La mañana del jueves pilló a Glenn Jackson, el aficionado a la caza, baptista y antiguo empleado de la NASA, volando sobre el cielo de Teherán en un reactor alquilado.
Jackson se había quedado en Kuwait después de informar de las posibilidades de escapatoria de Irán por aquella vía. El domingo, el día que Paul y Bill salieron de la cárcel, Simons le dio órdenes, vía Merv Stauffer, de que acudiera a Ammán, Jordania, e intentara allí el alquiler de un avión para volar a Irán.
Jackson llegó a Ammán el lunes y se puso a trabajar inmediatamente. Sabía que Perot había volado desde Ammán a Teherán en un vuelo chárter de la Arab Wings. También sabía que el presidente de Arab Wings, Akel Biltaji, se había mostrado muy amable al permitir que Perot utilizara el truco de las cintas de vídeo de la NBC como coartada. Ahora, Jackson fue a ver a Biltaji y volvió a pedir su colaboración.
Le explicó a Biltaji que la EDS tenía en Irán a dos hombres que era preciso sacar de allí. Inventó unos nombres falsos para Paul y Bill. Aunque sabía que el aeropuerto de Teherán estaba cerrado, Jackson quería volar allí de todos modos e intentar aterrizar. Biltaji estuvo de acuerdo en hacer un intento.
Sin embargo, el miércoles, Stauffer cambió las órdenes de Jackson siguiendo las instrucciones de Simons. Ahora, su misión era investigar la situación del grupo «limpio», pues el grupo que huía por carretera ya había salido de Teherán, según informaba Dallas.
El jueves, Jackson despegó de Ammán y se dirigió al este. Cuando se acercaba al círculo de montañas a cuyo abrigo crecía Teherán, despegaron de la ciudad dos aviones.
Los aparatos se aproximaron al suyo y Jackson observó que eran dos cazas de la fuerza aérea iraní.
Se preguntó qué sucedería ahora. La radio del piloto empezó a emitir con un montón de interferencias. Mientras los cazas daban vueltas a su alrededor, el piloto hablaba por el micrófono. Jackson no comprendía la conversación, pero se alegró de que los iraníes prefirieran hablar antes que disparar.
La discusión se prolongó. El piloto parecía insistir en algo. Por último, se volvió a Jackson y le dijo:
—Tenemos que regresar. No nos dan permiso para tomar tierra.
—¿Qué nos harían si aterrizáramos de todas maneras?
—Nos derribarían.
—Muy bien —dijo Jackson—. Lo volveremos a intentar esta tarde.
El jueves por la mañana, en Estambul, Perot recibió en su habitación del Sheraton un periódico en lengua inglesa.
Lo recogió y leyó con gran atención la primera plana, donde se relataba la toma de la embajada norteamericana en Teherán, acaecida el día anterior. No se mencionaba a nadie del grupo «limpio», lo que le produjo un gran alivio. El único herido había sido un sargento de la infantería de marina, Kenneth Krause. Sin embargo, Krause no estaba recibiendo la asistencia médica que precisaba, según el periódico.
Perot llamó a John Carien, el comandante del Boeing 707, y le pidió que acudiera a la suite. Le mostró el periódico y dijo:
—¿Qué le parecería volar a Teherán a recoger al sargento herido?
Carien, un californiano reservado de sienes plateadas y tez morena, era un tipo impasible.
—Podemos hacerlo —contestó.
A Perot le sorprendió que Carien ni siquiera hubiese vacilado. El vuelo significaba cruzar las montañas de noche sin ningún control de tráfico aéreo que le ayudase, y aterrizar en un aeropuerto cerrado al tránsito.
—¿No quiere hablar primero con el resto de la tripulación? —le preguntó Perot.
—No, todos querrán ir. Y los propietarios del avión pueden irse a la mierda.
—No se lo diga. Yo me haré responsable.
—Tendré que saber dónde va a estar exactamente ese soldado —prosiguió Carien—. La embajada tendrá que llevarlo al aeropuerto. Allí conozco a mucha gente. Puede que a base de palabras me dejen aterrizar, modificando un poco las normas; para salir, puedo hacerlo otra vez a base de verborrea, o bien limitándome a despegar.
«Y el grupo “limpio” serán los camilleros», pensó Perot. Llamó a Dallas y habló con Sally Walther, su secretaria. Le pidió que localizara al general Wilson, de la infantería de marina. Él y Wilson eran amigos.
Wilson se puso al aparato.
