TRECE

1

En el hotel de Rezaiyeh, a Jay Coburn le asaltó de nuevo aquella sensación malsana de impotencia que ya había padecido en Mahabad y después en el patio de la escuela. Había perdido el control de su propio destino y su futuro estaba en manos de otros; en este caso, en las de Rashid.

¿Dónde demonios estaría Rashid?

Coburn preguntó a los guardianes si podía utilizar el teléfono. Estos muchachos lo acompañaron al vestíbulo. Marcó el número del primo de Majid, el profesor, pero no hubo respuesta.

Sin muchas esperanzas, marcó el número de Gholam, en Teherán. Para su sorpresa, había comunicación.

—Tengo un mensaje para Jim Nyfeles —dijo—. Estamos en la zona prevista.

—Pero ¿dónde es eso? —inquirió Gholam.

—En Teherán —mintió Coburn.

—Necesito verlo —dijo el iraní.

Coburn tenía que seguir adelante con el engaño:

—Muy bien, nos veremos mañana por la mañana.

—¿Dónde?

—En el «Bucarest».

—De acuerdo.

Coburn regresó al piso de arriba. Simons se lo llevó a otra habitación, junto con Keane Taylor.

—Si Rashid no ha regresado a las nueve, nos vamos —dijo Simons.

Coburn se tranquilizó inmediatamente. Simons prosiguió:

—Los guardianes se están aburriendo, y la vigilancia es cada vez más relajada. Podemos escapar sin que lo adviertan, o hacer las cosas de otra manera.

—Sólo tenemos un coche —observó Coburn.

—Y lo dejaremos aquí, para confundirles. Iremos a la frontera caminando. Diablos, sólo son cuarenta o sesenta kilómetros. Podemos ir a campo traviesa; si evitamos los caminos, evitaremos también las barricadas.

Coburn asintió. Aquello era lo que quería. Volvían a tomar la iniciativa.

—Recojamos otra vez el dinero —le dijo Simons a Taylor—. Pídales a los guardianes que le dejen bajar al coche. Traiga la caja de Kleenex y la linterna, y saque el dinero.

Taylor salió.

—También podríamos comer algo antes —añadió Simons—. Va a ser una larga marcha.

Taylor entró en una habitación desocupada y vació el dinero de la caja de Kleenex y de la linterna en el suelo.

De repente, se abrió la puerta.

A Taylor se le detuvo el corazón.

Alzó la mirada y vio a Gayden, que lo contemplaba con una sonrisa de oreja a oreja.

—¡Te pesqué! —dijo Gayden.

—¡Hijo de puta! —replicó Taylor, hecho una furia—. ¡Me has puesto al borde del infarto! Gayden se rió como un energúmeno.

Los guardianes los llevaron abajo, al comedor. Los norteamericanos se sentaron a una gran mesa redonda y los iraníes lo hicieron alrededor de otra, al otro extremo de la sala. Sirvieron cordero con arroz y té. Fue una comida seria. Todos estaban preocupados por lo que podía haberle pasado a Rashid, y por cómo se desenvolverían sin él.

El televisor estaba encendido y Paul no podía apartar los ojos de la pantalla. Esperaba que en cualquier momento apareciera su rostro como en esos carteles de «se busca».

¿Dónde diablos estaba Rashid?

Estaban sólo a una hora de la frontera, pero seguían atrapados bajo vigilancia, y todavía corrían peligro de ser devueltos a Teherán y a la cárcel. Alguien dijo:

—¡Eh, mirad quién está aquí!

Rashid hizo su entrada.

Se acercó a la mesa con aires de importancia.

—Caballeros —anunció—, ésta es su última cena.

Todos se lo quedaron mirando, horrorizados.

—… En Irán, quiero decir —añadió apresuradamente—. Podemos marcharnos.

Todos empezaron a dar vítores.

