En un repentino impulso, Rashid salió de la garita y empezó a cruzar la frontera.
Parecía un largo camino.
Pensó en la psicología de los guardianes del lado iraní. Decidió que ya los debían de dar por perdidos. Si tenían alguna duda sobre la decisión que habían tomado la noche anterior, debían de haberse pasado las últimas horas cavilando excusas que pudieran justificar su acción. Para entonces, ya se habrían convencido otra vez de que habían hecho bien en dejarlos ir, y tardarían algún tiempo en cambiar de idea.
Llegó al otro lado y saltó la cadena.
Alcanzó el primer Range Rover y abrió el maletero.
Dos guardianes salieron corriendo de la garita.
Rashid sacó el bidón de combustible del coche y cerró el maletero.
—Nos olvidamos de esto —les dijo mientras empezaba a retroceder hacia la cadena.
—¿Para qué lo necesitan? —preguntó uno de los guardias con aire de suspicacia—. Ahora ya no tienen coches.
—Es para el autobús —contestó Rashid mientras saltaba la cadena—. El autobús que nos lleva a Van.
Se alejó, notando las miradas de los guardianes clavadas en su espalda.
No miró atrás hasta que volvió a estar en la garita del lado turco.
Unos minutos después oyeron el ruido de un motor.
Se agolparon en las ventanas para mirar. Por la carretera venía un autobús. Se repitieron los hurras y las aclamaciones.
Pat Sculley, Jim Schwebach, Ron Davis y el señor Fish bajaron del autobús y entraron en la garita.
Todos se estrecharon las manos. Los recién llegados habían traído otra botella de whisky y hubo una nueva ronda de celebración.
El señor Fish formó corrillo con Ilsmán y los guardas fronterizos. Gayden le pasó el brazo por los hombros a Sculley y dijo:
—¿Has visto quién está con nosotros? —e hizo una indicación.
Sculley vio a Rashid dormido en un rincón. Sonrió. En Teherán, había sido el jefe de Rashid y luego, durante aquella primera reunión con Simons en la sala de juntas de la EDS, ¿sólo hacía seis semanas de eso?, había defendido ardorosamente que Rashid tenía que estar en el grupo de rescate. Ahora, Simons parecía haber llegado a la misma conclusión.
—Pat Sculley y yo —dijo el señor Fish— tenemos que ir a Yuksekova a hablar con el jefe de la policía de la localidad. El resto esperen aquí, por favor.
—Un momento —le interrumpió Simons—. Primero hemos tenido que esperar a Boulware, y después a ustedes. ¿Qué diablos tenemos que esperar ahora?
—Si no allano el camino con anterioridad —dijo el señor Fish—, tendremos problemas, pues Bill y Paul no tienen pasaporte.
Simons se volvió hacia Boulware.
—Se suponía que ese tipo suyo, Ilsmán, se iba a ocupar de eso —sentenció en tono irritado.
—Eso pensaba —contestó Boulware—. Creía que los había sobornado.
—Entonces, ¿qué sucede?
—Creo que es mejor como digo —insistió el señor Fish.
—Hágalo, pero a toda velocidad —gruñó Simons.
Sculley y el señor Fish se fueron.
Los demás empezaron a jugar al póquer. Todos llevaban miles de dólares ocultos en los zapatos y estaban un poco locos. En una mano, Paul tenía un full con tres ases, y había más de mil dólares sobre la mesa. Keane Taylor siguió subiendo. Taylor tenía un par de reyes a la vista, y Paul se imaginó que tendría otro rey para hacer un full de reyes. Tenía razón. Jugó y ganó 1400 dólares.
Llegó un nuevo turno de guardias fronterizos, incluido un oficial que se puso hecho una furia al encontrar su garita de guardia llena de colillas, billetes de a cien dólares y norteamericanos que jugaban al póquer, dos de los cuales habían entrado en el país sin pasaportes.
