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Ralph Boulware, Ilsmán, el obeso policía secreta, Charlie Brown, el intérprete, y los dos hijos del primo del señor Fish estaban sentados en torno a una humeante estufa barriguda, en el hotel de Yuksekova. Aguardaban una llamada del puesto fronterizo mientras se servía la cena: una especie de carne, quizá cordero, envuelta en papel de periódico.

Ilsmán dijo que había visto a alguien tomando fotos de Boulware y Rashid en la frontera. Charlie Brown iba traduciendo las palabras de Ilsmán:

—Si alguna vez surge algún problema con esas fotografías yo me encargaré.

Boulware se preguntó qué querría decir con aquello. Charlie continuó:

—Ilsmán cree que es usted un hombre honrado, y que lo que está haciendo es noble.

Aquellas palabras le sonaron a Boulware un tanto siniestras; era como si un mafioso le estuviera diciendo que era amigo suyo.

A medianoche todavía no había noticias del grupo de Simons, ni de Pat Sculley, ni tampoco del señor Fish, quienes debían estar en camino con un autobús. Boulware decidió acostarse. Antes de meterse en la cama, siempre bebía un vaso de agua. Había una jarra de agua sobre una mesa. Qué diablos, pensó, todavía no había muerto. Tomó un trago y se descubrió tragando algo sólido. ¡Dios santo!, ¿qué debía ser aquello? Se obligó a no pensar más y a olvidarlo.

Estaba a punto de meterse en la cama cuando un empleado del hotel lo llamó para que acudiera al teléfono. Era Rashid.

—¡Hola, Ralph!

—¿Sí?

—Estamos en la frontera.

—Voy enseguida.

Reunió a los demás y pagó la cuenta del hotel. Con los hijos del primo del señor Fish al volante, tomaron carretera abajo por la zona donde, seguía repitiendo Ilsmán, treinta y nueve personas habían muerto a manos de los bandidos durante el mes anterior. En el recorrido volvieron a tener otro pinchazo. Los muchachos turcos tuvieron que cambiar la rueda en la oscuridad, pues las pilas de las linternas se habían acabado. Boulware no sabía si tener miedo, mientras esperaban allí, en medio de la carretera. Ilsmán podía ser un mentiroso, un embustero que abusaba de la confianza. Por otro lado, sus credenciales les habían protegido a todos eficazmente. Si el servicio secreto turco era como los hoteles del país, diablos, Ilsmán podía ser la respuesta autóctona a James Bond.

Terminado el cambio de ruedas, los vehículos siguieron adelante.

Avanzaban en plena noche. Todo iba a salir bien, meditó Boulware. Paul y Bill estaban en la frontera, Sculley y el señor Fish venían de camino con un autobús, y Perot aguardaba en Estambul con un avión. Iban a conseguirlo.

Llegaron a la frontera. Había luz en la garita de guardia. Saltó del coche y corrió hacia allá.

Surgió un grito de entusiasmo.

Allí estaban todos: Paul y Bill, Coburn, Simons, Taylor, Gayden y Rashid.

Boulware les estrechó calurosamente las manos a Paul y Bill.

Todos empezaron a recoger abrigos y bolsas.

—Eh, eh, aguardad un momento —dijo Boulware—. El señor Fish está en camino con un autobús. —Sacó del bolsillo una botella de Chivas Regal que había guardado para aquella ocasión y dijo—: ¡Pero podemos tomarnos un buen trago!

Todos participaron de aquel trago de celebración menos Rashid, que no tomaba alcohol. Simons se llevó a Boulware a un rincón.

—Muy bien, ¿cómo están las cosas?

—He hablado con Ross esta tarde —le contó Boulware—. El señor Fish viene de camino con Sculley, Schwebach y Davis. Vienen en un autobús. Podríamos irnos todos ahora mismo, pues los doce cabemos en los dos coches, un poco apretados, pero creo que deberíamos esperar el autobús. Por un lado, estaremos todos juntos, de modo que nadie volverá a perderse. Por otro, el camino de aquí en adelante es peligroso; ya sabe, bandidos y gente así. No sé si habrán exagerado el peligro, pero no hacen más que repetírmelo y estoy empezando a creerlo. Si es como dicen, será más seguro que nos quedemos todos juntos. En tercer lugar, si vamos a Yuksekova y aguardamos allí al señor Fish, tendremos que alojarnos en el peor hotel del mundo y atraeremos las preguntas y la curiosidad de todo un nuevo grupo de funcionarios y policías.

—Muy bien —contestó Simons con cierta reticencia—, esperaremos un rato.

Boulware pensó que Simons parecía cansado; era un anciano que sólo quería descansar. Coburn tenía el mismo aspecto: cansado, exhausto, casi deshecho. Boulware se preguntó cuánto habrían tenido que pasar para llegar hasta allí.

Él, Boulware, se encontraba perfectamente pese a lo poco que había dormido durante las cuarenta y ocho horas anteriores. Pensó en sus interminables discusiones con el señor Fish sobre el modo de llegar a la frontera, en los apuros pasados en Adana cuando no se presentó el autobús, en el viaje en taxi a través de las montañas en plena ventisca… Y, pese a todo, allí estaba.

La pequeña cabaña del puesto fronterizo era terriblemente fría, y la chimenea de leña no hacía más que llenar de humo la sala. Todos estaban cansados y el whisky tuvo un efecto soporífero. Uno a uno comenzaron a caer dormidos en los bancos de madera y el suelo.

Simons no se durmió. Rashid lo observó pasear arriba y abajo como un tigre enjaulado, fumando uno tras otro sus puritos con boquilla de plástico. Al amanecer, empezó a mirar por la ventana hacia Irán, más allá de la tierra de nadie.

—Al otro lado hay un centenar de personas con fusiles —les dijo a Rashid y Boulware—. ¿Qué creen que harán si se enteran de quiénes son en realidad los que cruzaron clandestinamente la frontera anoche?

Boulware también empezaba a preguntarse si habría acertado al proponer que aguardaran allí al señor Fish.

Rashid echó un vistazo por la ventana. Al ver los Range Rover al otro lado, recordó algo.

—La lata de combustible —dijo—. Nos hemos dejado la lata con el dinero. Quizá lo necesitemos.

Simons se quedó mirándolo.