—Tengo una carta del comité revolucionario —prosiguió Rashid—. He viajado hasta la frontera para prepararlo todo. Hay un par de barricadas por el camino, pero ya está todo arreglado. Sé dónde podemos conseguir caballos para cruzar por las montañas, pero no creo que los necesitemos. En el puesto fronterizo no hay gente del gobierno; el lugar está en manos de los aldeanos. He hablado con el jefe del pueblo y no habrá ningún problema para pasar. Además, Ralph Boulware nos espera allí. He hablado con él.

Simons se levantó.

—¡Vamos pues! —dijo—. ¡Aprisa!

Dejaron la comida a medio terminar. Rashid habló con los guardianes y les enseñó la carta del ayudante del líder. Keane Taylor pagó la cuenta del hotel. Rashid había comprado un puñado de carteles de Jomeini y se los entregó a Bill para que los pegara en los vehículos.

Iban a salir de allí en cuestión de minutos.

Bill hizo un buen trabajo con los carteles. Se mirara por donde se mirara a los Range Rover, el rostro fiero de blancas barbas del ayatollah lo observaba a uno fijamente.

Se pusieron en marcha. Rashid iba al volante del primer coche.

Cuando ya casi salían de la ciudad, Rashid frenó bruscamente, se asomó por la ventanilla y agitó frenéticamente la mano hacia un taxi que se aproximaba. Simons gruñó:

—Rashid, ¿qué diablos está haciendo?

El aludido, sin responder, saltó del coche y corrió hacia el taxi.

—¡Dios mío! —exclamó Simons.

Rashid conversó un momento con el taxista, y después el taxi se alejó. Rashid regresó al coche y explicó:

—Le he pedido que nos indique una ruta de salida de la ciudad por las calles secundarias. Hay una barricada que quiero evitar porque la guardan muchachos armados de fusiles que no estoy seguro de cómo reaccionarían. El taxista tiene que llevar a un cliente, pero vuelve enseguida. Le esperaremos.

—No esperaremos mucho más —contestó Simons.

El taxi regresó al cabo de diez minutos. Lo siguieron por unas callejas oscuras y sin asfaltar, hasta que llegaron a la carretera principal. El taxista giró a la derecha. Rashid lo siguió, tomando la curva a buena velocidad. A la izquierda, apenas a unos metros, quedaba la barricada que deseaban evitar, formada por unos adolescentes que se entretenían disparando sus armas al aire. El taxi y los dos Range Rover aceleraron al salir de la curva, antes de que los jóvenes se dieran cuenta de que alguien se les había colado.

Cincuenta metros más allá, Rashid frenó ante una gasolinera.

Keane Taylor le preguntó para qué diablos se detenía ahora.

—Tenemos que poner gasolina.

—Tenemos el depósito lleno hasta las tres cuartas partes, suficiente para llegar a la frontera y más. ¡Vámonos ahora mismo!

—Quizá no podamos conseguir gasolina en Turquía…

—¡Vámonos ya! —gritó Simons.

Rashid bajó del coche.

Cuando terminaron de llenar los depósitos, Rashid todavía seguía de conversación con el taxista, a quien ofrecía cien rials, un poco más de un dólar, por haberles guiado fuera de la ciudad.

—Rashid —gritó Taylor—, dale lo que sea y ¡vámonos!

—Es que pide demasiado…

—¡Señor! —exclamó Taylor.

Rashid le dio finalmente al taxista doscientos rials y volvió al Range Rover diciendo:

—Hubiera parecido sospechoso que no regateara con él.

Salieron de la ciudad. La carretera serpenteaba montañas arriba. El firme era bueno y avanzaron con rapidez. Al cabo de un rato, la carretera seguía la cresta de una sierra, con profundos barrancos llenos de bosques a ambos lados.

—Esta tarde había por aquí cerca un puesto de control —comentó Rashid—. Quizá se hayan ido a casa.

Los faros iluminaron a dos hombres situados a los lados de la carretera, que les hacían indicaciones de que se detuvieran. No había ninguna barrera. Rashid no tocó el freno.

—Me parece que sería mejor parar —dijo Simons.

Rashid siguió impertérrito dejando atrás a los dos hombres.

