrarle.

—¡Maldita sea, Pat! —Exclamó Perot con irritación—. ¿Por qué llevaba Simons ese dinero?

—Era el de la lata de combustible. Mira…

Perot le interrumpió:

—Después de todo lo que ha hecho Simons, ¿por qué demonios le dejaste correr un riesgo absolutamente innecesario? Escúchame bien. Voy a despegar a mediodía y, si Simons no ha salido en libertad para entonces, ¡te vas a quedar en Estambul hasta que salga!

Sculley y Boulware se sentaron con el señor Fish, y Boulware dijo:

—Tenemos que sacar al coronel Simons de la cárcel.

—Bien —contestó el señor Fish—, nos costará unos diez días…

—Narices —replicó Boulware—. Perot no va a tragarse eso. Quiero que salga ahora mismo.

—¡Son las cinco de la madrugada! —protestó el señor Fish.

—¿Cuánto costará?

—No lo sé —continuó el turco—. Ya conoce el asunto demasiada gente, tanto de Estambul como de Ankara.

—¿Qué le parece cinco mil dólares?

—Por esa cantidad venderían a sus madres.

—Bien —dijo Boulware—. Vamos a ello.

El señor Fish llamó a alguien por teléfono y dijo:

—Mi abogado se reunirá con nosotros en la cárcel, cerca del aeropuerto.

Boulware y el señor Fish entraron en el viejo y maltrecho automóvil de éste, y dejaron a Sculley pagando la cuenta del hotel.

Llegaron a la cárcel y se encontraron con el abogado. Éste entró en el coche y dijo:

—Tengo a un juez en camino. Ya he hablado con la policía. ¿Dónde está el dinero?

—Lo tiene el preso —contestó Boulware.

—¿Qué quiere decir?

—Usted entra ahí y rescata al preso, y él le dará los cinco mil dólares.

Era una locura, pero el abogado lo consiguió. Entró en la cárcel y salió al cabo de unos minutos con Simons. Subieron al coche.

—No vamos a pagarles nada a esos payasos —dijo Simons—. Aguardaré ahí dentro. Se limitarán a hablar sin parar, y dentro de unos días me soltarán.

Bull, por favor, no te opongas al plan —contestó Boulware—. Dame el paquete.

Simons se lo entregó. Boulware sacó cinco mil dólares y se los entregó al abogado, al tiempo que le decía:

—Ahí tiene el dinero. Hágalo funcionar.

Y el abogado lo hizo.

Media hora después, Boulware, Simons y el señor Fish eran conducidos al aeropuerto en un vehículo de la policía. Uno de los agentes tomó sus pasaportes y los sometió a los controles de documentos y de aduana. Cuando salieron al asfalto, les aguardaba otra vez el vehículo policial, que los condujo al Boeing 707 que aguardaba en la pista de aterrizaje.

Subieron a bordo. Simons echó una mirada a las cortinas de raso, a los tapizados de gran lujo, a los aparatos de televisión y a los bares, y murmuró:

—¿Qué cojones es esto?

La tripulación ya estaba a bordo, aguardando. Una azafata se acercó a Boulware y dijo:

—¿Quiere beber algo?

Boulware sonrió.

Sonó el teléfono en la suite de Perot, y casualmente contestó Paul. Oyó una voz:

—¿Oiga?

—¿Diga? —respondió él.

—¿Quién es? —dijo la voz en tono suspicaz.

—¿Quién es usted? —contestó Paul, también con reservas.

—¿Paul?

Paul reconoció la voz de Merv Stauffer.

—¡Hola, Merv!

—Paul, tengo aquí alguien a quien le encantará hablar contigo.

Hubo una pausa y surgió una voz de mujer:

—¿Paul? Era Ruthie.

—¡Hola, Ruthie!

—¡Oh, Paul!

—¡Hola! ¿Qué estás haciendo?

—¿Qué significa «Qué estás haciendo»? —contestó Ruthie, entre lágrimas—. ¡Te estoy esperando!

Sonó el teléfono. Antes de que Emily lo alcanzara, alguien levantó la extensión en el cuarto de los niños. Un momento después, oyó a la pequeña gritar:

—¡Es papá! ¡Es papá!

Emily entró corriendo en la habitación.

Todos los niños estaban dando saltos y pugnando por hacerse con el auricular. Emily se serenó durante un par de minutos, y luego les quitó el aparato de las manos.

—¿Bill?

—Hola, Emily.

—Vaya, cuánto me alegro. No esperaba… ¡Oh, Bill, cuánto me alegro!

En Dallas, Merv Stauffer empezaba a apuntar un mensaje en clave de Perot.

Toma… el…

Ya estaba tan familiarizado que era capaz de transcribir el código según llegaba el mensaje.

… código… y…

Estaba sorprendido porque, durante los últimos tres días, Perot le había puesto en un apuro con el código. Perot no tenía paciencia para utilizarlo, y Stauffer había tenido que insistir una y otra vez, diciéndole: «Ross, Simons lo quiere así». Y ahora que el peligro había pasado, ¿por qué empezaba Perot de repente a utilizar la clave?

… métetelo… donde…

Sauffer adivinó lo que venía a continuación y se echó a reír.

Ron Davis llamó al servicio de habitaciones y pidió huevos con jamón para todos. Mientras comían, Dallas volvió a llamar. Era Stauffer, y quería hablar con Perot.

—Ross, tenemos aquí el Dallas Times Herald.

¿Se trataba de otra broma?

Stauffer prosiguió:

—El titular de la primera plana dice: «Los hombres de Perot, camino de casa. La huida de Irán por carretera, un éxito».

Perot sintió que le empezaba a hervir la sangre.

—¡Creí que íbamos a tapar la historia! —gritó.

—¡Oye, Ross, lo hemos intentado, pero la gente que posee o gestiona ese periódico no parece capaz de controlar al director!

Se puso al aparato Tom Luce, furioso como un demonio.

—Ross, esos cerdos están dispuestos a que el grupo de rescate que aún está en Irán sea asesinado, que la EDS quede destruida y que tú vayas a la cárcel, sólo por ser los primeros en ofrecer la historia. Les hemos explicado las posibles consecuencias y no les importan. Chico, cuando hayamos terminado con todo esto los demandaremos, por mucho que tardemos y cueste lo que cueste…

—Quizá —contestó Perot—. Pero ten cuidado si te metes con esa gente que compra la tinta a barriles y el papel a toneladas. Bien, ¿qué posibilidades hay de que la noticia llegue a Teherán?

—No lo sabemos. En Texas hay muchos iraníes, y la mayoría oirán hablar del asunto. Todavía es muy difícil conseguir línea con Teherán, pero nosotros ya lo hemos logrado un par de veces, así que ellos también pueden.

—Y si lo hacen…

—Naturalmente, Dadgar descubrirá que Paul y Bill se le han escapado de las garras y…

—… Y puede decidirse a tomar otros rehenes —murmuró fríamente Perot.

Se sentía molesto con el Departamento de Estado por haber filtrado la noticia, furioso con el Dallas Times Herald por haberla publicado, y exasperado porque no podía hacer nada al respecto.

—¡Y el resto del grupo todavía está en Teherán! dijo.

La pesadilla todavía no había terminado.