La mañana pasó y todos empezaron a encontrarse mal. Demasiado whisky y poco sueño. Con el sol en lo alto, el póquer fue dejando de parecer atractivo. Simons se puso muy inquieto. Gayden empezó a acosar a Boulware, y éste empezó a preguntarse dónde debían de haber ido Sculley y el señor Fish.
Boulware estaba seguro ahora de haber cometido un error. Deberían haber salido hacia Yuksekova inmediatamente después de llegar. Y también había sido un error dejar que el señor Fish se pusiera al frente del asunto. De alguna manera, había perdido la iniciativa.
A las diez de la mañana, cuatro horas después de irse, Sculley y el señor Fish regresaron.
El señor Fish dijo al oficial que tenían permiso para continuar.
El oficial contestó con cierta sequedad y, como por casualidad, dejó que se le abriera la chaqueta para mostrar su pistola.
Los demás guardianes se alejaron de los norteamericanos. El señor Fish tradujo sus palabras:
—Dice que nos iremos cuando él dé permiso.
—Ya basta —exclamó Simons.
Se puso en pie y dijo algo en turco. Todos los turcos lo miraron sorprendidos; no habían advertido hasta entonces que supiera hablar su lengua.
Simons se llevó al oficial aparte. Aparecieron unos minutos después.
—Ya podemos irnos —afirmó Simons.
Todos salieron afuera.
—¿Le ha sobornado, coronel? —preguntó Coburn—. ¿O le ha metido el miedo en el cuerpo?
Simons dejó entrever un asomo de sonrisa y no dijo nada.
—¿Quieres venir a Dallas, Rashid? —le preguntó Sculley.
Durante el último par de días, reflexionó Rashid, se había estado hablando de si él iría con los demás hasta el final del viaje, pero ésta era la primera vez que alguien le preguntaba directamente si quería ir o no. Ahora, tenía que tomar la decisión más importante de su vida.
¿Quieres venir a Dallas, Rashid? Era un sueño hecho realidad. Pensó en lo que dejaba atrás. No tenía esposa, hijos, ni siquiera novia, pues nunca había estado enamorado. Sin embargo, pensó en sus padres, en su hermana y en sus hermanos. Quizá lo necesitaran. La vida iba a ser muy dura en Teherán durante algún tiempo. Sin embargo, ¿qué ayuda podía prestarles? Seguiría teniendo empleo unos cuantos días más, o unas semanas, organizando el embarque de las pertenencias de los evacuados hacia Estados Unidos y cuidando de los perros y gatos, y luego nada más. Aquél era el fin de la EDS en Irán. Probablemente, también el de los ordenadores para una larga temporada. Sin empleo, sería una carga para su familia, una boca más que alimentar durante aquel difícil porvenir que se avecinaba.
En cambio, en Norteamérica…
En Norteamérica podría continuar su educación. Podría potenciar sus cualidades y tener éxito en los negocios… especialmente con la ayuda de gente como Pat Sculley y Jay Coburn.
—Sí —le contestó, pues, a Sculley—. Quiero ir a Dallas.
—Pues ¿a qué esperas? ¡Sube al autobús!
Todos subieron. Paul se instaló en su asiento con gran alivio. El vehículo se puso en marcha e Irán desapareció en la distancia. Probablemente, nunca volvería a aquel país. Había algunos extraños en el autobús, turcos piojosos vestidos con improvisados uniformes y dos norteamericanos que, según murmuró una voz, eran pilotos: Paul estaba demasiado agotado para hacer más averiguaciones. Uno de los guardas fronterizos turcos se había unido al grupo; al parecer, estaba aprovechando el viaje.
Se detuvieron en Yuksekova. El señor Fish habló con Paul y Bill:
—Tenemos que ir a hablar con el jefe de policía. Lleva aquí veinticinco años y esto es lo más importante que le ha sucedido, pero no se preocupen. Es puro trámite.