—¡He dicho que se pare! —rugió Simons.

Rashid se detuvo. Bill echó un vistazo por la ventanilla y dijo:

—¿Habéis visto eso?

Pocos metros más adelante había un puente sobre un barranco. A cada lado del puente surgían de las cunetas los miembros de una tribu de las montañas. Salían a puñados, treinta, cuarenta, cincuenta, todos ellos armados hasta los dientes.

Tenía todo el aspecto de una emboscada. Si los coches hubieran intentado saltarse el control, los hubieran llenado de plomo.

—¡Gracias a Dios que nos hemos detenido! —dijo Bill fervorosamente.

Rashid saltó del coche y empezó a hablar. Los emboscados cruzaron una cadena a través del puente y rodearon los vehículos. Rápidamente quedó claro que aquellos hombres eran la gente más hostil con que se había topado el grupo hasta aquel momento. Rodearon los coches, miraron al interior y empuñaron los fusiles mientras dos o tres de ellos empezaban a gritarle a Rashid.

Bill pensó que era desesperante haber llegado tan lejos, haber superado tantos peligros y adversidades, para terminar detenidos por una banda de campesinos estúpidos. ¿Se contentarían con quedarse aquellos dos buenos vehículos y todo el dinero que llevaban, o acabarían también con sus ocupantes? ¿Quién llegaría a saberlo?

Los individuos se pusieron cada vez más agresivos. Empezaron a zarandear a Rashid. «Dentro de un minuto empezarán a disparar», pensó Bill.

—No hagan nada —murmuró Simons—. Quédense en los coches y dejen que Rashid lleve el asunto.

Bill decidió que Rashid necesitaba un poco de ayuda. Se palpó el rosario que llevaba en el bolsillo y se puso a rezar. Dijo todas las oraciones que conocía. Estaban en manos de Dios, pensó; necesitarían un milagro para salir de aquélla.

En el segundo coche, Coburn se quedó helado e inmóvil mientras uno de los individuos apuntaba el fusil directamente a su cabeza.

Gayden, sentado detrás de él, fue presa de un impulso irrefrenable y susurró:

—¡Jay! ¿Por qué no cierras la portezuela con seguro?

Coburn notó una burbuja de risa histérica que le subía por la garganta.

Rashid creyó que estaba al borde de la muerte.

Aquellos individuos eran bandidos, y podían matarle a uno por la espalda sólo para robarle el abrigo; nada les importaba. La revolución no iba con ellos. No importaba quién detentara el poder, no reconocían a ningún gobierno, ni obedecían ley alguna. Ni siquiera hablaban parsí, el idioma de Irán, sino turco.

Lo empujaron y zarandearon, mientras le gritaban en turco. Él les contestó con gritos en parsí. Así no iba a ninguna parte, y aquellos hombres, pensó, se estaban calentando mutuamente para matarlos a todos.

Oyó el sonido de un coche. Un par de faros se aproximaban, procedentes de Rezaiyeh. El vehículo, un Land Rover, se detuvo y bajaron tres hombres. Uno llevaba un gabán negro hasta los pies. Los bandidos parecían tratarle con deferencia. El recién llegado se dirigió a Rashid.

—Déjeme ver los pasaportes, por favor.

—Desde luego —contestó Rashid. Condujo al hombre hasta el segundo Range Rover. Bill iba en el primero y Rashid quería que el hombre del gabán se hartara de mirar pasaportes antes de que llegara al de Bill. Rashid dio unos golpecitos en el cristal de la ventanilla y Paul lo bajó.

—Los pasaportes.

El hombre parecía haber manejado pasaportes anteriormente. Examinó cada uno con cuidado, comparando las fotografías con los rostros de sus propietarios. Después, en un inglés perfecto, empezó a hacer preguntas: lugar de nacimiento, dirección, fecha de nacimiento… Por suerte, Simons había hecho que Paul y Bill se aprendieran hasta la menor información contenida en los pasaportes falsos, así que Paul consiguió responder a las preguntas del hombre del gabán sin ningún titubeo.