—Estoy en Turquía, en viaje de negocios —le dijo Perot—. Acabo de leer lo del sargento Krause. Tengo aquí un avión. Si la embajada puede enviar a Krause al aeropuerto, nosotros podemos llegar allí esta noche, recogerlo, y ocuparnos de que reciba la adecuada atención médica.
—Muy bien —contestó Wilson—. Si está muy grave, me parece bien que lo recoja usted. Si no, no merece la pena poner en peligro a la tripulación. Volveré a llamarle.
Perot volvió a hablar con Sally. Había más malas noticias. Un portavoz del grupo de seguimiento de la crisis iraní del Departamento de Estado le había revelado a Robert Dudney, corresponsal en Washington del Dallas Herald Tribune, que Paul y Bill estaban viajando por carretera.
Ross Perot maldijo una vez más al Departamento de Estado. Si Dudney publicaba la historia y las noticias llegaban a Teherán, Dadgar intensificaría las medidas de seguridad en la frontera, sin ninguna duda.
La séptima planta del edificio de la EDS en Dallas echaba la culpa de todo aquello a Perot. Se había sincerado con el cónsul que le había visitado la noche anterior, y los directivos consideraban que la filtración provenía del cónsul. Ahora, estaban intentando frenéticamente que la historia fuera silenciada, pero el periódico no prometía nada.
El general Wilson volvió a llamar. El sargento Krause no estaba grave y no era necesario el concurso de Perot.
Perot se olvidó de Krause y se concentró en sus propios problemas.
El cónsul lo llamó. Había intentado todo lo que había podido, pero no había modo de que Perot pudiera comprar o alquilar un avión. La única posibilidad existente era fletar un avión de un aeropuerto a otro dentro de Turquía; eso era todo.
Perot no le comentó nada respecto a la filtración a la prensa.
Hizo acudir a su suite a Dick Douglas y Julián Scratch Kanauch, los dos pilotos de reserva que había llevado consigo con la misión específica de pilotar el avión hasta Irán, y les dijo que no había conseguido encontrar tal avión.
—No se preocupe —le dijo Douglas—. Nosotros tenemos un aparato.
—¿Cómo?
—No pregunte.
—No, no. No quiero saberlo.
—Yo he pilotado aviones en Turquía oriental. Sé dónde tienen los aparatos. Si necesita uno, podemos robarlo.
—¿Han meditado bien esta solución? —les preguntó Perot.
—Hágalo usted —contestó Douglas—. Si lo que buscamos es que nos derriben a tiros sobre Irán, ¿qué importa que llevemos un avión robado? Y si no lo derriban, lo podemos devolver donde lo encontramos. Incluso si tuviera agujeros en el fuselaje, estaríamos fuera de la zona antes de que nadie lo advirtiera. ¿Qué más hay que meditar?
—Perfectamente —dijo Perot—. Lo haremos.
Envió a John Carien y a Ron Davis al aeropuerto para conseguir un plan de vuelo a Van, el aeropuerto más próximo a la frontera.
Davis llamó desde el aeropuerto para decir que el 707 no podría tomar tierra en Van. Era un aeropuerto donde sólo se hablaba en turco, por lo que no se permitía el aterrizaje de ningún avión extranjero, salvo los aparatos militares norteamericanos que llevaran intérprete.
Perot llamó al señor Fish y le pidió que se ocupara de llevar a los pilotos hasta Van. El señor Fish contestó al cabo de unos minutos diciendo que todo estaba solucionado. Él iría con el grupo como intérprete. Perot se sorprendió; hasta aquel momento el señor Fish había reiterado su negativa a ir a Turquía oriental. Quizá se le había contagiado el espíritu aventurero.
De todos modos, Perot tendría que quedarse en Estambul. Él era el centro del engranaje. Tenía que permanecer en contacto telefónico con el mundo exterior y recibir los informes de Boulware, de Dallas, del grupo «limpio» y del grupo de Simons. Si el 707 hubiera podido aterrizar en Van, Perot podría haber ido, pues la radio del avión le permitía hacer llamadas telefónicas a cualquier parte del mundo. No obstante, sin aquella radio, hubiera quedado fuera de contacto en la Turquía oriental, y no hubiese habido conexión entre los fugitivos de Irán y el grupo que acudía a encontrarse con ellos.
Así pues, envió a Van a un grupo formado por Pat Sculley, Jim Schwebach, Ron Davis, el señor Fish y los pilotos Dick Douglas y Julián Kanauch, y nombró a Pat Sculley jefe del grupo turco de rescate.