Paul, Bill y el señor Fish bajaron del autobús y entraron en la minúscula comisaría. Por alguna razón, Paul no estaba preocupado. Estaba fuera de Irán y, aunque Turquía no era precisamente un país occidental, no estaba padeciendo un proceso revolucionario. O quizá era que estaba demasiado cansado para temer nada.
El y Bill fueron interrogados durante un par de horas, y después los dejaron en libertad.
Seis personas más se sumaron al autobús en Yuksekova: una mujer y un niño que parecían ser familiares de un guardián de la frontera, y cuatro hombres muy sucios («guardaespaldas», los llamó el señor Fish) que iban sentados en la parte trasera del autobús, detrás de una cortina.
Salieron en dirección a Van, donde los esperaba un vuelo chárter. Paul contempló el paisaje. Pensó que era más bonito que Suiza, pero terriblemente pobre. La carretera estaba sembrada de enormes baches. En los campos, gentes vestidas con harapos cavaban en la nieve para que las cabras pudieran alcanzar la hierba helada que crecía debajo. Había cuevas, con puertas de madera a la entrada, donde parecía vivir gente. Pasaron ante las ruinas de una fortaleza de piedra que debía de haberse erigido en tiempos de las Cruzadas.
El conductor parecía creer que estaban haciendo una carrera. Conducía agresivamente por la serpenteante carretera, confiado al parecer en que no podía venir nadie en sentido contrario. Un grupo de soldados le indicó que frenara, pero él pasó de largo. El señor Fish le gritó que se detuviera, pero él respondió con otro grito y prosiguió.
Unos kilómetros más allá, el Ejército los esperaba con numerosos efectivos, alertados probablemente de que se habían saltado el control anterior. Los soldados ocupaban la carretera con los fusiles apuntados y el conductor se vio obligado a detenerse.
Un sargento subió al vehículo y quitó al conductor de su puesto al tiempo que le ponía una pistola en la sien.
Volvían los problemas, pensó Paul.
La escena era casi divertida. El conductor no estaba acobardado en absoluto; les gritaba a los soldados con la misma intensidad y con el mismo tono de irritación con que éstos le gritaban a él.
El señor Fish, Ilsmán y algunos de los misteriosos pasajeros de la parte de atrás bajaron del autobús y se pusieron a hablar con los militares, con los que finalmente llegaron a un acuerdo. El conductor fue devuelto al autobús a empujones, pero ni siquiera así se calmaron sus ánimos, pues mientras se alejaba todavía seguía gritando por la ventanilla y agitando el puño contra los soldados.
Llegaron a Van a última hora de la tarde.
Fueron al ayuntamiento, donde los enviaron a la policía local; los piojosos guardaespaldas desaparecieron como nieve fundida. La policía rellenó varios formularios y los escoltó hasta el aeródromo.
Cuando ya estaban abordando el avión, un policía detuvo a Ilsmán. Éste llevaba una pistola del «45» escondida bajo el brazo y, al parecer, ni siquiera en Turquía se permitía a los pasajeros llevar armas de fuego a bordo del aparato. Sin embargo, Ilsmán volvió a mostrar sus credenciales y el problema se solucionó rápidamente.
Rashid también fue detenido. Llevaba la lata de combustible con el dinero y, naturalmente, no se permitían líquidos inflamables en el aparato. Rashid les dijo que la lata contenía aceite bronceador para las esposas de los norteamericanos, y le creyeron.
Subieron todos al aparato. Simons y Coburn, que venían sosteniéndose gracias a los efectos de las pastillas estimulantes, se tumbaron en los asientos y se quedaron dormidos en unos segundos.
Cuando el avión rodó por la pista y despegó, Paul se sintió tan alegre como si fuera su primer viaje en avión. Recordó cómo, en la cárcel de Teherán, añoraba poder hacer la cosa más normal, como tomar un avión y volar. Meterse entre las nubes le proporcionó ahora una sensación que no había experimentado durante mucho tiempo: la sensación de libertad.