Rashid condujo al hombre a regañadientes hasta el primer Range Rover. Bill y Keane Taylor habían cambiado de asiento, de modo que el primero quedara en el lugar más alejado de la ventanilla, apartado de la luz. El hombre del gabán siguió el mismo procedimiento. Revisó el pasaporte de Bill en último lugar. Entonces dijo:

—La foto no corresponde a ese hombre.

—¡Claro que sí! —replicó Rashid frenéticamente—. Ha estado muy enfermo, ha perdido peso y la piel le ha cambiado de color. ¿No comprende que está muriéndose? Tiene que regresar a América lo antes posible para conseguir la adecuada atención médica, y usted le está deteniendo. ¿Acaso quiere que muera porque los iraníes no tienen lástima de un hombre enfermo? ¿Así es como defiende usted el honor de su patria? ¿Es…?

—Son norteamericanos —contestó el hombre—. Sígame.

Dio media vuelta y se dirigió al pequeño puesto de ladrillos situado junto al puente. Rashid entró detrás de él.

—No tiene usted derecho a detenernos —protestó—. Tengo órdenes del Comité del Mando de la Revolución Islámica de Rezaiyeh para escoltar a esas personas hasta la frontera, y retrasarnos es un crimen contrarrevolucionario contra el pueblo iraní.

Agitó la carta escrita por el ayudante del líder y sellada con el cuño de la biblioteca. El hombre del gabán lo miró.

—Sin embargo, ese norteamericano no se parece a la foto del pasaporte.

—Ya le he dicho que ha estado enfermo —aulló Rashid—. ¡Tienen permiso para llegar a la frontera, concedido por el comité revolucionario! ¡Ahora, haga el favor de apartar a esos bandidos de nuestro camino!

—Nosotros tenemos nuestro propio comité revolucionario —replicó su interlocutor—. Tendrán que venir todos a nuestro cuartel general.

A Rashid no le quedó más remedio que acceder.

Jay Coburn vio salir de la cabaña a Rashid y al hombre del gabán negro. Rashid parecía realmente descompuesto.

—Vamos al poblado de esta gente para ser interrogados —comunicó Rashid—. Tenemos que ir en sus vehículos.

El asunto se ponía feo, pensó Coburn. Todas las demás veces que se habían detenido, los habían dejado quedarse en los Range Rover, lo que los hacía sentirse un poco menos prisioneros. Salir de los coches era como perder el contacto con la base.

Además, Rashid nunca había parecido tan temeroso.

Subieron todos a los vehículos de los asaltantes, un camión y una pequeña furgoneta maltrecha. Ascendieron por un sendero polvoriento que discurría entre las montañas. Detrás iban los Range Rover, conducidos por un par de bandidos. El sendero serpenteaba hasta perderse en la oscuridad. Bueno, pensó Coburn, ya estaba; nadie volvería a saber nada de ellos.

Al cabo de cuatro o cinco kilómetros llegaron al poblado. Había un solo edificio de ladrillo con un patio. El resto eran chozas de adobe con los techos de paja. Sin embargo, en el patio había seis o siete jeeps en buen estado.

—Dios mío —dijo Coburn—, esta gente vive de robar coches.

«Dos Range Rover serían un buen refuerzo para la colección», pensó.

Los dos vehículos que llevaban a los norteamericanos aparcaron en el patio. A continuación lo hicieron los Range Rover y, después, dos jeeps más que bloqueaban la salida y evitaban una huida rápida.

Todos bajaron de los vehículos. El hombre del gabán dijo:

—No se inquieten. Sólo necesitamos hablar un rato con ustedes, y luego podrán seguir.

Después entró en el edificio de ladrillo. Rashid susurró:

—Está mintiendo.

Fueron conducidos al edificio y allí les dijeron que se quitaran los zapatos. Los lugareños estaban fascinados con las botas de vaquero de Keane Taylor; uno de ellos asió las botas y las examinó; luego se las pasó a los demás para que todos las admiraran.