Cuando se hubieron ido, se encontró de nuevo sin nada que hacer. Se había puesto en acción otro grupo de hombres encargados de hacer cosas peligrosas en lugares nada recomendables, y él sólo podía sentarse a esperar noticias.
Pasó mucho tiempo cavilando sobre John Carien y la tripulación del Boeing 707. Se conocían desde hacía unos días tan sólo, y eran personas muy normales. Sin embargo habían estado dispuestos a arriesgar la vida para volar a Teherán a recoger a un soldado herido. Como diría Simons aquello era lo que se suponía que un norteamericano debía hacer por otro. El pensamiento le hizo sentirse satisfecho, pese a todo.
Sonó el teléfono.
—Ross Perot —contestó.
—Aquí Ralph Boulware.
—¡Hola, Ralph! ¿Dónde está?
—Aquí, en la frontera.
—¡Magnífico!
—Acabo de ver a Rashid.
—¡Fabuloso! —exclamó Perot, notando que el corazón se le desbocaba—. ¿Qué dice?
—Están a salvo.
—¡Gracias a Dios!
—Están en un hotel, a cincuenta o sesenta kilómetros de la frontera. Rashid ha venido a reconocer el terreno. Ahora va de regreso. Dice que probablemente cruzarán mañana, pero sólo es lo que él opina, y Simons puede pensar de otro modo. Estando tan cerca, no creo que Simons espere a mañana.
—Muy bien. Ahora mismo Pat Sculley y el señor Fish, con un grupo, van de camino hacia donde está usted. Llegan a Van en avión, y después alquilarán un autobús. ¿Dónde pueden encontrarle?
—Estoy en un pueblo llamado Yuksekova, el punto más cercano a la frontera, alojado en un hotel. Es el único hotel de la zona.
—Se lo diré a Sculley.
—Muy bien.
Perot colgó. «¡Por fin las cosas empiezan a enderezarse!», pensó.
Las órdenes que Perot había dado a Sculley eran que se llegara a la frontera, se asegurara de que el grupo de Perot cruzaba sin problemas, y los trajera de vuelta a Estambul. Si los fugitivos no conseguían cruzar, Sculley tenía que pasar a Irán y encontrarlos, preferiblemente en un avión que robaría Dick Douglas o, de no poder ser, por carretera.
Sculley y el grupo turco de rescate tomaron un vuelo regular de Estambul a Ankara, donde los aguardaba un reactor chárter. El chárter los llevaría hasta Van y los devolvería a Ankara; no podrían ir a donde les apeteciera. El único modo que hubieran tenido de hacer que el piloto los llevara a Irán habría sido el secuestro del aparato.
La llegada de un avión parecía ser un gran acontecimiento en la ciudad de Van. Al bajar del aparato, fueron rodeados por un contingente de policías que parecían dispuestos a hacerles pasar un mal rato. Sin embargo, el señor Fish hizo un aparte con el jefe de policía y regresó sonriente.
—Escuchen —dijo el señor Fish—. Vamos a alojarnos en el mejor hotel de la ciudad, pero quiero que sepan que no es el Sheraton, así que, por favor, no se quejen.
Fueron en dos taxis.
El hotel tenía un vestíbulo central y tres plantas de habitaciones a las que se llegaba por unas galerías, de modo que desde el vestíbulo podían verse todas las puertas de las habitaciones. Cuando entraron los norteamericanos el vestíbulo estaba lleno de turcos que bebían cerveza y contemplaban un partido de fútbol en un televisor en blanco y negro entre gritos y vítores. Cuando los turcos advirtieron la presencia de los extranjeros, la animación de la sala fue decreciendo hasta hacerse un completo silencio.
Les asignaron las habitaciones. Cada dormitorio tenía dos camastros y un agujero en un rincón, oculto por una cortina de baño, que hacía de retrete. El suelo era de tablas y las paredes estaban encaladas y carecían de ventanas. Todas las habitaciones estaban infestadas de cucarachas. En cada planta había un cuarto de baño.
Sculley y el señor Fish salieron a buscar un autobús que los llevara a la frontera. A la puerta del hotel los recogió un Mercedes que los llevó a lo que parecía ser una tienda de electrodomésticos, que lucía algunos anticuados aparatos de televisión en el escaparate. Estaba cerrada, ya era de noche, pero el señor Fish llamó al enrejado de hierro que protegía el escaparate, y alguien salió a abrir.