Los norteamericanos fueron llevados a una sala grande y vacía, con una alfombra persa en el suelo y bultos de ropas de cama enrollados y puestos contra la pared. La sala estaba débilmente iluminada por una especie de candil. Se sentaron en círculo, rodeados de lugareños con fusiles.

«Juzgados de nuevo como en Mahabad», pensó Coburn.

Permaneció atento a Simons.

Entró en la sala el mullah más enorme e inquietante que habían visto, y comenzaron de nuevo los interrogatorios.

Rashid fue el encargado de hablar, en una mezcla de parsí, turco e inglés. Mostró de nuevo la carta de la biblioteca y facilitó el nombre del ayudante del líder. Se envió a alguien a hacer comprobaciones en el comité de Rezaiyeh. Coburn se preguntó cómo lo harían; la lámpara de aceite indicaba que allí no había electricidad, así que, ¿cómo podía haber teléfonos? Todos los pasaportes fueron revisados otra vez, y siguió entrando y saliendo gente.

¿Y si realmente tenían teléfono?, pensó Coburn. ¿Y si el comité de Rezaiyeh había tenido noticias de Dadgar?

Quizá fuera mejor, en el fondo, que hicieran aquellas comprobaciones; así, pensó, alguien sabría al menos dónde se hallaban. Tal como estaban las cosas, podían ser asesinados y sus cuerpos ocultados en la nieve sin dejar el menor rastro, y nadie llegaría a saber nunca ni siquiera que habían estado allí.

Entró un lugareño, le tendió la carta del comité a Rashid, y habló con el mullah.

—Va bien —comunicó Rashid—. Lo han comprobado.

De repente, toda la atmósfera cambió.

El inquietante mullah se convirtió en un gigante bonachón y empezó a estrecharles las manos a todos.

—Les da la bienvenida al pueblo —tradujo Rashid.

Sirvieron té, y Rashid dijo:

—Estamos invitados como huéspedes esta noche.

—Dígales con firmeza que no —contestó Simons—. Nuestros amigos nos esperan en la frontera.

Apareció un muchachito de unos diez años. En un esfuerzo por cimentar la nueva amistad, Keane Taylor sacó una fotografía de su hijo Michael, de once años, y se la mostró a los lugareños. Hubo una general excitación y Rashid explicó:

—Quieren que les haga una foto.

—Keane, saca la cámara —dijo Gayden.

—No me queda película —contestó éste.

—¡Que saques la maldita cámara!

Taylor obedeció. De hecho, le quedaban tres fotos, pero no tenía flash y se hubiera necesitado una cámara mucho más sofisticada que su Instamatic para hacer instantáneas a la luz del candil. Sin embargo, los bandidos se agruparon, alzando los fusiles al aire, y Taylor no tuvo más remedio que tomar la foto.

Era increíble. Hacía cinco minutos aquella gente parecía dispuesta a asesinar a los norteamericanos; ahora, en cambio, revoloteaban a su alrededor, gritando, vociferando y pasándoselo en grande.

Probablemente, podían volver a cambiar con la misma rapidez.

El sentido del humor de Taylor se impuso y empezó a hacer comedia, fingiendo ser fotógrafo de prensa, indicando a los lugareños que sonrieran, o que se juntaran un poco más para poderlos incluir a todos, y «haciendo» docenas de fotografías.

Trajeron más té. Coburn protestó para sí. En los últimos días había bebido tanto té que estaba saturado.

Sin que lo vieran, lo dejó caer, causando una fea mancha marrón en la impresionante alfombra.

—Dígales que tenemos que marcharnos —murmuró Simons a Rashid.

Hubo un corto intercambio de frases y Rashid comunicó:

—Debemos tomar otra taza de té.

—No —respondió Simons con voz decidida, al tiempo que se ponía en pie—. Vámonos.

Con amplias sonrisas, gestos de cabeza y reverencias hacia los lugareños, Simons empezó a dar órdenes muy precisas con palabras que contradecían sus corteses ademanes:

—Todo el mundo en pie. Poneos los zapatos. Vamos, salgamos de aquí, ¡vámonos!

Todos se levantaron. Cada uno de los habitantes del poblado quiso estrechar la mano de cada uno de los visitantes. Simons siguió haciéndolos avanzar hasta la puerta. Encontraron los zapatos y se los calzaron mientras seguían haciendo reverencias y estrechando manos. Al fin salieron y subieron a los Range Rover. Aguardaron unos instantes mientras los bandidos apartaban los dos jeeps que bloqueaban la salida. Por fin, se pusieron en marcha detrás de los dos jeeps que circulaban por el sendero de montaña.

Todavía seguían vivos, libres y en movimiento.

Los hombres del poblado los llevaron hasta el puente y allí se despidieron. Rashid les preguntó:

—Pero ¿no iban a escoltarnos hasta la frontera?

—No —contestó uno de ellos—, nuestro territorio termina en el puente. El otro lado pertenece a Sero.

El hombre del gabán negro estrechó la mano a cada uno de los ocupantes de los dos vehículos.

—No se olviden de enviarnos las fotos —le dijo a Taylor.

—No se preocupe —contestó Taylor con el rostro impasible.

Quitaron la cadena que cruzaba el puente. Los dos Range Rover pasaron a la otra parte y aceleraron, carretera adelante.

—Espero que no tengamos los mismos problemas en el próximo pueblo —murmuró Rashid—. Esta tarde he estado con el jefe y lo he arreglado todo para ustedes.

El Range Rover ganó velocidad.

—Aminore la marcha —dijo Simons.

—No, debemos apresurarnos.

Estaban a un kilómetro de la frontera, aproximadamente. Simons insistió:

—Aminore la velocidad del maldito jeep, no quiero que nos matemos a estas alturas.

Estaban dejando atrás lo que parecía ser una gasolinera. Había una pequeña cabaña en la que se veía luz. De repente, Taylor gritó:

—¡Deténgase! ¡Deténgase!

—¡Rashid…! —añadió Simons.

En el coche de atrás, Paul tocó la bocina y lanzó un destello con los faros.

Rashid vio por el rabillo del ojo a dos hombres que salían corriendo de la gasolinera, cargando sus fusiles y quitando los seguros en plena carrera. Pisó el freno.

El vehículo chirrió hasta detenerse. Paul ya lo había hecho, justo delante de la gasolinera. Rashid retrocedió y saltó del coche.

Los dos hombres apuntaron sus armas hacia él.

«Ya estamos otra vez», pensó Rashid.

Empezó a hablar como siempre, pero los dos individuos no estaban interesados en sus palabras. Subieron uno a cada coche. Rashid se puso de nuevo al volante.

—Continúe —le dijo el individuo.

Un minuto después estaban al pie de la colina que llevaba a la frontera. En lo alto se apreciaba la luz del puesto fronterizo. El hombre del coche de Rashid le dijo a éste:

—A la derecha.

—No —contestó Rashid—. Tenemos permiso para llegar a la frontera y…

El hombre alzó el fusil y, con el pulgar, quitó el último seguro. Rashid detuvo el coche.

—Escuche, esta tarde he estado en su pueblo y me han concedido permiso para pasar…

—Baje hasta allá.

Estaba a menos de medio kilómetro de Turquía y de la libertad. Eran siete contra dos. La situación era tentadora…

En el puesto fronterizo apareció un jeep que empezó a bajar la colina a toda velocidad y fue a detenerse derrapando frente al Range Rover. Un joven excitado saltó de él empuñando una pistola y corrió hacia la ventanilla de Rashid. Éste bajó el cristal y dijo:

—Tengo órdenes del Comité del Mando de la Revolución Islámica…

El excitado joven apuntó la pistola a la cabeza de Rashid.

—¡Siga el camino! —le gritó.

Rashid cedió. Avanzaron sendero abajo. Era más estrecho aún que el anterior. El poblado estaba a menos de un kilómetro. Cuando llegaron, Rashid saltó del coche mientras decía:

—Quédense aquí… Me encargaré de esto.