Pasaron a la trastienda y se sentaron a una mesa, bajo la luz de una única bombilla. Sculley no entendió nada de lo que se habló, pero al término de la conversación el señor Fish había conseguido un autobús y un chófer. Regresaron al hotel en el autobús.
El resto del grupo estaba reunido en la habitación de Sculley. Nadie quería sentarse en aquellas camas, y mucho menos dormir. Lo único que deseaban era partir para la frontera inmediatamente, pero el señor Fish tenía algunas dudas.
—Son casi las dos de la madrugada y la policía vigila el hotel.
—¿Qué importa eso? —replicó Sculley.
—Significa más preguntas y más problemas.
—Intentémoslo.
Salieron todos juntos, escaleras abajo. Apareció el gerente, con aspecto nervioso, y empezó a hacerle preguntas al señor Fish. Después, como era de esperar, entraron dos policías y se unieron a la discusión. El señor Fish se volvió hacia Sculley y le dijo:
—No quieren dejarnos marchar.
—¿Por qué no?
—Porque parecemos sospechosos, ¿no se da cuenta?
—Escuche, ¿va contra la ley que nos marchemos?
—No, pero…
—Entonces, nos vamos. Dígaselo.
Hubo un nuevo intercambio de frases en turco, pero al fin los policías y el gerente del hotel parecieron ceder y el grupo subió al autobús.
Partieron. La temperatura bajó rápidamente mientras ascendían las colinas cubiertas de nieve. Todos llevaban ropas de abrigo y mantas en las mochilas, y las necesitaron. El señor Fish se sentó junto a Sculley y le dijo:
—Ahora es cuando viene lo difícil. Yo puedo manejar a la policía porque tengo relaciones con ella, pero me preocupan los bandidos y los soldados. Aquí no tengo contactos.
—¿Qué quiere hacer?
—Creo que seré capaz de solucionar cualquier problema a base de hablar, siempre que nadie lleve un arma.
Sculley meditó el asunto. Sólo Davis iba armado, y Simons siempre decía que las armas pueden meterle a uno en más problemas de los que ayudan a resolver; las Walther PPK no deberían haber salido nunca de Dallas.
—De acuerdo —dijo Sculley.
Ron Davis lanzó su revólver del 38 a la nieve por la ventana.
Un poco después, los faros del autobús iluminaron a un soldado de uniforme que estaba plantado en mitad del camino, haciendo señas con la mano. El chófer del autobús siguió adelante sin inmutarse, como si intentara arrollar al soldado, pero el señor Fish dio un grito y el conductor frenó.
Al mirar por la ventanilla, Sculley vio un pelotón de soldados armados con potentes fusiles en la ladera de la montaña y pensó que, de no haberse detenido, los habrían acribillado.
Un sargento y un cabo subieron al autobús y comprobaron todos los pasaportes. El señor Fish les ofreció cigarrillos y los soldados se quedaron hablando con él mientras los consumían; después hicieron un gesto con la mano y bajaron del vehículo.
Algunos kilómetros más adelante, el autobús fue detenido de nuevo y tuvieron que soportar una escena similar.
La tercera vez, los hombres que subieron al autobús no llevaban uniforme. El señor Fish se puso muy nervioso.
—Actúen con naturalidad —susurró a los norteamericanos—. Lean algo, hagan cualquier cosa, pero no miren a esos individuos.
Estuvo media hora hablando con los turcos y, cuando al fin éstos permitieron que el vehículo continuara su camino, dos de los individuos permanecieron en él.
—Protección —dijo el señor Fish enigmáticamente, al tiempo que se encogía de hombros.
Sculley estaba teóricamente al mando, pero podía hacer poca cosa, salvo seguir las instrucciones del señor Fish. No conocía el terreno ni hablaba el idioma del país. La mayor parte del tiempo no tenía idea de lo que sucedía. Resultaba difícil mantener el control bajo tales circunstancias. Lo mejor que podía hacer, reflexionó, era mantener al señor Fish encaminado en la dirección correcta y pincharle un poco cuando empezara a amilanarse.
A las cuatro de la madrugada llegaron a Yuksekova, la población más cercana al puesto fronterizo. Según el primo del señor Fish que vivía en Van, allí encontrarían a Ralph Boulware.
Sculley y el señor Fish entraron en el hotel. Estaba más oscuro que un establo y olía peor que el retrete de hombres de un estadio de fútbol. Dieron voces durante un rato y apareció un muchacho con una vela. El señor Fish habló con él en turco y luego dijo:
—Boulware no está aquí. Salió hace unas horas y no saben adónde ha ido.