Varios hombres salieron de las casas a ver qué sucedía. Tenían un aspecto de bandidos aún más acentuado que el de los habitantes del poblado anterior.

—¿Dónde está el jefe? —dijo Rashid en voz alta.

—No está aquí —contestó alguien.

—Pues vayan a buscarlo. He hablado con él esta tarde… Soy amigo suyo… Tengo permiso para cruzar la frontera con estos americanos.

—¿Por qué andas con americanos?

—Tengo órdenes del Comité del Mando de la Revolución Islámica…

De repente, surgió como de la nada el jefe del pueblo, con el que Rashid había hablado aquella misma tarde. El hombre se acercó y besó a Rashid en ambas mejillas.

En el segundo Range Rover, Gayden dijo:

—¡Bueno, parece que esto va bien!

—Gracias a Dios —añadió Coburn—. No podría beber más té ni para salvar la vida.

El hombre que acababa de besar a Rashid se acercó. Llevaba un gran abrigo afgano. Metió la cabeza por la ventanilla del coche y les estrechó la mano a todos.

Rashid y los dos guardianes regresaron a los coches. Pocos minutos después, ascendían por la colina que llevaba al puesto fronterizo.

Paul, que conducía el segundo vehículo, se acordó de pronto de Dadgar. Hacía cuatro horas, en Rezaiyeh, había parecido adecuado abandonar la idea de cruzar la frontera a caballo, evitando la carretera y el puesto. Ahora no estaba tan seguro. Dadgar debía de haber enviado las fotografías de Paul y Bill a todos los aeropuertos, puertos de mar y pasos fronterizos. Aunque no hubiera allí gente del Gobierno, las fotografías podían estar a la vista en cualquier lugar, y los iraníes parecían dispuestos a utilizar cualquier excusa para detener a los norteamericanos e interrogarlos. Desde el primer momento, la EDS había subestimado a Dadgar…

El puesto fronterizo estaba iluminado por grandes lámparas de neón. Los dos vehículos avanzaron lentamente, dejaron atrás los edificios y se detuvieron donde una cadena tendida en la carretera marcaba el límite del territorio iraní.

Rashid bajó del coche.

Habló con los vigilantes del puesto, regresó y comunicó:

—No tienen llave para quitar el candado de la cadena.

Bajaron todos. Simons le dijo a Rashid:

—Vaya al lado turco y vea si Boulware está allí.

Rashid desapareció. Simons alzó la cadena. No sería suficiente para que el Range Rover pasara por debajo.

Alguien encontró unas planchas de madera y las apoyó contra la cadena para ver si los coches podían pasar por encima de ésta utilizando las planchas. Simons hizo un gesto de negativa con la cabeza; no iba a funcionar. Se volvió hacia Coburn.

—¿Tenemos una sierra para metales entre las herramientas?

Coburn regresó al coche. Paul y Coburn encendieron un cigarrillo. Gayden comentó:

—Tendrás que decidir qué hacer con el pasaporte.

—¿A qué te refieres?

—Según las leyes norteamericanas, el uso de un pasaporte falso se castiga con una multa de diez mil dólares y pena de prisión. Yo me haré cargo de la multa, pero tú tendrás que ir a la cárcel.

Paul caviló sobre el asunto. Hasta aquel momento, no había quebrantado ninguna ley. Había mostrado el pasaporte falso, pero sólo a bandidos y revolucionarios que no tenían verdadero derecho a exigírselo. Sería muy conveniente seguir todavía del lado de la legalidad.

—Así es —comentó Simons—. En cuanto salgamos de este maldito país, no vamos a hacer nada ilegal. No quisiera tener que sacarte de una cárcel turca…

Paul le entregó el pasaporte a Gayden. Bill hizo lo mismo. Gayden entregó los documentos a Taylor, quien los puso dentro de sus botas de vaquero.

Coburn regresó con la sierra. Simons se la quitó de las manos y empezó a aserrar la cadena.

Los guardianes iraníes corrieron hacia él, entre gritos. Simons se detuvo.

Rashid regresó del lado turco, seguido por un par de guardias y un oficial. Habló con los iraníes, y luego con Simons:

—No corte la cadena. Dicen que debemos esperar hasta mañana. Tampoco los turcos quieren que crucemos esta noche.

Simons murmuró a Paul:

—Estás a punto de ponerte enfermo.

—¿Qué quiere decir?

—Que si te lo digo, te pones enfermo, y basta, ¿entendido?

Paul comprendió lo que Simons estaba pensando; los guardianes turcos querían dormir, y no pasar la noche ocupados con un puñado de norteamericanos. Sin embargo, si uno de los norteamericanos tenía la urgente necesidad de tratamiento hospitalario, difícilmente podían negarse a atenderlos.

Los turcos regresaron a su territorio.

—¿Qué hacemos ahora? —dijo Coburn.

—Esperar —contestó Simons.

Todos los guardianes iraníes, salvo dos, regresaron a la garita; hacía un frío tremendo.

—Haced como si nos dispusiéramos a esperar toda la noche —dijo Simons.

Los dos guardianes se alejaron.

—Gayden, Taylor —dijo Simons—, entrad ahí y ofreced dinero a los guardianes para que nos cuiden los coches.

—¿Que nos los cuiden? —exclamó Taylor en tono incrédulo—. Nos los robarán y basta.

—Está bien —repuso Simons—. Pueden robárnoslos… si nos dejan marchar.

Taylor y Gayden se dirigieron a la garita.

—Ya está —continuó Simons—. Coburn, toma a Paul y Bill y camina con ellos hacia el otro lado.

—¡Vamos, muchachos! —les apresuró Coburn.

Paul y Bill saltaron la cadena y empezaron a caminar. Coburn les siguió muy de cerca.

—Continuad caminando pase lo que pase —dijo Coburn—. Si oís gritos, o disparos, echad a correr, pero bajo ninguna circunstancia os detengáis o volváis atrás.

Simons vino tras ellos.

—Caminad deprisa —les dijo—. No quiero que os peguen un tiro en medio de esta maldita tierra de nadie.

Atrás, en el lado iraní, empezaron a oír las voces de una discusión.

—No os volváis, continuad —insistió Coburn.

En el lado iraní, Taylor mostraba un puñado de billetes a los dos guardianes, que primero miraron a los cuatro hombres que caminaban hacia el otro lado de la frontera y, luego, a los dos Range Rover, cada uno de los cuales valía al menos veinte mil dólares…

Rashid les estaba diciendo a los guardianes:

—No sabemos cuándo podremos volver por los coches. Quizá pase mucho tiempo…

Uno de los guardianes replicó:

—Todos tenían que quedarse aquí hasta mañana…

—Los coches son realmente muy valiosos, y tienen que cuidarse bien porque…

Los guardianes llevaron la mirada de los coches a los hombres que cruzaban hacia Turquía, y de nuevo a los coches, y dudaron hasta que fue demasiado tarde.

Paul y Bill alcanzaron el lado turco y entraron en el puesto fronterizo.

Bill se miró el reloj. Eran las 11.45 de la noche del jueves 15 de febrero, el día después de San Valentín. El 15 de febrero de 1960 había deslizado el anillo de compromiso en el dedo de Emily. Ese mismo día, seis años después, había nacido Jackie; hoy cumplía trece años. «Aquí tienes tu regalo, hija —pensó Bill—. Todavía tienes padre».

Coburn los siguió al interior del puesto. Paul le pasó el brazo por el hombro a Coburn y le dijo:

—Jay, acabas de marcar un gran gol.

En el lado iraní, los guardianes vieron que la mitad de los americanos estaba ya en Turquía y decidieron retirarse mientras siguieran a la vista, y quedarse el dinero y los coches.

Rashid, Gayden y Taylor llegaron hasta la cadena. Allí, Gayden se detuvo.

—Seguid —dijo—. Yo quiero ser el último en salir de aquí.

Y lo fue.